29 mar 2011

LUNA DE HIEL por Jesús Larraz

Estaba tan loco por ella que la hubiera literalmente devorado, y se hubiera dejado devorar por ella, si ese gesto supremo de entrega pudiera repetirse todas las noches.
El pezón oscurísimo de Marta, desnuda en la cama, atraía la mirada y la boca de Julio, cuyos labios lo apretaban ávidamente haciendo que su sangre enloqueciera. Marta gemía primero suavemente, como una gata en celo, pero luego, cuando Julio entornaba los ojos, bramaba y la poseía, se entregaba por completo al placer y gritaba la intensidad de su orgasmo sin contemplaciones, con toda la ardiente furia de que se es capaz a los diecisiete años. Esa era, sin duda, la más importante ventaja de pasar la luna de miel en una solitaria casa de campo. La ausencia de vecinos en varios kilómetros a la redonda les aseguraba una intimidad tan deliciosa como absoluta.


Habían elegido Ibiza en pleno agosto porque sabían que al norte de la isla, a pesar del turismo, todavía podían encontrar una casa tranquila, una auténtica casa de campo que en otro tiempo estuviera habitada por payeses y que ahora, relativamente lejos de la civilización, resultaba el lugar más idóneo para entregarse con pleno ardor a los juegos de la carne. Julio volvía a felicitarse por lo acertado de su elección, mientras Marta, agotada y satisfecha de tanto copular, se abandonaba al sopor de la siesta.

Julio se consideraba, con razón, el hombre más afortunado del mundo. Su joven esposa, que tan sabia y fogosa se mostraba, era para él una continua fuente de placeres. Incluso ahora, mientras dormía y se dejaba contemplar a satisfacción, le estaba proporcionando el placer exquisito de su desnudez, que para él siempre resultaba nuevo y deslumbrante. El sol había dorado enteramente aquel cuerpo que, abandonado al sueño, dejaba ver el mórbido escorzo de la nalga, la audaz ondulación de las caderas, la elástica firmeza de sus muslos encantadores, la magnificencia de sus redondeadas pantorrillas... Julio sintió un escalofrío y notó que el sexo volvía a despertársele.

No era, pues, nada extraño que, dedicado a tales pensamientos, volviera a poseer a Marta, siempre saciado y siempre insatisfecho, en cuanto ésta hubo despertado. Marta reía, como una niña que era, al comprobar la persistente potencia de su marido, y el brillo de sus ojos indicaba con toda claridad hasta qué punto era sensible a las incitaciones masculinas.

Eran las cuatro de la tarde y el sol dejaba caer todo su peso. El éxtasis fue más agudo y duró bastante más de lo acostumbrado. Por eso cuando rebasaron la última curva de la cópula se encontraban sudorosos y jadeantes y las sábanas se empaparon de sudor. El calor era insoportable. Julio salió hasta el pozo y llenó de agua fresca una gran jarra, que ambos bebieron con avidez. La sed saciada parecía colmar las satisfacciones de aquella tarde, pero Julio quiso añadir un placer más y a tal fin deshizo un poco de hachís y, tras mezclarlo concienzudamente con tabaco rubio, lió un grueso cigarrillo, lo encendió y lo acercó a los labios de Marta, mientras se tendía en la cama a su lado.

Era hachís afgano, negro y elástico como el chicle, de primerísima calidad. Los alcaloides se adherían con profundas caricias hasta lo más hondo de los pulmones, turbando deliciosamente el sentido de la realidad. No tardaron en reír alucinados, sin motivo alguno, al tiempo que la droga, estimulando al máximo su sensibilidad, les incitaba a intentar un nuevo ayuntamiento. Jamás le parecieron a Julio tan tentadores los senos de Marta; nunca proporcionaron tanto gusto a su boca; ni el roce de sus muslos le había producido antes tan elevada excitación. Pero la lascivia se había apoderado de su cerebro, no de su agotada virilidad, y nada pudo hacer en esta ocasión para complacer a su compañera.

Como a Julio, a Marta el hachís le había puesto la sangre efervescente, y el calor ahora le resultaba menos soportable que nunca. Aquella casa de campo tenía bastantes ventajas, pero también algunos inconvenientes. El más importante, que carecía de cuarto de baño. El hachís arrastraba las palabras de Marta cuando le dijo que daría todo el oro del mundo si pudiera gozar de una buena ducha. Julio le recordó la refrescante existencia del pozo y ambos, desnudos y entrelazados por la cintura, se encaminaron lentamente hacia el brocal.

La acción concentrada del cáñamo, como es frecuente, les proporcionaba esa singular experiencia que consiste en percibir el fluir del tiempo con más lentitud que de ordinario, a la vez que amplificaba su sensibilidad a todo tipo de incitaciones ambientales. Por eso creyeron haber tardado una eternidad hasta llegar a la puerta de la casa y a eso se debió también el que los rayos del sol, incidiendo directamente sobre sus cuerpos desnudos, les parecieran una lluvia insoportable de flechas.. Pero ni el calor ni los gruesos chorreones de sudor lograban vencer su palpitante alegría, y ambos seguían riendo por cualquier nimiedad o simplemente tras mirarse a los ojos.

Así llegaron hasta el pozo e hicieron descender el cubo hasta las oscuras profundidades. Al cabo de un momento interminable, subrayado por el monótono chirriar de la garrucha y el molesto ronroneo de las moscas invasoras, el cubo ascendió del todo con su carga feliz y chorreante, la mitad de la cual fue descargada por Julio sobre la cabeza de Marta, y el resto por Marta sobre la cabeza de Julio. Después de aquello se sintieron tan felices que empezaron a reír a carcajadas y Julio sorbió, mordiendo aquella boca deliciosa, los embriagadores jugos de su compañera.

Pero, por desgracia, el calor y las moscas no habían desaparecido, sino que, atraídas por la doble tentación de la carne desnuda y húmeda, acudieron a incordiarles por docenas. A Marta se le ocurrió entonces una idea que, a no ser por la acción del hachís, ni siquiera hubiera formulado. Pues pensó, y así se lo dijo a Julio, que si ponía los pies en el cubo y se agarraba convenientemente a la cuerda, mientras Julio la sujetaba, podría gozar de una refrescante sombra en el interior del pozo.

Aquella idea despertó en la conciencia alterada de Julio hermosas imágenes de oasis y sombras de palmeras, de pozos bíblicos al amparo de cuyo brocal bellas doncellas semitas aguardaban la llegada de sus amantes. Abrazó a Marta por la cintura y la sostuvo en vilo, comprobando cuánta era su fuerza y cuán relativamente escaso el peso de su esposa, tras lo cual se dispuso a complacerla. Julio puso encima del brocal el cubo y Marta introdujo en él los pies, mientras se agarraba a la cuerda con ambas manos. Julio tiró de la cuerda y Marta inició, alborozada, su descenso.

Ahora la voz de Marta se escuchaba lejana, ligeramente temblorosa por la resonancia tubular, tal vez a veinte metros de profundidad. Describía cómo a sus pies, muy abajo, se veía una redonda plancha de plata que no era sino el reflejo de la luz. Julio, sudoroso, le gritó que no podía seguir aguantando, que empezaría a subirla.

Hay simples leyes físicas que, lamentablemente, suelen olvidarse en momentos de gran euforia. Una de ellas es que cuesta muchísimo más trabajo levantar un peso que dejarlo caer. Y Julio empezaba a sentir, en la creciente tensión de los brazos, su necedad. El cuerpo de Marta, tan liviano momentos antes, parecía ahora de plomo. Sudaba y jadeaba como nunca, pero ahora su sudor era frío, como un soplo de muerte. Oyó quejarse a Marta por la lentitud de la ascensión, pero no le contestó nada. Un oscuro presentimiento le atenazó la garganta. Rechazó violentamente la idea de que no tendría fuerzas para subirla y la desesperación hizo que sus esfuerzos se redoblaran. Dio un brusco tirón, rabioso, de la cuerda, y la pequeña anilla que sujetaba la garrucha no pudo soportarlo. Se oyó un seco crujido metálico y luego el espantoso grito de Marta perdiéndose en el fondo como una estela de horror, antes de que un golpe terrible, lejano, diera paso al silencio. La cuerda, al resbalar por las manos de Julio, le había mordido la carne hasta dejar los huesos al descubierto.

Pero Julio no quiso darse cuenta del punzante dolor de sus manos. Un dolor mucho más hondo le estaba quemando las entrañas. Ni siquiera se asomó al brocal. La cuerda no había caído del todo; así que ató apresuradamente un cabo al arco metálico que sostenía la caída garrucha y descendió a grandes zancadas, completamente fuera de sí. Ningún ruido se escuchaba de abajo, desde un fondo al que no se atrevía a mirar. EL corazón parecía querer salírsele por la boca y sus manos ardientes habían perdido toda sensibilidad. Creía estar ya muy cerca del fondo cuando la cuerda, atada con tanto apresuramiento, se soltó y cayó a la vez que Julio, enredada en sus brazos.

Su cuerpo notó en seguida, junto al brusco choque del agua, el roce de otro cuerpo flotante, en cuyos miembros había desaparecido todo movimiento. Instintivamente chapoteó en el agua hasta que sus descarnadas manos encontraron la pared del pozo. EL agua estaba helada y la oscuridad era completa. Su mano izquierda encontró el apoyo de un saliente en la pared y su derecha alcanzó a tocar el cuerpo muerto de Marta. Una congoja insufrible le nació en las entrañas cuando sus dedos alcanzaron la gran brecha de la cabeza. Estaba claro que durante su caída Marta recibió un golpe mortal contra las paredes del pozo.

La realidad era tan horrible que su cerebro se negó a aceptarla. Fue como si de pronto se hubieran apagado las circunvoluciones más evolucionadas y comenzaran a activarse aquellas estructuras primordiales en que tienen su base el instinto de conservación. Por eso Julio actuó como un autómata, con la mente en blanco, mientras sus manos tentaban desesperadamente las paredes rezumantes. Así fue como descubrió, un poco por encima del nivel del agua, la existencia de una cavidad reducida, pero no tan pequeña como para impedir que cupiera en ella. A duras penas consiguió introducirse en el hueco. Tiritaba y tenía los miembros anquilosados por el frío, pero sus manos sangrantes le ardían.

Se frotó el cuerpo instintivamente hasta conseguir que entrara en calor. Mientras sus pupilas se agrandaban, transformado la oscuridad en penumbra, su mente se iba abriendo poco a poco al horror de la situación. Pudo ver entonces, flotando sobre la negrura del agua, la insoportable mancha blanca de aquel cuerpo que apenas media hora antes había poseído y que ahora estaba inerte, tumbado boca abajo como un pelele, con la cabellera teñida de rojo y esparcida sobre el agua como una horrenda medusa. Y alrededor del cuerpo también flotaba la cuerda del pozo, mostrando cínicamente su absoluta inutilidad.

Miró hacia arriba. La boca del pozo extendía su diminuta refulgencia como un dios absoluto de la luz situado en el cenit de las tinieblas. Era tan imposible alcanzar aquel cerco de luminosa libertad como tocar la luna con la mano. Comprendió entonces por qué los perros aúllan a la luna llena, abandonándose a un impulso que le hermanaba con las bestias, saludó a la muerte gritándole todo el horror que le inspiraba.

Gritó con toda su fuerza, hasta que le sangraron las cuerdas vocales. Pero sus gritos sólo lograron hacer huir a los pájaros. No había nadie que pudiera sacarle de allí. Sus gritos se transformaron en gemidos y notó sobre las mejillas el cálido, aunque efímero, consuelo de las lágrimas.

Cuando sus lágrimas se agotaron trató de reflexionar sobre su situación. Era improbable que alguien pasase cerca del pozo, pero su voluntad de vivir se aferró tenazmente a esa remota posibilidad y elevó sus más fervientes oraciones a un Dios en quien no creía para que se diese esa circunstancia salvadora. Pensó que lo más sensato era ahorrar fuerzas, acurrucarse, permanecer inmóvil, tratar incluso de dormir. Pero el frío y la humedad no tardaron en producirle una constante tiritona. Se propuso resueltamente luchar por su vida, resistir a la insidiosa blandura de la muerte hasta el último aliento.

Y así fue cayendo lentamente la tarde, hasta dejar paso a una noche esplendorosa, cuajada de diamantes que se iban asomando al pozo uno tras otro, siguiendo el inmutable movimiento celeste. Atento al menor ruido, escuchó la jubilosa vibración de las chicharras, el canto de la alondra y las sonoras manifestaciones de otros seres, que unos metros más arriba, participaban despreocupadamente en la gran fiesta de la vida. Recordó lo que había sido la suya hasta entonces, los magníficos encuentros con Marta, cuyos despojos flotaban ahora a su lado, e introdujo su mano en el agua, buscando al única y atroz compañía que el destino podía proporcionarle en aquellos momentos: la mano de un cadáver.

Se hubiera entonces rendido a la muerte, dejándose caer al agua y ahogándose. Pero su carne era terca y porfiaba por la vida. El cuerpo combatió las insanias de la mente, produciendo una fiebre adormecedora que, aunque poblada de pesadillas, estaba restaurando el equilibrio fisiológico.

Pasó la noche en una duermevela terrible, con la mitad de su cerebro durmiendo y la otra mitad atenta al menor signo de salvación, tan agudizada la sensibilidad del tímpano que podía escuchar el caer de las hojas. Pero las únicas voces y pasos humanos que sentía procedían de sus alucinaciones. Su naturaleza, sin embargo, era lo bastante vigorosa como para lograr sobreponerse a la fiebre y despertó curado de ella.

La esperanza de todo un nuevo día, en el que tal vez alguien pudiera pasar cerca de allí, alumbró débilmente la boca del pozo. Soltó la mano de su compañera, cuyo frío contacto le había acompañado tantas horas, y al caer se produjo una ondulación en el agua que confirió al cadáver un suave movimiento. Era horroroso permanecer vivo en aquellas circunstancias, pero el organismo carece de sentimientos. Sólo tiene necesidades. Y el estómago de Julio comenzaba a sufrir las poderosas contracciones del hambre.

Como pasó la fiebre, así también pasó el día y pasó la noche. Todo pasaba menos la suprema crueldad del hambre, sobreponiéndose imperativamente a cualquier horror. Y sólo el viento, el fuego del sol y la tibia indiferencia de las estrellas pasaban por encima de su cabeza, en lo alto de aquellas paredes resbaladizas que sólo los lagartos podían escalar.

Fue en la madrugada del segundo día cuando despertó completamente la bestia, y Julio, con espantosa lucidez, se asombró de que lo hubiera hecho tan pronto. Vivir, vivir; quería vivir pagando el precio que fuera necesario. Entumecido y rígido seguía flotando el cuerpo de Marta a su lado. Extendió su mano hasta alcanzar la barbilla y contempló por primera vez, desde que se inició su encierro, el rostro de su mujer, tenuemente iluminado por la luz del amanecer. Un chorro de agua se escurrió de la boca abierta, tumefacta, y las órbitas mostraban unos ojos ya de dudosa transparencia, pero donde persistía indeleble el último gesto de espanto.

Levantó la cabeza del agua y atrajo el cuerpo hacia sí hasta lograr alzarlo a su lado, en la pequeña oquedad de la pared. Había perdido la elasticidad de la vida, pero su piel conservaba la tersura de una juventud tan repentinamente arrebatada. Estrechó el cadáver con fuerza entre sus brazos y hundió el rostro en aquella cabellera negra, chorreante, sobre la que se mostraba la injuria de grandes costras de sangre. Lloró en los cabellos de Marta y repitió su nombre varias veces, entre lamentos, recordando unos momentos de felicidad que parecían haber transcurrido hacía miles de años.

Después acercó su boca al seno derecho, todavía blando y tibio, libre aún de la rigidez que había alcanzado a los miembros. Besó por última vez aquel pezón oscurísimo, y luego sus dientes se hundieron en la carne sin compasión, devorando con la abyecta presteza de las ratas. «Marta —pensó para consolarse, mientras su lengua conocía por primera vez el sabor de la sangre humana— hubiera hecho lo mismo por mí.» Pero se engañaba en vano, porque en el fondo de su corazón sabía perfectamente que Marta hubiera preferido la muerte.

Y, después de todo, nadie pudo llegar a percibir el nauseabundo hedor de ambos cadáveres antes de que transcurrieran tres semanas.