1 may 2012

EL HECHICERO por Cárlos Sáiz Cidoncha

La primera vez que el teniente Juan Adanas, de la Guardia Territorial de Guinea Ecuatorial, oyó hablar del hechicero de la montaña, fue por boca del indígena León Copariate, poco después de haber llegado el oficial a su destino en la isla africana de Annobón.
  León Copariate era un hombrecillo seco y enjuto. Su nombre, que al principio hizo gracia a Adanas, nada tenía que ver con la poderosa fiera africana, por otra parte desconocida en la isla, sino más bien con la costumbre de los annobonenses de bautizar a sus hijos con nombres de ciudades españolas. Era una persona extremadamente seria, y parecía pensar cuidadosamente sus palabras antes de pronunciarlas.
  –Señor, el hombre de la montaña me llama –le dijo en aquella ocasión, al preguntarle Adanas adonde se dirigía.
  –¿El hombre de la montaña?
  –El hechicero.
  Juan Adanas suspiró. Ya había tendido experiencias anteriores con hechiceros africanos y no sentía hacia ellos el menor respeto. Les consideraba a todos unos estafadores que se aprovechaban de la superstición de sus paisanos. Así pues no pudo por menos que preguntar a León.
  –¿Crees tú en los hechiceros?
  El annobonés quedó pensativo por un instante, según su costumbre.
  –Ese es un hechicero distinto, señor –dijo al fin–. Ese es un verdadero hechicero.
  –¿Y qué es lo que quiere de ti?
  León se encogió de hombros.
  –¿Cómo puedo saberlo, señor? –murmuró–. Estoy tranquilamente en mi casa, y de pronto él me llama. Hasta que llegue a su lado no puedo saber cómo quiere que le sirva.
  El oficial le miró con aire de sospecha. Anochecía, y muy pronto la gran Cruz del Sur aparecía en el horizonte. En la creciente oscuridad apenas veía la expresión del annobonés, pero nada dejaba entrever que se estuviera burlando.
  –¿Y cómo sabes que te llama, si él no está aquí? –preguntó.
  León dejó escapar una risita.
  –¡Oh! ¡El sabe cómo hacerlo!
  Por un instante Adanas pensó continuar la conversación, pero pudo ver signos evidentes de impaciencia en su interlocutor y optó por despedirse de él y dejarle ir hacia aquel desconocido brujo montañés del que hablaba. Con las últimas luces del día le vio ascender la empinada vereda que llevaba al lago Mazafil, hasta que su lejana figurilla se perdió en la distancia y en la noche. Meneando la cabeza, volvió luego al edificio que era a la vez su vivienda y su oficina. La ligera inquietud que en él había despertado momentáneamente el suceso no tardó en desvanecerse por completo.
*  *  *
  Maravillosa en verdad era la verde isla de Annobón, único territorio del hemisferio meridional que había visto amanecer el siglo XX bajo la bandera española. De agradable clima, excepto la estación de los tornados, ningún animal o sabandija peligrosos infestaba sus fértiles tierras. Poblada por gentes amables y alegres, nadie hubiera podido descubrir allí el menor signo de peligro o malevolencia. Todas las mañanas salían a la mar las flotillas de cayucos pescadores y, una vez al mes, el barco de línea interinsular o uno de los buques de guerra de la pequeña flotilla española del Africa Ecuatorial aparecía en el horizonte para desembarcar los envíos que los isleños trabajadores en la septentrional Fernando Poo hacían a sus familiares.
  Gran aficionado a la pesca submarina, Adanas disfrutaba a sus anchas en las roqueñas riberas del islote de las Tortugas, sumergiéndose una y otra vez con su equipo, y consiguiendo siempre alguna apreciable presa. Exploró también en ocasiones, por puro placer, el interior de la pequeña isla, e incluso una vez la rodeó por completo a bordo de su motora.
  Y así transcurrían los días, plácidos, uno tras otro. Aparte de la minúscula guarnición militar, no había en la isla otro blanco que el anciano misionero de barbas tan blancas como su sotana tropical, pero aquí aislamiento ni significaba inquietud. Faltos de acontecimientos recientes, los annoboneses hablaban en sus palabras de tragedias del pasado, casi olvidadas en el tiempo, como la llamada «guerra chica de Annobón», cuando un deportado africano enloqueció y dio muerte a varias personas antes de suicidarse en medio del monte. Los más viejos incluso podían recordar aquel día terrible en el que el Gobernado General, de visita en la isla, fue asesinado por uno de sus subordinados, llevando el nombre de Annobón a las primeras planas de la prensa mundial. Pero aquello era agua pasada, anécdotas que sólo servían para ser contrastadas con el apacible presente.
  Adanas tomaba parte algunas veces, de buena gana, en aquellas tertulias celebradas en el pequeño bar, a la luz de las «lámparas de bosque», teniendo como interlocutores a los notables de la comunidad. Hablábase de todo lo referente a la isla, pero el oficial jamás oyó palabra alguna sobre aquel misterioso hechicero de quien le hablara Copariate.
  A veces pensó iniciar la conversación con éste, pero siempre lo fue dejando para más adelante, siéndole levemente desagradable el tema. No obstante, aquel día en que el propio León tropezó con él ante el edificio de la Misión, la decisión de volver sobre aquel asunto se le hizo irresistible.
  –¿Sigues al servicio del hechicero de la montaña? –le preguntó en tono jovial, fingiendo despreocupación.
  El annobonés lanzó una de sus peculiares risillas africanas.
  –Sólo cuando él me llama, señor –respondió.
  Adanas luchó un momento entre la curiosidad que experimentaba y el confuso sentimiento de vergüenza que se hacía presente en su ánimo al pretender discutir seriamente sobre temas tales como la hechicería. Pero finalmente la curiosidad ganó la partida.
  –¿Dónde vive ese brujo? –preguntó.
  León Copariate alzó la vista.
  –Arriba, en la montaña –dijo–. Más allá del lago Mazafil y también más allá del Pico del Fuego. En lo más alto de todo.
  –¿Pero cómo es que nadie le ha encontrado nunca? Yo mismo he recorrido toda la isla.
  Por primera vez el nativo vaciló ligeramente.
  –Hay mucho bosque allá arriba, señor –respondió al fin–. Y además, si el de la montaña no quiere, nadie le puede ver.
  –¿Se esconde?
  –No –negó León–. El nunca se esconde. Pero si no quiere, nadie le puede ver.
  –¿Por magia, quizá?
  León asintió seriamente.
  Y precisamente entonces, Adanas sintió en su interior una inexplicable ola de temor. Algo que no podía comprender, que su razón insistía en rechazar como ridículo, pero que, no obstante, anegaba todos sus sentidos como una terrible inundación. De repente toda la apacible vida de Annobón le pareció semejante a una máscara sonriente que podía caer en cualquier instante, revelando bajo ella algo carcomido y aborrecible, viejo como el tiempo y tan espantoso como pudiera serlo el caos primordial de Universo.
  Y lo verdaderamente horrible era que nada de cuánto había ocurrido a su alrededor, nada de lo que el pequeño annonobonés le había dicho, podía ser el origen de aquella sensación. Era algo que venía de fuera, para recordarle que el mundo no estaba cuerdo por completo, que existían simas de locura donde el no advertido podía caer en cualquier momento.
  Incrédulo, el oficial vio agrandarse ligeramente los ojos de León Copiarate. Y de pronto la demente sensación cesó, como si alguien hubiera accionado un interruptor.
  León Copariate sonrió con timidez y se dio media vuelta.
  –Me llama –dijo sencillamente.
  Y se alejó sin otra despedida, negro y sudoreoso bajo el cálido sol africano, insignificante entre las docenas de nativos que iban de un lado a otro dedicados a su trajín habitual.
  El teniente Adanas sintió de pronto un violento escalofrío, sin explicarse la causa.
*  *  *
  Hubo nuevos días y nuevas noches, tranquilos y monótonos, tanto unos como otras. Hubo nuevas excursiones de pesca y nuevas tertulias al anochecer. Continuó el trabajo ordinario, y Adanas llegó de nuevo a casi olvidar el incidente pasado. Aquella extraña sensación que llegó a percibir hízose cada vez menos real, hasta que llegó a considerarla como una alucinación fugitiva., quizás un primer amago de paludismo, o puede que efecto del sol ardiente de Africa en los nervios o el cerebro, pero de ninguna forma un suceso real. Esas cosas no sucedían, ni siquiera en Africa, y los hechiceros no eran sino avispados explotadores de la credulidad nativa.
  Hízose el propósito de olvidar lo ocurrido, y casi lo logró. Quizá desde entonces empezó a evitar a León Copariate, y quiso hacer accidental el hecho de no internarse más en el montañoso centro de la isla, más allá del lago Mazafil y del Pico del Fuego.
  De Copariate le llegaban a veces noticias indirectas. Supo que la vida del pequeño annobonés había cambiado después de su última entrevista. Haciéndose ahora muy raro de encontrar y sus maneras eran huidizas y temerosas.
  –Todas las noches se emborracha –le dijo un día el viejo Valladolid, cuando le interrogó sobre el particular–. Está malo...
  Y de pronto un día llamaron a la puerta de su oficina, y allí estaba León Copariate, frotándose las manos con nerviosismo.
  –Buenos días, señor –dijo educadamente. Y permaneció inmóvil, como esperando permiso para entrar.
  Adanas le contempló con asombro. Parecía haber envejecido, y su mirada no era la de antes. Bullía en sus ojos un sentimiento de inseguridad, de miedo, incluso de franco pánico. ¿Qué podría haberle ocurrido al tranquilo hombrecillo que conociera al llegar a la isla? Su naturaleza parecía haber cambiado de un modo sutil pero inconfundible. El temblor de sus labios no podía deberse únicamente al alcohol que en los últimos tiempos parecía consumir en abundancia.
  Un animal perseguido, decidió de pronto Adanas. Un pobre perro que vaga por las calles hecho un manojo de nervios, esperando que alguien se lance sobre él para golpearle.
  –Pasa, León –invitó. Y el hombrecillo tomó asiento frente a él, sin abandonar su aire temeroso. Pudo observar cómo sus ojos se revolvían inquietos como vigilando algún ignorado peligro.
  –¿Qué quieres?
  El annobonés metió la mano en su bolsillo, vaciló, y la volvió a sacar de nuevo, vacía. Su nerviosismo empezó a irritar al oficial.
  –Señor –dijo al fin–. Mañana me voy a Fernando Poo. A trabajar.
  –Me parece muy bien –aprobó Adanas–. ¿Y es para eso para lo que vienes a verme?
  León negó lentamente con la cabeza. Parte del sudor que corría por su negra frente no podía ser imputado al sol africano. De nuevo metió la mano en el bolsillo, y esta vez extrajo un objeto que dejó sobre la mesa.
  –¿Lo quiere usted, señor? –preguntó con voz muy débil.
  Sorprendido, Adanas tomó en su mano el objeto y lo examinó. Se trataba de un medallón grabado, una obra como antes nunca había visto en Africa. No era un objeto de hierro o bronce como los que solían vender los haussas de Nigeria, sino algo primoriosamente trabajado y hecho de un metal que no pudo reconocer. El grabado tampoco representaba nada familiar, sino una serie de líneas rectas y curvas que formaban un motivo semejante a una letra árabe. Pesaba de forma desproporcionada a su tamaño.
  –¿Me lo quieres vender? –preguntó.
  De nuevo León negó con un movimiento de cabeza.
  –Se lo regalo, señor –murmuró–. Es para usted.
  Adanas frunció el ceño. Desde luego allí había algo raro e inquietante.
  –¿De dónde lo has sacado? –inquirió.
  León inclinó la cabeza hacia un lado y adoptó una actitud estólida, sin responder.
  –Te pregunto de dónde lo has sacado –repitió Adanas, con más energía–. ¿Lo has robado?
  –¡No! ¡No! –protestó el annobonés–. No lo he robado, señor. Era...
  Calló, pero al ver la expresión del oficial, optó por continuar.
  –¡Era del hechicero de la montaña!
  Siguió un pesado silencio. Instintivamente, Adanas dejó el medallón sobre la mesa.
  –¿Se lo has quitado a él?
  –¿A él? –la sorpresa de León no era fingida–. No, señor. El hechicero ha muerto.
  –¿Muerto...?
  –Hace una semana. Yo mismo le enterré al pie del Pico de Fuego, como él me había ordenado antes de morir.
  Y de pronto el oficial sintió un inmenso alivio, como si acabara de escapar de una fea pesadilla. Al fin y al cabo aquel hechicero no era lo que había... ¿pensado o soñado? Por un momento se rió de sí mismo, pero luego su rostro se crispó de nuevo.
  –¿Y no le habrás matado tú mismo para robarle, León? –acusó súbitamente.
  El horror asomó en los ojos del hombrecillo. Pero no el horror del culpable desenmascarado, sino el del hombre a quien se menciona un acto inconcebiblemente sacrílego y antinatural, que su misma alma tiembla sólo de pensarlo.
  –¡Señor! –gritó. Por primera vez su voz era alta–. ¡Matarle! ¿Yo? ¡Si no hubiera podido ni siquiera... ni siquiera...! –calló, falto de pronto de argumentos para refutar aquella enormidad.
  No, decidió el oficial. Aquel hombrecillo era físicamente incapaz de haber levantado la mano contra el misterioso personaje de la montaña, fuera éste quien fuera. Ciertamente que hubiera debido mencionar antes su muerte, denunciarla ante él mismo, que representaba la autoridad. Pero... mejor era así. En lo que se refería a la Administración, aquel brujo nunca había existido. Si murió o dejó de morir en la soledad de su cueva de eremita, a nadie importaba. Y a Juan Adanas, menos que a nadie.
  León pareció encontrar de nuevo la voz.
  –Señor, era un hechicero muy poderoso –dijo–. Si yo hubiera querido matarle, no hubiera podido.
  –Y, sin embargo, su magia no le libró de morir ¿no es cierto?
  –Todos morimos. Pero los verdaderos hechiceros nunca mueren del todo.
  Inmediatamente después de pronunciar aquellas extrañas palabras, el rostro de León se contrajo en una fea mueca, como si temiera haber dicho demasiado.
  Adanas recogió de nuevo el medallón y el hombrecillo le miró con esperanza.
  –¿Por qué me lo regalas?
  León se puso instantáneamente a la defensiva.
  –Señor, mañana llega un barco y yo saldré en él para Fernando Poo –dijo–. No quiero que... no quiero que salga fuera de Annobón, señor.
  El oficial sopesó el medallón. Se sentía extrañamente contento de que tanto el hechicero como León desaparecieran de su vida.
  –Bien –dijo–. Pues muchas gracias. Me quedo con él.
  El resultado de estas palabras fue inesperado. De repente todas las señales de temor y decadencia que le habían extrañado en el annobonés se disolvieron en el aire. León Copariate volvió a ser el de antes, pero con el añadido de una incontenible alegría y también un intenso agradecimiento.
  –Gracias a usted, señor –dijo cálidamente–. ¡Muchas gracias a usted, señor!
  Y se dispuso a salir. Pero antes de hacerlo vaciló, como si algo luchara en su interior. En el mismo umbral de la puerta volvió la cabeza casi con una sacudida.
  –Señor... –dijo vacilante. Y luego de súbito, exclamó–. ¡Cuídese de los tornados, señor!
  Y salió rápidamente antes de que el oficial pudiera pedirle explicaciones sobre tan extraña advertencia.
*  *  *
  Llegó y se marchó el barco, y León Copariate partió con él rumbo a la isla de Fernando Poo, al norte, más allá del Ecuador. Y tornaron los días cálidos y las noches estrelladas, en tanto que el recuerdo de aquel fantástico personaje de la montaña iba desapareciendo de la mente de Juan Adanas. Incluso el medallón había quedado en un bolsillo de su guerrera, lejos de su memoria y su recuerdo.
  El primer acontecimiento extraordinario vino de la parte más inesperada. Fue Pedro Mansuy Elá, el soldado de la Guardia Territorial que le servía de ordenanza quien vino un día a verle, mohíno.
  –Mi teniente, vengo para decirle que ya no quiero seguir siendo su ordenanza.
  Adanas se quedó mirando, sorprendido, a quien así le hablaba.
  –¿Quieres volver a hacer todos los servicios? –preguntó, incrédulo.
  –Sí, mi teniente –respondió el otro sin pestañear.
  –¿Y puedo preguntarte por qué has decidido eso?
  El soldado empezó a moverse inquieto de un lado a otro, dando vueltas entre sus manos a la gorra militar.
  –Es que ya no me conviene, mi teniente.
  Adanas le miró de hito en hito, lo que azoró aún más al hombre.
  –¿Te trato mal, acaso?
  –Mmmmm... no...
  –¿Es que tienes mucho trabajo en casa?
  –No, mi teniente... Es que... no me conviene... no me conviene...
  El oficial se sentó en su silla y cruzó las piernas. Se quedó contemplando casi durante un minuto al soldado, sin decir nada. El hombre se agitaba, nervioso. Trasladó varias veces el peso del cuerpo de uno a otro pie, y se mordió los labios.
  –Mansuy –habló por fin Adanas con firmeza–. ¿Qué pasa?
  El guardia territorial se dio por vencido. Carraspeó y finalmente se decidió a hablar.
  –Mi teniente, en la casa hay alguien.
  Adanas enarcó una ceja.
  –¿Alguien?
  –Sí, mi teniente –se disparó ahora el otro–. Cuando estoy arreglando la casa hay alguien que me mira y luego... hay olor a cosas malas, a cosas que no se pueden decir...
  Adanas se quedó mirando al soldado, pensando si no se estaría mofando de él.
  –¿Qué hay alguien? –preguntó–. ¿Y quién es ese alguien?
  El guardia territorial se mordió de nuevo los labios.
  –Alguien que le quiere mal, mi teniente –dijo en un murmullo.
  Adanas se levantó y se dirigió a la puerta.
  –Vamos –dijo.
  Recorrieron la pequeña explanada hasta llegar al cuartelillo de los gurdias territoriales.
  –Mansuy ya no quiere ser mi ordenanza –anunció el oficial–. ¿Quién quiere sustituirle?
  Se ofrecieron todos, mientras dirigían algunas miradas de extrañeza a quien así abanadonaba por propia voluntad el deseado puesto. Adanas se dirigió a un robusto mocetón de nariz achatada y dientes blancos como el marfil.
  –Ndongo, ¿tienes miedo a los fantasmas?
  El soldado rió, sin comprender.
  –En la residencia hay fantasmas, a lo que parece –continuó el oficial con toda seriedad–. ¿Quieres ser mi ordenanza?
  –Sí, mi teniente –sonrió el otro con toda su dentadura.
  – ¿No tienes miedo a los fantasmas?
  –No, mi teniente.
  –¡Vamos entonces!
  Mientras oficial y soldado se alejaban en dirección a la residencia, el guardia territorial Mansuy les siguió con la mirada, inexpresivamente.
*  *  *
  –¿Me llamaba, mi teniente?
  Adanas alzó la vista del parte rutinario que estaba haciendo para fijarla en el ancho rostro de Ndongo.
  –No, no te he llamado –respondió.
  El rostro del soldado se arrugó en una mueca de extrañeza.
  –Mi teniente... perdone. ¿Ha estado usted arriba hace un momento?
  Había ahora un acento extraño en su voz, y Adanas se le quedó mirando con algo de intranquilidad.
  –No –negó de nuevo–. No he salido de la oficina. ¿Por qué me lo preguntas?
  –Por nada, mi teniente –se apresuró a replicar Ndongo–.  ¿Ordena alguna cosa?
  –Puedes marcharte.
  Se marchó en efecto el soldado, sin que en su rostro apareciera aquella ancha y blanca sonrisa que le era tan peculiar. Pero a partir de entonces observó Adanas que procuraba limpiar y arreglar la casa precisamente a las horas en que él mismo estaba en ella, como si no quisiera estar a solas en el edificio. Los días sucesivos borraron definitivamente la sonrisa del guardia territorial, sustituyéndola por un fulgor asustado en los ojos, más nunca se quejó ni mencionó la posible fuente de sus temores.
  Finalmente fue el mismo Adanas quien pudo observar una manifestación del extraño fenómeno que parecía encantar la casa. Hallábase de nuevo en su oficina cuando le pareció oír extraños ruidos arriba, en el piso destinado a la vivienda.
  –¡Ndongo! –llamó, pensando que el soldado podía ser el origen de aquellos ruidos.
  En respuesta a su grito, algo corrió audiblemente en el piso de arriba, chocando con los muebles. Adanas saltó en pie, alarmado.
  –¡A sus órdenes, mi teniente! –saludó Ndongo, entrando en la oficina desde la explanada exterior.
  Adanas aguzó el oído. Nada se movía ahora en el piso de arriba.
  –¿Hay alguien arriba, Ndongo? –preguntó.
  Los ojos del soldado se desorbitaron.
  –¡Nadie mi teniente!
  –¡Maldita sea! –estalló el oficial–. ¿Cómo puedes saber que no hay nadie, si vienes de fuera de la casa.
  Pero el soldado retrocedió un paso y repitió con un hilo de voz.
  –No hay nadie, mi teniente... no hay nadie...
  Adanas se preparó para ordenarle que subiera, pero cuando ya abría la boca para gritar la orden, se dio cuenta de que no podía demostrar ante aquel soldado el más leve temor hacia lo que fuera que estuviese arriba... si es que efectivamente había alguien o algo.
  –¡Vamos! –dijo, abriendo la funda de su pistola reglamentaria–. ¡Sígueme!
  Ndongo palideció hasta convertir en gris el brillante negro de su rostro. Pero cuando su oficial se lanzó escaleras arriba, no dudó sino un momento antes de seguirle.
  No había nada. Registraron todos los rincones, pero el único rastro de anormalidad era aquel levísimo olor malsano que un día mencionara Mansuy, un vago relente a vejez y descomposición que muy bien pudiera proceder del exterior. Más no por ello se tranquilizó Ndongo, cuyos ojos giraban sin cesar en sus cuencas, temiendo algún extraño ataque procedente de cualquier rincón. El mismo Adanas advertía algo nuevo pero indefinible, algo que se había apoderado de la residencia. Al descender de nuevo a la oficina creyó percibir el susurro de un tenue suspiro procedente de sus espaldas. Se estremeció.
  Los siguientes días fueron de inquietud. Nada concreto se hacía visible, mas la suma de pequeños detalles seguía aumentando. Leves ruidos, roces inexplicables, milimétricos desplazamientos... Nada tangible, pero siempre una sorda amenaza captable quizá tan sólo por los olvidados instintos ancestrales del hombre. Los nativos evitaban la casa, puede que inconscientemente, ya que nunca decían nada sobre el particular. Ndongo acudía valientemente a diario para cumplir con su obligación, negándose a admitir que manifestación sobrenatural alguna pudiera hacerle retroceder. Pero mientras limpiaba las habitaciones o arreglaba las camas, no dejaba de lanzar furtivas miradas a su alrededor.
  En ocasiones Adanas veía o creía ver por el rabillo del ojo atisbos de una inclasificable presencia, una silueta difusa que desaparecía cuando la miraba directamente. Pero se negaba en redondo a creer.
  La humedad del clima sobre la madera, se decía a sí mismo. Los pájaros que aletéan en el tejado, y quizá también el comejón, la terrible carcoma africana, que roe y trabaja en el interior de los muebles. Y, desde luego, también los nervios, que se desbocan con facilidad en Africa y hacen imaginar cosas que no existen.
  Y de pronto un día llegó el recuerdo olvidado de León Copariate y de su extraña transformación, de la expresión temerosa de su rostro.. Como si alguien o algo le persiguiera «también» a él. Y el recuedo paralelo del extraño medallón que le fuera entregado por el annobonés.
  Ndongo estaba limpiando la mesa del comedor cuando se dirigió a él.
  –¿Mi teniente?
  –Ven un momento. Quiero enseñarte una cosa.
  Por un instante el rostro del ordenanza denotó la más absoluta incomprensión, mientras su mano se alargaba instintivamente hacia el objeto. Y en el instante siguiente... ocurrió.
  La espantosa sensación que ya antes una vez golpeara la mente de Adanas, atacó de nuevo. Una vez más la realidad se convirtió ante sus ojos en una simple máscara de carnaval, en algo superficial tendido apresuradamente sobre un abismo de desconocidos horrores. El rostro del guardia territorial se retorció en una mueca de terror, denotando que también él era consciente de aquella terrorífica sensación. Hubo un instante de parálisis, y de repente algo crujió sonoramente tras la entreabierta puerta del pasillo.
  Adanas había oído hablar de cómo el miedo puede, por paradoja, galvanizar los músculos de una persona y lanzarla hacia delante en dirección al peligro. Algo así le debió ocurrir, pues antes de que pudiera pensarlo siquiera se vio saltando hacia la puerta y abriéndola en un empellón. Pero nada había al otro lado, y tras una última convulsión, la aterradora sensación se fue apagando, no súbitamente como la vez anterior, sino poco a poco, semejante a una fiera que se retira a su guarida a regañadientes.
  Adanas se secó el sudor que corría por su frente, y volvióse hacia Ndongo, que no se había movido del centro de la sala.
  –¿Tienes miedo ahora? –le preguntó, un tanto absurdamente.
  El guardia territorial tragó saliva.
  –Mi teniente, yo soy un fang de Mikomeseng –dijo con voz ronca–. Mi padre es un cazador cuyos antepasados mataban al nsok, el elefante, armados sólo de flechas. El padre de mi madre fue un gran hechicero, que hablaba con los muertos como yo hablo ahora con usted. No, yo no tengo miedo de los vivos ni de los muertos, mi teniente... y sin embargo...
  –¿Sin embargo?
  –Mi teniente, hay cosas que no están ni vivas ni muertas. Es la antigua brujería de Annobón, que estaba aquí cuando los portugueses llegaron, y de la que nadie sabe nada, y el que lo sabe no se atreve a hablar de ella. Es la brujería de los antiguos, mi teniente.
  Por un instante ambos permanecieron quietos, mirándose el uno al otro y compartiendo un secreto que las palabras eran incapaces de expresar.
  –Está bien –dijo el oficial–. Puedes marcharte.
  El ordenanza se apresuró a obedecer, dejando a Adanas solo en la estancia. No se produjo ningún fenómeno más y el oficial acabó por guardarse en el bolsillo el medallón que aún conservaba en la mano.
*  *  *
  Adanas, despertado súbitamente, quedó inmóvil en la oscuridad con los ojos muy abiertos y el corazón golpeando furiosamente en su pecho. Algo le había arrancado de su sueño, algo insólito que había golpeado por sorpresa sus dormidos sentidos para ponerlos en estado de alerta.
  Nunca hasta entonces había sentido nada anormal por las noches. Los misteriosos y casi imperceptibles fenómenos que le inquietaban habíanse producido siempre durante las horas diurnas, como si tuvieran alguna relación con la luz solar, en contraposición a los espantos de las leyendas europeas. Pero ahora...
  Sí, eso le había despertado. Había un ruido que esta vez no era imperceptible ni minúsculo. Un fragor que llegaba de fuera de la casa, hojas y desperdicios arrastrados por el suelo en medio de un lejano y múltiple golpear de puertas y ventanas mal cerradas, y algo que silbaba poderosamente entre los árboles.
  Respiró con alivio. Aquel ruido nada tenía de misterioso. Era el súbito ventarrón que precede a los tornados africanos, el heraldo que invita a las gentes a buscar refugio antes de que las primeras pesadas gotas empiecen a estrellarse contra el suelo y que el trueno alce su voz entre las nubes. Sería el primer tornado de la estación de las lluvias.
  Golpearon el tejado, en efecto, las primeras gotas, intensificándose hasta convertirse en una verdadera cortina de agua que bramaba al batir de los techos de las casas y toda la tierra de Annobón. Al estrépito de la lluvia y el viento pronto se sumó el de los formidables truenos tropicales y todo el salvaje canto de la naturaleza desencadenada se dejó oír sobre la isla, violento y ensordecedor.
  No tardó en sentir Adanas la placentera sensación de quien escucha la voz de la tempestad desde un lugar cubierto y seguro. El rugido de los elementos se le hizo monótono y apenas si llegaba a captar el fulgor de los relámpagos a través de la persiana encajada en el ventanuco. En medio de las tinieblas, Adanas sintió que sus sentidos se adormecían, que iba a caer de nuevo en el sueño, que...
  El olor.
  Lo sintió vagamente al principio, pero luego el hedor a podredumbre se acentuó de tal forma que no pudo ignorarlo. Un relente de descomposición, magma putrefacto... no cabía duda... no cabía duda...
  ¡Procedente de la misma habitación en la que estaba!
  En un instante toda sensación se sueño desapareció. Fuera, la tempestad seguía aullando su cólera, pero Adanas era sordo a ella. Toda su sensibilidad estaba concentrada en el olfato, en aquel horrible olor que no tenía derecho a dejarse sentir, que no podía...
  «Cuídese de los tornados, señor».
  El recuerdo le asaltó mientras se incorporaba en la cama y hacía frente a las tinieblas, bañado todo el cuerpo en sudor. Los tornados... los tornados... ¿qué horrible entidad podía despertar al conjuro de la tormenta?
  Y fue entonces cuando un relámpago deslizó su instantánea luz en aquel recinto y llevó a sus ojos una visión que le hizo estrellar sus espaldas contra la pared de la habitación, con un grito de espanto.
  En el cuarto había otra cama, que solía usar cualquier oficial de visita que debiese pasar una noche en Annobón. Una cama que acostumbraba a estar vacía, que ahora debía estar vacía.
  ¡Pero que no lo estaba!
  Pues la momentánea luz del relámpago había dejado ver un bulto deforme y negro extendido sobre el lecho, una anormal silueta de la que, ¡estaba seguro!, brotaba aquel espantoso hedor a descomposición y podredumbre. Y luego las tinieblas se habían cerrado de nuevo, y había quedado solo en la oscuridad con aquella Cosa innominada. Perdido en los oscuros laberintos del terror, Adanas no podía sino apretar demencialmente la espalda contra la pared, como si quisiera atravesarla para huir como fuera de aquella silueta apenas entrevista.
  De aquella silueta que no le era del todo desconocida, pues algo en su espíritu le decía lo que al Cosa era en realidad. Algo nefasto que había surgido de una tumba perdida para reclamar un objeto de su pertenencia... y para castigar el despojo. Algo que había rondado inmaterialmente en torno a la casa hasta que la tormenta le dio fuerzas para adquirir sustancia material.
  El olor se hizo más denso... se aproximó, rodeándole con sus pestilentes tentáculos, mientras él permanecía paralizado, espalda contra la pared. El estrépito de la tempestad exterior parecía llenar el universo entero, ocultando cualquier furtivo movimiento que se produjera en la habitación. Pero el olor aumentaba... aquello se estaba moviendo, se estaba aproximando, quizá tendía ya sus zarpas descompuestas para tocarle el rostro.
  Gritó, maldijo y rezó en una demente confusión infernal. ¡Debía escapar! Debía dominar la parálisis, saltar hacia adelante para alcanzar la puerta, correr, salir al pasillo, aunque fuera arrastrándose... pero sus músculos estaban agarrotados, y la sola idea de tropezar en la oscuridad con... aquello, aplastaba más y más su espalda contra la pared, mientras los ojos se le salían de las órbitas, mientras los dientes entrechocaban inconteniblemente, mientras...
  Un nuevo relámpago iluminó levemente la habitación a través de la persiana... ¡y entonces lo vio! De pie, muy cerca, una silueta negra y encorvada de la que brotaban los hedores de mil cementerios... las manos tendidas hacia delante... hacia él.
  ¡Hacia él!
  Gritó con todas sus fuerzas y saltó en medio de la oscuridad, hacia la puerta, oblicuamente, esquivando el lugar en donde viera aquel horror, con la mente turbada, frenético. Y sintió en un brazo el roce, el contacto de algo pastoso y semilíquido que estuvo a punto de precipitarle en la locura. Aulló de espanto y de asco, mientras su mano buscaba locamente el picaporte en la oscuridad... ¡ahora! Mientras un terrible trueno estallaba en el exterior, el cuerpo de Adanas rodó por el pasillo, debatiéndose y pugnando por ponerse en pie y por alejarse de aquella puerta por la que saliera. Y corrió, corrió por el pasillo tropezando con las paredes, mientras el viento rugía y la lluvia restallaba fuera de la casa.
  El panorama familiar del comedor, suavemente iluminado por el fulgor del refrigerador de petróleo, apacible y tranquilo, detuvo por un instante su ímpetu e incluso le invitó a reflexionar, a liberarse de la niebla abrasadora que había envuelto su mente en los últimos minutos. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué era lo que de verdad había ocurrido?
  ¿Una pesadilla?
  Soy el teniente Juan Adanas, de la Guardia Territorial de Guinea, se repitió a sí mismo; luchando con el espasmo de su respiración y con el temblor de sus miembros.
  No, no hay hechiceros en Africa, pensó, al menos no verdaderos hechiceros. Me he despertado en medio de la noche con el ruido de la tormenta, y he creído ver... No, eso no, en realidad no me he despertado, sino que he creído despertarme, como suele suceder en los sueños. Una pesadilla, una pesadilla espantosa, pero nada más. Los nativos, los supersticiosos nativos que han logrado  influir en mi ánimo, en mis nervios. He huido como un loco de algo que no existía sino en mi imaginación.
  Se apoyó en una silla, donde estaba colocada precisamente su guerrera y también su cinto. Enfrentó con una mirada que quiso hacer tranquila las tinieblas del pasillo del que había brotado un instante antes, enloquecido por el pánico. No, aún no podía volver a introducirse en ellas. Quizá cuando terminara la tormenta... ¿cuánto faltaría para el amanecer?
  Las tinieblas del pasillo se dividieron y un retazo de ellas surgió tambaleándose, para avanzar luego  torpe y lentamente por el comedor. El olor llegó de nuevo, más irresistible que nunca.
  Adanas gritó mientras su mano buscaba el cinturón colgado de la silla. Un segundo después la pistola reglamentaria estaba en su mano derecha y lanzaba todos los disparos del cargador con la velocidad de una ametralladora, confundiéndose las detonaciones en una imitación del trueno exterior, acribillando la silueta de negrura y descomposición que se tambaleaba a muy pocos metros de distancia.
  La vio ahora claramente, una forma medio deshecha de carne en disolución, coronada por una atroz máscara que hacía mucho tiempo había dejado de ser un rostro humano, todo ello forzado a avanzar por un vida antinatural, que movía los descompuestos músculos con un atroz designio de venganza y maldad. La vio recibir la rociada  de balas, abrirse en varios lugares, llaga sobre llaga, para derramar oscuros humores de inmundicia. La vio avanzar, incólume (¿acaso se puede matar a la misma muerte?), abierto el infecto pozo de su boca sin labios, y con algo espantoso destellando en las vacías cuencas oculares. Paso tras paso, las garras hacia delante, ansiosa del supremo desquite.
  Adanas no esperó el asalto del diabólico ser. Corrió a la terraza y allí, aplastado de súbito por la densa cortina de agua, se descolgó como pudo por la balustrada para caer a tierra, dejando atrás la casa y la entelequia que ahora la habitaba. Enloquecido, rodó por el barro, bajo el embate de la lluvia que parecía llenar el universo. Allá en lo alto, la fantasmal silueta del Pico de Fuego parecía rodeada por un halo de relámpagos, como si navegara en un mar de llamas o como si el infierno se hubiera abierto allí para vomitar una carga de seres demoníacos. Los latigazos del agua cegaron pronto los ojos del oficial, pero sus pies, chapoteando y tropezando, supieron llevarle a través de la explanada, entre el trueno y el relámpago, hasta el único refugio que instintivamente reconoció como seguro.
  El muro de la Misión se alzó ante él, y tanteó locamente hasta encontrar un acceso. Luego se acurrucó en el oscuro interior, rezando con la violencia que da el espanto, con el temor de sentir en cualquier momento un suave y pútrido contacto, o advertir de nuevo el fantástico olor del cadáver viviente.
  Toda la noche aulló la tempestad en torno al templo, pero ninguna manifestación sobrenatural se hizo aparente. Y cuando cesaron los truenos y el viento se calmó, cuando las primeras luces del alba surgieron en el horizonte, el destrozado Adanas comprendió que la pesadilla había llegado a su fin.
*  *  *


  La vivienda estaba desierta cuando finalmente se arriesgó a regresar a ella. Tan sólo Ndongo, ignorante de lo ocurrido, estaba limpiando el comedor, donde la lluvia había penetrado al abrirse la puerta de la terraza. La única huella de lo sucedido estaba constituída por unas inidentificables manchas que aún mantenían el recuerdo de un pasado hedor.
  Y algo más. Adanas supo desde el primer momento que algo habría de faltar en el bolsillo de su guerrera. El medallón había sido recuperado por su legítimo dueño, y el oficial sintió un escalofrío al imaginar el lugar donde debía encontrarse ahora el objeto que durante tanto tiempo él mismo guardara sobre sí.
  Había desaparecido también la oscura presencia que encantara la casa antes de aquella noche de terror, y el propio Ndongo debió notarlo, pues al poco tiempo volvió a sonreír como antes, olvidando pasados temores. Tan seguro quedó Adanas de esta retirada, que se obligó a sí mismo a pasar la siguiente noche en la misma habitación donde comenzara el espanto. Fue noche de pesadillas y despertares súbitos, pero ningún ser extraño se manifestó. Dos días después estalló un segundo y aún más poderoso tornado, pero tampoco ocurrió nada de lo que Adanas temiera. El ser de la montaña parecía haberse contentado con recuperar su talismán.
  Y transcurrieron los días, las semanas y los meses, hasta llegar el momento del relevo. No se atrevió Adanas a relatar nada de lo sucedido al nuevo oficial, que nunca le hubiera creído. Hizo sus maletas y, llegado el momento, se encontró a bordo de la pequeña corbeta de guerra que le devolvería a la isla de Fernando Poo.
  Pero no pudo evitar un último estremecimiento retrospectivo cuando el buque levó anclas y la montañosa y verde silueta de Annobón empezó a quedarse atrás.
  Era el final de una espléndida tarde tropical y los fulgores rojos y amarillos del crepúsculo hacían destacar la gran prominencia del Pico del Fuego. Por unos instantes la imaginación de Adanas le hizo ver confusamente una rosquiza ladera, y en ella, oculta por el bosque y quizá por algún maligno poder, la tumba donde descansaba un ser horrendo, vivo y muerto al mismo tiempo, con un medallón metálico en el cuello y nueve balas en el corazón
  Pero la brisa acarició luego con fría suavidad el rostro del oficial, y finalmente, éste se volvió hacia el Norte, hacia el porvenir, dando definitivamente la espalda a la volcánica isla de Annobón y a los antiguos e inexpugnables misterios que en ella moraban.

1 abr 2012

VERA por Pedro Montero

A través de la densa cortina de lluvia creí percibir una luz como a medio kilómetro de donde me encontraba. Seguí conduciendo a paso de tortuga pidiendo al cielo que el motor no se detuviera definitivamente antes de llegar a las proximidades de aquella casa, y al parecer mis súplicas surtieron efecto no obstante el gran número de mis pecados, con lo que se demuestra que en caso de avería de automóvil en una noche lluviosa y en pleno campo una súplica ferviente pude sustituir a un buen mecánico. 

  No obstante, en respuesta probablemente a mis impíos pensamientos, al llegar junto a la pared de piedra que rodeaba la propiedad se oyó un chasquido debajo del capó y a continuación una pequeña explosión; comprendí al instante que aquello era la forma en que el motor me comunicaba que no estaba dispuesto a hacer nada más por mí.
  De una carrera llegué al porche y, subiendo las escaleras de un salto llamé con los nudillos en la puerta al no encontrar ningún timbre.
  Al cabo de unos instantes alguien se asomó por la mirilla y me contempló detenidamente, acto seguido la puerta se abrió y pude ver que quien se encontraba al otro lado era una mujer de edad, aunque no anciana.
  Empapado por el aguacero, le conté que mi coche había sufrido una avería, le rogué que me dejara telefonear.
  –Lo siento mucho –dijo la mujer amablemente–, pero tenemos el teléfono estropeado.
  Decepcionado por el contratiempo reflexioné durante unos instantes, pero antes de que hubiera encontrado una solución a mi problema, la mujer se dirigió a mí diciéndome:
  –No se quede ahí. Hace una noche infernal –Y haciéndose a un lado me invitó a entrar.
  Una gran parte de la planta baja de aquella casa la ocupaba una amplia y confortable habitación que parecía hacer las veces de comedor y sala de estar. Acogedoramente iluminado, aquel interior tan grato lo era mucho más merced a una magnífica chimenea baja donde ardía un fuego al que la dueña de la casa me invitó a aproximarme.
  Muy amablemente me pidió que me despojara de la chaqueta y, colgándola en el respaldo de una silla, la situó a una prudente distancia de la lumbre para que se secara. Yo me excusé por las molestias y me interesé en saber si había algún otro teléfono cerca desde donde pudiera pedir ayuda.
  –Hay una cabina en la carretera a un kilómetro aproximadamente, pero suele estar casi siempre estropeada –explicó la señora.
  –Tendré que aventurarme –repuse.
  –¿Con este temporal? Ni pensarlo –dijo ella, y añadió sonriendo–. Me temo que tendrá que aceptar ser nuestro huésped por esta noche.
  Yo me negué en principio más que nada por una razón de cortesía, aunque, vistas las circunstancias, no me quedaba más remedio que aceptar aquella amable invitación. Y di gracias al cielo interiormente por haber tropezado con gente hospitalaria.
  La señora salió un momento,  y regresó al cabo de un instante con algo en la mano.
  –Es un batín de mi marido –dijo–. Si quiere ponérselo tenderé a secar también sus pantalones. No se puede quedar así exponiéndose a coger un enfriamiento.
  –No se moleste –repuse–. Ya ha sido demasiado amable.
  –Espero que no le importe. Mi marido murió hace muchos años, pero conservo la mayoría de sus cosas –y añadió–: Está lavado y limpio.
  Yo hice protestas, y aseguré que no tenía el menor reparo en ponérmelo, cosa que era verdad, como no fuera la molestia que le estaba causando, y ella salió de la estancia para permitir que me cambiara.
  Cuando lo hube hecho me dediqué a observar la habitación. Todo tenía un toque agradable campestre, aunque se advertía que la dueña de la casa gustaba de los muebles confortables y no había renunciado a la comodidad en aras de lo genuino. Sillas, mesas y armarios eran sin duda enseres de rancio abolengo campesino, pero junto a aquellos objetos había un diván y tres sillones de diseño moderno aunque de líneas clásicas, y por los candiles y almireces que formaban parte de la decoración, licenciados ya de sus primitivos cometidos, deduje que me encontraba entre personas de un cierto buen gusto. Las notas más indicativas de que aquella familia estaba en contacto con la civilización, a pesar de lo apartado de su retiro, eran la presencia del teléfono, un televisor y una pequeña radio de transistores, además de un considerable montón de periódicos de lo que parecía deducirse que en aquella casa se recibía la prensa diariamente.
  Mi anfitriona volvió a entrar y sonrió al ver que el batín me llegaba hasta los tobillos y se abolsaba por encima del cinturón.
  –Mi marido era un hombre muy alto y muy corpulento –dijo sonriente–, pero por esta noche espero que no le importe. No se sienta ridículo, hijo. Tírese un poco por encima del cinturón y verá como le queda algo más corto.
  –Cuánto lamento las molestias... –me excusé.
  –No es ninguna molestia –repuso–. No iba a dejarle en pleno campo en su situación, y además así nos hace compañía. Estamos tan solas en este destierro... A mí no me importa, pero la gente joven se aburre. Mi hija está aquí a la fuerza, pero es una buena muchacha y no abandonará a su madre, aunque está a punto de contraer matrimonio.
  –Ah, me alegro –dije yo suponiendo que esperaba de mí algún comentario.
  –Yo también –repuso ella–. Especialmente porque seguirán viviendo aquí. Mañana es la boda.
  –Oh –dije– ¿mañana? Mi más cordial enhorabuena. ¿Vendrán a buscarla a usted pronto? –añadí pensando en la posibilidad de obtener un medio de transporte.
  –No, no –explicó mi anfitriona–, la boda se celebrará aquí en la intimidad.
  –Enhorabuena, y haga extensiva mi felicitación a la novia cuando llegue –repuse yo.
  –Vera ya está aquí –contestó la dama. Y añadió–: Ahora si me lo permite voy a la cocina un momentito. Dentro de media hora cenaremos.
  –No quisiera...
  –No sea ridículo –me atajó–. Es usted nuestro huésped y no vamos a mandarle a la cama sin cenar, así que no rechiste y siéntese ahí mientras termino.
  Yo se lo agradecí con un gesto, y la amable anfitriona me invitó a mitigar la espera señalándome un montón de periódicos y revistas apilados en la parte baja de un mueble.
  –La televisión no funciona –añadió–. A Vera y a mí no nos gusta. Una vez se estropeó y no hemos vuelto a arreglarla.
  Mientras la señora se retiraba a su laboratorio culinario, yo seguí su consejo, y en vista de que su hija, a quién se había referido llamándola Vera, no hacía su aparición, me dediqué a hojear las revistas.
  Siempre me las he dado de psicólogo barato intentando adivinar los gustos y las inclinaciones de la gente a través de lo que leen o de la forma en que decoran su casa, así que, más que nada por distraerme, intenté formarme un juicio acerca de madre e hija por medio de aquella colección de ejemplares de prensa.
  El periódico no me dijo gran cosa, salvo que si lo recibían era probablemente debido a que dedicaba un considerable número de sus páginas a tratar los problemas del campo y a incluir noticias relativas a aquella región. En cuanto a las revistas, pertenecían a la llamada prensa del corazón. El único rasgo llamativo era el hecho de que las páginas centrales estaban arrancadas como si alguien se hubiera dedicado a coleccionar un serial.
  Lamentando no conocer el género de artículos que constituían aquella colección, fui pasando las hojas distraídamente, hasta que caí en la cuenta de que buscando el índice podía enterarme de qué trataban aquellas páginas arrancadas. Lamentablemente el título de aquellos artículos, que en efecto formaban parte de una serie, no me dijo gran cosa: Historia de Cayolueco, se llamaba el serial.
  Al cabo de más o menos media hora apareció de nuevo mi anfitriona con un mantel y los demás servicios de mesa.
  –¿Me permite que ponga la mesa? –pregunté.
  –Encantada –respondió ella–. Yo suelo sentarme en este lado, y usted, si le parece, puede ponerse aquí –dijo indicando un lugar próximo.
  La cena fue exquisita, y a los postres la dama me ofreció una copa de coñac invitándome a saborearlo antes con precaución por si no se encontraba en buen estado. Excusó su ignorancia respecto a las bebidas y comentó que aquella botella llevaba abierta mucho tiempo, porque Vera y ella no bebían. Como me parecía que el licor se encontraba perfectamente me serví una generosa dosis y le pregunté si le molestaba que fumara.
  –En absoluto, hijo –repuso–. Mi marido era un fumador empedernido y yo tuve que acostumbrarme al humo del tabaco. Fume cuanto quiera –repitió–. Ahora, si me permite, voy a subirle la cena a Vera.
  Lamentando que la muchacha no hubiera compartido la mesa con nosotros, encendí un cigarrillo y me senté confortablemente en un sillón a contemplar el fuego. El momento era tan agradable a pesar de lo accidentado de mi viaje que me sentía relajado y a gusto, habiéndome liberado ya, gracias a la amabilidad de la dama, de la violencia inicial de ser considerado como un huésped forzoso.
  Esta se retiró de nuevo a la cocina, y mientras escuchaba el familiar ruido de los platos en el fregadero se me ocurrió que debería haberme ofrecido a lavar la vajilla para dar una mínima prueba de mi agradecimiento.
  Salí al pasillo con ánimo de dirigirme a la cocina y brindarme a la tarea, aunque estaba seguro de que la buena señora rechazaría mi proposición.
  Al fondo del corredor se veía luz y de allí procedía el ruido, así que me acerqué y golpeé suavemente en la puerta entreabierta. Al momento mi anfitriona se estremeció y dejó caer el plato que estaba secando, el cual se estrelló contra el suelo haciéndose pedazos. Al volverse me vio en el umbral y exclamó:
  –Qué susto me ha dado. Por un momento creí que era Vera.
  –Permítame que sea yo quien lave los platos, ya ha sido usted demasiado amable –dije.
  –Oh, qué tontería. ¿Un hombre fregar los platos? –dijo ya repuesta del susto–. En mi vida lo consentiría. Nosotras estamos chapadas a la antigua. ¿Acaso piensa que me debe algo por alojarle aquí esta noche? –añadió–. Me ofendería se así lo creyera, hijo. Lo hacemos de todo corazón. Ande –me empujó amablemente–, póngase a leer al lado del fuego, hace mucho tiempo que no teníamos un hombre en casa y verle sentado allí me reconforta. Me recuerda a mí pobre marido.
  –Lamento lo del plato –dije excusándome.
  –Es sólo un plato, y la culpa ha sido mía que soy una descuidada. Vamos –insistió–, siéntese en un sillón y sírvase otra copa.
  Regresé hacia el comedor por el pasillo débilmente iluminado, cuando, al pasar junto a la puerta de una habitación en la que no había reparado antes, no pude impedirme mirar hacia dentro con curiosidad.
  Durante unos instantes en que, sin detenerme, mi vista se posó en el interior de aquel cuarto, me pareció ver cantidades ingentes de cilindros alargados que se apilaban en el suelo junto a una de las paredes. Guardando la impresión visual sin que momentáneamente pudiera identificar de qué se trataba, volví al comedor, y al sentarme de nuevo comprendí que lo que había en aquella habitación eran velas de cera. Velas, y especialmente velones de grosor considerable, y recorriendo con mis ojos el comedor advertí, cosa que hasta el momento me había pasado desapercibida, que toda una pared de la estancia estaba adornada con gran cantidad de candelabros, metálicos o de barro cocido, ornamentados con bellos motivos populares. En aquellos candelabros había embocadas una gran cantidad de velas de diferente grosor, adecuado en cada caso al de los brazos del candelabro.
  Preguntándome el por qué de aquella profusión de cirios, me levanté a examinar algunos de ello que aparecían bellamente ornamentados con complejos adornos realizados también en cera.
  –¿Le gustan? –dijo una voz a mis espaldas.
  Me volví sobresaltado y vi a mi anfitriona que depositaba sobre la mesa una bandeja con un plato de sopa humeante y otras viandas.
  –Los fabrico yo –añadió la dama aproximándose –. La mayoría de ellos los tengo apilados por las habitaciones, y los que está viendo son como una muestra, una exposición de mi arte.
  En efecto las velas, algunas de ellas teñidas de suaves colores, adoptaban caprichosas formas, y las filigranas realizadas en cera que constituían una decoración suplementaria parecían el resultado de la más delicada artesanía.
  –Son muy bonitas –dije yo sorprendido de no haber reparado antes en ellas.
  –La vela propiamente dicha se realiza vertiendo la cera líquida en moldes y dejándola enfriar, después de colocar la mecha, naturalmente.
  –¿Y estas filigranas? –pregunté.
  –Oh, todo eso es trabajo a mano; es lo que da valor a estas velitas que suelo llevar a la ciudad una o dos veces al mes. Se venden bien, aunque no lo hago por ganar dinero –me explicó mi anfitriona–. Es una distracción, una manera de pasar las noches, porque duermo muy poco.
  –Esta es mi preferida.
  –Pues quédese con ella, se la regalo –dijo ella.
  –Es usted demasiado amable –repuse–, no puedo aceptarla.
  –¿Cómo que no puede? –preguntó la simpática dama–. Ya es suya, pero la dejaremos de momento en el candelabro, si no podría estropearse. Aquí donde lo ve –confesó– a mí me gustan más las velas sencillas, las tradicionales. Los cirios. –Y dirigiéndose hacia la mesa tomó la bandeja diciendo–: Perdóneme, pero se va a enfriar la sopa.
  Sentado junto al fuego vi como la dama subía la escalera con la cena y atravesaba un corredor del piso alto separado únicamente por una balaustrada de la habitación en que yo me encontraba. Al llegar a una puerta me pareció que extraía de su bolsillo una llave y que la introducía en la cerradura dando media vuelta. Acto seguido golpeó con los nudillos diciendo:
  –¿Puedo pasar, nena? –Y entró en la habitación.
  Intrigado por lo que vi, no pude menos de poner en marcha mis pretendidas facultades deductivas, y supuse que, o bien el novio no era del agrado de la muchacha y la boda era forzada, cosa a todas luces extravagante, o bien la mujer desconfiaba de la presencia de un hombre joven en la casa, lo que rechacé al instante porque en ningún momento después de llegar yo había visto que la dama subiera al piso superior; o la novia era extremadamente timorata y me había visto llegar habiéndose encerrado o habiéndolo hecho su madre, cosa que prestaba validez a la rechazada hipótesis anterior; o bien...
  La serie de «o bien» era tan amplia que era preferible dejar  de formular suposiciones, porque lo más probable era que lo que me hubiera chocado tanto tuviera una explicación sencilla y racional, pero no obstante abandonar mis pensamientos, una cierta lucecilla se encendió en mi cerebro.
  Al cabo de un rato, volvió a abrirse la puerta y la dama salió de la habitación volviendo a echar la llave. Cuando descendió pude ver que la cena estaba intacta; mi anfitriona observó la dirección de mi mirada y dijo:
  –Pobrecilla, está tan nerviosa que apenas ha probado bocado.
  Yo sonreí comprensivo y por decir algo comenté:
  –Estará impaciente esperando la llegada del novio.
  –Oh, no –dijo ella–. El novio ya está aquí. Deben ser los nervios –añadió guiñando un ojo picarescamente–. Ahora mismo friego esto y vengo a hacerle compañía.
  Ahora comprendía, sin dejar de parecerme una monstruosidad, que la señora mantuviera a su hija encerrada bajo llave. Si el novio se encontraba en la casa, cosa que debía ser cierta puesto que ella lo había afirmado, la única explicación posible era el preservar durante aquella noche la integridad de la muchacha, de lo que se deducía otra triple interrogante: o el novio era un casanova inveterado a quien producía más placer arrebatar a la fuerza lo que al día siguiente se le otorgaría de buen grado, y su futura suegra lo sabía; o bien la muchacha era una joven ardiente incapaz de soportar veinticuatro horas de espera, y su madre conocía su «faiblesse»; o acaso mi anfitriona profesaba un puritanismo enfermizo y humillante para los inminentes esposos. Cualquiera de los tres casos no dejaba de resultar singular, y la formulación de mi razonamiento me hizo arder en deseos de conocer a los novios, especialmente a la futura desposada.
  Una vez que terminó de recoger la cocina, mi huésped se sentó conmigo al amor de la chimenea no sin haberme preguntado antes si me encontraba cansado y deseaba acostarme. Yo repuse, como era la verdad, que sería mas de mi agrado que un rato de charla delante el fuego antes de retirarme a descansar.
  La dama en cuestión, de igual modo que otras señoras dan trabajo a sus manos haciendo punto mientras conversan, colocó sobre sus rodillas una caja con velas y sobre una mesa próxima otra más pequeña que contenía aquellos celajes de cera ya confeccionados con los que ornamentaba las bujías, y a la vez que charlábamos, ella iba dando forma con pasmosa habilidad a los ejemplares de aquella curiosa artesanía. Era como si hubiera transpuesto, por alguna razón que yo ignoraba, la confección de la complicada filigrana del encaje de bolillos a la no menos compleja labor de la creación de blondas y puntillas en aquella moldeable materia.
  –¿De veras no le importa que hagamos un rato de sobremesa? –preguntó de nuevo solícita.
  Yo respondí que no e insistí a mi vez, por pura cortesía, en el mismo extremo en lo que a ella concernía. Supuse que con el ajetreo de la boda tendría que madrugar para disponer todo convenientemente y así se lo dije, a lo que la dama me respondió con toda naturalidad «que ya estaba acostumbrada».
  Ante lo ambiguo de su contestación estaba a punto de hacerle alguna demanda que de forma indirecta me permitiera interpretar aquella curiosa réplica, cuando se dirigió a mí diciendo:
  –¿Cómo se le ocurre ponerse en camino de noche y con este tiempo?
  Lo que yo traduje de inmediato como una manera cortés de preguntarme de dónde venía y adónde me dirigía.
  A pesar de que durante toda la noche la lógica de la situación había hecho esperable aquella pregunta, yo pospuse durante unos instantes la respuesta intercalando un comentario banal acerca de la inclemencia del tiempo mientras pensaba rápidamente en si debía o no decir la verdad acerca de aquel viaje en horas tan intempestivas. De una parte la confianza que me había demostrado la señora me invitaban a no ocultar los motivos de mi marcha, pero por otro lado temía entristecerla haciéndola sabedora de hechos que parecía inoportuno sacar a la luz en la víspera de la boda de su hija. Finalmente, y acaso como una forma de catarsis, decidí no mentir si la conversación derivaba más profundamente hacia aquellos extremos o la dama me formulaba una pregunta más directa.
  –¿Es usted casado? –me preguntó como si hubiera adivinado mi pensamiento.
  –Sí, lo soy, es decir, lo era –repuse con cierta confusión que no pasó desapercibida a mi anfitriona. Y como ésta, no obstante lo difuso de la respuesta, no pareciera tener intención de pedir una aclaración, añadí–: Hace unas horas he mantenido con mi esposa una violenta discusión y he decidido separarme.
  La dama arrojó al fuego uno de aquellos celajes que había resultado dañado al aplicarlo a la vela y tomando otro continuó con su tarea sin hacer comentarios.
  –Supongo que no resulta oportuno hablar de una separación matrimonial cuando está a punto de celebrarse la boda de su hija –añadí, explicando acto seguido que sólo a aquello debía atribuirse mi vacilación antes de responder.
  –No se preocupe –repuso ella–. Comprendo que no todo sale a pedir de boca en la vida, pero no me gusta inmiscuirme en asuntos privados, aunque –añadió vencida por la curiosidad o quién sabe si por un sincero deseo de lenificar la confusión de mi espíritu– si le sirve de consuelo considere que soy su madre y desahóguese. Con toda seguridad no volveremos a vernos más cuando usted se vaya y el secreto quedará bien guardado . Yo soy muy reservada a este respecto y puedo asegurarle que ni con Vera comentaré el asunto.
  –Se trata de una historia vulgar –comencé yo animado por la confianza que me inspiraba mi anfitriona–. Me casé hace dos años y todo marchó perfectamente hasta hace dos meses en que... Bueno, comenzaron las discusiones entre mi  mujer y yo y la situación se ha hecho insoportable. Resulta bastante delicado explicar –añadí–, y más en estas circunstancias en que me encuentro ante una persona tan comprensiva, que lo que desencadenó la crisis fue el hecho de que la madre de mi esposa viniera a vivir con nosotros No obstante –me apresuré a decir–, he de añadir que su carácter y su forma de ser son completamente opuestos a la simpatía y comprensión de usted.
  –Oh, no tiene por qué excusarse, hijo –dijo ella–. Comprendo perfectamente que una suegra no es lo más adecuado en el hogar de un matrimonio joven, pero no me siento afectada por ello. Es mi hija la que no se separa de mí, me necesita –añadió– y confieso que, modestia aparte, mi futuro yerno me considera una persona comprensiva , simpática y prudente.
  –No puedo decir lo mismo de mi suegra –afirmé.
  –Aunque –continuó mi anfitriona– comprendo que a una anciana se le haga muy cuesta arriba ser abandonada por su hija. En el fondo todas las madres somos reacias a abandonar a nuestras hijas en las manos de un hombre, especialmente si se trata de nuestra única compañía, pero es la ley de la vida. Afortunadamente –añadió– yo no estoy en ese caso.
  –No hubiera querido sacar este tema a colación –dije yo.
  –Oh, no sea tonto. Pero... –vaciló–. No es un asunto que me concierna, ya lo sé...
  –Continúe, se lo ruego –dije yo animándola a proseguir.
  –¿Usted ama a su esposa, verdad? –Y como mi respuesta fuera sin vacilar afirmativa ella continuó diciendo–: ¿Por qué ha de separarse entonces? Siempre hay soluciones hasta para los casos más difíciles. Créame, hijo –afirmó–. Todo tiene arreglo menos la muerte.
  La dama hizo una pausa para ofrecerme un vaso de leche, cosa que yo denegué cortésmente, y cuando regresó de la cocina con el suyo, tomó la botella de coñac y la acercó a la mesa invitándome a servirme otra copa. «No me gusta beber sola», dijo con sentido del humor. De pronto ladeó la cabeza y miró hacia arriba con gesto de quien escucha atentamente.
  –¿Ha oído? –preguntó, y como yo denegara se levantó de su asiento diciendo–: Creo que Vera me ha llamado. La pobre depende enteramente de mí, no se puede mover sin mi ayuda.
  Yo permanecía confuso un momento ante un hecho que no había supuesto en modo alguno. No sabiendo si debía o no hacer algún comentario, pregunté finalmente con vacilación:
  –¿P... paralítica?
  La dama hizo un gesto elocuente mientras su rostro se entristecía, y comenzó a subir la escalera en dirección al cuarto de Vera. Una vez ante la puerta, golpeó con los nudillos y preguntó:
  –¿Querías algo, nena?
  La señora, a quien la confesión de la desgracia de su hija parecía haber echado encima diez años más de vida, descendió pausadamente asiendo el pasamanos con su mano derecha y me dijo al pasar junto a mí camino de la cocina:
  –Su vaso de leche.
  Mientras permanecía solo en el comedor, sorprendido ante la revelación de que Vera no podía ejecutar movimiento alguno si no era con la ayuda de su madre, experimenté sentimientos contradictorios.
  Ignorante del tiempo que la muchacha llevaba en aquel estado, aunque presumible se trataba de años, consideré la abnegación de la madre, constantemente dedicada al cuidado de su hija, y sin poder evitarlo sentí que se mitigaba considerablemente el odio hacia mi suegra. Seguramente se trató de una reacción sentimental, pero me representé a Janet postrada en una cama y a su madre procurándole todos los cuidados necesarios. ¿Habría sido excesivamente injusto? De una cosa estaba seguro ahora, y era de que yo amaba a mi mujer y no iba a abandonarla y a destruir nuestro matrimonio por una causa marginal a nuestra propia relación. Probablemente habría algún remedio: buscar un apartamento próximo al nuestro para mi suegra, visitarla con más frecuencia, qué sé yo. Lo que era evidente es que, a la mañana siguiente, me proporcionaría cualquier medio para regresar al lado de mi esposa.
  En cuanto al lugar en que me encontraba, debo decir que mi curiosidad por conocer a la singular pareja que iba a contraer matrimonio próximamente se había acrecentado mucho. ¿Acaso, pensaba ya en el límite de lo absurdo, el novio también era paralítico y por eso no había hecho todavía su aparición? No descarto que una persona en perfecto ejercicio de sus facultades físicas y mentales se una en matrimonio con un impedido, pero si la invalidez de Vera llegaba al extremo que las palabras de su madre habían dejado traslucir, no cabía duda de que el novio debería ser un hombre abnegado y experimentar por la muchacha un amor muy profundo, porque nadie iba a forzarle a desposarla. Aunque, ¿por qué no? Si resultaba en extremo extravagante por falta de una explicación adecuada que la muchacha estuviera bajo llave, ¿quién me decía a mí que el futuro consorte no se hallaba en otra parte de la casa, encerrado, a la espera del obligado himeneo?
  Descarté semejantes pensamientos por absurdos, aunque no podía negarse que parecía extraña la ausencia del novio, se se encontraba allí. Tampoco parecía lógico el hecho de que cada vez, como ahora, que Vera necesitaba algo y su madre tenía que entrar en la habitación, hubiera de franquear la puerta valiéndose de una llave. Y por último, lo que no terminaba de comprender era la singular exclamación de mi anfitriona cuando entré en la cocina y dejó caer el plato que estaba secando: «Qué susto, creí que era Vera», había dicho.
  Contemplé a la dama de nuevo junto a mí. La tranquila forma en que sus dedos iban aplicando los adornos a las velas, tratándose como lo era de un trabajo delicado, no dejaba traslucir la mínima muestra del natural nerviosismo que hubiera debido de suponer en la víspera de la boda de su hija. Pero, aunque amable y servicial, su carácter parecía fuerte, y lo más probable era que tratase de ocultar lo que quizá le pareciera una debilidad.
  Sentí que comenzaban a cerrárseme los ojos de cansancio, y apurando el coñac para no parecer descortés, me levanté aproximándome a la pequeña librería de donde tomé una de las revistas que hojeé distraídamente.
  –Le voy a enseñar  su cuarto –dijo la señora para quien no había pasado desapercibido mi bostezo–. Va siendo hora de que nos vayamos a la cama. Yo suelo levantarme muy temprano, en Cayolueco hay muchas tareas que realizar –añadió incorporándose.
  –Se lo agradezco –repuse yo–. Me gustaría madrugar y acercarme a la cabina de la carretera para llamar a un mecánico, si es que funciona.
  –No es muy probable. En todo caso lléguese hasta el pueblo. Puede llevarse mi coche –dijo ella.
  En aquel momento advertí dos cosas. La primera que no se me había pasado por la imaginación que la señora tuviera ningún coche. No es que se tratara de algo extravagante, todo lo contrario. Lo que me extrañaba es que no me lo hubiera ofrecido antes, claro que yo al fin y al cabo era un desconocido para ella (un desconocido al que no había vacilado en alojar en su casa). Por otra parte, viviendo en aquella soledad era imprescindible un medio de transporte, y ella me había dicho que acostumbraba a bajar a la ciudad de vez en cuando para vender sus velas. La segunda cosa que advertí era que el cable del teléfono estaba desconectado, y a fuera de parecer desconfiado se lo hice notar.
  –Ya le dije que no funcionaba –repuso–. Así que da igual que esté o no enchufado.
  Evidentemente la respuesta no contradecía ninguna de las leyes de la lógica, pero me resultaba molesta la visión de aquel cable desconectado. La segunda parte de la respuesta de mi anfitriona podía considerarse por lo menos grotesca.
  –Se estropeó hace dos años, pero como ni a Vera ni a mí nos gusta hablar por teléfono... –añadió. Y viendo que yo volvía a depositar la revista en la librería dijo–: Súbasela, a lo mejor le gusta leer para conciliar el sueño.
  Yo estaba tan cansado que no me iba a hacer falta ninguna clase de ayuda para dormirme, además no acostumbraba a leer en la cama, pero por evitar otro tira y afloje de cortesías que preveía menos obsequioso por mi parte no solté el semanario.
  –Voy a coger mi traje –dije con cierto malhumor que no sabía a que atribuir. Pero la dama, en el colmo de la amabilidad, se ofreció a planchármelo.
  –Un ligero repaso nada más –dijo ante mi insistencia–. Luego se lo dejaré en una silla de la habitación sin hacer ruido y cuando se lo ponga estará seco y planchado.
  Le di las gracias nuevamente y siguiendo a la cortés dama subí la escalera camino del que iba a ser mi dormitorio por aquella noche. Por un momento temí que me ofreciera un pijama de su marido, pero no fue así.
  Al pasar junto a la puerta tras la cual se encontraba Vera, mi anfitriona me miró sonriente, y se detuvo en la siguiente habitación invitándome a entrar. Así pues iba a dormir pared con pared con la todavía no entrevista novia.
  Deseándome buenas noches mi gentil anfitriona desapareció, y debo decir que experimenté una sensación de alivio al perderla de vista. Su amabilidad y su obsequio llegaban a tal grado que en el transcurso de la velada se había ido acrecentando mi malhumor de una manera irracional, lo confieso, debido a las continuas sonrisas y atenciones que me dispensaba aquella señora a las que yo tenía que corresponder para no pecar de grosero ante sus ojos.
  La habitación que me había sido destinada parecía en extremo confortable. Su mobiliario estaba constituido por una gran cama de matrimonio, un sólido armario de luna y un escritorio de patas hermosamente talladas, independientemente de varias sillas y un sillón. A los pies de la cama había extendida una alfombra cuyo dibujo hacía juego con el de las cortinas, lo que me pareció un punto excesivo. Ni que decir tiene que sobre la mesilla había un candelabro con dos magníficas velas.
  Pero lo que más me llamó la atención fue que, precisamente en la pared que separaba mi habitación de la de Vera, había una puerta de comunicación entre los dos cuartos, que naturalmente supuse cerrada. Me aproximé a ella cuando de súbito oí voces.
  Aplicando el oído sobre la superficie de madera, me mantuve completamente inmóvil y pude escuchar el final de una breve conversación. Fue la madre la que dijo:
  –Hasta mañana, preciosa. Te deseo la mayor felicidad del mundo en tu tercer matrimonio.
  A continuación oí que se cerraba la puerta y el girar de una llave en la cerradura.
  «Caramba con la nena», me dije, «si no llega a necesitar ayuda para moverse se casa con la Sinfonía de Boston».
  Como no se oyó hablar a nadie más, supuse que la muchacha se encontraba sola. Desde su habitación llegaba únicamente una musiquilla emanada seguramente de una radio, y alejándome con cuidado de la puerta me hice el propósito de no abandonar la casa por la mañana sin conocer a los contrayentes.
  Me quedé dormido casi al instante de caer sobre la cama, y no sé cuánto tiempo había pasado cuando una luz me dio en los ojos y vi entre sueños que la señora de la casa depositaba mi traje, en una silla cerca a la puerta. Después volvió a salir tan silenciosamente como había entrado y yo continué durmiendo de inmediato. 

  En un determinado momento de la noche me desperté de nuevo desvelado por el ruido de un motor. Mi reloj, que había depositado sobre la mesilla de noche, señalaba las tres menos cuarto. Me aproximé a la ventana, desde la cual pude contemplar cómo mi coche era introducido en los límites de la propiedad remolcado por un tractor a cuyo conductor no podía distinguir en la oscuridad. Quizá se tratase del novio de la joven, no podía precisarlo. En todo caso nadie se llevaba el coche, que por otra parte no podía moverse sin auxilio ajeno, igual que Vera. El tractor y mi vehículo se dirigieron hacia la parte de atrás de la casa y dejé de verlos; aunque lo que sí vi a la luz de los faros de un coche que pasaba, fue un cartel indicador en la carretera en el que no había reparado a mi llegada. Esforzando la vista distinguí un nombre que la señora había empleado al referirse a su casa: Cayolueco. Sin duda ésta era la denominación de la propiedad.
  De pronto recordé que aquella palabra formaba también parte del título del serial que había sido arrancado de la colección de revistas ilustradas, de las cuales mi anfitriona había insistido en que me subiera una a fin de conciliar el sueño mediante su lectura. Tomé el semanario que había depositado sobre la alfombra, y a la tenue claridad que entraba por la ventana leí en la portada el anuncio del primer capítulo de la serie «Historia de Cayolueco», experimentando un fortísimo deseo de conocer cuál era aquella historia separada del semanario, como ya había advertido anteriormente.
  Me disponía a volver a la cama cuando me di cuenta de que, a pesar de lo avanzado de la hora, todavía se oía la radio en la habitación de Vera, y debía de tener la luz encendida a juzgar por el ligero resplandor que podía verse por debajo de la puerta de comunicación. Me aproximé sigilosamente y escuché.
  La música era suavísima, y tenía cierto parecido con las melodías que se escuchan en los lugares que...
  No pude terminar mi reflexión porque me apercibí con sorpresa de que la puerta no estaba cerrada con llave. Al apoyarme ligera e inadvertidamente en ella noté que se movía como si ni siquiera tuviera pestillo. Prescindiendo de los buenos modales, y acuciado por la curiosidad, fui deslizándome poco a poco hacia abajo hasta que mis ojos se encontraron a la altura del orificio de la cerradura. Miré a través de él y pude comprobar que lo que alumbraba la estancia era un cirio de considerables dimensiones, aunque en realidad las fluctuaciones de la luz y las diferentes sombras me hicieron comprender que en la habitación había encendidos algunos más que no pude ver a pesar de moverme ligeramente de izquierda a derecha. El ojo de la cerradura era demasiado exiguo para permitir un mayor campo de visión.
  Como podía ser sorprendido en aquella tan poco digna actitud, decidí salir un momento al pasillo para vigilar, y temiendo llamar la atención si encendía la luz no me entretuve en buscar el batín que debía de encontrarse a los pies de la cama y me puse los pantalones y la chaqueta del traje recién planchado, pero comprobé en el acto que aquellas ropas no me pertenecían por lo holgadas que me estaban. Me acerqué al armario de luna, y el espejo me devolvió una imagen singular de mí mismo: estaba vestido de chaqué.
  Al punto comprendí que mi anfitriona había sido víctima de una confusión y, tomando aquel traje de gala, que sin duda pertenecía al novio, por el mío, lo había depositado en la silla en el transcurso de la noche.
  Contemplándome en el espejo me sentí ridículo y, por qué no decirlo, tuve miedo. Un miedo que me recorrió la espina dorsal de arriba abajo y no supe a qué atribuir.
  A la fantasmal luz de la luna, mi imagen distorsionada por las aguas que formaba el antiguo espejo me resultaba irreconocible dentro de aquel solemne vestido.
  Acuciado no obstante por la curiosidad, abrí la puerta de mi habitación y salí al pasillo. Toda la casa al parecer, excepto la habitación de la novia permanecía a oscuras. Y tranquilizado por aquella comprobación volví a cerrar, pero bastó una pequeña corriente de aire para que la puerta de comunicación se abriera ligeramente con un siniestro rechinar y la luz de los cirios, que penetraba por aquella rendija, oscilara vacilante.
  Me aproximé a la puerta por la que se deslizaba ahora con más fuerza aquella música dulcísima y la abrí un poco más. Era probable que la muchacha se hubiera despertado, se es que dormía, y necesitaba explicar que no había sido yo quien había abierto la puerta, aunque en mi fuero interno era una irracional curiosidad lo que bajo el disfraz de aquella excusa me impelía a entrar.
  Musitando un «se puede» ridículo y golpeando ligeramente la puerta con los nudillos me dispuse a penetrar en el cuarto vecino llevando en la punta de los labios preparada la frase: «señorita, no se asuste», porque lo esperable era que la irrupción de un desconocido a tales horas, y por añadidura vestido con el traje de su novio, provocara en la muchacha una natural reacción de sobresalto que podía ponerse de manifiesto gritando, por ejemplo; y cualquier explicación ataviado de aquella guisa hubiera resultado cuando menos enojosa y violenta, si no increíble para el prometido y la madre de Vera.
  Lo primero que vi me dejó espantado: una gran cama en la que reposaba una joven, dormida al parecer, rodeada por cuatro cirios gigantescos que iluminaban la estancia desde las cuatro esquinas del lecho, y un pequeño magnetófono en el que una cinta sin fin desgranaba una tranquilizante música de órgano como la que se escucha en los salones de funeral.
  Con el corazón latiéndome agitadamente me aproximé a la cama y comprobé que la muchacha era de una belleza poco corriente. Su rostro era blanquísimo, excepto en las mejillas, en donde un ligero sonrosado semejaba un repentino rubor. Sus labio carmesíes brillaban bajo la luz vacilante de las velas como recientemente humedecidos y sus ojos cerrados se ensombrecían merced a unas largas y negrísimas pestañas.
   –Vera  –musité, pero no obtuve respuesta.
  Me aproximé un poco más admirado por la belleza de aquel rostro para caer en la cuenta de que la muchacha yacía acostada vestida ya con el traje de novia.
   –Vera, no tenga miedo  –repetí, pero como la joven continuara muda toqué suavemente en uno de sus hombros para despertarla. Entonces fue cuando comprobé que no respiraba.
  Horrorizado por mi descubrimiento retiré mi mano tan violentamente que, sin quererlo, mis dedos se enredaron  en la cabellera de la muchacha. Tiré con nerviosismo para desasirme de su pelo, y vi con mis ojos a punto de salirse de sus órbitas, cómo atraía hacia mí la cabellera completa de la joven al tiempo que su bello rostro se movió violentamente y rodó hasta caer al suelo dejando al descubierto una horrenda calavera a la que había pegados trozos de carne momificados.
  Dando un alarido retrocedí pisando el rostro de cera que se rompió en mil pedazos y corrí hacia mi habitación. De súbito vi a alguien frente a mí y sentí un fuerte golpe en la cabeza. A continuación perdí el sentido.
  Cuando recobré la consciencia advertí que no podía moverme. Alguien me había ligado fuertemente las manos y los tobillos. Abrí los ojos, y la sangre se heló en mis venas al ver que yacía sobre la cama al lado del cadáver de Vera, que de nuevo lucía sobre su descompuesta cabeza una exquisita máscara de cera. Me volví ligeramente y vi a mi anfitriona, elegantemente vestida, sentada en una silla cercana a nosotros a la espera seguramente de que yo recobrara el conocimiento. Apoyado en la silla había un grueso palo con el que supuse me había golpeado, pero cuando me fijé mejor advertí que algo brillaba junto al suelo: aquella barra de madera era el mango de un hacha cuya hoja relucía a la luz incierta de los cuatro cirios que nos rodeaban.
  Al reparar en que ya estaba consciente, mi futura suegra (pues comprendí al instante que yo era el novio de aquella fantasmal boda), se levantó aproximándose a la cama y sin mirarme dio unos toques al vestido nupcial del cadáver arreglando algunos pliegues y sacudiendo algunas motas de polvo.
  –Enhorabuena, querida –dijo aquella mujer con una extraña luz en sus ojos. Y a continuación su mirada se posó en mí y sonriendo siniestramente hizo extensiva a mi persona su felicitación–:  Hazla dichosa o no te lo perdonaré –añadió la elegantemente ataviada dama.
  Yo recobré el uso del habla finalmente, pero mi confusión y el terror que me embargaban eran de tal magnitud que no acertaba a manifestar mi pensamiento. Al cabo, las palabras se atropellaron en mi boca:
  –¿Qué hace? –grité–. ¡Está loca! ¡Desáteme!... ¡Suélteme le digo!
  –Es una reacción lógica, hijo –dijo la dama con calma–. Dentro de unos instantes todo habrá pasado y os convertiréis en un nuevo matrimonio. ¡Oh, qué feliz soy! –Y comenzó a gimotear.
  Mi cerebro estaba a punto de estallar, y en los inútiles esfuerzos por desasirme de las ligaduras sólo conseguía aproximarme al cadáver descompuesto de Vera.
  –¡Déjeme! –grité con todas mis fuerzas–. ¡Quiero marcharme!
  –Me prometiste que vivirías aquí –dijo la que aspiraba a convertirse en mi siniestra madre política–. Sólo bajo esa condición consentí en entregarte a mi Vera. Una madre no puede ser abandonada como un perro, hijo. Os quedaréis a vivir aquí para siempre.
  –¡Oh, Dios mío! –sollocé–. ¡Estoy en manos de una demente!
  –Sí, estoy loca – repuso mi funesta anfitriona–, loca de amor por mi querida niña, y bien sabe Dios que se me parte el corazón al tener que entregársela a un hombre, pero hay cosas que no se pueden evitar. Mi único consuelo es saber que no me abandonará –continuó la versánica señora arreglándose el ridículo sombrero de fiesta.
  –Pero, ¿no comprende que Vera está muerta? ¡Muerta!
  –Yo la ayudaré a moverse y andar. La cuidaré día y noche, y tendré cuidado de que tú no te acerques a ella. Mi hija es una buena chica y sabe cómo tiene que comportarse  –dijo la madre de Vera –. Ha tenido el capricho de casarse y yo no puedo impedírselo, pero...
   –Se lo ruego  –dije yo aterrorizado –déjeme en libertad. Le aseguro que no diré nada a nadie, me marcharé y no volverá a verme.
   –Todavía no ha llegado el momento. Primero ha de celebrarse la ceremonia  –. Y acercándose a mí me anudó en torno al cuello una corbata gris que hacía juego con el traje de gala que yo mismo me había puesto inadvertidamente.
  Acto seguido se aproximó al magnetófono y al cabo de unos instantes se escucharon los primeros compases de la marcha nupcial de Mendelssohn. Regresó hasta la cama lentamente caminando al ritmo de la música y tomando un librito lo abrió por una de sus páginas al tiempo que se ponía unas elegantes granudas de concha.
   –Estoy aquí  –leyó con voz trémula – para unir en santo matrimonio a este hombre y a esta mujer. Si alguno de los presentes conoce algún impedimento...
   –¡Yo lo conozco!  –exclamé sintiendo que debía cambiar de táctica –. ¡Soy un hombre casado!
   –Ese no es ningún impedimento legal  –repuso con voz de juez –. Te has separado de tu anterior esposa, hijo mío.  –Y continuó leyendo las fórmulas para la celebración del matrimonio.
   –¡Socorro!  –grité con todas mis fuerzas.
   –Vera Ramírez  –recitó ella imperturbablemente –. ¿Aceptas a este hombre en matrimonio y prometer respetarle y amarle hasta que la muerte los separe?
  Y aproximándose al cadáver agitó la cabeza de éste en sentido afirmativo al tiempo que ella misma musitaba el sí. Acto seguido regresó al pie de la silla en al que había estado sentada y dirigiéndose a mí inquirió:
   –Tú... ¿Cómo te llamas, hijo?
   –¡Suéltame!  –grité al tiempo que notaba cómo a merced de mis espasmos por liberarme mi rostro casi estaba en contacto con la máscara de cera.
   –¿Aceptas a esta mujer en matrimonio?  –continuó imperturbable – y prometes respetarla y amarla hasta que la muerte os separe?  –Y como yo permaneciera silencioso repitió acariciando el mango de su hacha –: ... hasta que la muerte os separe?
   –Sí acepto...  –musité espantado.
   –Pues con la autoridad que me confiero  –sentenció – os declaro marido y mujer.  –Y añadió para colmo de mis desgracias –: puedes besar a la novia.
  Previendo que en su estado aquella mujer era capaz de cualquier cosa y venciendo mi repugnancia, acerqué mi boca a la pintada máscara y deposité un beso en la sonrosada mejilla. De pronto un estentóreo grito me hizo estremecerme:
   –¡¡Vivan los novios!!  –exclamó la que se pretendía mi suegra. Y abandonó de pronto la habitación.
  Yo volví a intentar desatar mis ligaduras, pero las correas de cuero que mantenían juntas mis muñecas y mis tobillos eran tan fuertes que resultaba imposible aflojarlas. Di un gran tirón, con tan mala fortuna , que me quedé espantado al notar que debido al impulso me deslizaba hacia el centro de la cama. El cadáver, al provocar el peso de mi cuerpo una depresión en el centro del lecho, rodó por inercia y se apretó junto a mí.
  En aquel momento entró de nuevo la trastornada señora. Se había despojado del vestido de fiesta y lucía una bata de casa con la que la había visto a mi llegada. Aproximándose al lecho exclamó a voz de grito:
   –¡Degenerado! ¡Repugnante! No has podido esperar siquiera a que yo me perdiera de vista. ¡Todos sois iguales! ¡Ay, hija mía!  –dijo dirigiéndose al cadáver –. ¡Qué poco caso te has hecho de tu madre! Tres veces te lo advertí, y tres veces caíste en la trampa. Menos mal que yo sé como tratar a estos pervertidos.
   –¡Deje que me vaya!  –grité.
   –¿Ahora me salís con éstas? Ya sospechaba que una vez casados me abandonaríais, pero de algo me ha de servir la experiencia. Así como os acabo de unir en santo matrimonio, de igual modo puedo provocar vuestra separación.  –Y tomando la afiladísima hacha rodeó la cama y se aproximó a donde yo me encontraba. Levantando el arma sobre su cabeza se disponía a terminar con mi vida cuando de pronto se oyeron fuertes golpes en la puerta de abajo.
  La demente se detuvo y escuchó atentamente cuando los golpes se repitieron. Una voz gritó:
   –¡Señora Ramírez!
   –¡L... los invitados a la boda!  –exclamé repentinamente inspirado.
  Ella permaneció unos segundos con el hacha en alto y después la bajó con suma lentitud y la depositó en el suelo, momento en el cual yo, tomando un fuerte impulso, rodé sobre la cama y me tiré al suelo ocultando con mi cuerpo el hacha al tiempo que gritaba:
   –¡Auxilio! ¡Ayúdenme, por favor! ¡Quieren matarme!
  La versánica anfitriona se arrojó sobre mí en intentó sacar el hacha de debajo de mi cuerpo mientras yo procuraba impedirlo y gritaba sin cesar. Al cabo de unos instantes se oyó un fuerte golpe y pasos de varias personas en la escalera. Se abrió la puerta de la habitación y entró la policía.

*  *  *

  En las dependencias de la jefatura de policía me repuse de aquel macabro susto mientras un oficial me tomaba declaración.
  Cuando los trámites preliminares hubieron terminado, el comisario se aproximó a mí y aferrándome solidariamente el hombro me felicitó por no haber corrido la suerte de los demás «maridos» de la difunta.
  La señora Ramírez, me explicó, nunca había estado casada. En su juventud había mantenido una relación con un hombre que desapareció dejándola embarazada. Cuando su hija Vera se fue haciendo mayor, ella le impidió cualquier aproximación al sexo opuesto convirtiéndose en una madre tiránica y obsesiva. Se fabricó un marido ideal para el que compró incluso ropas, y cuando llegó el momento en que, lógicamente, la muchacha conoció a un hombre del que se enamoró, a pesar de la estrecha vigilancia de su madre, ésta le hizo la vida imposible recordando sin duda su frustrante experiencia.
  Todo lo cual, unido a la imposibilidad de impedir una boda que legalmente podía celebrarse con o sin su consentimiento, puesto que Vera ya era mayor de edad, provocó un cambio en su actitud y la llevó a admitir el matrimonio con la condición de que su hija no la abandonara nunca y continuara viviendo en la casa.
  Al día siguiente de la boda, los recién casados confesaron a su madre que habían accedido aparentemente a sus pretensiones para poder celebrar la ceremonia sin complicaciones, pero que en sus planes no entraba en absoluto la idea de permanecer en aquella casa. Entonces, la mujer, sin reparar en lo que hacía, tomó un hacha y asesinó a su reciente yerno intentando hacer lo mismo con su hija, la cual, al tratar de huir por la ventana, cayó desde el primer piso y se mató.
  En atención a lo que evidentemente no se podía calificar sino de locura transitoria, la anciana fue condenada a ocho años de reclusión durante los que permaneció en un sanatorio psiquiátrico del que salió apenas hace año y medio.
  Obsesionada por lo que había hecho, desenterró el cadáver de Vera que yacía en el pequeño cementerio familiar a cien metros detrás de la casa, y procedió a casarla varias veces para paliar en su desequilibrio la muerte de su única hija.
  –Los maridos que proporcionó al cadáver fue gente que acudió a su casa de manera accidental, igual que usted –dijo el comisario–, y tras la macabra ceremonia fueron asesinados ritualmente en recuerdo del primer esposo, y enterrados en un cobertizo donde ahora hemos encontrado sus cadáveres.
  Como yo le preguntara por la coincidencia que me salvó la vida, el comisario me dijo que no hubo tal.
  Al salir de mi casa tras una violenta discusión, y pasar las horas sin que hubiera regresado, mi esposa había telefoneado a la policía alarmada y les había dado la descripción del coche.
  Un vehículo de la policía, antes de conocerse la denuncia, había pasado junto a la casa precisamente cuando el tractor conducido por la anciana arrastraba un coche de las mismas características hacia el interior de la propiedad. Enseguida, naturalmente, conexionaron ambos datos y se dirigieron hacia la casa.
  –El resto ya lo conoce usted –concluyó el comisario.
  A continuación me anunció que mi esposa esperaba en la antesala. Llamó a un agente y éste condujo a mi mujer a la habitación en la que nos encontrábamos. Cuando entró no pude contener las lágrimas y me abracé llorando a ella. El comisario me dijo que si lo deseábamos podíamos marcharnos para regresar cuando se celebrara el correspondiente proceso.
  –Vámonos, querida –dije. Y dirigiéndome al comisario rogué–: ¿Sería posible llamar a un taxi por teléfono?
  –No es preciso, amor mío –dijo mi mujer–. He venido en coche.
  –¿En que coche? –pregunté extrañado.
  –En el de mi madre –repuso–. Ella nos está esperando fuera.