9 feb 2012

LA HEREDERA por Concha Hombría


Seguía con la cabeza arrebujada entre las sábanas, esperando que se hiciera de día, y cuando a través de la tela creyó adivinar las primeras luces del alba, lanzó un suspiro: ya pronto se irían las ratas y ella podría volver a respirar libremente.
Había pasado otra noche en vela, oyéndolas ir y venir por el cuarto, royendo Dios sabe qué.  A ratos, las voraces mandíbulas descansaban, y entonces ella se quedaba quieta, aguantando la respiración para mejor oírlas, porque se las imaginaba acercándose a la cama, con sus colas largas, serpenteantes y desnudas como gruesos gusanos, las aterciopeladas panzas grises rozando sin ruido la alfombra del dormitorio. La idea de que pudieran trepar por las sábanas hasta el colchón la llenaba de espanto. El corazón se le alocaba, bombeando con tal fuerza que se le antojaba que sus latidos acabarían por destrozarle los tímpanos, y la sangre inundaría la almohada con grandes oleadas rojas.
¡Las ratas! Cuando vio la primera, se apresuró a encerrar todos los víveres bajo llave. En toda la casa no había una sola miga de pan al alcance de ellas, y sin embargo proliferaban. Cada noche venían más.

«¿Existen en realidad... o me las imagino yo? Estoy loca». 

Pensó desmayadamente en su madre y el recuerdo no le gustó: un año había sobrevivido desde que se refugiara en una pequeña pieza interior, a oscuras las veinticuatro horas del día, huyendo del enjambre de moscas, peludas y zumbadoras, que su mente desequilibrada le hacía ver. Sólo en la total oscuridad de la noche consentía en abrir la puerta para que le entraran alguna comida y un orinal limpio. Y cuando padre, ya en última instancia, se decidió a traer a un especialista, la loca se pasó toda la tarde gritando porque una nube de moscas —decía ella— había entrado en el cuartito a caballo en el chorro de la luz que acompañó la visita del doctor. El médico le había dicho a padre que habría que internarla; pero no fue necesario. La oyeron aullar hasta bien entrada la noche, y cuando reinó la calma y se atrevieron a llevarle el cántaro de agua y la bacinilla, tropezaron con su cuerpo que ya debía llevar varias horas colgando del techo. Se había ahorcado con su espléndida trenza. A la mañana, con la llegada de los del juzgado, fue preciso prender luces para descolgarla y, al instante, el cuarto se llenó de zumbidos: nadie había visto nunca tantas moscas juntas.
El reloj del salón cantó las siete y su campanilleo la trajo bruscamente a la realidad. Escuchó unos momentos y se atrevió a levantar la sábana. Por el pequeño resquicio miró a la ventana donde la oscura silueta de la hiedra pintaba ya de azul violáceo. Asomó la cabeza entera: las ratas habían desaparecido.
Todavía permaneció inmóvil un buen rato, escuchando, y cuando se convenció de que por hoy no volverían, empezó a sollozar suavemente, sin fuerzas. Con las lágrimas fue cediendo la tensión del cuerpo y acabó por dormirse amparada por la claridad de un día triste y apagado, color panza de rata.

Abrió los ojos sobresaltada; la luz que llegaba del exterior  seguía teniendo la misma calidad desvaída del amanecer y no pudo calcular cuánto tiempo habría estado durmiendo. Se pasó la lengua por los labios resecos y una imperiosa necesidad de beber le hizo alzar la voz pidiendo agua.
—Irene...
El vello se le erizó cuando, allí mismo, a sus espaldas, sonó inesperadamente la contestación de la niña. Temblaba con violencia y su voz, atascada en la garganta, no pudo ir más allá de un par de palabras:
—¿Estabas ahí?
Seguramente la pequeña notó el tono de reproche, porque se excusó.
—¿Te he asustado...? Ha sido sin querer.
Pero debía estar acostumbrada a los inmotivados sobresaltos de su madre, ya que siguió tranquilamente con sus juegos, extendiendo sobre  la alfombra en primoroso triángulo, toda una serie de variopintos objetos que había sacado de su caja de cosas. Al lado, un osito de trapo escoraba sobre la pintoresca exposición, mirándolo todo con su único ojo de botón de bota.
—¿Te traigo la tila? —y como su madre no contestara, insistió— ¿No me oyes?
No, no la había oído. Estaba sumida en su mundo de terrores, la mirada ausente, prendido el labio inferior entre las dos ringleras de dientes.
—En esta casa hay ratas —gimió—. Te digo que las oigo y las veo cada noche.
  Irene la miraba con sus grandes ojos graves de niña vieja, de niña sabia; pero no parecía compartir en absoluto sus temores.
—Tengo sed... —y miró distraídamente a la pequeña—: ¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—Nada.
Y se apresuró a guardar sus tesoros en la caja de cosas, fuera de la mirada materna, intuyendo que todo aquello podría acabar en la basura cualquier día de limpieza general. Cerró la tapa y volvió a preguntar:
— ¿Quieres ya la tila?
  Y cuando la mujer asintió, salió del cuarto, llevándose su osito y su caja de cosas.

Sabía perfectamente lo que había que hacer y aguardó con paciencia a que el agua hirviera. Puso en la taza el saquito de la tila y dos cucharadas rasadas de azúcar; después escaldó la tisana y añadió diez gotas del frasquito que estaba en el vasar, tal y como había ordenado padrino. Revolvió la mezcla concienzudamente y acercó la nariz al vapor. Lo probó: no sabía mal, no sabía a nada....
Oyó gemir a su madre allá en el cuarto. «Es más quejica que yo qué sé qué. Si se la llevo ahora va a decir que está muy caliente». Sopló un poco sobre el líquido y echó a andar con la tisana, muy despacito, para no derramar ni una gota.
La tila fue rechazada nada más verla:
—Eso está hirviendo...
Irene dejó la taza en la mesilla y fue a buscar un vaso de agua.

Cuando la niña oyó la llave en la cerradura, corrió alegremente al vestíbulo para recibir a su padrino. Había prometido traerle un regalo.
Desde la cama, la mujer les oyó cuchichear en la entrada, sus risas mezcladas a un desapacible chirrido que no fue capaz de identificar hasta que el médico entró en el cuarto. Detrás venía Irene, muy contenta, con una jaula dorada donde brincaban dos periquitos.
La mujer se descompuso al ver los pájaros y tuvo que volver el rostro hacia otro lado para ocultar su enojo: pero se le notó el despecho en la voz: 
—Te pedí que no le trajeras más animales.
—Si sólo son dos periquitos —protestó el médico— verás cómo no se mueven de la jaula, ¿verdad Irene?
— ¿Cómo tengo que decir que no le gustan los bichos?
Irene, alarmada, alzó la cabeza y miró de frente a su padrino:
—Di que sí... di que me gustan mucho.
El médico le guiñó un ojo; eso quería decir: «luego hablaremos tú y yo». Se sentó en la cama y apartó de la frente el cabello sudoroso de la enferma.
— ¿Cómo te encuentras?
Con las lamentaciones, el tono de la mujer volvió a ser débil, plañidero:
—No he podido dormir...
Para estar más cerca de él, se reclinaba clavando un codo en la almohada. Era preciso guardar calma si quería que la creyesen. Nadie la tomaría en serio si se abandonaba a una crisis nerviosa.
Los ojos del médico paseaban distraídamente por la habitación mientras le tomaba el pulso. Un rosario de oscuras pastillas circundaba la cama. «Matarratas —pensó— muy apropiado». No hizo ningún comentario.
— ¿Has vuelto a tener pesadillas?
— ¡Son ratas de verdad, y tú no me crees! —se desesperaba y los ojos enrojecidos miraban al médico esperando algún gesto de comprensión.
—Ya... ¿Cuántas calculas tú que vienen?
  Aquello no era comprensión; su voz sonaba aburrida, rutinaria. «Me está llevando la corriente como a los maníacos... Tal vez piense que he heredado la enfermedad de mamá». Le buscó la mirada, con desconfianza; pero él andaba hurgando en el maletín y le fue imposible leer nada en sus ojos.
— ¿Crees que estoy loca?
Súbitamente irritado, el hombre levantó la cabeza y miró a la niña. Irene estaba distraída, en cuclillas frente a la jaula, con un dedo entre los barrotes. Los periquitos venían a picotear el engaño. A pesar de todo, el médico murmuró de mal humor:
—Deberías tener más cuidado con lo que dices y delante de quién lo dices.
Ella abrió la boca para protestar, pero no dijo nada porque estaba a punto de llorar y se había propuesto no hacer escenas. Fue entonces cuando Irene se echó a reír:
—Mira cómo me pican, padrino. Se creen que es azúcar.
La interrupción irritó tanto a la enferma que, olvidando su congoja, se revolvió irritada:
—No te importa lo que estoy diciendo... no me escuchas. ¿Sabes que no me atrevo a quedarme dormida, a sacar las manos fuera de la cama para encender la luz...?
Qué sabía él lo que era pasarse toda la noche padeciendo sed, terror y angustia.
Los picotazos arreciaban en el dedo de Irene.
— ¡Mira, mira, padrino...!
Chilló de rabia y frustración:
— ¡Ya te hemos oído, Irene! ¡Cállate!
Fingió no ver la mirada de reproche que le dirigía su hermano, y añadió:
—Esos pájaros no le durarán ni un día; se le escaparán, como se le escaparon los otros animales, porque no sabe cuidarlos.
Irene retiró vivamente el dedo de los barrotes y protestó:
—Di que no, di que no se me escapan, padrino.
El médico se volvió rápidamente hacia ella y se llevó un dedo a los labios.
—Irenica, mamá no se encuentra bien. Sé buena y llévate esos periquitos donde no la molesten.
La pequeña cogió la jaula y se levantó dócilmente; pero en lugar de irse, buscaba los ojos de su madre. Cuando sus miradas se encontraron, murmuró con rencor:
—Mentira, no se me han escapado.
Sólo entonces dio media vuelta y salió de la habitación. Pasos y chillidos se alejaron por el pasillo. El médico aguardó un instante, y cuando calculó que Irene no podría oírle, dijo en voz baja:
—Esta niña no puede seguir aquí. Sería bueno llevarla al campo.
De pronto, la habitación se oscureció. Las gruesas nubes de aquel día tristón corrían cortinas grises en el cielo.
Sinceramente alarmada, la mujer suplicó:
—No iréis a dejarme así...
—Nadie va a dejarte hasta que no estés bien... Pero habrá que hacer algo con Irene —miraba el matarratas— este ambiente es malsano.
Las manos de la mujer eran piel y huesos agarrotados en el embozo. A lo lejos sonaba muy débil el chirrido impertinente de los periquitos. Volvió a insistir:
—No le gustan los animales... A saber dónde han ido a parar el perro y el gato... ¿Y la tortuguita...?
El la miró fijamente, inexpresivamente. La mujer se sintió incómoda sin saber por qué y acabó ocultando el rostro entre las manos. Así estuvieron un momento, envueltos en el tic-tac del reloj, arropados por el ambiente dulzón del cuarto, que olía a perfume, a farmacia y a sudor. Se puso en pie para marcharse, pero ella le agarró una mano:
—¿Me estaré volviendo loca como la pobre mamá...?
Volvió a sentarse sobre la cama, mirándola, pero viendo a través de ella otro cuerpo que se balanceaba en el vacío (suave rotación y traslación), la trenza encastrada en el cuello, los pies bien apuntados hacia el suelo, como si en el último momento hubieran querido pisar tierra firme para liberar a la garganta del intolerable peso del cuerpo. «Ya estás loca, pobre desgraciada, y acabarás por volvernos locos a los demás. Para ti son ratas lo que para madre eran moscas. Pero ella se limitaba a encerrarse en su noche eterna, sin molestar, sin pedirle nada a nadie: sólo oscuridad. Tú, en cambio, acabarás por arrastrar con tus delirios a una niña que debería estar jugando al aire libre con esos mismos animalitos que tu zoofobia te empuja a eliminar».
Al notar que su hermano pensaba en otra cosa, rompió a sollozar desconsoladamente, sin hacer ya nada por contener el llanto, sintiéndose infinitamente sola y desvalida.
Antes de que se marchara, insistió:
—La locura se hereda, ¿verdad?
El suspiró y, viendo que no le dejaría irse, la zarandeó con suavidad:
—No necesariamente... yo no estoy loco.
La tila bañaba los nomeolvides del fondo de la taza.
—Mira, no te has tomado la infusión y ahora estará helada.
—No importa —dijo para congraciarse. Cogió torpemente la taza y se bebió la tisana de un tirón. El líquido se le escurría por la comisura de los labios.
La docilidad de su hermana le conmovió. Sonrió y le besó la frente.
—Voy a decirle a Irene que esta noche te doble la dosis. Verás qué bien duermes sin pesadillas.
Estaba tan agradecida que, antes de reclinarse de nuevo en la cama, le tiró un beso y le hizo adiós con la mano. Ahora se sentía mucho mejor.
Luz verde. Ya podía marcharse tranquilo. Camino de la puerta, entró en el cuarto de Irene. Estaba muy entretenida con su jaula y sus juegos de niña solitaria; pero lo dejó todo para escuchar con atención las instrucciones de su padrino. Era una niña muy inteligente y hacía todo al pie de la letra.
—Veinte gotas, pero no más, aunque ella te lo pida. Si le diéramos mayor cantidad, podría dormirse para siempre. ¿Lo comprendes?
Irene asentía vigorosamente con la cabeza. En la jaula los periquitos chillaban a placer. No habían callado un solo momento desde que los trajo. El doctor casi se arrepentía de su compra: verdaderamente eran unos animalillos inaguantables.
—Cantan muy bien, ¿verdad padrino?
—Eso mismo estaba pensando yo, Irenica —y echó a reír. Al besarla sintió la carne enfermiza y tumefacta. «Igual que las mejillas de una vieja alcohólica» pensó. Estrechó a su ahijada y secreteó a su oído:
—Nos vamos a ir al campo, tú y yo.
—¿Cuándo padrino?
—Ya pronto.
  
Al oír las campanadas del reloj, la mujer se sentó de golpe en la cama, espantada de lo corto que se le había hecho el día. «Ahora, con la noche, las ratas volverán». Se retorció las manos. «No, no hay ratas; son figuraciones mías...». Estaba desesperada y, en su confusión, buscó ayuda:
—Irene...
Escuchó... Sobre el galope furioso de su propia sangre, sólo alcanzó a oír el ritmo acompasado del reloj. Las rodillas, temblonas, pudieron sostenerla hasta la ventana. Descorrió al máximo las cortinas para aprovechar hasta lo último la luz del día. Gesto inútil: la manta tupida de la lluvia precipitaba la llegada de la noche. «No es posible que oscurezca... todavía es pronto». Y la soledad se le hizo insoportable.
—¡Irene!
La lluvia y el reloj, el reloj y la lluvia. Deseó con vehemencia oír algún ruido familiar, aunque sólo fuera el chillido de los periquitos... La lluvia y el reloj.
La habían abandonado, ¡eso era! Aturdida, dio dos pasos hacia la puerta y su pie rozó algo oscuro, blando y suave. Una sombra confusa se desplazó hacia el rincón y allí permaneció quieta, como agazapada. Lanzó un alarido interminable y se precipitó en las tinieblas, palpando atropelladamente la pared en busca del conmutador eléctrico... que no estaba... que no aparecía... ¡que se lo habían llevado de su sitio...! Se golpeó el codo contra el picaporte y una uña se le quebró dolorosamente prendida en el plástico del interruptor y la pared. Gritaba tanto que no pudo oír el clic de la palanquita al tiempo que se encendía la lámpara. Desde la esquina del cuarto, visible bajo la luz eléctrica, el osito de peluche la miraba fijamente con su único ojo de botón de bota. Tampoco ella podía separar la mirada del muñeco, oscuro, blando y suave. Era un viejo osito de peluche lo que le había aterrorizado, sólo eso. Ahora lo veía con claridad y, a pesar de todo, tuvo que seguir gritando, porque los nervios la habían abandonado y no valían razonamientos serenos cuando el pánico se desboca.
A trompicones enfiló el pasillo. Hubiera querido correr, y apenas conseguía arrastrar los pies, como una anciana. La puerta del cuarto de Irene, solamente entornada, se abrió cuando la mujer apoyó su cuerpo desfallecido en ella. El agrio chirrido de los periquitos, que tanto había deseado escuchar antes, le hirió ahora los oídos como una intolerable ofensa personal.
Ante el armario abierto, la imagen congelada de Irene, sostenía en vilo la jaula dorada. Había vuelto el rostro hacia la puerta del cuarto, alarmada ante la insólita aparición de su madre. Con gesto inútil y pueril, se volvió de cara a ella, manteniendo la jaula a sus espaldas, como si quisiera ocultarla... Imposible que aquel cuerpo, seco y huesudo, apenas adivinado bajo el fino camisón, pudiera inspirar algo que no fuera lástima o hastío. Y, sin embargo, Irene estaba asustada, en guardia, vigilando cualquier posible movimiento de la mujer que, agitada todavía por lo que para ella había sido un terrible esfuerzo físico, seguía reclinada contra la jamba de la puerta —la boca abierta, los músculos del cuello como trallas— atenta sólo a recuperar alientos.
¿Por qué escondes la jaula? —jadeó.
La respuesta llegó, intempestiva y absurda:
—Los periquitos son míos.
No comprendió muy bien lo que la niña había querido decir con eso, pero sintió un odio celoso y violento hacia aquellos animalejos que acaparaban la atención de su hija.
—Les has cambiado el agua, y a mí no me has ido para traerme las gotas, como te ha mandado el padrino.
Los ojos sabios de la niña vieja variaron de trayectoria. Ya no ocultaba la jaula; la agarraba con fuerza, como en evitación de una improbable huida de los pajaritos. Con gesto rápido, inesperado, metió la jaula dentro del armario y, deliberadamente, dio dos vueltas a la llave. La mujer la miraba, pasmada. Se había recuperado del todo y ya no era el prototipo de fémina asustada que hace unos momentos huía de una amenaza inexistente. Incluso su voz sonaba normal.
—Ahí dentro se van a ahogar...
—No.
Retiró la llave de la cerradura, la apretó con fuerza y escondió el puño en el bolsillo del delantalito. Pero no se movía, espiando la reacción de su madre. Dentro del armario los periquitos revoloteaban a ciegas batiendo furiosamente los barrotes de la jaula.
—Se van a hacer daño... ¡Sácalos de ahí!
La niña evitaba mirarla de frente. Sin sacar del bolsillo la mano que retenía la llave, dio un paso hacia la puerta.
—Voy a prepararte las gotas.
Y logró escurrirse fuera del cuarto, antes de que pudiera detenerla el brazo que su madre alargaba. Al quedarse sola, el ánimo de la mujer flaqueó de nuevo. Parecía resignada a volver a su habitación pero, cambiando de parecer, arrastró los pies hasta el armario e intentó abrir la puerta. Estaba bien cerrada y no supo qué hacer. Arrimó el oído y se quedó escuchando... Los periquitos se habrían dormido —no se les oía. Sus dedos huesudos acariciaban pensativamente el ojo de la cerradura.

Había estado lloviendo toda la noche, ininterrumpidamente, pero al amanecer escampó. Todavía goteaban los árboles cuando sonaron los pasos del doctor en la acera. Caminaba sin prisas, rebuscando en el llavero. Dos veces apretó el botón del portal sin conseguir que la luz se encendiera. Agarrado al pasamanos subía despacio los peldaños, procurando no tropezar. Al llegar al rellano, sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad relativa de la escalera y, a la primera, pudo meter el llavín en la cerradura del piso: el vestíbulo también estaba en tinieblas. Nada más entrar echó de menos la presencia de Irene, que cada mañana corría a recibirle cuando le sentía llegar. Se detuvo un momento en la entrada y silbó suavemente... Todo seguía en silencio. Por un momento pensó que la niña se habría dormido; pero rechazó la idea por absurda: Irene era siempre la primera en levantarse. Tal vez estaría, como otras veces, en el cuarto de su madre, jugando sin ruido, en espera de que despertase. Echó a andar hacia allá. Al doblar la esquina del pasillo estuvo a punto de pisar algo que duras penas identificó: el osito de Irene. Estaba casi irreconocible. La cabeza roída, medio arrancada del tronco, colgaba en un escorzo imposible. Tenía la panza rasgada y por el terrible ojal se vaciaban en el suelo las entrañas de borra. Se estremeció al verlo: allí estaban bien patentes las huellas inconfundibles de las ratas.

Una extraña premonición le hizo detenerse en seco. Su instinto le decía que no siquiera adelante, y tuvo que violentarse para dar dos pasos más: los suficientes para ver entre dos luces lo que sólo podía ser una visión de pesadilla, algo tan ferozmente macabro, que se quedó clavado en el sitio, mudo, alucinado, incapaz de apartar los ojos del repulsivo cuadro, esperando que alguna especie de milagro viniera aponer fin a tanto horror. Sintiéndose desfallecer, quiso engañarse: «Ahora voy a despertarme en mi propia cama, sudando de fiebre. Pero pasaban los segundos y él seguía con los ojos prendidos en el hervidero de la cama, en el ir y venir de aquellas siluetas grises —suave piel y largar cola desnuda, como un gusano redondo, le había dicho ella— que apenas se movían si no era para hincar mejor los dientes en aquella carne inmóvil y ya insensible, réplica exacta en versión humana del muñeco eventrado en el suelo del pasillo. Hubiera seguido allí eternamente, incapaz de reaccionar, si las arcadas, resueltas en vómito incoercible, no le hubieran vuelto a la realidad. A medida que los resortes internos volvían a funcionar, una idea insoportable empezó a tomar forma:
— ¡Irene!
No supo cómo había llegado hasta allí. Sin consciencia de haberse movido, se encontró empujando la puerta del cuarto de la niña. También aquí estaba todo en silencio. Buscó a la pequeña. Allí estaba, inmutable, ante la cama sobre la cual campeaban sus amados objetos, tan celosamente guardados en la caja de cosas: trastos inservibles, pequeños chismes sin valor que tanta importancia cobran en los juegos infantiles... Los reconoció a todos: el collar del perro, sí,... y el cascabel prendido a la cinta roja que el gatito había lucido al cuello... y una diminuta concha de galápago... y una cascada de irisadas plumas —suaves plumitas verdes, amarillas y azules que pocas horas antes cubrían el cuerpo de los periquitos... Todo aquello formaba un rectángulo perfecto y, en su centro de honor, el frasco, destapado, vacío...
  Irene le miraba con el brazo extendido hacia el armario, abierto de par en par. La jaula dorada estaba volcada en su interior y a su lado una camada de pequeñísimos seres de piel rosada y transparente, no mucho más grandes que una almendra, tiritaba dentro de un extraño nido.
—Irene...
La pequeña se levantó, y delicadamente, sacó a uno de aquellos animalillos y lo ofreció en el cuenco de sus manos a la mirada del padrino.
Del pasillo llegaba un rumor apagado. Irene giró la cabeza hacia la puerta y bisbiseó cariñosamente. Una rata entraba arrastrando por el suelo la voluminosa panza ahíta de carne. Pesadamente subió al nido y, acomodándose con infinitas precauciones, ofreció las teticas a la camada ciega. Irene devolvió la pequeña cría al calor del nido y acarició amorosamente al suave lomo de la rata.
El hombre retrocedió un paso: ya no quería ver más. Ya nunca en su vida querría ver nada más... Buscó el amable alivio de la ceguera y cerró los ojos: pero el cuerpo de su madre volvió a danzar (rotación y translación) al extremo de la hermosa trenza morena, y tuvo que abrirlos de nuevo.
No, su hermana no...
Miró a la niña: aquella era la heredera...