22 ago 2010

EMISION DE MADRUGADA por Pedro Montero

"Se hallaba en la cúspide de la fama. Su programa radiofónico sembraba el miedo y la inquietud en miles de hogares. Tenía, por tanto, que esforzarse en acrecentar diariamente el interés y la admiración de su audiencia. Un día la casualidad hizo que develara un terrible conjuro..."


«¿Cree usted que existen fórmulas precisas para convocar a los muertos? ¿Sonríe ante la idea de que pueda haber conjuros infalibles para provocar la aparición de fantasmas? Escuche atentamente, si se atreve, lo que voy a decir. Todo es cuestión de fe. La fe mueve montañas, la confianza es la más poderosa de las virtudes, la palabra el don más preciado...

... Vamos a dejar de lado los fantasmas. Su sola mención, en un país que carece de tradición a este respecto, provoca la sonrisa irónica. Rápidamente imaginamos una sábana flotante que se desplaza dando tumbos, al extremo del cual pende una herrumbrosa cadena...

... Esta noche vamos con los muertos...»

A una seña del locutor, su compañero del control accionó un mando. Una ráfaga musical escapó a través de las ondas. Aprovechando la pausa, el locutor encendió un cigarrillo y echó una rápida ojeada al esbozo de guión que había pergeñado aquella misma mañana. No se encontraba especialmente inspirado y hubiera preferido dedicar el programa a otra cosa más socorrida. La música y el terror, por ejemplo. Nada más sencillo que seleccionar algunos discos y emitirlos acompañados de un comentario de circunstancias. Pero a última hora las cosas se habían complicado. El programa había entrado en antena diez minutos antes de lo previsto, hecho totalmente insólito, y no había tenido tiempo de cambiar impresiones con el seleccionador musical. Tan sólo una breve conversación con el encargado del control.

«Me encuentro en el cementerio –mintió–. Estoy ante la tumba de un ser muy querido. Son cerca de las doce de la noche y tengo miedo. Esta parte del programa es una grabación efectuada anoche en un magnetófono portátil. Quería saber que se siente escalando subrepticiamente las tapias de un camposanto y sentándose a meditar bajo la luz de la luna en medio de un bosque de cruces de mármol... Las impresiones que voy a registrar a continuación quizá no resulten demasiado coherentes, porque estoy asustado, pero, por eso mismo, serán más auténticas...

Bajo esta lápida yace el cadáver de una persona por la que sentí gran afecto. La recuerdo ahora tal y como era en vida, y se me saltan las lágrimas. No me atrevo a imaginar el estado en que se encuentra ahora... Es posible que, a pesar de todo, la muerte haya respetado más o menos su aspecto. Se dan casos de cadáveres que, al cabo de varios años de haber sido enterrados, no presentan apenas signos de corrupción. Exteriormente, al menos...

Ignoro cuál es la causa, pero quizá se deba a ciertas circunstancias ambientales, al grado de humedad justo, a haber llevado determinado género de vida, a... Pero esta posibilidad es preferible no mencionarla. El caso es que, cuando esta persona falleció, hubiera dado cualquier cosa por poseer el poder de volverla a la vida. Ahora yace silenciosa y rígida bajo esta pesada lápida. Quizá sus ojos están abiertos, sus labios separados, sus dedos crispados. Quizás está esperando una palabra, una fórmula, un conjuro...»

Una nueva ráfaga musical le permitió un respiro. No tenía idea de cómo terminar el asunto, y, para colmo de males, no encontraba la última cuartilla del esbozo de guión. De pronto, se le ocurrió algo realmente brillante y ordenó con un gesto el cese de la música.

«Pues bien, confieso que anoche no me atreví a llevar a cabo el propósito que me condujo al cementerio. Estaba demasiado asustado, y aún continúo estándolo... Ustedes saben que cada noche recibo cientos de llamadas. Unas alentadoras, otras insultantes. Hace varias noches consiguió salir a antena una fragmento de conversación que fue bruscamente interrumpido al advertir que mi interlocutor estaba a punto de revelar ante el micrófono algo estremecedor. No sé de quién se trata. Ignoro si fue una broma telefónica. Todo lo que puedo asegurar es que, desde aquella noche, no puedo dormir tranquilo. Por eso, para compartir con ustedes lo que quizá sea un secreto tan terrible que no me atrevo a guardar para mí solo, es por lo que me he decidido finalmente a dar a conocer lo que el misterioso comunicante me anunció...

... Se trata, nada menos, que de una fórmula, un conjuro para resucitar a los muertos».

El encargado del control le miró a través del cristal que le separaba del locutorio haciendo un gesto de reconvención. Estaba llegando demasiado lejos. Dentro de unos minutos iban a bloquearse las líneas con llamadas de protesta de un sector de los oyentes.

«¿Cuáles son los últimos pensamientos de un moribundo? ¿Cuáles sus últimas palabras?... ¿No recuerda usted la imagen de alguien, un amigo, un pariente, aproximando su oído a los labios de un ser querido que está a punto de exhalar el último suspiro? Pues bien, ese es el secreto. Se dice que, en ciertas circunstancias, en determinadas fechas, en los aniversarios de un óbito, basta con pronunciar determinadas palabras con intencionalidad para que se produzca la resurrección de esa persona... Una resurrección provisional, naturalmente, o quizá más prolongada si se tiene la suficiente fe. ¿Qué palabras son esas?... Sencillamente las últimas palabras que salieron de la boca de quién, poco después, exhaló su último suspiro...

... ¿Recuerda? ¿Recuerda aquel vocablo torpemente pronunciado entre estertores agónicos? ¿Aquella frase inacabada? ¿Aquella balbuceante expresión de terror?... Pronúnciela... ¡Pronúnciela!... ¡PRONÚNCIELA!».

Una definitiva ráfaga musical cubrió las palabras del locutor, cuya frente aparecía bañada en sudor. El encargado del control penetró en el locutorio como una tromba.

–¿Estás loco? –exclamó–. Nos van a acribillar.

El locutor se hallaba realmente pesaroso de haber llevado las cosas tan lejos, pero, una vez metido en faena, le era imposible controlar su inspiración.

–¿No querían terror? –repuso dispuesto a no ceder–. Pues ahí lo tienen.

–¿Pero y esa majadería de palabras?...

–Pura inventiva –añadió indicando su sien derecha con su dedo índice–. Pura inventiva...

Mientras conducía hacia su casa se sintió satisfecho del programa realizado. Cabía en lo posible que al día siguiente le reconvinieran por haberse pasado de la raya, pero había demostrado que era un locutor de impacto, un gran improvisador. ¿Acaso no le habían pedido un espacio que fuera capaz de convocar una gran audiencia? Todo lo excepcional se presta a polémica, y a él no le disgustaría verse controvertido en las páginas de los periódicos.

La noche era lluviosa , y el piso resbaladizo. Al detenerse ante un semáforo en fase intermitente, pasó ante él un grupo de personas que regresaban de alguna fiesta nocturna. El último de ellos, considerablemente embriagado, dio una fuerte patada sobre la carrocería al tiempo que gritaba:

–¡Borracho!

Por un momento experimentó el deseo de acelerar bruscamente y atropellar a aquel imbécil. Cuando dejó atrás a los noctámbulos, no pudo por menos de sonreír al recordar su reciente intervención ante el micrófono. No dejaba de resultar cómica la idea de repetir a modo de invocación , caso de haber cedido al impulso de atropellarle, el epíteto que el ebrio caballerete le había dirigido hacia unos instantes.

Cerca ya de las dos de la madrugada, llegó a su domicilio. Se puso el pijama y se dirigió a la cocina con ánimo de preparase algo de comer. En aquel instante sonó el teléfono.

–«Ha cometido una terrible imprudencia» –dijo a modo de presentación el anónimo comunicante.

–¿Quién es? –preguntó el locutor, acostumbrado a recibir mensajes telefónicos de variada índole.

–«¿Cómo ha podido revelarlo a los cuatro vientos?»

–Escuche. No sé de qué modo ha conseguido un número que no figura en la guía –repuso pacientemente–. Si es usted un oyente, le ruego que llame mañana a la emisora, y si desea presentar una queja...

–«Ya es demasiado tarde. Arroje el execrable libro de Yusuf Almunadem y olvide cuanto a leído en él».

–Pero...

Un chasquido indicó que se había interrumpido la comunicación.

Regresó a la cocina y trató de olvidar la anónima llamada, pero lo cierto era que, desde que salió de la emisora, algo le decía que la idea que había lanzado a las ondas no era exclusivamente suya. Uno lee cientos de libros, decenas, se corrigió, y es imposible impedir que la materia contenida en tal número de volúmenes se amalgame con las propias intuiciones. Al fin y al cabo, no hay muchas ideas originales. Lo verdaderamente interesante es presentarlas bajo un punto de vista nuevo.

Ahora tenía la impresión de haber leído en alguna parte lo referente al conjuro y a las últimas palabras de un moribundo, aunque no sabía dónde con exactitud.

«Yusuf Almunadem», musitó mientras recorría con el índice los títulos de su biblioteca. Pero no pudo hallar ninguno cuyo autor respondiera a tal nombre. Por otra parte, todo lo que de execrable había en la casa, perteneciente al género de la lectura, eran unas cuantas revistas pornográficas cuidadosamente guardadas bajo llave.

Hacia el mediodía le llamaron de la emisora para comunicarle que se habían recibido cientos de llamadas procedentes de todo el país. Algunos oyentes protestaban por la exagerada dosis de terror que se habían visto obligados a soportar, pero, curiosamente, ninguno afirmaba haber desconectado el aparato de radio. Otros le felicitaban por la excelente emisión nocturna. Nadie confesaba, no obstante, haberse creído lo del misterioso conjuro, ni menos aún haber intentado la experiencia propuesta. Lo que resultaba evidente era que, aquella misma noche aumentaría considerablemente el número de radioyentes.

Todo el mundo esperaría una continuación en la línea iniciada, pero él iba a sorprender a la audiencia tocando un tema completamente distinto. No convenía soliviantar en exceso a los oyentes ni le interesaba que sus superiores se sintieran obligados a poner cortapisas en su programa. Por otra parte, él sabía que sabía que es peligroso llevar las cosas al extremo. Una vez sobrepasado cierto punto, cabía la posibilidad de crear un anticlímax y, en consecuencia, un rechazo por parte de un sector de la audiencia.

Se encerró gran parte de la tarde en casa dedicándose a confeccionar un guión perfectamente estructurado y procurando que nada quedara a la improvisación. El nombre de Yusuf Almunadem interrumpía a veces el curso de sus pensamientos. ¿Existiría el tal libro? ¿Sería realmente execrable? La única forma de salir de dudas era comenzar por enterarse con exactitud del significado de la palabra execrable. «Digno de execración», leyó. Seguidamente localizó el término execración: «Acción y efecto de execrar». Finalmente –después de prometerse adquirir otro diccionario que no se anduviera con tantos rodeos– leyó: «Condenar y maldecir con autoridad sacerdotal. Aborrecer».

Así pues, se trataba de un libro aborrecible, condenado y maldito por la autoridad sacerdotal. De resultas de lo cual dedujo que debía de encontrarse en el índice de los libros prohibidos, si es que semejante índice continuaba existiendo. Esta última posibilidad le pareció sumamente excitante, se prometió intentar localizarlo en cuanto dispusiera de tiempo libre.

Trató de concentrarse nuevamente en el guión procurando apartar de sí otros pensamientos. Releyó las últimas cuartillas y no se sintió en absoluto contento con el resultado. «Execrable», murmuró satisfecho de poder emplear tan rápidamente un término con el que acababa de enriquecer su vocabulario.

Poco después, el timbre del teléfono vino a interrumpir su trabajo. Mascullando una maldición, levantó el auricular.

–¿Quién es? -preguntó.

–«Su indiscreción puede volverse contra usted» –dijo alguien al otro lado del hilo.

–¿Qué quiere?

–«Solamente advertirle».

–¡Déjeme en paz! -exclamó malhumorado.

–«Nunca debió divulgar a los cuatro vientos los secretos encerrados en el libro de Yusuf Almunadem... –musitó el anónimo comunicante.

–¡Imbécil! Es usted... absolutamente execrable –gritó, al tiempo que colgaba el teléfono. Realmente aquella palabra daba mucho de sí.

Alrededor de las once y media de la noche se sentó al volante de su coche con intención de dirigirse a la emisora y depositó en el asiento trasero la gabardina y una carpeta de plástico que guardaba los folios del guión.

Cerca ya de la salida de la urbanización, alguien le hizo señas desde la acera. Se trataba de un individuo andrajoso y de mala catadura que hacía auto-stop. Continuó adelante sin detenerse. El tipo, al comprender que iba a pasar de largo, avanzó hacia la calzada y se situó en la trayectoria del vehículo. El conductor se vio obligado a realizar un brusco viraje para no atropellarle, pero no se detuvo ni siquiera para lanzar una imprecación. Podía haber otros compinches a la espera. Además, los ojos de aquel individuo –tenía que confesarlo– le habían asustado. Había algo en ellos, algo que no se atrevió analizar, que le produjo escalofríos.

La noche era desapacible, y antes de que cruzara frente al estadio comenzaron a caer las primeras gotas. Cerca ya del cementerio, la lluvia se hizo torrencial. Aflojó la marcha por precaución. La circulación en el sentido contrario era casi inexistente. De pronto, una sombra se interpuso en su camino. El vaivén del limpiaparabrisas apenas era suficiente para despejar el cristal. Quienquiera que fuese debía de estar loco para cruzar la carretera de aquel modo. Hizo sonar repetidas veces el claxon, y, en aquel mismo instante, dos o tres personas más cruzaron también y se situaron en el centro de la calzada interrumpiendo el paso.

La brusquedad del frenazo casi le hizo perder el control del vehículo. Tras la cortina de agua pudo contemplar dificultosamente a los componentes del grupo. ¿Qué pretendían? No tuvo tiempo de formular hipótesis. Dos o tres personas más se aproximaron por los costados del coche, de manera tal, que, cuando quiso advertirlo, varias manos aferraban la portezuela con intención evidente de abrirla. Los que habían interrumpido el paso avanzaron hacia el vehículo, y, comprendiendo que su salvación era cuestión de segundos, hundió el pie en el acelerador y aferró el volante con fuerza.

Cuando dejó atrás a los asaltantes, redujo la velocidad y procuró tranquilizarse. Había oído relatos acerca de atracos similares, pero nunca pensó que pudiera ocurrirle a él. Aquellos ojos –rememoró– aquella mirada tristísima y desconsolada...

Al descender del coche junto a la emisora, consideró la idea de dirigirse a la comisaría cercana, pero la rechazó al advertir que el incidente y la lluvia torrencial le habían retrasado. El programa tendría que haber comenzado hace cinco minutos.

Llamó al portero automático, y a los pocos minutos descendió el conserje. Mientras entraban en el ascensor, advirtió que el empleado no le resultaba conocido.

–¿Es usted nuevo? –preguntó mirándole de soslayo.

El hombre afirmó con la cabeza y oprimió el botón correspondiente a la cuarta planta.

–He tenido un encuentro desafortunado –explicó. El empleado no pareció interesado en recibir otra aclaración–. Han intentado asaltarme...

Molesto por la falta de curiosidad del conserje, abandonó el ascensor sin despedirse de él. Caminó apresuradamente por los corredores, y entró en el locutorio sin pasar antes por ninguna otra dependencia.

–Lo siento –comenzó a decir, pero se interrumpió al advertir que no era Oscar quien se encontraba en el cuarto de control–. ¿Oscar? –preguntó.

En aquel momento se encendió la luz roja y escuchó a través de los auriculares la sintonía que daba inicio al programa. Tampoco conocía al que se encontraba a cargo de las llamadas telefónicas de los oyentes.

–«Buenas noches, señoras y señores. Hemos recibido numerosas llamadas telefónicas, cosa que nos complace porque indica que el programa de este humilde servidor de ustedes cuenta con una gran audiencia. Muchas han sido para felicitarnos, algunas recriminándonos el haber sido tan realistas en nuestro juego. Porque realmente se trata de un juego.

La noche pasada proponíamos a ustedes una imaginaria fórmula para devolver la vida a los cadáveres. Ni que decir tiene que se trataba de pura fantasía, y así había que entenderlo. El terror siempre ha de ir aderezado con unas notas de humor. ¿Cómo puede pensar nadie que exista algún conjuro capaz de resucitar a un muerto? Dejemos reposar a los que yacen en el descanso eterno. La literatura está llena de ejemplos de resucitados que no perdonaron a los autores de su vuelta a la vida. Nada más sagrado que el más allá.

Pero, señores –continuó el locutor– lo que aquí hacemos no es más que jugar, y para demostrar a nuestra audiencia que todo es pura fantasía, vamos a dejar de lado el guión que teníamos preparado para esta noche. Voy a relatarles, en forma totalmente realista, un lamentable suceso del que hace unos minutos he sido protagonista.

Cuando venía hacia la emisora, he sido detenido, a la altura del cementerio por un grupo de personas que pretendía desvalijarme.

Al salir de la urbanización en la que vivo, un hombre se interpuso en mi camino haciéndome señas para que detuviera el coche. Yo, naturalmente, no paré. Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, y, al cruzar junto a las tapias del cementerio, el aguacero había adquirido características de un verdadero diluvio. De pronto, dos o tres individuos se cruzaron en la carretera y no tuve más remedio que frenar. Instantes después, unos cómplices se acercaron por los lados y pretendieron abrir las puertas del coche con la intención de despojarme de cuanto de valor llevara encima. Yo aceleré bruscamente y, esquivando de un volantazo a los que me impedían el paso, continué mi camino. Mañana por la mañana, es decir, hoy mismo, denunciaré el hecho en la comisaría.

A un gesto suyo, el del control hizo sonar una ráfaga musical. El encargado del teléfono estaba ya recibiendo llamadas de los oyentes. Aprovechando que su voz no salía a antena en aquellos momentos, preguntó si había muchas comunicaciones y cuál era el porcentaje de llamadas favorables. El del teléfono hizo un gesto desde detrás de la ventana del control indicando que los pros y los contra estaban equilibrados. «Esa mirada...», se dijo el locutor.

«El hecho que acabo de narrar de una manera objetiva –continuó diciendo una vez que ordenó el cese de la música– no produce más terror que el explicable y perfectamente lógico. Al fin y al cabo, se trata de un intento de atraco. Ahora bien –prosiguió– si yo describo este suceso con voz cavernosa, si en vez de hablar de ladrones hablo de... resucitados, si en lugar de...»

De pronto experimentó una sensación de vacío en la boca del estómago y vaciló en su discurso. Aquella mirada –reflexionó para sí–, aquel caminar vacilante bajo la lluvia, aquellas excrecencias en la portezuela del coche...

«Ahora voy a narrar estos simples hechos dotando a mi relato de un aire sobrenatural, introduciendo efectos de sonido, efectuando pausas intencionadas. Comprobarán ustedes que un suceso, cuyos móviles resultan fácilmente explicables, puede transformarse en algo terrorífico, inquietante».

«Hemos recibido llamadas de personas soliviantadas por el tono de nuestro programa. A ellas me dirijo ahora y les pido que escuchen atentamente. No pierdan de vista que se trata de un juego, una transformación. Si acaso se sienten asustadas, piensen en la verdadera naturaleza de los hechos. Quizá sea ese el elemento que genera la sensación de terror: la carencia de explicación, la ausencia de lo que llamamos motivaciones lógicas de un suceso».

Tras la ventana del control, los dos técnicos, semiocultos en la penumbra, parecían sonreír al escuchar las últimas palabras del locutor. Este experimentó deseos de salir un momento y charlar brevemente con sus compañeros, pero una sensación de inquietud, algo que no acertó a definir adecuadamente, le retuvo junto al micrófono.

«No hay, pues, cadáveres que resuciten, conjuros que sustraigan a los muertos del sueño eterno, ni venganzas procedentes del más allá. Si acaso alguno de ustedes ha intentado utilizar la fórmula que...»

Una ráfaga musical cubrió sus últimas palabras. Molesto por aquella interrupción, levantó la vista hacia el control. Aquel tipo le miraba fijamente desde detrás del cristal. El locutor hizo un gesto de interrogación levantando los hombros, pero el técnico continuó con los ojos fijos en él, al menos eso era lo que imaginaba, porque el molesto contraluz le impedía contemplar adecuadamente su rostro.

«De algún modo que no puedo revelar –comenzó diciendo en voz profunda– ha llegado hasta mí una fórmula, un conjuro terrorífico. Confieso que al principio no creí en las palabras de la persona que me lo transmitió, y precisamente por eso cometí el error de emitir tan peligroso sortilegio a través de las ondas. ¿Cuántos de ustedes lo han utilizado ya? ¿Cuántos de los que dormían eternamente han visto turbado su profundo sueño?

Se que soy el único culpable; que si existe algún deseo de venganza debe ser satisfecho en mi persona; que nunca debí relatar ante un micrófono secretos de tal índole... Lo sé.

Ellos me persiguen ahora. Cuando pasaba en mi automóvil esta noche frente al cementerio, algo se movió cerca de las altas tapias, algo que la espesa cortina de lluvia me impidió percibir con claridad. De súbito, tres espantosos espectros, tres horrendos cadáveres semiputrefactos se interpusieron en mi camino...»

El encargado del teléfono levantó su rostro e hizo un signo indicando que había una llamada urgente. El locutor denegó con la cabeza y continuó con su relato.

«Obligado a frenar, me encontraba en el interior del coche paralizado por el terror. Los horrorosos espectros iniciaron un movimiento de avance. Sus descompuestas carnes ofrecían un espectáculo nauseabundo. Jirones colgantes de...»

De pronto, interrumpiendo el inspirado discurso del locutor, una voz hueca se dejó oír a través de los auriculares. El técnico, haciendo caso omiso de sus órdenes, había dado paso a una llamada telefónica.

«¿Por qué lo ha hecho? –musitó el comunicante, dotando a su voz de inflexiones que ponían los pelos de punta–. ¿Por qué?...»

El locutor experimentó náuseas. Un hedor insoportable fue inundando el ambiente. Los efluvios parecían provenir de la rejilla del aire acondicionado, de los auriculares, del micrófono mismo. El cristal de separación temblaba a impulsos de las cadenciosas vibraciones producidas por aquella cavernosa voz. Hizo gestos tratando de llamar la atención de los técnicos, pero estos, enfrascados en sus tareas, no se apercibieron de las señas. El locutor optó por responder al comunicante.

«Estábamos tratando de convertir un suceso perfectamente explicable en algo terrorífico y sobrenatural. Queríamos...». «¿Por qué...?», se oyó de nuevo, al tiempo que nuevas oleadas pestilentes inundaban la habitación.

«¿Qué desea?», preguntó procurando aparentar naturalidad. Se aflojó el nudo de la corbata, y al pasarse la mano por la rente se dio cuenta de que estaba sudando. «¿Por qué... por qué...?», repetía monótona la voz. El locutor se sintió súbitamente irritado, y, abandonando su asiento, caminó sigilosamente hacia la puerta. No estaba dispuesto a soportar ni un segundo más que los técnicos, a los que además no conocía, le estropearan la emisión.

La puerta estaba cerrada. Con precaución, hizo girar el pestillo repetidas veces, pero todo resultó inútil. «¿Por qué... por qué...?», continuaba oyéndose de manera obsesiva. Se sentó de nuevo ante el micrófono presa de una gran irritación. Los técnicos continuaban enfrascados en sus tareas.

«Tenemos un comunicante –dijo aclarándose la voz y secando el sudor que corría por su frente–. ¿Cómo se llama usted?», preguntó con una solicitud que hasta a él mismo le resultó ridícula. Hubo un silencio prolongado. Se arrancó la corbata de un tirón, y tomando el micrófono inalámbrico, se aproximó a la ventana de control. "¿Cuál es su nombre?", inquirió, al tiempo que hacía señas al del teléfono indicando que la puerta estaba cerrada. El técnico se limitó a asentir y sonrió de una manera inquietante. Sus dientes, intensamente amarillentos, se dibujaron en su rostro viéndose con una rara perfección, como si sobre su faz se hubiera sobreimpresionado una radiografía.

«¿Es tan amable de decirme su nombre?», pidió con una voz que no reconoció como suya. Acto seguido tapó el micrófono con sus manos y musitó en dirección al control: «Abre». Los técnicos parecieron comprender su petición, pero se limitaron a intercambiar una mirada de inteligencia.

«Mi nombre no importa ya –dijo aquella voz vibrando tan profundamente como los tubos de un órgano–. Yo era alguien que reposaba y a quien por tu causa han sustraído al sueño del que nadie debe despertar».

«Lamentamos... lamentamos -vaciló- no poder continuar este diálogo si usted no se identifica. Vamos a continuar narrando... Qué espantoso olor -dijo un momento antes de apercibirse de que sus palabras habían salido al aire».

«Nos has visto esta noche junto a la tierra que nos pertenece -murmuró el comunicante-. Ahora nos encaminamos hacia ahí. ¿Por qué lo has hecho?»

«No es correcto –dijo con un cierto temblor en la voz– con un cadáver que no se identifica, con una persona que no se identifica -se corrigió. Presa de una gran irritación, dio un empellón a la puerta–. Estamos rogando a nuestros compañeros de control... Hay un pequeño problema técnico que...»

En aquel momento se apagó la luz. El micrófono estaba cerrado, y, aprovechando aquella circunstancia, se lanzó hacia la ventana que separaba el locutorio del cuarto de control y gritó desaforadamente.

–«¡Abridme! ¡Abridme! ¿Qué pretendéis? –los técnicos no se inmutaron–. ¿Por qué me habéis encerrado? No soporto este olor nauseabundo».

De pronto, los dos técnicos se levantaron de sus asientos y, vacilantemente, se fueron aproximando a la ventana. El locutor dio un paso atrás aterrorizado. Pegados al cristal, manchándolo con algo rojo y pastoso, se hallaban dos criaturas espantosas y nauseabundas. Dos seres semiputrefactos mostraban las vacías cuencas de sus ojos, y sus descarnadas bocas dibujaban muecas que deseaban ser muecas de burla.

–«¡Dios mío! –exclamó a punto de desplomarse. En aquel momento volvió a encenderse la luz. El micrófono se hallaba abierto–. «¿Qué es esto?» -gritó sin poder contenerse. Y, a continuación, consciente de que su voz iba a ser escuchada a través de miles de receptores, exclamó–: «¡Socorro! ¡Son ellos! ¡Han regresado!...»

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Algunas amas de casa insomnes acercaron su oído al receptor. Muchos guardas nocturnos reacomodaron el pequeño auricular o aumentaron el volumen de sus receptores. Numerosos estudiantes abandonaron sus libros y prestaron atención al programa. Cientos de automovilistas hundieron imperceptiblemente el pie en el acelerador. Muchas enfermeras de guardia sonrieron experimentando un ligero escalofrío en su columna vertebral. Algunos soldados que escuchaban la radio de ocultis, mientras montaban guardia, retrocedieron hacia el fondo de sus garitas y pegaron la espalda a la pared. En algún bar de carretera unos camioneros se aproximaron al receptor situado tras el mostrador. Todos sin excepción consideraron en su fuero interno que el programa estaba mejorando de día en día.

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Presa de un pánico infinito, el locutor, asiendo en su mano derecha el micrófono inalámbrico, fue retrocediendo lentamente. Al llegar junto a la puerta, se precipitó violentamente contra la batiente, que se abrió de par en par. Los grandes corredores de la emisora estaba desiertos, y el ruido de sus grandes zancadas fue amortiguado por la densa moqueta que cubría el suelo. Corrió desesperadamente y entró en varios despachos en los que encontrar caras conocidas. Hieráticos, sentados tras las mesas, se hallaban repulsivos seres que le miraban con sus cuencas vacías.

–«¡Auxilio! –gritó. Y advirtió que aferrado a su mano permanecía el micrófono inalámbrico. Repentinamente pasó por su imaginación la idea de que quizá su voz continuaba saliendo al aire–. ¡Por favor! –rogó–. Esto no es un programa de radio. Estoy hablando a... –Miró su reloj y se apercibió asombrado de que eran cerca de las dos y media. A aquella hora no debería quedar ya nadie en la emisora. ¿Quiénes eran aquellos seres? Acaso... –. ¡Llamen a la policía! No puedo explicarlo -continuó hablando ante el micrófono-, pero ellos me rodean. Invaden todos los despachos. Me persiguen. ¡Por favor! Son unos seres nauseabundos. Estoy seguro de que se trata de... sí, son muertos. Muertos que han resucitado y desean vengarse... ¡Socórranme, por Dios!

Aquello era sin duda una pesadilla, un sueño macabro, algo inexplicable. Necesitaba huir lo más pronto posible. Corrió deteniéndose en cada recodo de los largos pasillos en dirección a la puerta de la emisora.

–Vienen tras de mí -dijo susurrándolo al micrófono–. Oigo sus pasos. Voy a tratar de abandonar la emisora. ¡Les aseguro que esto es real! ¡no es un programa! –gimió con desesperación.

Al doblar el último recodo se quedó paralizado. Tras la gran cristalería en cuyo centro se abría la puerta de entrada, se agolpaban decenas de horrorosas cadáveres en actitud hierática. En aquel momento se abrió la puerta del ascensor y el conserje, el mismo que le había acompañado cuando él subió, abrió la puerta del elevador del que salió un nuevo grupo de repugnantes criaturas. Casi al mismo tiempo, la presión de los que se encontraban tras ellas, hizo añicos las grandes cristalerías, y una macabra procesión irrumpió en el corredor.

–Soy Roberto Ramírez –gritó ante el micrófono que aferraba en sus manos–. Estoy en Radio Central. Me encuentro en peligro de muerte. Decenas de criaturas avanzan hacia mí. ¡Llamen a la policía! ¡Voy a morir! –rugió echando espuma por la boca–. Esto no es una ficción. He provocado la resurrección de los muertos y su venganza no se ha hecho esperar. ¡Auxilio! ¡Ya están aquí! ¡Me rodean! ¡No puedo conseguir...

A través de miles de receptores se escuchó la sintonía que ponía fin al programa de Roberto Ramírez. Cientos de automovilistas se distendieron y aflojaron la presión de su pie sobre el pedal del acelerador. Algunas amas de casa desveladas apagaron la radio y examinaron sus profundas ojeras ante el espejo del cuarto de baño. Más de un soldado de guardia abandonó el fondo de su garita y salió a pasearse por la muralla. Los camioneros pagaron sus consumiciones y subieron a sus grandes vehículos. Muchos estudiantes cambiaron de emisora intentando localizar la música que les ayudara a retener sus lecciones. Enfermeras de guardia iniciaron la ronda por las habitaciones en penumbra recelando de cada sombra que encontraban en su camino. Y hasta en alguna comisaría de barrio, algunos policías lanzaron una carcajada para distender el ambiente. Todos, absolutamente todos, pensaron que el programa mejoraba de día en día. Lo malo fue que, a la mañana siguiente, aquellos mismos policías, llamados urgentemente desde la emisora, permanecieron perplejos y con la confusión dibujada en sus rostros ante el cadáver horrendamente mutilado del locutor Roberto Ramírez.

4 ago 2010

68 VECES COBARDE por Manuel Yáñez

El sol era una bola de fuego, agobiante y omnipresente. Los dedos largos, finos y ultrasensibles de Wild Bill Haycox alcanzaron la cantimplora. Antes de beber se desabrochó la pequeña corbata que montaba sobre los dos botones de su camisa de algodón, antaño siempre almidonada e impecable pero en aquel momento sucia de polvo y sudor. Levantó la cabeza, cerró los ojos y espantó un mal recuerdo. El agua produjo una tentación de náusea en su garganta acostumbrada al mejor whisky, y sólo consumió la suficiente para eliminar la sequedad de los labios. Mientras, el caballo avanzaba al trote, con los belfos manchados de espuma y todo el negro cuerpo abrillantado por el calor tórrido del desierto.


Jinete y montura ya no componían la estampa del arrogante centauro a cuyo paso las gentes de paz corrían a esconderse en los rincones más seguros de sus casas, a la vez que los indeseables asomaban sus rostros de buitres y sus risas de hienas para demostrar el servilismo que les unía al pistolero, cuyos colts del 38, especialmente ajustados a las habilidades de su propietario, habían dado muerte a 68 personas.

En aquel territorio todo carecía de pedestal humano, debido a que el polvo, la temperatura y un océano de tierra y rocas peladas sólo admitían la lucha más desesperada por la supervivencia. Por eso el pistolero de cuarenta y nueve años llevaba un mapa, una brújula y las suficientes provisiones. Sin embargo, sus ojos de halcón mostraban unas bolsas que evidenciaban la falta de descanso físico y mental, el rostro tallado con escoplo adquiría una superior perversidad debido a una barba de tres días y la línea de la boca, blanquecina y apretada, no necesitaba convertir el palabras al anuncio del veneno que encerraba.

Buscó alguna zona de sombras en el terreno pedregoso por el que iba a adentrarse. Tiró de las riendas con crueldad, para arrancar a su caballo de una imposible somnolencia y llegó a donde quería en una rápida cabalgada. Luego, saltó al suelo, sujetó a la bestia en una pared rocosa, cogió las alforjas y marchó en busca de su descanso. Pero fue incapaz de dormir y de liar un cigarrillo. Debió convencerse de que no ejercía ningún dominio sobre su cerebro. Hacía tiempo que le temblaban los nervios igual que a un alcoholizado.

Se mordió los labios, cerró los puños hasta clavarse las uñas en las palmas, estiró las piernas y se dijo que él era un hombre de temple acerado. De pronto, como repuesta, su mente quedó inundada por una sonrisa delgada, cínica y desafiadoramente juvenil, a la vez que ensordecía sus oídos el recuerdo de una grito:

«¡El viernes, a las doce y treinta, te espero en la calle principal de Canyoun River! ¡Viejo, procura entrenar tus dedos y engrasar esos colts del 38, porque yo, Sam Ballard, me he propuesto heredar tu negra fama!»

Antes, más de 30 hombres de todas las edades habían pretendido lo mismo. Pero aquel coyote tejano era distinto a todos, porque exultaba juventud, se leía en sus ojos que no temía a la muerte, y las muescas de sus revólveres proclamaban que había quitado la vida a una docena de pistoleros. Wild Bill le tuvo miedo, por eso se encontraba en el desierto, huyendo por primera vez en su vida. Quizás esa fuera la causa que inquietaba su ánimo y le impedía conciliar el sueño, o ¿acaso tuvieran la culpa las pesadillas nocturnas que venían acosándole desde hacía varios meses?

Todo debió comenzar aquella mañana que se despertó con los dedos pulgar e índice de la mano derecha casi agarrotados. No pudo creerlo. A lo largo de una hora de maldiciones y temblores, se vio bajo la evidencia de la edad y de los excesos a los que había sometido a su cuerpo. Más tarde, marchó en busca del médico, al que obligó con el cañón de un colt del 38 a que le dijese qué significaba aquella dolencia.

—Es una pequeña artrosis —diagnosticó el viejo galeno—. Sumergiendo la mano en agua caliente y con esta pomada recuperará la movilidad de sus dedos. Pero le aconsejo que no vuelva a probar el alcohol...

—¿Puedo confiar en que no contará a nadie esto, «matasanos»? —preguntó amartillando una de sus armas.

—Se lo juro... Créame... Yo nunca he sido su enemigo, míster Haycox...

Seguidamente, el pistolero se sometió a un régimen de enclaustramiento, hasta que se convenció de que su diestra volvía a ser como siempre. Y el primer día que pudo reanudar su vida normal, se cuidó de comprobar si el «matasanos» se había ido de la lengua. Terminó sabiendo que todos creían que su ausencia obedecía a algún viaje; no obstante, aquella misma noche, se encargó de meter dos balas en la barriga del tipo que poseía una información demasiado peligrosa.

El dueño de los «dedos más rápidos del Far West» pagaba así los favores que se le hacían.

Un escalofrío le obligó a abandonar los recuerdos. La temperatura del desierto había descendido exageradamente por culpa de la noche. Se incorporó mirando la luna menguante, dispuesto a proseguir la marcha. Desató al caballo, subió a la silla de montar y clavó las espuelas. Durante unos veinte minutos se sometió a una rápida cabalgata, como si pretendiera escapar de su propia conciencia. Pero éste era un empeño imposible.

Repentinamente, tiró de las bridas con fuerza, obligando a que su montura se alzara sobre las patas traseras, y se quedó atónito. Una muda maldición entreabrió sus labios y sus ojos expresaron el asombro impropio de un poker-face. Intentando tragar una saliva inexistente en su boca reseca, extrajo el mapa del bolsillo interior de su chaqueta negra, donde también acostumbraba a llevar la ventaja de un diminuto Patterson del 34, encendió una cerilla y buscó su exacto emplazamiento den el desierto. Pero no halló lo que buscaba: ¡allí jamás se había encontrado ningún pueblo!

Entonces ¿por qué él estaba viendo un conjunto de casas, un depósito elevado de agua, una iglesia y dos saloons? Las siluetas de los edificios eran perfectamente identificables.

Wild Bill Haycox apagó el fósforo cuando estaba a punto de quemarse los dedos, y encendió otro para ver la hora en su reloj de cadena: las cuatro de la madrugada... ¡Pero en aquel núcleo humano bullían en multitud las luciérnagas de las ventanas y de las lámparas de los porches!

—Quizá sea un pueblo minero de los que crecen y se llenan de vida antes de que se enteren los que hacen los mapas —se dijo no demasiado convencido—. Voy a comprobarlo...

Esta vez prefirió dejar de clavar las espuelas en los flancos de su caballo. Se limitó a impulsarlo con las bridas, para que se moviera a un trote lento, cansino. Porque no era curiosidad el impulso que le movía a aquel lugar, sino una especie de magnetismo irresistible: el mismo que le obligaba en su juventud a buscar a ciertas mujeres: ¡en efecto, era esta misma pasión esclavizadora!

«¿Qué voy a encontrar ahí... si mi instinto parece estarse metiendo en un fuego que yo... tenía por olvidado?», se preguntó sin dejar de avanzar, sintiéndose muy inquieto.

Sus nervios nunca pudieron ser totalmente de hielo. Siempre había matado arrastrado por la carencia de piedad del asesino al que le aterroriza su propio miedo. La inexpresividad de su rostro, su rígida forma de andar, su vestuario y los revólveres que lampagueaban en las cartucheras que se mantenían atadas más abajo de los muslos y muy cerca de las rodillas habían sido una máscara. ¡Una máscara que había llevado puesta durante más de veintiséis años!

Antes de entrar en aquel pueblo, le llegaron a los oídos las amargas estrofas de la balada The Cow-boy´s Lament:

«... Que dieciséis tahúres lleven mi ataúd. / Seis guapas chicas me canten una canción./ Llevadme al valle y cubridme de terrones./ (...) Tocad suavemente el tambor y muy bajo el pínfano./ Que esta marcha fúnebre me acompañe... / Y poned unas rocas sobre mi sepulcro».

Wild Bill Haycox se sintió singularmente aludido, y un escalofrío recorrió su columna vertebral en un asalto estremecedor que le forzó a tensarse sobre la silla de montar. Al mismo tiempo, a sus fosas nasales llegaron los olores característicos de la cerveza fresca, del whisky de cinco centavos el vaso, del champagne de veinte dólares la botella, la brillantina y el «fijapelo» de los camareros y los sensuales perfumes de las bailarinas: amalgama que terminó por fundirse en un solo aroma: acre, dominante y preñado de recuerdos que él no supo, en aquel preciso instante, valorar con excatitud.

Inmerso en este cúmulo de sensaciones, fueron sus ojos los que empezaron a captar figuras de personajes que le resultaban conocidos, a pesar de que no consiguiera saber dónde los había visto. Por último, resultaron tantos que le invadió la idea de que la presencia de todos aquellos conocidos («¿qué maldita casualidad los ha reunido aquí... y cómo ninguno de ellos me resulta un extraño?») obedecía a una decisión que él debía respetar.

Durante unos segundos pensó en escapar de aquel pueblo, pero ni siquiera detuvo la marcha de su caballo.

Repentinamente, en una aparición más reveladora que una lámpara de petróleo al ser encendida en una habitación a oscuras, se encontró frente a Mavis Bleeke, «la reina de Dodge City», que se exhibía tan lozana, desafiadora y hermosa como en 1872... ¡Si hacía diez años que él mismo la había estrangulado con sus propias manos!

Ya no había ninguna duda: aquel pueblo, que no estaba señalado en el mapa, pertenecía a los muertos. Porque era muertos los hombres y las mujeres que le contemplaban desde los porches... ¡Y a todos él mismo les había arrebatado la vida!

¡Sí, allí estaban Sandy, el croupier de faro en el Harper´s Saloon de Dodge City; Russell, el jefe de estación de Abilene; Horace, el propietario del White Hotel de Missouri Flates; Eilley, la rolliza pianista del Comstock Saloon de Virginia City, y todos los demás... hasta totalizar 68 cadáveres!

Jamás había llevado la contabilidad de las personas que había asesinado ¡pero supo que ninguno de ellos faltaba a aquella cita macabra, incomprensible!

Entonces sí que descarnó los flancos de su caballo con las espuelas; a la vez, desenfundó uno de los colts del 38, y comenzó a disparar contra la fila de los que habían sido espectadores de su entrada en aquel maldito pueblo. Su demencial pretensión era volver a matar... ¡a los que ya debían estar bien muertos!

Al instante se dio cuenta de que estaba malgastando las balas, debido a que las gentes habían desaparecido, lo mismo que los ruidos, las luces y los olores. Todo parecía que jamás hubiese existido: se encontraba en una población desierta y silenciosa.

—¡¿Qué ocurre aquí... ? ! —aulló con toda la fuerza que le proporcionaba su cólera de hiena racional, negándose a aceptar la locura. De pronto se tragó el deseo de seguir convirtiendo en gritos su protesta desesperada, pero no supo contener esta pregunta—: ¿Acaso ha sido uno de los espejismos del desierto? Pero... ¡Deténte, bestia maldita!

A pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió dominar a su montura hasta unas dos milla del pueblo, ya que la había encabritado con el estrépito de los disparos y con las heridas originadas por las espuelas. Luego, se dio cuenta de que todo su cuerpo estaba empapado de sudor. Realmente se había sentido aterrorizado.

—¡No... no! ¡Yo jamás he conocido el miedo... y mucho menos el terror...! ¡Sólo han sido unas visiones... Estoy cansado, llevo dos días sin dormir y mi cabeza no me funciona demasiado bien... si no duermo lo suficiente!

Sin embargo había tenido que volver a gritar para conseguir autoconvencerse de que sus deducciones obedecían a la realidad más auténtica. Acto seguido, negándose a volver por los derroteros mentales que podían conducirle al reconocimiento de su cobardía, se dirigió hasta aquel grupo de edificaciones, que ya, definitivamente, parecían desiertas, abandonadas.

Con el ceño fruncido, los labios apretados y la s manos sujetas al cinturón, en la proximidad inconsciente de las culatas de los colts del 38, dejó el caballo atado a la barra del porche del hotel, empujó la puerta de cristales y entró en un lugar sumido en la penumbra. Sobre el mostrador de recepción vio una lámpara de petróleo. La cogió sin mucha confianza y, enseguida, comprobó que su depósito no estaba vacío. Encendió la mecha, cuyo resplandor le permitió descubrir una inmensa capa de polvo, un sinfín de telarañas y el lógico aspecto de un lugar que llevaba muchos meses sin ser habitado.

No obstante, al mismo tiempo que liberaba un soplido de tranquilidad, le llegó un hedor a tumbas, a cementerio en el que los cadáveres no hubiesen sido enterrados a la suficiente profundidad. Pero este retorno de la pesadilla fue muy breve, casi una intuición o un secuela de los que había sufrido recientemente. Así que le resultó fácil creer que no debía sentirse afectado.

Después, subió al primer piso. Las viejas maderas crujieron bajo sus botas, de unas rendijas brotaron las veloces sombras gordonzuelas de dos ratones y sobre la campana de luz pasaron unos murciélagos. Wild Bill Haycox empezó a silbar O Bury me not en the lo prairie («No me enterréis en la pradera solitaria»), aunque se negaba a aceptar que estaba asustado. En la primera puerta que abrióse encontró una cama de metal dorado, de alta cabecera en la que parecían reír unos angelotes desnudos columpiándose en unas guirnaldas de flores y frutas, y que contaba con todo su equipamiento para echarse un buen sueño.

«¿no es mejor esto que dormir en el suelo?», se preguntó el pistolero.

Retiró la colcha tejida con hilos dorados, rojos y amarillos, y se encontró con una manta que al presionarla no despidió polvo. Sonriendo abrió la ventana, para remover la atmósfera, dejó la lámpara de petróleo en un pequeño aparador, se quitó las botas y el cinturón canana —un chispazo de indecisión le asaltó al realizar este acto, aunque tardó muy poco en despreciarlo—, y se echó en el lecho que le estaba aguardando. Casi al instante se vio apresado por una extraña somnolencia, que achacó al agotamiento.

Pero se dio cuenta de la inu8sitada titilación de la llama apresada en la campana de cristal, y que una casi olvidada sensualidad enervaba todos los poros de su piel y ponía en fase de tensión todos sus músculos. Entonces, en el rectángulo de la puerta, casi en las sombras, apareció una mujer semidesnuda —sólo llevaba una gasta imperceptible sobre la subyugante hermosura de su cuerpo—. No debía contar más de veinte años, lucía una impresionante cascada de cabellos rubios, sus pechos se asemejaban a dos grandes pomelos que hubiesen adquirido la facultad de vibrar y de rectarse, su cintura era una completa tentación para unas manos que llevaban meses sin palpar la provocación de una hembra, sus móviles caderas encerraban la gracia de las más apetitosas bailarinas de San Francisco, y en el horno de su pubis crecía la miel y el oro en un triángulo de vellosidad que emanaba efluvios de paraíso.

Claro que Wild Bill Haycox nunca había sido un poeta; sin embargo, en aquel preciso instante, su sexualidad fue capaz de llegar a las cimas de la pasión ,a la zona más alta, donde se acaba la posibilidad de seguir ascendiendo. Y por eso, cuando abrazó a la diosa, sus genitales eran un géiser de semen... ¡Un semen que se le quedó petrificado, mientras sus testículos se volvían unas bolas vacías, disecadas, al descubrir que tenía entre sus brazos a un cadáver putrefacto!

La cascada de cabellos se había convertido en unos repelentes colgajos que aún se sostenían en los escasos restos de piel que quedaban en el cráneo; los pechos no existían, aunque sí ocupaban su lugar una protuberancia agusanadas; la cintura sólo se hallaba formada por una carne podrida, devorada por la infección purulenta; y las caderas ya nada más que eran los huesos completamente descarnados; pero el pubis se conservaba intacto, como queriendo demostrar que se resistía a la cangrena, porque había sido la única «herramienta de trabajo» de la que fue, en vida, Rosa O´Leary, o la «Rosa de Topeka».

El pistolero intentó librarse de aquella carga macabra. El terror le enloquecía. Sus brazos, sus piernas y todo su cuerpo se entregaron a la lucha; a la vez, no cesabga de aullar sonidos ininteligibles. Pero aquella boca, de labios destrozados por una especie de lepra, no se separaba de la suya... ¡Súbitamente, desatando una sensación insufrible, tuvo la certeza de que varios gusanos estaban recorriendo la punta de su lengua!

Con el corazón al borde del infarto, las fuerzas se le multiplicaron hasta el punto que consiguió librarse del dogal que suponían los brazos infectos que le aferraban; sin embargo, no escapó a la inmensa náusea, aunque había conseguido liberar sus labios de la mortal ventosa, por eso comenzó a vomitar y a escupir durante largos minutos.

Sometido a esa reacción, le fue imposible darse cuenta de que la estancia se había llenado de espectros, de cadáveres animados de movimiento y que ofrecían todas las alteraciones que en sus carnes y en sus pieles, así como en sus ropas y en sus mortajas, habían causado el tiempo y la putrefacción. No obstante, a todos ellos los pudo identificar cuando levantó la cabeza, se le desencajaron los ojos y el terror le reveló que sólo debía aceptar una verdad: ¡esa que tenía delante!

—¿Por qué... ? —susurró entre las babas biliosas que aún escurrían de sus labios.

Como respuesta se vio atrapado por las manos —sólo eran huesos— de Herb Nestor, el recepcionista del Wichita Hotel, por la de Dave Fowler, el conductor de la diligencia que cubría la línea Topeka-Independence antes de que llegase el ferrocarril, y por las de Robert E. Riegel, el periodista del The Tulsa Telegraph. Eran auténticos esqueletos, pero el pistolero pudo identificarlos como si llevaran sus nombres escritos en el brillante y liso frontal de sus cráneos.

Ya no peleaba, n protestaba. Porque todo él era un temblor, un agónico estertor imposible de transformarse en un sonido audible. Se vio sacado de la habitación igual que si fuera un colgajo inerte. Carecía de fuerzas para sostenerse, se le habían vaciado los intestinos —los excrementos y la orina le escurrían por las piernas dando prueba de su cobardía—, y nada más que era una consciencia aterrorizada, que ni siquiera poseía el derecho a alejarse de lo que estaba ocurriendo dando un salto hacia la locura o la amnesia...

Parecía que era locura todo aquello que le rodeaba y le dominaba; al mismo tiempo, sus rodillas golpeaban contra los viejos peldaños de la escalera, su cabeza se le vencía sobre el pecho, esa baba de epiléptico en trance seguía manando de sus labios, y se iba dando cuenta de que cada vez eran más los cadáveres vivientes que el arrastraban.

El macabro recorrido finalizó en el comedor del hotel. Le pusieron de pie, apoyándole contra la pared. Y así pudo ver el lugar que había sido convertido en una espeluznante sala de juicios. Quiso cerrar los ojos, para hallar refugio ante tanto horror, y los párpados no le obedecieron... ¡Porque allí se encontraban, nuevamente, sus 68 víctimas, y todos le estaban mirando a pesar de que la mayoría no contaban con globos oculares en sus calaveras!

Presidía la mesa del presidente del Tribunal el más indicado de todos aquellos espectros hediondos y horripilantes: el juez Jeremías H. Pattie, que había sido titular del juzgado de Abilene hasta 1879. Sobre su esqueleto llevaba una toga harapienta, también putrefacta. No necesitó golpear el martillo de metal para solicitar silencio, porque allí el único sonido que se escuchaba era el que provenía de los labios temblorosos del reo: un estertor prolongado de renuncia y el castañeteo de sus dientes.

—Es innecesario que les informe a todos ustedes sobre el motivo de nuestra presencia en este juicio —comenzó a decir el muerto con una voz tan silbante como el viento al pasar por la copa de un gigantesco ciprés de cementerio, lo que no le restaba capacidad de comunicación—. Aquí falta la bandera de nuestro país, la Biblia y los abogados, tanto el defensor como el fiscal, porque todos nosotros ya pertenecemos a otro universo. Pero como nos ha devuelto con los vivos el mismo deseo de venganza, ¡hemos de obtener provecho de este molesto quebrantamiento del descanso eterno! Cada uno de nosotros debe su muerte a esta víbora humana: una asesino que ha venido engañando a todo el mundo con una ficticia leyenda de «pistolero de nervios de acero y corazón justiciero», ¡cuando todos nosostros sabemos que siempre se ha valido de la traición, de la ventaja y del engaño! ¡Porque es un cobarde!

—No... No es cierto —balbuceó Wild Bill Haycox, en una reacción que probaba la fuerza que aún le mantenía en pie.

—¿Acaso te atreves a afirmar, ante 68 testigos de cargo, que nuestras muertes fueron cara a cara y en defensa propia? —le desafió el juez-muerto.

—Obstaculizabais mi camino... de una manera o de otra... Tuve que quitaros la vida... porque suponías un gran peligro para mí...

—¿Peligro? Ahí se encuentra tu hermano pequeño, Ralph, y tus tíos, Lorne y Harold, más allá puedes ver a Clara Star, a Loerena Hoolding y a Rosa O´Leary, «la Rosa de Topeka»... ¿Te atreves a negar que todos ellos no te amaron?

—Quisieron cambiar mi destino... imponerme sus decisiones... Además sabían demasiado de mí...

—Y los mataste para que no deformasen la imagen que te habían fabricado los escritores de esas novelitas que se venden en el Este por cinco centavos, ¡y porque eres un monstruo sediento de sangre! Creo que ya es innecesario que sigamos con el Juicio. La condena sólo puede ser una: ¡Wild Bill haycox tendrás que enfrentarte en un duelo a muerte, sin trucos ni engaños, al joven Sam Ballard! ¡Por si lo has olvidado, te recuerdo que tienes una cita con él a las doce treinta del vienes, en la calle principal de Canyon River!

Súbitamente, se hizo un silencio inmenso, se apagaron las luces, se desvaneció el hedor a cementerio poblado de cadáveres putrefactos y la oscura soledad se transformó en una tenaza insoportable. Sin embargo, el pistolero tardó en darse cuenta de que le habían dejado solo. Luego, alzó la cabeza, sus ojos escudriñaron las sombras y, al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que se encontraba en la cama. Esto le condujo a suponer que todo lo ocurrido obedecía a una pesadilla.

No obstante, saltó al suelo, se vistió precipitadamente, se colocó a conciencia el cinturón canana, después de comprobar que los colts del 38 seguían cargados, y salió del hotel. Una vez se encontró en el porche, sin saber realmente por qué lo hacía, sacó de sus alforjas un western book (novelita del Oeste), que un editor de nueva York venían dedicando a «las hazañas del pistolero más famoso del Far-West», y leyó la presentación:

«¡No tengas miedo! ¡No te asustes, hermosa! Ya estás a salvo en brazos de Wild Bill Haycox que está siempre dispuesto a arriesgar la vida, y a morir incluso, por una bella mujer».

Una sonrisa de vanidad se asomó a sus labios, montó lentamente en su caballo y puso rumbo hacia su responsabilidad. Estaba seguro de su victoria. Por eso ni siquiera acusó el cansancio, ni le volvió a herir el recuerdo de las terroríficas pesadillas, durante todo el largo recorrido a Canyon River. ¡Y en qué enorme envanecimiento se sumergió al comprobar la enorme expectación que le aguardaba!

En cuanto se le vio aparecer, las apuestas se situaron de inmediato en un porcentaje de nueve a uno a su favor. No obstante, se le dejó que se preparara meticulosamente, como si de un caballo de carreras se tratara. Allí se encontraban los principales periodistas del país, y hasta un famoso novelista europeo —algunos llegaron a decir que se trataba del propio Chales Dickens—, lo que suponía que la leyenda iba a cobrar un testimonio indestructible de autenticidad.

A las doce y veintiocho minutos, Wild Bill Haycox descendió por las escaleras del Gold Saloon. A los artistas Russell y Remington jamás se les hubiese ocurrido pintar un pistolero tan desafiadoramente arrogante. Todos los espectadores se quedaron sin habla, estupefactos. Y la parálisis general, quietos los vasos e inmóviles los dedos del pianista, permitió que resonase el tintieno de las espuelas de plata del «legendario» pistolero

Después, bajo un sol de castigo y con un público que ni siquiera parpadeaba, los dos duelistas se situaron frente a frente. El senador Eugene Mc Parkinson se encargó de la cuenta, cuidándose de espaciar los tres números en intervalos de quince segundos exactos. Sin embargo, al llegar al «dos» se produjo un desenlace inesperado, revelador...

—¡No, no... Yo no quiero morir así... Mis dedos son viejos... Jamás conseguiré desenfundar a tiempo...! —suplicó Wild Bill Haycox, arrodillándose en la ciénaga de su cobardía.

Un terremoto no hubiese causado mayor estampida humana. La fuga fue general, como si todos los presentes acabasen de descubrir que habían sido cómplices de una gran farsa. Y hasta el joven pistolero Sam Ballard abandonó la calle. Sólo los niños y los muchachos se quedaron allí, burlándose del «viejo cagón»...

Humillado y destruido, el asesino buscó un caballo, cualquiera, y se dispuso a escapar de aquel maldito pueblo. Pero, a los pocos metros, se enfrentó a las armas de sus víctimas. Los tejados, las ventanas, los porches y el suelo polvoriento se hallaban cubiertos de negros cañones de rifles y revólveres. Pero nada más que se escuchó un disparo , y el cobarde cayó a tierra abatido por 68 balas justicieras.