Seguía con la cabeza arrebujada entre las sábanas,
esperando que se hiciera de día, y cuando a través de la tela creyó adivinar
las primeras luces del alba, lanzó un suspiro: ya pronto se irían las ratas y
ella podría volver a respirar libremente.
Había pasado
otra noche en vela, oyéndolas ir y venir por el cuarto, royendo Dios sabe
qué. A ratos, las voraces mandíbulas
descansaban, y entonces ella se quedaba quieta, aguantando la respiración para
mejor oírlas, porque se las imaginaba acercándose a la cama, con sus colas
largas, serpenteantes y desnudas como gruesos gusanos, las aterciopeladas panzas
grises rozando sin ruido la alfombra del dormitorio. La idea de que pudieran
trepar por las sábanas hasta el colchón la llenaba de espanto. El corazón se le
alocaba, bombeando con tal fuerza que se le antojaba que sus latidos acabarían
por destrozarle los tímpanos, y la sangre inundaría la almohada con grandes
oleadas rojas.
¡Las ratas!
Cuando vio la primera, se apresuró a encerrar todos los víveres bajo llave. En
toda la casa no había una sola miga de pan al alcance de ellas, y sin embargo
proliferaban. Cada noche venían más.
«¿Existen en
realidad... o me las imagino yo? Estoy loca».
Pensó desmayadamente en su madre
y el recuerdo no le gustó: un año había sobrevivido desde que se refugiara en
una pequeña pieza interior, a oscuras las veinticuatro horas del día, huyendo
del enjambre de moscas, peludas y zumbadoras, que su mente desequilibrada le
hacía ver. Sólo en la total oscuridad de la noche consentía en abrir la puerta
para que le entraran alguna comida y un orinal limpio. Y cuando padre, ya en
última instancia, se decidió a traer a un especialista, la loca se pasó toda la
tarde gritando porque una nube de moscas —decía ella— había entrado en el
cuartito a caballo en el chorro de la luz que acompañó la visita del doctor. El
médico le había dicho a padre que habría que internarla; pero no fue necesario.
La oyeron aullar hasta bien entrada la noche, y cuando reinó la calma y se
atrevieron a llevarle el cántaro de agua y la bacinilla, tropezaron con su
cuerpo que ya debía llevar varias horas colgando del techo. Se había ahorcado
con su espléndida trenza. A la mañana, con la llegada de los del juzgado, fue
preciso prender luces para descolgarla y, al instante, el cuarto se llenó de
zumbidos: nadie había visto nunca tantas moscas juntas.
El reloj del
salón cantó las siete y su campanilleo la trajo bruscamente a la realidad.
Escuchó unos momentos y se atrevió a levantar la sábana. Por el pequeño
resquicio miró a la ventana donde la oscura silueta de la hiedra pintaba ya de
azul violáceo. Asomó la cabeza entera: las ratas habían desaparecido.
Todavía
permaneció inmóvil un buen rato, escuchando, y cuando se convenció de que por
hoy no volverían, empezó a sollozar suavemente, sin fuerzas. Con las lágrimas
fue cediendo la tensión del cuerpo y acabó por dormirse amparada por la
claridad de un día triste y apagado, color panza de rata.
Abrió los
ojos sobresaltada; la luz que llegaba del exterior seguía teniendo la misma calidad desvaída del
amanecer y no pudo calcular cuánto tiempo habría estado durmiendo. Se pasó la
lengua por los labios resecos y una imperiosa necesidad de beber le hizo alzar
la voz pidiendo agua.
—Irene...
El vello se
le erizó cuando, allí mismo, a sus espaldas, sonó inesperadamente la
contestación de la niña. Temblaba con violencia y su voz, atascada en la
garganta, no pudo ir más allá de un par de palabras:
—¿Estabas
ahí?
Seguramente
la pequeña notó el tono de reproche, porque se excusó.
—¿Te he
asustado...? Ha sido sin querer.
Pero debía
estar acostumbrada a los inmotivados sobresaltos de su madre, ya que siguió
tranquilamente con sus juegos, extendiendo sobre la alfombra en primoroso triángulo, toda una
serie de variopintos objetos que había sacado de su caja de cosas. Al lado, un
osito de trapo escoraba sobre la pintoresca exposición, mirándolo todo con su
único ojo de botón de bota.
—¿Te traigo
la tila? —y como su madre no contestara, insistió— ¿No me oyes?
No, no la
había oído. Estaba sumida en su mundo de terrores, la mirada ausente, prendido
el labio inferior entre las dos ringleras de dientes.
—En esta
casa hay ratas —gimió—. Te digo que las oigo y las veo cada noche.
Irene la
miraba con sus grandes ojos graves de niña vieja, de niña sabia; pero no
parecía compartir en absoluto sus temores.
—Tengo
sed... —y miró distraídamente a la pequeña—: ¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—Nada.
Y se
apresuró a guardar sus tesoros en la caja de cosas, fuera de la mirada materna,
intuyendo que todo aquello podría acabar en la basura cualquier día de limpieza
general. Cerró la tapa y volvió a preguntar:
— ¿Quieres
ya la tila?
Y cuando la
mujer asintió, salió del cuarto, llevándose su osito y su caja de cosas.
Sabía
perfectamente lo que había que hacer y aguardó con paciencia a que el agua
hirviera. Puso en la taza el saquito de la tila y dos cucharadas rasadas de
azúcar; después escaldó la tisana y añadió diez gotas del frasquito que estaba
en el vasar, tal y como había ordenado padrino. Revolvió la mezcla
concienzudamente y acercó la nariz al vapor. Lo probó: no sabía mal, no sabía a
nada....
Oyó gemir a
su madre allá en el cuarto. «Es más quejica que yo qué sé qué. Si se la llevo
ahora va a decir que está muy caliente». Sopló un poco sobre el líquido y echó
a andar con la tisana, muy despacito, para no derramar ni una gota.
La tila fue
rechazada nada más verla:
—Eso está
hirviendo...
Irene dejó
la taza en la mesilla y fue a buscar un vaso de agua.
Cuando la
niña oyó la llave en la cerradura, corrió alegremente al vestíbulo para recibir
a su padrino. Había prometido traerle un regalo.
Desde la
cama, la mujer les oyó cuchichear en la entrada, sus risas mezcladas a un
desapacible chirrido que no fue capaz de identificar hasta que el médico entró
en el cuarto. Detrás venía Irene, muy contenta, con una jaula dorada donde
brincaban dos periquitos.
La mujer se
descompuso al ver los pájaros y tuvo que volver el rostro hacia otro lado para
ocultar su enojo: pero se le notó el despecho en la voz:
—Te pedí que
no le trajeras más animales.
—Si sólo son
dos periquitos —protestó el médico— verás cómo no se mueven de la jaula,
¿verdad Irene?
— ¿Cómo
tengo que decir que no le gustan los bichos?
Irene,
alarmada, alzó la cabeza y miró de frente a su padrino:
—Di que
sí... di que me gustan mucho.
El médico le
guiñó un ojo; eso quería decir: «luego hablaremos tú y yo». Se sentó en la cama
y apartó de la frente el cabello sudoroso de la enferma.
— ¿Cómo te
encuentras?
Con las
lamentaciones, el tono de la mujer volvió a ser débil, plañidero:
—No he
podido dormir...
Para estar más cerca de él, se reclinaba
clavando un codo en la almohada. Era preciso guardar calma si quería que la
creyesen. Nadie la tomaría en serio si se abandonaba a una crisis nerviosa.
Los ojos del
médico paseaban distraídamente por la habitación mientras le tomaba el pulso.
Un rosario de oscuras pastillas circundaba la cama. «Matarratas —pensó— muy
apropiado». No hizo ningún comentario.
— ¿Has
vuelto a tener pesadillas?
— ¡Son ratas
de verdad, y tú no me crees! —se desesperaba y los ojos enrojecidos miraban al
médico esperando algún gesto de comprensión.
—Ya...
¿Cuántas calculas tú que vienen?
Aquello no
era comprensión; su voz sonaba aburrida, rutinaria. «Me está llevando la
corriente como a los maníacos... Tal vez piense que he heredado la enfermedad
de mamá». Le buscó la mirada, con desconfianza; pero él andaba hurgando en el
maletín y le fue imposible leer nada en sus ojos.
— ¿Crees que
estoy loca?
Súbitamente
irritado, el hombre levantó la cabeza y miró a la niña. Irene estaba distraída,
en cuclillas frente a la jaula, con un dedo entre los barrotes. Los periquitos
venían a picotear el engaño. A pesar de todo, el médico murmuró de mal humor:
—Deberías
tener más cuidado con lo que dices y delante de quién lo dices.
Ella abrió
la boca para protestar, pero no dijo nada porque estaba a punto de llorar y se
había propuesto no hacer escenas. Fue entonces cuando Irene se echó a reír:
—Mira cómo
me pican, padrino. Se creen que es azúcar.
La
interrupción irritó tanto a la enferma que, olvidando su congoja, se revolvió
irritada:
—No te
importa lo que estoy diciendo... no me escuchas. ¿Sabes que no me atrevo a
quedarme dormida, a sacar las manos fuera de la cama para encender la luz...?
Qué sabía él
lo que era pasarse toda la noche padeciendo sed, terror y angustia.
Los
picotazos arreciaban en el dedo de Irene.
— ¡Mira,
mira, padrino...!
Chilló de
rabia y frustración:
— ¡Ya te
hemos oído, Irene! ¡Cállate!
Fingió no
ver la mirada de reproche que le dirigía su hermano, y añadió:
—Esos
pájaros no le durarán ni un día; se le escaparán, como se le escaparon los
otros animales, porque no sabe cuidarlos.
Irene retiró
vivamente el dedo de los barrotes y protestó:
—Di que no,
di que no se me escapan, padrino.
El médico se
volvió rápidamente hacia ella y se llevó un dedo a los labios.
—Irenica,
mamá no se encuentra bien. Sé buena y llévate esos periquitos donde no la
molesten.
La pequeña
cogió la jaula y se levantó dócilmente; pero en lugar de irse, buscaba los ojos
de su madre. Cuando sus miradas se encontraron, murmuró con rencor:
—Mentira, no
se me han escapado.
Sólo
entonces dio media vuelta y salió de la habitación. Pasos y chillidos se
alejaron por el pasillo. El médico aguardó un instante, y cuando calculó que
Irene no podría oírle, dijo en voz baja:
—Esta niña
no puede seguir aquí. Sería bueno llevarla al campo.
De pronto,
la habitación se oscureció. Las gruesas nubes de aquel día tristón corrían
cortinas grises en el cielo.
Sinceramente
alarmada, la mujer suplicó:
—No iréis a
dejarme así...
—Nadie va a
dejarte hasta que no estés bien... Pero habrá que hacer algo con Irene —miraba
el matarratas— este ambiente es malsano.
Las manos de
la mujer eran piel y huesos agarrotados en el embozo. A lo lejos sonaba muy débil
el chirrido impertinente de los periquitos. Volvió a insistir:
—No le
gustan los animales... A saber dónde han ido a parar el perro y el gato... ¿Y
la tortuguita...?
El la miró
fijamente, inexpresivamente. La mujer se sintió incómoda sin saber por qué y
acabó ocultando el rostro entre las manos. Así estuvieron un momento, envueltos
en el tic-tac del reloj, arropados por el ambiente dulzón del cuarto, que olía
a perfume, a farmacia y a sudor. Se puso en pie para marcharse, pero ella le
agarró una mano:
—¿Me estaré
volviendo loca como la pobre mamá...?
Volvió a
sentarse sobre la cama, mirándola, pero viendo a través de ella otro cuerpo que
se balanceaba en el vacío (suave rotación y traslación), la trenza encastrada
en el cuello, los pies bien apuntados hacia el suelo, como si en el último
momento hubieran querido pisar tierra firme para liberar a la garganta del
intolerable peso del cuerpo. «Ya estás loca, pobre desgraciada, y acabarás por
volvernos locos a los demás. Para ti son ratas lo que para madre eran moscas.
Pero ella se limitaba a encerrarse en su noche eterna, sin molestar, sin
pedirle nada a nadie: sólo oscuridad. Tú, en cambio, acabarás por arrastrar con
tus delirios a una niña que debería estar jugando al aire libre con esos mismos
animalitos que tu zoofobia te empuja a eliminar».
Al notar que
su hermano pensaba en otra cosa, rompió a sollozar desconsoladamente, sin hacer
ya nada por contener el llanto, sintiéndose infinitamente sola y desvalida.
Antes de que
se marchara, insistió:
—La locura
se hereda, ¿verdad?
El suspiró
y, viendo que no le dejaría irse, la zarandeó con suavidad:
—No
necesariamente... yo no estoy loco.
La tila
bañaba los nomeolvides del fondo de la taza.
—Mira, no te
has tomado la infusión y ahora estará helada.
—No importa
—dijo para congraciarse. Cogió torpemente la taza y se bebió la tisana de un
tirón. El líquido se le escurría por la comisura de los labios.
La docilidad
de su hermana le conmovió. Sonrió y le besó la frente.
—Voy a
decirle a Irene que esta noche te doble la dosis. Verás qué bien duermes sin
pesadillas.
Estaba tan
agradecida que, antes de reclinarse de nuevo en la cama, le tiró un beso y le
hizo adiós con la mano. Ahora se sentía mucho mejor.
Luz verde.
Ya podía marcharse tranquilo. Camino de la puerta, entró en el cuarto de Irene.
Estaba muy entretenida con su jaula y sus juegos de niña solitaria; pero lo
dejó todo para escuchar con atención las instrucciones de su padrino. Era una
niña muy inteligente y hacía todo al pie de la letra.
—Veinte
gotas, pero no más, aunque ella te lo pida. Si le diéramos mayor cantidad,
podría dormirse para siempre. ¿Lo comprendes?
Irene
asentía vigorosamente con la cabeza. En la jaula los periquitos chillaban a
placer. No habían callado un solo momento desde que los trajo. El doctor casi
se arrepentía de su compra: verdaderamente eran unos animalillos inaguantables.
—Cantan muy
bien, ¿verdad padrino?
—Eso mismo
estaba pensando yo, Irenica —y echó a reír. Al besarla sintió la carne
enfermiza y tumefacta. «Igual que las mejillas de una vieja alcohólica» pensó.
Estrechó a su ahijada y secreteó a su oído:
—Nos vamos a
ir al campo, tú y yo.
—¿Cuándo
padrino?
—Ya pronto.
Al oír las
campanadas del reloj, la mujer se sentó de golpe en la cama, espantada de lo
corto que se le había hecho el día. «Ahora, con la noche, las ratas volverán».
Se retorció las manos. «No, no hay ratas; son figuraciones mías...». Estaba
desesperada y, en su confusión, buscó ayuda:
—Irene...
Escuchó...
Sobre el galope furioso de su propia sangre, sólo alcanzó a oír el ritmo
acompasado del reloj. Las rodillas, temblonas, pudieron sostenerla hasta la
ventana. Descorrió al máximo las cortinas para aprovechar hasta lo último la
luz del día. Gesto inútil: la manta tupida de la lluvia precipitaba la llegada
de la noche. «No es posible que oscurezca... todavía es pronto». Y la soledad
se le hizo insoportable.
—¡Irene!
La lluvia y
el reloj, el reloj y la lluvia. Deseó con vehemencia oír algún ruido familiar,
aunque sólo fuera el chillido de los periquitos... La lluvia y el reloj.
La habían
abandonado, ¡eso era! Aturdida, dio dos pasos hacia la puerta y su pie rozó
algo oscuro, blando y suave. Una sombra confusa se desplazó hacia el rincón y
allí permaneció quieta, como agazapada. Lanzó un alarido interminable y se
precipitó en las tinieblas, palpando atropelladamente la pared en busca del
conmutador eléctrico... que no estaba... que no aparecía... ¡que se lo habían
llevado de su sitio...! Se golpeó el codo contra el picaporte y una uña se le
quebró dolorosamente prendida en el plástico del interruptor y la pared.
Gritaba tanto que no pudo oír el clic de la palanquita al tiempo que se
encendía la lámpara. Desde la esquina del cuarto, visible bajo la luz
eléctrica, el osito de peluche la miraba fijamente con su único ojo de botón de
bota. Tampoco ella podía separar la mirada del muñeco, oscuro, blando y suave.
Era un viejo osito de peluche lo que le había aterrorizado, sólo eso. Ahora lo
veía con claridad y, a pesar de todo, tuvo que seguir gritando, porque los
nervios la habían abandonado y no valían razonamientos serenos cuando el pánico
se desboca.
A
trompicones enfiló el pasillo. Hubiera querido correr, y apenas conseguía
arrastrar los pies, como una anciana. La puerta del cuarto de Irene, solamente
entornada, se abrió cuando la mujer apoyó su cuerpo desfallecido en ella. El
agrio chirrido de los periquitos, que tanto había deseado escuchar antes, le
hirió ahora los oídos como una intolerable ofensa personal.
Ante el
armario abierto, la imagen congelada de Irene, sostenía en vilo la jaula
dorada. Había vuelto el rostro hacia la puerta del cuarto, alarmada ante la
insólita aparición de su madre. Con gesto inútil y pueril, se volvió de cara a
ella, manteniendo la jaula a sus espaldas, como si quisiera ocultarla...
Imposible que aquel cuerpo, seco y huesudo, apenas adivinado bajo el fino
camisón, pudiera inspirar algo que no fuera lástima o hastío. Y, sin embargo,
Irene estaba asustada, en guardia, vigilando cualquier posible movimiento de la
mujer que, agitada todavía por lo que para ella había sido un terrible esfuerzo
físico, seguía reclinada contra la jamba de la puerta —la boca abierta, los
músculos del cuello como trallas— atenta sólo a recuperar alientos.
—¿Por qué
escondes la jaula? —jadeó.
La respuesta
llegó, intempestiva y absurda:
—Los
periquitos son míos.
No comprendió muy bien lo que la niña había querido
decir con eso, pero sintió un odio celoso y violento hacia aquellos animalejos
que acaparaban la atención de su hija.
—Les has
cambiado el agua, y a mí no me has ido para traerme las gotas, como te ha
mandado el padrino.
Los ojos
sabios de la niña vieja variaron de trayectoria. Ya no ocultaba la jaula; la
agarraba con fuerza, como en evitación de una improbable huida de los
pajaritos. Con gesto rápido, inesperado, metió la jaula dentro del armario y,
deliberadamente, dio dos vueltas a la llave. La mujer la miraba, pasmada. Se
había recuperado del todo y ya no era el prototipo de fémina asustada que hace
unos momentos huía de una amenaza inexistente. Incluso su voz sonaba normal.
—Ahí dentro
se van a ahogar...
—No.
Retiró la
llave de la cerradura, la apretó con fuerza y escondió el puño en el bolsillo
del delantalito. Pero no se movía, espiando la reacción de su madre. Dentro del
armario los periquitos revoloteaban a ciegas batiendo furiosamente los barrotes
de la jaula.
—Se van a
hacer daño... ¡Sácalos de ahí!
La niña
evitaba mirarla de frente. Sin sacar del bolsillo la mano que retenía la llave,
dio un paso hacia la puerta.
—Voy a
prepararte las gotas.
Y logró
escurrirse fuera del cuarto, antes de que pudiera detenerla el brazo que su
madre alargaba. Al quedarse sola, el ánimo de la mujer flaqueó de nuevo.
Parecía resignada a volver a su habitación pero, cambiando de parecer, arrastró
los pies hasta el armario e intentó abrir la puerta. Estaba bien cerrada y no
supo qué hacer. Arrimó el oído y se quedó escuchando... Los periquitos se
habrían dormido —no se les oía. Sus dedos huesudos acariciaban pensativamente
el ojo de la cerradura.
Había estado
lloviendo toda la noche, ininterrumpidamente, pero al amanecer escampó. Todavía
goteaban los árboles cuando sonaron los pasos del doctor en la acera. Caminaba
sin prisas, rebuscando en el llavero. Dos veces apretó el botón del portal sin
conseguir que la luz se encendiera. Agarrado al pasamanos subía despacio los
peldaños, procurando no tropezar. Al llegar al rellano, sus ojos ya se habían
acostumbrado a la oscuridad relativa de la escalera y, a la primera, pudo meter
el llavín en la cerradura del piso: el vestíbulo también estaba en tinieblas.
Nada más entrar echó de menos la presencia de Irene, que cada mañana corría a
recibirle cuando le sentía llegar. Se detuvo un momento en la entrada y silbó
suavemente... Todo seguía en silencio. Por un momento pensó que la niña se
habría dormido; pero rechazó la idea por absurda: Irene era siempre la primera
en levantarse. Tal vez estaría, como otras veces, en el cuarto de su madre,
jugando sin ruido, en espera de que despertase. Echó a andar hacia allá. Al
doblar la esquina del pasillo estuvo a punto de pisar algo que duras penas
identificó: el osito de Irene. Estaba casi irreconocible. La cabeza roída,
medio arrancada del tronco, colgaba en un escorzo imposible. Tenía la panza
rasgada y por el terrible ojal se vaciaban en el suelo las entrañas de borra.
Se estremeció al verlo: allí estaban bien patentes las huellas inconfundibles
de las ratas.
Una extraña
premonición le hizo detenerse en seco. Su instinto le decía que no siquiera
adelante, y tuvo que violentarse para dar dos pasos más: los suficientes para
ver entre dos luces lo que sólo podía ser una visión de pesadilla, algo tan
ferozmente macabro, que se quedó clavado en el sitio, mudo, alucinado, incapaz
de apartar los ojos del repulsivo cuadro, esperando que alguna especie de
milagro viniera aponer fin a tanto horror. Sintiéndose desfallecer, quiso
engañarse: «Ahora voy a despertarme en mi propia cama, sudando de fiebre. Pero
pasaban los segundos y él seguía con los ojos prendidos en el hervidero de la
cama, en el ir y venir de aquellas siluetas grises —suave piel y largar cola
desnuda, como un gusano redondo, le había dicho ella— que apenas se movían si
no era para hincar mejor los dientes en aquella carne inmóvil y ya insensible,
réplica exacta en versión humana del muñeco eventrado en el suelo del pasillo.
Hubiera seguido allí eternamente, incapaz de reaccionar, si las arcadas,
resueltas en vómito incoercible, no le hubieran vuelto a la realidad. A medida
que los resortes internos volvían a funcionar, una idea insoportable empezó a
tomar forma:
— ¡Irene!
No supo cómo
había llegado hasta allí. Sin consciencia de haberse movido, se encontró
empujando la puerta del cuarto de la niña. También aquí estaba todo en
silencio. Buscó a la pequeña. Allí estaba, inmutable, ante la cama sobre la
cual campeaban sus amados objetos, tan celosamente guardados en la caja de
cosas: trastos inservibles, pequeños chismes sin valor que tanta importancia
cobran en los juegos infantiles... Los reconoció a todos: el collar del perro,
sí,... y el cascabel prendido a la cinta roja que el gatito había lucido al
cuello... y una diminuta concha de galápago... y una cascada de irisadas plumas
—suaves plumitas verdes, amarillas y azules que pocas horas antes cubrían el
cuerpo de los periquitos... Todo aquello formaba un rectángulo perfecto y, en
su centro de honor, el frasco, destapado, vacío...
Irene le
miraba con el brazo extendido hacia el armario, abierto de par en par. La jaula
dorada estaba volcada en su interior y a su lado una camada de pequeñísimos
seres de piel rosada y transparente, no mucho más grandes que una almendra,
tiritaba dentro de un extraño nido.
—Irene...
La pequeña
se levantó, y delicadamente, sacó a uno de aquellos animalillos y lo ofreció en
el cuenco de sus manos a la mirada del padrino.
Del pasillo
llegaba un rumor apagado. Irene giró la cabeza hacia la puerta y bisbiseó
cariñosamente. Una rata entraba arrastrando por el suelo la voluminosa panza
ahíta de carne. Pesadamente subió al nido y, acomodándose con infinitas
precauciones, ofreció las teticas a la camada ciega. Irene devolvió la pequeña
cría al calor del nido y acarició amorosamente al suave lomo de la rata.
El hombre
retrocedió un paso: ya no quería ver más. Ya nunca en su vida querría ver nada
más... Buscó el amable alivio de la ceguera y cerró los ojos: pero el cuerpo de
su madre volvió a danzar (rotación y translación) al extremo de la hermosa
trenza morena, y tuvo que abrirlos de nuevo.
No, su
hermana no...
Miró a la
niña: aquella era la heredera...