28 may 2010

No eres feliz


No eres feliz. En cualquier caso, tampoco eres infeliz, ni desgraciado. Estás perfectamente sano, eres considerado una persona inteligente, atractiva, y además tienes dinero en el banco, más del que necesitas. Te has montado la vida de tal manera que si te preguntan por tu felicidad puedes recitar una lista con la que queda demostrada.

Pero no eres feliz. En esa lista sólo hay cosas. Y has llegado al convencimiento de que las mejores cosas de la vida no son cosas. Es esa clase de pensamiento que tienen los que están más cerca de su ocaso que del alba. Sabes que eso es bueno, que estás convirtiéndote en la persona que quieres ser. Quieres entender la vida cuando aún te quede tiempo para vivirla. Pero te jode.

Eres joven. Eres joven y tienes miedo. Ni siquiera sabes de qué. Eres capaz, ni temeroso ni imprudente. Pero tienes miedo. Has sido educado con el propósito de encajar en la sociedad; en su parte buena, incluso. Pero miras a tu alrededor, a tu pequeño mundo, y no ves felicidad. Encajas en un sitio en el que no quieres estar, pero estás ahí porque es donde encajas.

Lees libros, ves películas. Y te gustan. Lejos de ser una distracción, te han acompañado en toda clase de momentos. Sus historias siempre te dicen: hizo esto porque. Y, mientras tanto, la vida te dice: hizo esto. Entiendo que te gusten los libros. En ellos te explican lo ocurrido, cómo y por qué pasó lo que pasó. Pero siempre te explican la vida de otras personas, de otra gente, nunca la tuya. Y empiezas a preguntarte cómo será tu propia película, la que sólo se proyecta una vez, como despedida, como cierre. No tienes miedo de que sea mala; lo que realmente temes es que sea aburrida.

Estás viviendo la vida a medio gas, y eres consciente de ello. Por la noche das vueltas entre las sábanas pensando en cómo debería ser todo, en cómo podrías cambiar a mejor, pero al día siguiente te levantas anhelando sólo el momento en el que volverás a la cama. Te convences de que no merece la pena. Lo que más rabia te da es que crees tener las respuestas, pero nunca las preguntas son las adecuadas. Nunca es el momento.

Eres incapaz de imaginarte dentro de cinco años. Y si lo haces, te ves parecido. Atrás quedan esos tiempos en los que tu futuro lo ocupaba un ser extraordinario, en los que tenías la certeza de que pasaría algo que te transformaría radicalmente. Y esperaste a que llegase. Así te has quedado estos años, esperando. Esperando a que alguien llegue y cambie por ti, a que alguien mejor ocupe tu lugar.

Estás en un camino que no sabes dónde acaba. Has andado lo suficiente como para olvidar también dónde empieza. No preguntas, porque eres demasiado orgulloso para reconocer que te has perdido, y desconoces si los desvíos que de cuando en cuando se presentan llevan a un sitio mejor. Pero sigues caminando porque crees que es lo que debes hacer.

Y mientras tanto, la vida sigue. Sigue sin ti. La ves de lejos. Estás de vuelta de todo sin haber estado en ningún sitio. Existes, y lo haces porque no sabes hacer otra cosa.

Mil gracias Saportes por prestarmelo

16 may 2010

ASEDIO A LA CASA ROJA por Joseph Sheridan Le Fanu

Mediado el siglo XVIII tuvo lugar un extraño pleito entre Harper, consejero del municipio de Dublín, y lord Castlemallard, tutor de lord Chattesworth durante su minoría de edad, con motivo de una casa conocida en el lugar como «La Casa Roja», por tener dicho color el tejado.
Mr. Harper alquiló la casa para su hija en enero de 1753. Como llevaba mucho tiempo sin habitar ordenó hacer las reparaciones pertinentes y amueblarla, gastando una importante suma en su acondicionamiento.
La hija de Mr. Harper estaba casada con un tal Mr. Rosser, y se estableció en su nueva casa en junio; pero aún no habían transcurrido tres meses cuando la joven pareja, que en este tiempo se había visto obligada varias veces a cambiar el servicio, manifestó que aquella casa era inhabitable.
Mr. Harper acordó un a entrevista con lord Castlemallard para comunicarle que consideraba cancelados los compromisos adquiridos, ya que «La Casa Roja» había resultado ser escenario de singulares y desagradables acontecimientos. Dicho de otra manera: la casa estaba hechizada y no se podían encontrar sirvientes que permanecieran allí más de unas pocas semanas. Mr. Harper añadió que después de lo que sus hijos habían padecido, consideraba que no sólo debía rescindirse el contrato de arrendamiento, sino que la casa entera debería destruirse, ya que era refugio del más terrorífico ser que imaginarse pueda.
Lord Castlemallard apremió a Mr. Harper, por vía legal, a cumplir el contrato; pero el consejero municipal repuso con un detallado informe de los hechos, acompañado del testimonio de siete testigos, y ganó el pleito sin mayores dificultades. Su señoría prefirió capitular antes que llevar el asunto a los tribunales.
He aquí los hechos que Mr. Harper arguyó en su informe: Una tarde, hacia finales de agosto, en la hora crepuscular, Mrs. Rosser se encontraba sola en una pequeña habitación que daba al huerto, situado en la parte posterior de la casa. Llevaba un buen rato cosiendo, sentada cerca de la ventana abierta, cu ando levantó la vista de su labor y vio con toda claridad una mano que se asía cautelosamente en el alféizar de la ventana, como si alguien tuviera intención de escalarla desde el huerto. Era una mano pequeña, bien constituida, blanca y gordezuela; una mano no muy joven, de alguien que se acercara a la cuarentena. Semanas antes, en un castillo de los alrededores, se cometió un robo en vuelto en circunstancias particularmente espantosas: los asesinos mataron a la dueña del castillo y prendieron fuego a gran parte del mismo. La policía todavía no había atrapado a los autores. Mrs. Rosser pensó en el acto que aquella mano pertenecía a uno de los asesinos que intentaba entrar en «La Casa Roja». Aterrorizada, lanzó un estridente alarido y la mano se retiró, pero sin denotar la menor precipitación.
En seguida se procedió a una minuciosa investigación en el huerto, sin encontrar rastro del desconocido. Incluso se llegó a dudar de la realidad que viera Mrs. Rosser, ya que debajo de la ventana había una hilera de macetas que se hallaban en perfecto orden y nadie hubiera podido acercarse a la pared sin derribar alguna.
Aquella noche se escucharon en la ventana de la cocina unos tenues pero persistentes golpes. Los sirvientes se asustaron. Uno de ellos, empuñando un atizador, abrió la puerta trasera. Escudriñó en las tinieblas, pero no logró ver a nadie. Sin embargo, justo en el momento en que cerraba la puerta, tuvo la sensación de que alguien golpeaba el batiente con el puño, como si intentase introducirse a la fuerza en la casa. Sintió un profundo temor y, aunque siguieron golpeando en los cristales de la ventana de la cocina, no se atrevió a realizar nuevas averiguaciones.
El sábado siguiente, aproximadamente a las seis de la tarde, la cocinera, mujer de edad, tranquila y sensata, se encontraba sola en la cocina. De pronto vio la misma mano, leve y aristocrática, con la palma apoyada contra la ventana y moviéndose lentamente de abajo a arriba, como buscando minuciosamente alguna irregularidad en la superficie del cristal. Ante esta visión, la cocinera gritó y se puso a rezar, pero la mano tardó unos instantes en desaparecer.
Durante los días siguientes se oyó de nuevo llamar a la puerta, al principio con suavidad y después con el puño. El mayordomo rehusaba abrir y reiteradamente preguntaba en voz alta la identidad del autor de las llamadas, pero no obtenía otra contestación que la del ruido de una mano que se deslizaba de derecha a izquierda, con un movimiento suave y vacilante.
Los Rosser, que pasaban la velada en el saloncito, escuchaban igualmente los golpes en la ventana: unas veces, discretos y furtivos, como si de una contraseña se tratase; otras, tan fuertes y enérgicos que llegaban a temer que los cristales se rompieran.
Hasta entonces los ruidos sólo tenían lugar en la parte posterior de la casa, que, como se sabe, daba al huerto. Pero cierto martes, hacia las nueve y media de la noche, los golpes sonaron en la puerta principal. Durante dos horas para desesperación de Mr. Rosser, cuya mujer estaba aterrorizada.
Transcurrieron varios días sin que sucediese ninguna anormalidad, y ya todo el mundo comenzaba a encontrarse más tranquilo, cuan do la noche del 13 de septiembre tuvo lugar un nuevo incidente en la despensa, adonde una de las sirvientas fue a guardar una jarra de leche. La despensa obtenía luz y ventilación por un tragaluz en el que había un agujero destinado a la abrazadera que sujetaba el postigo. Mirando distraídamente el tragaluz, la sirvienta vio cómo se introducía por el agujero un dedo blanco y fofo que penduleaba en busca de asir el pestillo para abrirlo. De un salto retornó a la cocina, donde se desvaneció, y al día siguiente abandonó para siempre la casa.
Mr. Rosser tenía las ideas muy firmes y presumía de ser un espíritu fuerte: «la mano fantasma» le hacía reír y se burlaba del terror de su esposa. Creía con firme seguridad que no se trataba más que de una superchería, de una broma de mal gusto, y ansiaba descubrir al culpable. No se reservó esta opinión y se la comunicó a todos, diciendo que el autor de tal intriga debía ser algún criado despedido.
No obstante, era ya hora de tomar una decisión, porque los criados, e incluso Mrs. Rosser, tan dulce y pacífica, comenzaban a sentirse inquietos y asustados. Ninguna de las mujeres se atrevía a andar a solas por la casa después del anochecer.
Cierta tarde, cuando los golpes llevaban más de una semana sin producirse, Mr. Rosser, que se encontraba trabajando en su despacho, oyó llamar con suavidad a la puerta principal. La absoluta clama de la noche permitía oír con toda claridad. Mr. Rosser abrió la puerta de su despacho y salió al vestíbulo con sigilo. La forma de llamar había variado un poco: los golpes era ahora suaves y regulares, dados con la palma de la mano sobre la puerta. Mr. Rosser se dispuso a abrir bruscamente, pero se contuvo, y tomando las precauciones de antes se dirigió a un armario donde se guardaban los bastones, las espadas y las armas de fuego. Introdujo una pistola en cada bolsillo y empuño un pesado bastón; llamó a un criado de su confianza y le entregó otro par de pistolas. Los dos hombres, armados hasta los dientes, se dirigieron a la puerta principal, sin hacer el más pequeño ruido. Todo ocurrió como Mr. Rosser había supuesto: el desconocido, lejos de asustarse por su proximidad, arreció en los golpes, que se tornaron cada vez más enérgicos.
Mr. Rosser abrió la puerta, furioso, impidiendo le paso con el brazo armado con el bastón. No había nadie, pero sintió una fuerte sacudida en el brazo, dada con la palma de una mano, y percibió que algo se deslizaba por su costado. El criado, que nada vio ni oyó, no pudo entender la razón por la que su amo miraba hacia atrás, asombrado, y daba garrotazos en el vacío, al tiempo que cerraba la puerta con la mano izquierda.
Desde entonces, Mr. Rosser dejó sus burlas y comenzó a sentir la misma preocupación temerosa que el resto de la familia. Su intranquilidad estaba fundada en la seguridad de que al abrir la puerta había dejado entrar al invisible enemigo que les acosaba.
Aquella noche, Mr. Rosser, que no dijo una sola palabra de lo sucedido a su mujer, se retiró a su habitación más pronto de lo acostumbrado. Antes de meterse en el lecho leyó algunas páginas de la Biblia y, cosa inhabitual en él, rezó. Se mantuvo despierto un buen rato y cuando, a eso de las doce y cuarto empezaba a adormilarse, oyó unos golpes ligeros en la puerta de su cuarto y después el ruido de una mano deslizándose por la parte exterior.
Saltó del lecho aterrorizado y se acercó a la puerta gritando: «¿Quién anda ahí» Mas no oyó otra respuesta que el ruido, que él conocía tan bien, de una mano acariciando suavemente la puerta.
A la mañana siguiente una sirvienta descubrió, temblando de horror, la huella de una mano en el polvo de una mesa en la que aún permanecían diversos objetos del día anterior. Mr. Rosser examinó la huella y fingió concederle menos importancia de la que en realidad tenía; no obstante, hizo que todos los habitantes de la casa pusieran la mano derecha sobre la mesa. De esta forma obtuvo la huella de todas la manos, incluida la de su mujer y la suya propia. La mano desconocida era distinta de todas las demás y respondía a la descripción que de ella habían realizado Mrs. Rosser y la cocinera.
Estaba claro que el dueño de la mano, fuese quien fuese, se encontraba en el interior de la casa. El nerviosismo general, que ya era inmenso, creció considerablemente.
Durante las noches siguientes Mrs. Rosser sufrió espantosas pesadillas que la hacían incorporarse bruscamente de la cama, pálida y temblorosa, pero que luego no podía explicar en qué consistían. Al despertarse no recordaba más que una lucha atroz con algo imposible de ser descrito. Y entraba en lo posible que lo que ella consideraba pesadillas no fuese sino una enfermedad producida por el miedo.
Una noche al entrar en el dormitorio conyugal, Mr. Rosser se sintió atemorizado por el absoluto silencio que allí reinaba; tenía el oído muy fino y, sin embargo, n o llegaba a percibir la respiración de su mujer, que se había acostado momentos antes.
Una luz, colocada sobre una mesa, iluminaba débilmente el lecho, cuyas cortinas, que pendían del dosel, se hallaban corridas como de costumbre. Mr. Rosser, que había estado repasando unas cuentas, llevaba en la mano un pesado libro Diario. Con el corazón oprimido se acercó al lecho y abrió las cortinas. Por un instante creyó que su mujer había muerto; yacía tendida, inmóvil, con la frente perlada de sudor frío, y sobre la almohada, cerca de la cabeza, había algo que confundió por un momento con sapo, pero que era en realidad la mano blanca y gordezuela, cuya muñeca descansaba en la almohada y cuyos dedos apuntaban hacia la sien de Mrs. Rosser.
Presa del pánico, Mr. Rosser arrojó el pesado volumen con todas sus fuerzas hacia el lugar donde debía hallarse el dueño de la mano. Esta se retiró al instante, pero sin precipitación, mientras la cortina se ondulaba ligeramente.
Mr. Rosser corrió hacia el otro lado de la cama y llegó a tiempo de ver cómo se cerraba la puerta del gabinete contiguo. La abrió y entró en la habitación: estaba vacía. Cerró la puerta con llave y cerrojo, llamó a los criados y entre todos, con grandes esfuerzos, consiguieron que Mrs. Rosser se recuperara de su desmayo. La pobre señora era víctima de una crisis nerviosa.
Este suceso motivó que los Rosser abandonaran «La Casa Roja» para siempre. Una extraña enfermedad atacó de pronto a su hijo, un niño de dos años y medio. Este pasaba horas enteras de vigilia, presa de un terror paroxístico. Los médicos diagnosticaron un principio de hidroencefalitis, y su madre, llena de inquietud, no abandonaba al niño y, acompañada de una doncella, lo velaba continuamente.
El lecho del niño se encontraba adosado a la pared, con la cabecear bajo una alacena cuya puerta no cerraba bien. Una cortina lo rodeaba y descendía hasta la almohada.
La dos mujeres tardaron muy poco en notar que el niño se tranquilizaba poco a poco cundo le cogían en brazos. Pero una vez que se dormía y era devuelto a la cuna empezaba, a los cinco minutos, a gemir presa de un acceso de pánico. En una de aquellas ocasiones, primero la doncella y después la madre, descubrieron la causa de los horribles sufrimientos.
Deslizándose por la entreabierta puerta de la alacena, semioculta por la cortina de la cuna, apareció la misma mano blanquecina y fofa, con la palma hacia abajo, sobre la cabeza del niño. Lanzando un grito de terror, la atribulada madre cogió al niño en brazos y, seguida por la doncella, penetró en la habitación donde dormía su marido. Apenas cerraron la puerta tras ellas se oyó un suave repiqueteo al otro lado.
Al día siguiente los Rosser dejaron la casa para siempre.
Años más tarde, un tal Mr. Rosser —hombre de aspecto severo y empedernido charlador— narró con gran precisión de detalles la historia de un primo suyo llamado James Rosser. Su primo había dormido siendo niño en la habitación de una casa de tejado rojo de la que se decía que estaba hechizada y que, al cabo de unos años, fue demolida. Durante toda su vida, cuando caía enfermo, se encontraba fatigado o sencillamente en estado febril, tenía una penosa visión: se el aparecía un personaje gordo y pálido. Esta pesadilla se le repitió desde su más tierna infancia, y era tan precisa que conocía mejor los rasgos de aquella cara fofa y enfermiza, los rizos de la peluca empolvada y los bordados de su traje negro que la cara y el traje de su abuelo, cuyo retrato, colgado de la pared, presidía todas sus comidas.
Mr. Rosser contó esto a modo de ejemplo de una pesadilla extrañamente monótona, precisa y persistente, añadió que su primo, al que se refería llamándole «el pobre Jimmy», estimara especialmente terrible el hecho de que el personaje de la pesadilla apareciera con la mano derecha amputada.

NUNCA MAS por Lewis Mahoney


"EL cuervo dijo: ´nunca más´"
Edgar Allan Poe

He visto caer a los hombres como muñecos de trapo bajo ráfagas de fusil; he contemplado los ojos vidriosos y la helada mueca final de los ahorcados; la sangre de la guillotina ha salpicado varias veces mi insana curiosidad. Un cuerpo que cae, una respiración que se rompe, e incluso el golpe seco, terrible, de la cabeza seccionada, son « espectáculos» que, al igual que ocurre con las representaciones teatrales, pueden ser presenciados con cierto distanciamiento, como si aquellas muertes, a fin de cuentas, no tuvieran nada que ver con nosotros. Esto ocurre porque en esa clase de ejecuciones conocemos el «guión» de antemano. Sabemos lo que va a pasar, conocemos los ritos establecidos, de la misma forma que el aficionado a las corridas de toros sabe por dilatada experiencia que en las diversas suertes existe muy poco margen para las sorpresas. Pero también he asistido a una ejecución en la cámara de gas, y puedo asegurar que por nada del mundo volvería a repetir la experiencia. ¡Nunca más! Porque fue ahí y sólo así, ante el cristal que nos separaba del condenado, donde contemplé el verdadero, el imprevisible, el espantoso rostro de la muerte.
Mi condición de escritor y ciertas influencias en las altas esferas me permitieron asistir el lunes, veintidós de octubre de 1979, al horror que desde entonces siembra mis noches de sobresaltos y pesadillas. Yo era uno de los catorce testigos que presenciaron la ejecución de J.B., convicto de asesinato, desde una habitación contigua.
«Es preferible que vayas en ayunas —me aconsejaron—, no se te ocurra tomar ni una taza de café». Pero yo tenías mis propias teorías y decidí que, aunque fueran las cuatro de la madrugada, era mejor atiborrarse con un buen desayuno. No era la primera vez que iba a ver morir a un ser humano. En anteriores ocasiones, la coartada gastronómica había dado muy buenos resultados, ya que la fisiología de la digestión siempre me ha producido el inestimable beneficio de adormecerme la conciencia. Me maldije por haberlo hecho en cuanto vi el rostro desafiante, tranquilo y lleno de desprecio del condenado, y supe que esta vez iba a ser muy diferente de las otras.
Nadie había logrado dormir esa noche en la prisión de Carson City. Escuché una cadena de murmullos ininteligibles, amenazadores, procedentes de las celdas, mientras caminaba, junto con los otros testigos, por los corredores salpicados de barrotes que conducían a la cámara de gas. Alguien gritó: «¡Asesinos!», y los ecos de ese grito resonaron largamente en mi cerebro como una inesperada acusación. Reconocí entonces, bien a mi pesar, que no era inocente, que mis manos no estaban limpias, desde el momento en que me prestaba a representar el papel de testigo, y empecé a sentir vergüenza de mí mismo. ¿Qué diferencia había, en realidad, entre el ejecutor y el testigo de un acto tan execrable como quitar la vida fríamente, legalmente, a un ser humano? Confieso que nunca me había planteado estos problemas. Tal vez porque nunca tuve ocasión de estar físicamente tan cerca de las víctimas. La ejecución estaba empezando a tomar matices sumamente desagradables, incluso antes de que comenzara.
Pero fue, como digo, al ver el rostro del condenado, cuando supe que una oscura sombra iba a entenebrecer mi vida durante mucho tiempo. Paradójicamente, ver en la cara de un semejante que va a morir las señales del terror resulta reconfortante. Porque el miedo de la víctima nos facilita la justificación de lo injustificable. Es como si de alguna forma reconociéramos en ese terror a morir la consecuencia lógica de un justificado sentimiento de culpabilidad por parta de la víctima, y se nos hace entonces evidente el cómodo axioma de que «quien haya hecho algo malo debe pagarlo», aunque sea al monstruoso precio de la propia vida. Pero había algo en el rostro de J. B. que no encajaba en el juego. Y ese algo era, sencillamente, que no mostraba miedo.
Conocía las facciones duras, angulosas, la frialdad de los ojos azules de J. B., por haberlas visto decenas de veces en los periódicos, en ocasión de su sonado proceso. Pero desconocía que un rostro presentado por el sistema como «típico de maleante» pudiera ser capaz de tan inimaginable serenidad ante la hora final. Reconocía entonces que J. B. no era «esencialmente otro» que yo, sino que navegaba como yo mismo en la corriente de la vida, con todas sus contradicciones, y que la distinción maniquea entre «buenos» y «malos» no era sino una mentira estúpida. J. B. sabía que la mejor manera de hacernos daño era no mostrar miedo alguno, y estaba cumpliendo su cometido con la mayor perfección.
Entró en la cámara de gas con una sonrisa. Iba sin zapatos, con calcetines blancos y vistiendo un sencillo pijama azul. Antes de sentarse por última vez en su vida nos miró a todos, uno por uno. Nos miró directamente a los ojos y, como si pudiera adivinar nuestros pensamientos, como si se hubiera convertido en la imagen de un espejo, compuso un gesto adecuado al estado de ánimo de cada cual, irónicamente. De esta forma consiguió que, al menos en lo que a mí respecta, nos sintiéramos dentro y no fuera de la cámara. Eso me provocó las primeras náuseas.
Pero J. B. no había perdido su sonrisa. Podría decirse que se disponía, cuando fue obligado a sentarse, a ver un divertido programa de televisión. Su último espectáculo éramos nosotros mismos, los testigos, y al parecer no estaba dispuesto a perdérselo. Y entonces fue cuando tuvo su primer gesto increíble. Sin abandonar su sonrisa, sin manifestar la menor compasión por sí mismo, levantó su puño izquierdo con el pulgar hacia arriba, y luego giró la muñeca haciendo que el pulgar se colocara en sentido inverso. Era el mismo gesto con el que los césares, desde el estrado del coliseo , condenaban a muerte a los gladiadores. La ambigüedad del gesto me produjo un insoportable escalofrío. No estaba claro si con él nos condenaba a nosotros o aceptaba, soberanamente, su propia condenación. En cualquier caso, la propia muerte parecía seguir importándole muy poco. La lentitud del proceso mortal, característica de las ejecuciones en la cámara de gas, nos iba a permitir conocer si esa indiferencia era real o fingida, si J. B. sería capaz de aguantar el tipo hasta el final.
Unos simples correajes en las muñecas y en los tobillos le sujetaron a la silla metálica. Los dos guardianes encargados de realizar la operación, hombres fornidos con el rostro cubierto por una especie de mascarilla negra, de seda, no encontraron dificultad alguna en su trabajo. Mientras le sujetaban las muñecas estuve atento a las manos de J. B., pero no pude advertir en ellas el más mínimo temblor.
El rostro de J. B., sin abandonar la sonrisa, comenzó a palidecer en cuanto los guardianes se marcharon, cerrando tras de sí la puerta de la cámara de gas con un golpe sádico, anormalmente más fuerte de lo que fuera necesario. Siguió un lento compás de espera que J. B. aprovechó para volvernos a mirar intensamente, hasta el fondo de los ojos. Era una mirada demasiado humana para soportarla, y la mayoría de los testigos volvió la cabeza. Yo la aguanté un buen rato, creyendo ilusoriamente que al hacerlo podría infundirle valor. Pero cuando advirtió mis compasivas intenciones, sus ojos me inundaron de un orgulloso desprecio, y tuve que volver la cabeza como todos, con la vergüenza aflorando en mis mejillas, teniendo que reconocer que no era mejor que los demás testigos. En ese momento hubiera deseado marcharme, no sólo porque sabía que el verdadero horror iba a comenzar entonces, sino también, sencillamente, porque no podía soportarme a mí mismo.
Lo más digno hubiera sido precisamente eso: levantarme de la butaca y testimoniar con esa huida mi disconformidad ante aquella macabra farsa, y estoy seguro de que no fui el único testigo que experimentó este sentimiento. Pero tuve que reconocer la existencia de otro infinitamente más fuerte, el de la morbosa, la insana curiosidad de ver morir a un hombre. Un sentimiento horrible si se quiere, pero sin duda más apasionante que ninguno.
Sabía cómo iba a funcionar el hipócrita mecanismo. Tres funcionarios de la prisión, desde un lugar que permanecía oculto tanto a las miradas de los testigos como a la del condenado, pulsarían otros tantos botones, aunque sólo uno de ellos accionaría en realidad el dispositivo. Así, nadie sabría nunca quién fue el verdadero verdugo, y de esta forma el sentimiento de culpa se diluía hasta alcanzarnos a todos nosotros. El mecanismo estaba concebido de tal manera que, al ser accionado, dejaba caer varias pastillas de cianuro potásico en un recipiente con ácido sulfúrico, colocado justamente delante de las narices de J. B.
Vimos con toda claridad cómo caían siete gruesas pastillas blancas dentro del recipiente, vimos que el ácido iniciaba una furiosa ebullición y que un humo blanquecino, denso, comenzaba a desprenderse en el interior de la cámara. J. B. dio entonces un extraño alarido, mitad de terror y de satisfacción, y comenzó a inhalar rápidamente, sin duda creyendo que con ello podría acortar los terribles momentos del final. Pero la cámara de gas no está concebida para una muerte rápida. La cámara de gas es una cámara de tortura que hace sufrir indeciblemente, prolongando al máximo la agonía del condenado, y permitiendo que el espectador experimente la sádica satisfacción de seguir con toda minuciosidad las ominosas fases de esa agonía. Quien imaginó esta tortura estaba pensando en acabar con la integridad física de la víctima, pero sobre todo con su integridad moral, socavando lentamente su condición de ser humano hasta reducirlo al estado de bestias.
Probablemente, J. B. intuía esta realidad, ya ello se debía que desde el primer momento hubiera adoptado esa actitud orgullosamente digna y despreciativa que nos había sobrecogido. Y, por lo que pudimos ver, estaba dispuesto a seguir manteniendo tal postura hasta donde le fuera posible.
Tenía los ojos excesivamente abiertos, casi desorbitados, y comenzó a resollar, dando muestras de una insufrible angustia fisiológica. Pero sus ojos conservaban, en toda su integridad, el brillo de su altivez. El gas proseguía lentamente su insidiosa labor, y no tardamos en ver su rostro cada vez más rojizo, como si la sangre quisiera escapársele de las venas. Volvió a gritar de nuevo varias veces, pero ahora eran puros alaridos desesperados, probablemente proferidos de una manera refleja, orgánica, aún en contra de su propia voluntad. Y hasta ese momento, su espantosa lucidez no le había abandonado ni un sólo segundo.
Sin embargo, la acción del gas tuvo para J. B. algunos instantes de clemencia, ya que en varias ocasiones vimos que su cabeza se caía, durante unos momentos de obnubilación, para levantarse de nuevo, despertada por el imperativo horror de lo que le estaba sucediendo. Le vimos contraerse con tanta fuerza que consiguió soltar la correa de su mano derecha. Confieso que sentí un pánico cerval pensando en la improbable posibilidad de que lograra desasirse del todo, romper el cristal con furia y abalanzarse sobre todos nosotros. ¿Qué hubiera sucedido entonces? Probablemente, lo hubiera rematado a tiros allí mismo, como a una bestia. No fue eso lo que ocurrió, sino que al comprobarse que había roto la correa, un nuevo montón de pastillas, tal vez quince o veinte, cayeron sobre el ácido.
Era una precaución tan inútil como excesiva, ya que J. B., pese a la extraordinaria robustez de su naturaleza, estaba entrando en franca agonía. Su mano libre, mostrando una horrorosa crispación, manoteaba inútilmente, como queriendo espantar, en un último esfuerzo, al fantasma de la muerte. Por las comisuras de sus labios comenzó a desprenderse la saliva, y una lengua enorme, cárdena, seca, asomó hasta quedar apoyada en el labio inferior. Por los ojos enrojecidos, entreabiertos, comenzaron a manar abundantes lágrimas. Y aunque no podíamos oírle, porque su voz era ya muy débil, entendimos por los acompasados movimientos de su rostro que estaba sollozando.
A mi lado, uno de los testigos perdió el conocimiento. Otro tamborileaba nerviosamente con los dedos en los brazos de su butaca, y casi todos estábamos pálidos, deseando que el macabro espectáculo terminara cuanto antes. Pero también advertí un rostro sonrosado, sonriente, de ojos duros como cristales, cuya inequívoca sonrisa mostraba bien a las claras la naturaleza de su profunda satisfacción. Me compadecí de aquel pobre sujeto mucho más que del propio J. B. quien, conforme a la promesa hecha días antes, había tratado al menos de «morir como un hombre».
Pero, ¿cómo muere un hombre? Un hombre muere como un cerdo, como un perro o como cualquier otro animal. No hay dignidad posible en una muerte violenta porque el organismo, cuando está rebosante de vida, se niega desesperada, absolutamente, a dejar de existir, y muestra su disconformidad ante los verdugos con mil signos adversos y escalofriantes: el temblor de las manos, la contracción del cuerpo, el grito angustiado, la inútil furia de la desesperación. Y eran precisamente esos signos lo que congregaban a las multitudes, cuando las ejecuciones se realizaban en la plaza pública.
Semejantes reflexiones me embargaban el ánimo cuando creía que ya no quedaba nada por ver. Pero la cámara de gas es una caja de sorpresas macabras. Todos creíamos que J. B. había entrado ya en las últimas. Pero entonces le vimos abrir los ojos, mientras respiraba a un ritmo alocado, y levantar el puño derecho hacia donde estábamos, como si quisiera descargar en nosotros sus últimas fuerzas. Y volví a escuchar de sus labios convulsionados, a pesar del obstáculo que constituía el grueso cristal, el mismo grito con que fuimos recibidos al encontrar en la prisión de Carson City:
—¡Asesinos!
Luego cayó desplomado, con la barbilla hundida en el pecho y sus pantalones se humedecieron más y más hasta que las gotas de orín llegaron al suelo. Había muerto.
Entonces vomité. Como vomito nuevamente cada vez que lo recuerdo…