28 mar 2010

LOS MENDIGOS DE ISIS por Bruce G. Bancroft


Anoche he vuelto a oír el sonido del sistro. Alguien lo agitaba cadenciosamente desde la oscuridad, pero en cuanto encendí la luz y miré en derredor la vibración cesó y no pude ver a nadie. Me desperté creyendo que cerca de la cama había una serpiente que sacudía los anillos de su cola. En seguida me pareció que aquel tintinear metálico era producido por el entrechocar de las ajorcas presas en la garganta del pie de una bailarina sagrada. Pero unos segundos antes de que mis dedos oprimieran el pulsador de la luz comprendí que lo que llegaba a mis oídos era el sonido del sistro. Me levanté estremeciéndome de frío y, abandonando el dormitorio, pasé a la saleta inmediata. Sobre el tablero de la mesa reposaban las innumerables piezas del mosaico tal y como las había dejado antes de que el sueño me rindiera. Sé que si algún día logro recomponer la figura oculta y diseminada entre los incontables pedazos alcanzaré la paz que me fue arrebatada en las riberas del gran río, junto a las ruinas de Dar-el-Sakar.


Unos instantes antes de que el sol saliera abandoné las últimas chozas del poblado y, conduciendo el jeep por el sendero arenoso, me dirigí hacia las ruinas. A mi derecha se extendía el desierto, cuyas arenas se ondulaban como un aquietado mar. Medio kilómetro a la izquierda fluían perezosamente las aguas del río, y la vereda, zigzagueante y dubitativa, se aproximaba unas veces a los linderos del desierto y otras se dirigía rectamente hacia la orilla del Nilo, vacilando entre la sed abrasadora y la saciedad más absoluta. Mientras conducía a velocidad moderada sentí que mi alma, a semejanza del sendero, se hallaba también inmersa en un movimiento pendular, fluctuante entre la aridez de la razón y el desbordamiento del instinto.
Finalmente, el desierto y el río fueron aproximándose el uno al otro, y cuando solamente los separaba la línea del camino divisé en la lejanía las ruinas del templo de Dar-el-Sakar.
Abandoné el vehículo un centenar de metros antes de llegar y recorrí el resto del camino a pie, temeroso de que el ruido del motor ahogara el crepitar de la roca. Salió el sol y una suave brisa recorrió la llanura de Este a Oeste. Los rayos del astro rey comenzaron a caldear la gélida atmósfera, y la brusca transición desde el frío nocturno a la tibieza del amanecer hizo que las estatuas se quejasen rechinando sus dientes de roca.
Los campesinos de la aldea dicen que los inmensos colosos cantan al anochecer y al alba, y aunque los arqueólogos explican ese continuo crepitar como un sufrimiento de la roca, que acabará un día reduciéndose a montones de arena a causa de los cambios bruscos de temperatura, a mí me pareció que las hieráticas imágenes se quejaban emitiendo crujidos cortantes como suspiros de reseca roca.
Entonces los mendigos fueron despertándose y, recogiendo sus harapientas pertenencias, formaron una silenciosa procesión que se alejaba camino de los suburbios de El Cairo, donde reclamarían con un silencioso gesto una limosna de los viandantes que les permitiera subsistir un día más.
Situándome a la vera de aquel silente desfile, cuyos componentes ni siquiera reparaban en mi presencia, escruté cuidadosamente la faz de todos los mendigos, tratando de localizar a Adriano, pero, a pesar de que su rostro permanecía grabado en mi imaginación, temí que la miseria y el lamentable aspecto a que aquellos hombres habían llegado me impidieran reconocer a mi cuñado.
Cuando la correspondencia comenzó a escasear y las llamadas telefónicas se interrumpieron, mi hermana empezó a preocuparse por la situación de su marido. Los celos iniciales hacia alguna desconocida aspirante a su corazón dejaron paso a una inquietud por su estado de salud y por su situación mental. Sus cartas, además de escasas, resultaban incoherentes y fragmentadas, propias de un hombre que se encuentra en los linderos de la perturbación mental. Finalmente, la correspondencia se interrumpió, y aunque ella intentó procurarse noticias a través del consulado y del Bureau des Recherches Archeologiques solamente recibió respuestas evasivas o medias palabras que la intranquilizaron más que una contestación cruda, pero sincera. Y temiendo por la seguridad de su esposo me rogó que viajara hasta la capital egipcia a interesarme personalmente por la situación de Adriano.
Ante la fundada inquietud de mi hermana tomé un avión que, tras hacer escala en Atenas, donde me avino una singular aventura que narraré en otra ocasión, me condujo a El Cairo.
Sin pérdida de tiempo me personé en el consulado, donde me dieron noticias inconcretas y me aconsejaron que me dirigiese a las Oficinas de las Excavaciones Arqueológicas. Allí me topé con otro muro de silencio y, pese a que una secretaria dejó escapar algo acerca de «los mendigos de Isis», no pude obtener otra información, por lo que, juzgando que lo más acertado era investigar por mi cuenta, abandoné la capital y me instalé en una aldea cercana a Dar-el-Sakar, donde debería hallarse el cuartel general de las excavaciones de aquella zona.
Aunque a pocos kilómetros de los suburbios de la capital, las gentes de aquella aldea, campesinos en su mayoría, continuaban viviendo de un modo arcaico y tradicional, y gracias a las crecidas del río, antiquísimo padre de la zona, y a los trabajos de excavación, subsistían sin necesidad de otro tipo de recursos.
Apenas puse el pie en la aldea y con la ayuda de un comerciante, con el que me entendía en francés, me enteré de que Adriano formaba ya parte del inmenso grupo de pordioseros conocido como «los mendigos de Isis». Pregunté dónde podía localizarlos y el comerciante, hombre positivista al fin y al cabo, me respondió que, aunque él no creía en tales patrañas, no se me ocurriera acercarme de noche a las ruinas de Dar-el-Sakar, lugar donde presumiblemente se hallaba mi cuñado, y me explicó que los mendigos de Isis formaban una especie de secta y que, de algún modo, se creían iniciados y en contacto con los misterios del antiguo Egipto.
Ahora, cuando la inmensa procesión desfilaba ante mí, aunque sin reparar en mi presencia, mis ojos recorrían las demacradas faces de los pordioseros tratando de localizar a Adriano, pero el elevado número de mendigos me hizo temer que tardaría algún día más en dar con él.
En efecto, cuando los últimos componentes de aquella lamentable cofradía desaparecieron camino de los suburbios de El Cairo, adonde no llegarían hasta pasado el mediodía, permanecí solo en las ruinas del templo hasta que las estatuas dejaron de quejarse y el sol iluminó por completo el paisaje.
Como no era cosa de esperar hasta el anochecer, momento en que la procesión iría convergiendo de nuevo en aquel lugar, hice un recorrido turístico por los restos de las edificaciones y, volviendo hasta el jeep, regresé a la aldea.
Aquella noche, en la habitación del modesto hotel donde trataba de conciliar el sueño, oí por primera vez el batir del sistro.
Tras dos horas de removerme en el lecho, privado de la tranquilidad ante la situación en que se encontraba mi cuñado, caí en un pesado sopor del que vino a sacarme un rítmico cascabeleo que en mis sueños tomé por el sonido que producen los anillos de ciertas serpientes. Pocos minutos después el metálico son recomenzó, y esta vez imaginé que era producido por el entrechocar de las ajorcas prisioneras en la garganta del pie de una bailarina sagrada.
A la mañana siguiente narré al comerciante lo sucedido, el cual, a pesar de su sentido práctico, adoptó una expresión de intranquilidad y entrando en su trastienda reapareció a los pocos instantes agitando un instrumento que producía el mismo sonido que yo había percibido durante la noche. Se trataba de un sistro, antiquísimo instrumento de percusión empleado ya por los antiguos egipcios en sus ceremonias religiosas.
Como yo afirmara que, en efecto, se trataba de un sonido idéntico, mi intérprete me aconsejó que lo más sensato era que abandonara la búsqueda de mi cuñado, que ya había caído en poder de aquella secta, y que regresara a mi país. Al parecer, en mi caso no era suficiente que me mantuviera alejado por las noches de las ruinas de Dar-el-Sakar, porque las fuerzas de la antigüedad, en las que, según confesión propia, no creía, deseaban tomar contacto conmigo a toda costa y se atrevían incluso a rondar mi aposento.
Sus palabras, debo confesarlo, hicieron mella en mi ánimo, y antes de que el sol iniciara el descenso que había de sumergirlo hasta el día siguiente en el transitorio sueño de la muerte, tomé el vehículo que había alquilado y me trasladé hasta las proximidades de Dar-el-Sakar.
Al filo del crepúsculo fueron llegando las avanzadas de la procesión de mendigos, pero, debido al semejante aspecto de muchos de ellos y a lo avanzado de la hora, desesperé de hallar a mi cuñado entre los grupos. Me dirigí a algunos en solicitud de información, pero nadie pareció entender el sentido de mis preguntas y se limitaron a extender la mano en demanda de una limosna. Había entre ellos representantes de diferentes razas y países, y, a pesar de lo desfigurado de sus rostros, podían adivinarse todavía sus distintas procedencias. La mayoría eran europeos o americanos. No vi más que uno o dos de rasgos orientales, y desde luego podría asegurar que ningún natural del país se encontraba entre ellos.
En parte por lo inútil de mi búsqueda durante aquella noche, y en parte por los consejos del comerciante, abandoné las proximidades de Dar-el-Sakar cuando ya el sol se hundía en las aguas del padre Nilo, y acuciado, temeroso, diría, por la inminente salida del astro en el que se encarnaba Isis, hundí el pie en el acelerador y rodé por aquel abrupto sendero a más velocidad de la que lo accidentado del suelo hacía aconsejable.
En el bar del pueblo algunos vecinos del lugar jugaban a las cartas en unas mesas situadas a cielo raso, y unos chiquillos alborotaban en la cercana plaza. Una vez que conseguí alejarlos, como todas las tardes, merced al reparto de algunas monedas, me senté en una de las mesas y solicité del camarero, que era el dueño del local al mismo tiempo, que me sirviera un refresco. Algunos de los jugadores de naipes me miraron distraídamente, y uno de los que no participaban en el juego se acercó donde yo me encontraba y me saludó en una mezcla de inglés y francés, jerga aprendida sin duda mientras trabajaba de peón en las excavaciones patrocinadas por científicos de diversas nacionalidades.
Suponiendo que deseaba que le invitara, así lo hice, aprovechando la ocasión para obtener alguna información acerca de los mendigos de Isis y, circunstancialmente, de mi cuñado. Pero apenas había iniciado la dificultosa conversación y mencionado el tema que me interesaba, cuando la faz del lugareño se alteró y, diciendo algo en árabe que no comprendí, señaló la luna con los ojos y se retiró sin consumir la bebida a la que le había invitado.
Aquella noche tuve un sueño intranquilo y colmado de pesadillas. Alguien a quien la oscuridad me impedía ver agitaba el sistro desde uno de los rincones de mi habitación. El suelo estaba cubierto de serpientes que se retorcían atormentadamente, y muy lejos creí percibir las evoluciones de una bailarina sagrada. De pronto, superponiéndose al sonido del sistro, un murmullo fue elevándose desde algún lugar subterráneo. Una monótona melopea pronunciada por gargantas condenadas por siempre a la desesperación. Presté atención a las palabras cansinamente pronunciadas y escuché, dentro de lo que era posible comprender, la siguiente retahíla:
«No cometí ningún fraude contra los hombres, no atormenté a la viuda, no mentí ante el tribunal, no conozco la mala fe, no hice nada prohibido..., no hice padecer hambre, no hice llorar, no maté, no ordené la traición, no sustraje los panes de los templos, no robé las tortas de ofrendas a los dioses..., no alteré las medidas de los cereales, no usurpé en los campos..., no cacé con red las aves divinas, no pesqué los peces sagrados de sus estanques... ¡Soy puro, soy puro, soy puro!...»
Al despertarme comprendí que aquello que había llegado a mis oídos durante la noche era un fragmento del Libro de los Muertos.
Rápidamente, después de tomar un endiablado té en el bar de la fonda, me dirigí hacia las ruinas de Dar-el-Sakar. El sol ya había salido y la procesión de mendigos comenzaba a abandonar las proximidades del templo.
Situándome en un recodo del camino, desde donde podía contemplar el paso de aquellos desgraciados sin ser visto por ellos, me dediqué a la ardua tarea de intentar localizar a mi cuñado.
En más de una ocasión abandoné momentáneamente mi refugio, creyendo haberle reconocido, pero, tras avanzar unos pasos en dirección a uno de aquellos hombres, volvía a mi primitiva posición decepcionado por el error.
Finalmente le vi. Caminaba torpemente a causa de una dificultad que parecía sufrir en una de sus piernas. Su larga barba y su descuidado cabello ocultaban la casi totalidad de su rostro, y su cuerpo estaba cubierto por mugrientos harapos. Al hombro portaba una especie de bolsa o zurrón y colgado de ésta por medio de un cordel una escudilla metálica.
Al contemplar su aspecto se me saltaron las lágrimas y no pude evitar lanzarme al camino llamándole a gritos.
Cuando oyó pronunciar su nombre quedó suspenso unos momentos, pero después de mirarme brevemente reanudó la marcha. Yo me situé a su lado y repetí su nombre varias veces, así como también el mío y el de su esposa. Al escuchar el nombre de Mercedes una breve luz, que sólo duró un instante, iluminó sus ojos. Se dirigió hacia mí y cuando ya creía que extendía sus manos para darme un abrazo, sus palmas se abrieron suplicantes y solicitó de mi generosidad una limosna.
Como yo permaneciera perplejo y entristecido, él, sin dar muestras de saber quién era, y con la resignación de quien está acostumbrado a presentar su mano para recogerla vacía la mayor parte de las veces, continuó andando cansinamente y se perdió entre la multitud de pordioseros.
Comprendí que sería inútil seguirle, y víctima del desconsuelo, me di cuenta de que su alma ya no le pertenecía. La había ofrendado, como toda aquella legión de desgraciados, a algún demonio de la antigüedad.
Decidido a descubrir el secreto que de aquella forma se apoderaba del espíritu de multitud de hombres, entre los que se contaba Adriano, fragüé un plan que seguramente me permitiría acceder al conocimiento del misterio sin ser subyugado por él, y dispuesto a llevarlo a cabo lo más pronto posible me puse en contacto con mi amigo el comerciante, que, tras unas vacilaciones iniciales, se decidió a ayudarme, siempre que yo le exonerara de cualquier responsabilidad que de lo arriesgado del proyecto pudiera deducirse.
Así pues, antes del anochecer, y cuando ya los mendigos habían regresado y se aprestaban a pasar la noche muy cerca de las ruinas del templo, a la espera de quién sabe qué misterio, el comerciante y yo, ocultos por unas lomas, nos fuimos aproximando a aquel lugar, y llegados a un punto desde donde podía contemplarse a placer el antiguo santuario, le rogué que me atara fuertemente al tronco de una de las palmeras que allí había.
En efecto, utilizando la cuerda que me había procurado a tal propósito, mi amigo fue ligando cuidadosamente mis miembros y mi cuerpo de manera tal que, al cabo de un buen rato, no me era posible moverme ni en modo alguno desatarme. Después, y deseándome suerte con lúgubre acento, partió presuroso, pues ya se había puesto el sol y la luna se anunciaba en el horizonte por medio de un tenue resplandor.
De aquella guisa, voluntariamente prisionero, permanecí durante varias horas, y ni por un momento se me pasó por la imaginación que la situación en que me hallaba me impediría huir en el caso de que fuera necesaria una veloz retirada. No sé por qué tenía la certeza de que, al igual que aquel héroe de la antigüedad griega, sólo necesitaría protegerme de mí mismo e impedirme avanzar ciegamente hacia lo que con toda seguridad podría ser mi perdición.
A eso de las dos de la madrugada, cuando la luna se encontraba en el cenit, comencé a oír un murmullo procedente de los yacientes mendigos, que, convocados por algo que de momento no pude percibir, abandonaron sus miserables yacijas y se aproximaron a cierta zona de las ruinas.
El desmayado resplandor lunar se hizo más fuerte y sus rayos bañaron la llanura con tal intensidad que creí que algún fenómeno cósmico de naturaleza desconocida iba a tener lugar dentro de algunos instantes.
El murmullo fue cediendo el paso a un general quejido, que igual que una plegaria suplicante se elevó desde los cientos de gargantas hacia el astro nocturno, en el que parecía reunirse todo el amor y todo el horror del mundo.
De pronto se escuchó un ruido subterráneo semejante al que se produce con ocasión de un seísmo y a continuación se hizo un silencio absoluto.
Muy poco a poco, emergiendo de las profundidades de la tierra, comenzó a escucharse un cascabeleo metálico que no me era desconocido. El sonido del sistro se fue haciendo más nítido y sentí que al conjuro de aquella vibración se helaba la sangre en mis venas.
Surgiendo como sombras demoníacas por una de las puertas que yo sabía pertenecía a una cámara ruinosa sin más salida que aquélla, aparecieron cuatro siluetas que al instante identifiqué como sacerdotes del antiguo Egipto debido a los atuendos con que se ataviaban.
A la vista de aquellos misteriosos personajes la masa de mendigos retrocedió ligeramente. No obstante, al hacerse más claro y argentino el sonido del sistro que alguien agitaba al aproximarse a la superficie, todos ellos volvieron a sus posiciones primitivas. De sus gargantas volvió a elevarse el agónico quejido que fue transformándose en un suspirar anhelante, mientras el agitarse del sistro se oía tan cerca que me zumbaban los oídos a pesar de que me encontraba a una distancia respetable de las ruinas.
En aquel momento surgió a la superficie la hija de Isis.
Apareció hierática en la puerta de la cámara. La luz de la luna la envolvía en un halo al incidir sobre los sutiles velos con que cubría su cuerpo. Sus ojos, perfilados con negrísimo khol, destellaban en la semipenumbra en que los sumía su peluca de azabache. Sus labios, ligeramente entreabiertos, eran una ardiente invitación al amor más desesperado. Sus breves senos se adivinaban bajo la gasa transparente que caía en pliegues inundando sus muslos. Sus pies desnudos eran como dos palomas en tierra blanqueados por el resplandor lunar. Uno de sus brazos se desmayaba lánguido a lo largo de su cuerpo y el otro, doblado en ángulo recto, adoptaba una postura ceremonial. El metálico sistro temblaba en su mano de nácar, y al agitarse era como si ríos de plata inundaran la noche.
La hija de la luna dio un paso hacia delante y sus ojos negrísimos se clavaron en la multitud de aquellos que por ser sus esclavos habían adoptado la condición de mendigos para el resto de sus vidas. Parecía buscar a alguien. Seguramente al afortunado que aquella noche, que no se producía sino de tarde en tarde, obtendría de ella la recompensa a su renuncia.
De los pechos de todos los mendigos surgió un quejido y la mayoría de ellos elevó sus manos de forma suplicante, deseando ser el elegido, pero la misteriosa mujer, dejando resbalar su mirada sin posarla en ninguno de los que le rogaban, alzó ligeramente su rostro y miró hacia donde yo me encontraba, y acto seguido me señaló con el sistro queriendo significar que yo era el escogido.
Todos los rostros se volvieron hacia mí, que, presa de un furor ciego, me retorcí las manos intentando desatar las ligaduras que me ataban a la palmera. Forcejeé durante largo rato, pero mis instrucciones habían sido tan fielmente cumplidas que no puede librarme de las ataduras. Me desesperé, gemí, supliqué que me desataran, y de mis muñecas brotó la sangre al contacto con la áspera fibra de esparto que las ceñía. Finalmente lloré consternado por no poder acudir a la llamada de aquella que ya se había convertido en mi dueña, la cual, viendo la voluntaria situación en que me hallaba y las precauciones que había adoptado para no entregarme a su dominio, me lanzó una mirada satánica y, abandonando las ruinas del peristilo, se sumergió en las sombras acompañada por los sacerdotes que le habían servido de escolta.
Tras unos instantes de silencio comprendí que mi situación era crítica. Los mendigos de Isis, brutalmente contrariados por la elección de su señora, la cual me había preferido sobre ellos, furiosos además porque mi obligada renuncia había provocado la ira de la aparición y su posterior desvanecimiento en las profundidades de la tierra, comenzaron a avanzar amenazadoramente hacia donde yo me encontraba. Me rodearon formando un círculo y me miraron con rencor.
Entre ellos descubrí a mi cuñado, en cuyos ojos brillaba el odio más terrible. Separándose de sus congéneres se fue acercando hasta donde me encontraba, y de súbito se lanzó sobre mí golpeándome salvajemente. Unos cuantos más siguieron su ejemplo y fui sometido a una paliza feroz, sin que pudiera defenderme en modo alguno. Creo que solamente debo agradecer el estar todavía con vida a las escasas fuerzas de los debilitados pordioseros.
Al cabo, dejándome por muerto, emprendieron su peregrinación hacia los suburbios de El Cairo cuando ya el sol apuntaba en el horizonte.
En aquel lamentable estado me encontró mi amigo el comerciante, al que debo agradecer la posterior recuperación de las heridas que cubrían mi cuerpo, aunque nada pudo hacer por la honda llaga que desde aquella noche lacera mi alma.
Al cabo de una semana, ya convenientemente recuperado, me propuse hacer una visita a las ruinas de Dar-el-Sakar en busca de quien desde aquella noche se había apoderado de mi ser, y a fin de preservar mi integridad decidí que me acercaría al antiguo templo al amparo de la luz del día.
Puse en conocimiento de mi amigo el comerciante mi intención, y él, temeroso de que hubiera perdido el juicio y extrañado de que todavía no me hubiera unido a la miserable cofradía de mendigos, me advirtió que si la permanencia en las proximidades de Dar-el-Sakar era peligrosa durante la noche, la detallada visita a los subterráneos del templo, pues tal era mi propósito, no era menos arriesgada. Afirmó también que la noche es maestra en engaños subyugantes y que la luz del día puede hacernos descubrir la verdad de los hechos, que frecuentemente es más amarga y menos amable que la ilusión que las sombras nos han proporcionado. A pesar de todo lo cual, tomando el jeep me dirigí hacia Dar-el-Sakar.
El río y el desierto, apenas separados por la estrecha franja del camino polvoriento, eran como las dos vertientes de lo que en adelante iba a ser mi vida: un vaivén constante entre la amargura y la aridez más extremas, y la más completa saciedad lograda al evocar el recuerdo de aquella que ya se había convertido en mi dueña.
Una vez en las ruinas, y habiéndome cerciorado de que estaba solo, me aproximé con cierto temor a la puerta por donde había visto surgir y posteriormente desaparecer al misterioso cortejo. Tras el dintel no había sino una cámara ruinosa que recorrí rápidamente, permaneciendo confuso al comprobar que nada daba indicios de que tras aquellos muros hubiera algo más que arena. Pero cuando ya comenzaba a desesperar me di cuenta de que uno de los grandes bloques de piedra que constituían los muros parecía haber sido removido. Acercándome a él lo empujé suavemente, y cuál no sería mi sorpresa cuando, sin mayor esfuerzo por mi parte, cedió a la leve presión de mi mano, abriéndome paso hacia una galería subterránea.
Sin vacilar, atravesé aquella improvisada puerta y me hallé en un oscuro corredor, cuyo fondo no me era posible vislumbrar. Avancé por él a tientas hasta que, comprendiendo que no me sería posible continuar la exploración a oscuras, decidí regresar al coche, de donde regresé con una linterna.
Al transponer la puerta situada al fondo del pasillo ingresé en una nueva cámara que no parecía haber sido violada jamás por los ladrones de tumbas, puesto que estaba repleta de objetos funerarios de gran valor y sus paredes aparecían adornadas con pinturas y jeroglíficos cuyo desciframiento me fue imposible llevar a cabo a pesar de poseer una rudimentaria idea de aquel tipo de escritura.
Atravesé una nueva puerta, y un nuevo corredor, esta vez de suelo mucho más inclinado, me condujo a un nuevo aposento.
Al iluminar la oscurísima estancia un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Cuatro túmulos flanqueaban las cuatro esquinas de aquella que sin duda era una cámara funeraria, y en el centro de la sala se elevaba un quinto sarcófago, mucho más rico que los cuatro que lo rodeaban.
Sin pensar que en cualquier momento podía levantarse la tapa de los ataúdes en los que con toda certeza yacían los cuatro sacerdotes que aquella noche me fue dado contemplar, me aproximé al féretro central y en aquel momento una fiebre de anhelo y de deseo hizo temblar todo mi ser. Allí debía de yacer la espantable y a la vez hermosísima hija de Isis. Tenía que estar tan sólo adormecida y quizá esperando mi visita, puesto que mi humilde persona había sido elegida por ella para brindarme su amor más allá de lo humano.
Tanteé con las manos el borde de la tapadera del sarcófago y, desplegando toda la fuerza de que era capaz, la levanté lentamente a causa de su gran peso. Apenas se había abierto una rendija sentí que me abandonaban las fuerzas. Oí el sonido del crótalo. Pero sacando fuerzas de flaqueza continué levantando la tapa del sarcófago, la cual, resbalando aparatosamente, vino a caer en tierra con gran estrépito, derribando la linterna que iluminó torvamente uno de los cuatro túmulos que rodeaban a aquel que yo acababa de violar.
Muerto de terror y de esperanza, aturdido mi ser por el metálico sonido del sistro, me incorporé portando la linterna y lancé su haz de luz sobre el interior del ataúd.
Un grito horrísono se escapó de mi garganta al ver lo que aquel sarcófago contenía.
En el fondo del féretro, yaciendo sobre una cama de sinuosas serpientes que se agitaban amenazadoras, contemplé la momia más horrible que a ojos humanos le haya sido dado ver. Su rostro estaba terriblemente descompuesto y sus miembros retorcidos, como si la muerte hubiera sorprendido a aquel ser nauseabundo en una temblorosa convulsión. Su vientre y su pecho se hallaban vacíos y hundidos, y con una de sus descarnadas manos asía un metálico sistro que inopinadamente se estremeció.
De pronto oí un ruido detrás de mí y comprobé, aterrado, que los cuatro sarcófagos que me rodeaban estaban abriéndose. La horrenda momia se contrajo de súbito y sus vacíos ojos se abrieron, a la vez que su deprimida boca sonreía diabólicamente.
El terror me paralizaba, pero al ver que unas sombras comenzaban a abandonar sus cuatro sarcófagos, lanzando la linterna al suelo salí de la cámara y emprendí una loca carrera por el corredor, golpeándome contra las paredes. Corrí y corrí aterrado, rogando a Dios que el portillo por donde había entrado permaneciera todavía abierto. Tras de mí oía el ruido de grandes zancadas que se iban acercando y sentí que algo me tiraba de los cabellos, a la vez que una risa satánica se estrellaba contra los muros. Finalmente divisé un rayo de luz y, a punto de desplomarme a causa del horror, me lancé al suelo y repté por el estrecho agujero.
Al salir a la luz del sol continué corriendo enloquecido, sin mirar atrás, y me lancé a una carrera suicida en el jeep, hasta que me encontré lo suficientemente lejos de las ruinas de Dar-el-Sakar.
Deseoso de abandonar aquel lugar, y convencido de que cualquier intento para recuperar a mi cuñado resultaría inútil, hice mis maletas y, a la mañana siguiente, tomé en El Cairo un avión que me condujo hasta mi país.
Una vez en casa telefoneé a mi hermana y quedamos citados para el día siguiente, a fin de procurarle una explicación conveniente de los hechos.
Aquella misma noche, al deshacer las maletas, advertí que la más pequeña parecía haber sido abierta. Alarmado, la examiné ante el temor de que me hubieran sustraído alguna de mis pertenencias, y al levantar la tapadera, retorciéndose sobre un inmenso montón de fragmentos de cerámica, se erigió hacia mi rostro una pequeña serpiente.
Aparté la cabeza horrorizado, lo que me salvó de una muerte segura, puesto que aquel ofidio era de una especie cuya picadura resulta mortal, y tomando un bastón de puño metálico golpeé repetidas veces la cabeza triangular de la serpiente hasta que quedó reducida a una pulpa sanguinolenta. Acto seguido me senté en un sillón para reponerme de la impresión recibida. Pero recordé al instante los guijarros sobre los que culebreaba el reptil cuando se lanzó sobre mí, y con toda clase de precauciones examiné el contenido de la maleta. Aquello eran los fragmentos de una pintura realizada sobre una base de cerámica, probablemente la copia de un retrato muy antiguo.
Lo fui examinando cuidadosamente, y al punto comprendí que resultaría una ardua tarea, cuando no imposible, la reconstrucción del cuadro así despedazado; algo infinitamente más difícil que la resolución del más complicado de los puzzles. No obstante lo cual, experimenté la sensación de que allí estaba la clave de Dar-el-Sakar. Probablemente, aquellos numerísimos fragmentos me permitirían, a juzgar por algunos indicios que creí percibir examinando varios trozos, la reconstrucción de un rostro de mujer. Con toda seguridad la tarea me llevaría varios meses, quizá años, pero supe que a la mañana siguiente comenzaría a intentarlo. Aunque me equivoqué.
Tan pronto me desnudé y me introduje en la cama, volví a oír el sonido del sistro. Alguien lo agitaba cadenciosamente desde la oscuridad, pero cuando encendí la luz y miré en derredor la vibración cesó y no pude ver a nadie. Me levanté creyendo que cerca de la cama había una serpiente que sacudía los anillos de su cola. En seguida me pareció que aquel tintinear metálico era producido por el entrechocar de las ajorcas presas en la garganta del pie de una bailarina sagrada. Pero unos segundos antes de que mis dedos oprimieran el pulsador de la luz comprendí que lo que llegaba a mis oídos era el sonido del sistro. Me levanté estremeciéndome de frío y abandonando el dormitorio pasé a una saleta inmediata. Sobre el tablero de la mesa reposaban las innumerables piezas del mosaico, tal y como las había dejado antes de que el sueño me rindiera. Sé que si algún día logro recomponer la figura oculta y diseminada entre los incontables pedazos alcanzaré la paz que me fue arrebatada en las riberas del gran río, junto a las ruinas de Dar-el-Sakar.

19 mar 2010

CANGREJOS por Jean-Paul Dutronc


Le vigilaban, atisbaban con sus
ojillos maléficos el más leve de sus
movimientos...
No podía dar crédito a lo que
sus ojos veían, pero, sin duda, un
ejército de cientos de miles de
soldados acorazados habían
invadido sus dominios y le tenían
en estado de sitio.

Descorrió las cortinas de la ducha, y ya iba a poner un pie en el suelo, cuando advirtió horrorizado que todo el piso del cuarto de baño estaba lleno de cangrejos.
Con el corazón palpitando furiosamente dentro de su pecho, corrió de nuevo las cortinas de plástico y trató de serenarse. No resultaba en absoluto razonable, pero la verdad era que había podido comprobar por sus propios ojos que, no bien los dedos de sus pies rozaron inadvertidamente los caparazones de aquellos crustáceos, cientos de pinzas se abalanzaron anhelantes deseando hundirse en su carne.
Se frotó los ojos con las manos y después las pasó por la húmeda cabellera. Las gotas de agua comenzaban a secarse sobre su piel, que se enfriaba rápidamente.
Abriendo de nuevo el grifo, dejó que el agua corriera sobre su cuerpo. Aplicó la ducha directamente encima de la nuca y sintió una agradable sensación de tibieza y una gratificante relajación. Sonrió para sus adentros y movió la cabeza negativamente considerando lo absurdo de aquella fugaz fantasía. Un chasquido le hizo volver a la realidad.
Atisbando por la abertura de la cortina, vio el toallero y un extremo del armario situado junto al lavabo. Fue descorriéndola poco a poco, y, con cierta aprensión, dirigió la vista hacia el suelo. Allí estaban. Formando un inquieto estrato que se ondulaba perezosamente, unos encima de otros, se apilaban los cangrejos, que, apenas advirtieron su presencia, comenzaron a agitarse nerviosamente. hasta él se elevó un murmullo de chasquidos, y cientos de pinzas se alzaron como implorando algo que ni quiso imaginar. Innumerables pares de ojos, inquietas cabezas negras de alfiler, se agitaron para terminar confluyendo en su persona.
Cerró otra vez las cortinas, y recluido en aquel estrecho cubículo, procuró serenarse y afrontar con tranquilidad la insólita situación. Los cangrejos estaban allí. Aquella segunda ojeada había sido suficiente para apreciar que no se trataba de ninguna broma de su imaginación. Preguntarse de dónde habían salido, cuántos eran, o qué esperaban, no iba a conducirle a nada. El suelo del cuarto de baño estaba plagado de cangrejos; las pinzas de tales crustáceos podían causar daño; la aprensión de su carne desnuda por parte de semejante número de fuertes tenazas podía producirle la muerte: tales eran los hechos.
Dejando al margen, por tanto, cualquier consideración acerca del origen de aquella estrambótica situación, lo único que debía interesarle era cómo salir de la bañera y abandonar el cuarto de baño sin que las pinzas de aquellos bichos hicieran presa en su cuerpo.
La puerta distaba cerca de dos metros, por lo que rechazó de inmediato la idea de correr alocadamente hacia ella. Suponiendo que tuviera la suerte de no ser apresado, lo más probable era que sus pies resbalaran sobre aquellos caparazones y, una vez en el suelo, no habría nada que hacer. Incluso, si conseguía alcanzar la puerta incólume, ¿quién le decía que cientos o miles de inquietas patitas terminadas en fuertes pinzas no le aguardaban anhelantes sobre el suelo del pasillo y del dormitorio? Desde el momento en que había sucedido lo que sus ojos estaban contemplando, aquella situación podía hacerse extensible, por la misma desquiciada lógica, al resto de la casa.
Estornudó varias veces. Las toallas estaban demasiado lejos para poder alcanzarlas desde la bañera, y, si no quería atrapar un resfriado atroz, la única solución, en tanto hallara una salida para aquella absurda situación, era continuar duchándose de vez en cuando.
Furioso y asustado, tomó la pastilla de jabón y la lanzó contra el lugar en que era mayor la concentración de cangrejos. La pastilla rebotó contra el caparazón de un gran crustáceo, que le miró fijamente agitando sus enormes pinzas, y después fue a aparar cerca del inodoro. El susto que le invadía subió de grado al comprobar que varios cangrejos se abalanzaban sobre ella y, cuarteándola con sus tenazas, la devoraban en un abrir y cerrar de ojos sin que, al parecer, sufrieran el más mínimo trastorno. Ahora se encontraba convencido de que, si acaso se le ocurría poner el pie en el suelo, quedaría descarnado en cosa de segundos.
Uno de los bichos intentó escalar los baldosines y trepara hasta el borde de la bañera, pero desistió al segundo intento. La pulida superficie resultaba tan resbaladiza que hacía imposible la ascensión.
Mientras dejaba correr el agua tibia por su cuerpo, se le ocurrió la idea de cocer a los cangrejos. ¿No era aquel el procedimiento que se empleaba para matarlos?
Procurando que el agua caliente no le quemara los pies, los colocó en el borde de la bañera, y en aquel difícil equilibrio, abrió por completo el grifo. Instantes después, el agua salía casi hirviendo, y una atosigante nube de vapor obstaculizaba su visión.
Cuando consideró que la temperatura era la máxima que podía ser alcanzada, apartó las cortinas y dirigió el chorro hacia los cangrejos, que, al sentir sobre sus caparazones el ardiente líquido, hicieron crujir sus pinzas y las entrechocaron furibundamente.
Satisfecho, sonrió, y la alegría por su inminente triunfo fue transformando la sonrisa en una carcajada incontenible. Rió y rió hasta que, en uno de los accesos, advirtió que perdía el equilibrio, y por un momento temió caer sobre los cangrejos, pero en el último segundo realizó una brusca torsión y se derrumbó sobre la bañera produciéndose un agudo dolor en las rodillas y el la espalda. Un instante después, la manguera de la ducha, que había soltado en su caída, se balanceó sobre él y un chorro de agua hirviente le abrasó arrancándole un alarido desgarrador.
Como pudo, alcanzó el grifo del agua caliente y lo cerró por completo. El muslo derecho se le enrojeció violentamente y el dolor de la quemadura ocultó, de momento, el producido por la caída sobre la bañera. En aquel lastimoso estado, esperó a que se despejara la nube de vapor.
Cuando la atmósfera se clarificó lo suficiente, advirtió que los cangrejos continuaban allí. Tan sólo dos o tres de ellos yacían patas arriba sin vida. El color de los caparazones de sus víctimas se había vuelto violentamente rojo.
Aunque dolorido por el golpe, y con lágrimas en los ojos debido al escozor de la quemadura, se sintió aliviado al comprobar que el sistema había dado resultados. Tan sólo era cuestión de actuar con serenidad y lanzar el chorro contra los crustáceos procurando que no le alcanzara a él mismo.
Situándose de tal modo que hurtaba su cuerpo a las salpicaduras del agua caliente, volvió a abrir el grifo a tope. El ardiente líquido se abatió contra los cangrejos, y, nuevamente, una nube de vapor invadió la estancia. Pero, cuando ya gozaba por anticipado de su triunfo, se dio cuenta de que, a pesar de mantener el grifo abierto, la nube de vapor comenzaba a disiparse. Unas gotas de agua salpicaron su mano y pudo apreciar que la temperatura del chorro descendía ostensiblemente. Al instante comprendió lo que estaba ocurriendo. Antes de introducirse en el baño había sopesado la bombona de gas sospechando que su contenido estaba ya en las últimas, pero, suponiendo que quedaba lo bastante para una ducha, había decidido arriesgarse. Aquel resto de gas había sido suficiente, tal y como imaginó, para una ducha, pero sólo para una.
Cuando la nube de vapor se disipó, creyó notar que el número de cangrejos había aumentado, y, mirando el baldosón de la pared más cercano al suelo, comprobó que el estrato de crustáceos lo ocultaba casi en sus tres cuartas partes.
Dolorido, y tiritando de frío por no poder secarse, se esforzó en hallar una solución a tan insólita situación. Podía arrancar las cortinas que rodeaban la bañera y tenderlas sobre el suelo para caminar sobre ellas hasta la puerta, pero ¿estaría libre de crustáceos el pasillo? ¿Sería posible matarlos uno a uno machacándolos con el frasco de gel?, se dijo.
Quizá fuera una tarea ardua, pero, ni corto ni perezoso, tomó el pesado recipiente de plástico y, sin soltarlo, lo dejó caer por su base sobre uno de los cangrejos. Se oyó un crujido, y el cangrejo movió espasmódicamente sus pinzas durante un momento. Luego quedó inmóvil.
Alentado por aquel éxito inicial, que había enfurecido a los demás animales, los cuales hacían chasquear nerviosamente sus pinzas, dejó caer el frasco sobre otro cangrejo, y después sobre otro, y, produciendo un movimiento de vaivén, despejó, bamboleando el recipiente, un espacio delante de la bañera, lo que al instante comprendió que no le favorecía porque los cangrejos, avisados, se retiraban por propia iniciativa, d forma tal que, tras haber acabado con unos cuantos, no pudo alcanzar a ninguno más.
De pronto vio que, escalándolo por la parte de atrás, dos o tres cangrejos se sumergían en las profundidades del inodoro. ¿Estarían iniciando la retirada, si es que aquella había sido su vía de acceso?
Continuó a la expectativa, pero no vio que ningún otro crustáceo los siguiera. Sin duda se trataba de una avanzadilla exploratoria.
Decidió esperar el desarrollo de los acontecimientos. la marea que inundaba el suelo del cuarto de baño pareció aquietarse, y el ingente número de crustáceos parecía también a la expectativa.
De pronto, experimentó un agudísimo dolor en los dedos de los pies. Miró hacia abajo y comprobó aterrado que un cangrejo había hecho presa en su dedo meñique. Otros dos pequeños bichos, surgiendo por el agujero del desagüe, corrían hacia él.
Aterrado, comenzó a dar saltos en la bañera pretendiendo desasirse de las pinzas que aprisionaban su dedo y le causaban un dolor insufrible. Utilizando la esponja, empujó a los dos crustáceos fuera de la bañera, y, tomando el frasco de gel, lo dejó caer sobre el que había hecho presa en su dedo. Una vez despanzurrado, no por eso aflojó la presión de su pinza, y tubo que ser é quien, a costa de ímprobos esfuerzos, se librara de la espantosa presión de aquellas duras y cortantes tenazas.
Rápidamente obturó el desagüe mediante el tapón, y después arrojó el cadáver del cangrejo sobre sus camaradas. Al asomarse al borde de la bañera advirtió que, haciendo uso de una nueva estrategia de ataque, los crustáceo intentaban introducirse en al pileta trepando sobre el cuerpo de los otros, que formando un montón, facilitaban así el ascenso a los que venían detrás.
No le fue difícil desmoronar aquella torre, pero desde entonces tuvo que permanecer atento porque, al menor descuido por su parte, volvían a intentarlo.
Al poco, se dio cuenta de que una gran quietud se extendía entre los cangrejos. Apenas si realizaban algún movimiento, y había cesado aquel incesante chasquear de sus pinzas: ni siquiera le miraban.
Retirados de la bañera, y agrupados cerca de la pared, parecían en actitud reflexiva. Hubiera jurado, incluso, que se comunicaban silenciosamente entre ellos de la misma forma que un grupo de asaltantes, rechazados al primer intento, reagrupan sus fuerzas y trazan los planes de una nueva estrategia.
Aprovechando que la zona cercana a ala puerta se hallaba momentáneamente despejada, no atreviéndose a poner el pie en el suelo, desenganchó las argollas que sujetaban una de las cortinas de plástico y, tomando la barra metálica, actuó a distancia sobre el picaporte de la puerta, que se fue abriendo poco a poco.
El suelo del pasillo era un hervidero de crustáceos, cuyos caparazones relucían reflejando la escasa luz procedente de la ventana del patio.
Durante un momento, aquella masa de cangrejos pareció vacilar, y, al segundo siguiente, echaron a correr en tropel. Con ayuda de la barra dio un fuerte empujón a la puerta, que volvió a cerrarse, y, a continuación, sintió el ruido producido por las patas de loa animales al arañar furiosamente la madera.
Considerando lo absurdo de la situación a punto estuvo de abandonar la bañera sin ningún tipo de precauciones, pero, finalmente, la prudencia le contuvo. Supuso que serían cerca de las once. Sentía dolorido el cuerpo, especialmente en las zonas en que se había golpeado al caer sobre la bañera, y los continuos estornudos eran la señal de que habían atrapado un formidable catarro. ¿Cómo disculparse en la oficina por llegar con un retraso de dos horas? ¿Con qué cara iba a ser capaz de explicar el asunto de los cangrejos?
En aquel momento sonó el timbre y los cangrejos se inmovilizaron aún más. A continuación oyó que se cerraba la puerta de entrada. La mujer de limpieza acostumbraba a llamar antes por si él se encontraba en la casa, a pesar de que disponía de una llave propia. «¡Brígida!», exclamó con toda la fuerza de sus pulmones. Tras unos instantes de silencio, oyó la voz de la asistenta. «¿Señor?», dijo, todavía desde el vestíbulo. «¡Brígida!», gritó nuevamente sin saber qué añadir a continuación.
La imaginó despojándose parsimoniosamente de su abrigo y depositando en una silla del recibidor las eternas bolsas de plástico que siempre llevaba consigo. A continuación oyó sus pasos bajando los dos escalones que conducían al salón, y permaneció atento al menor ruido. «¿Está usted ahí, señor?», decía mientras se aproximaba al cuarto de baño. El contuvo la respiración extrañado de no oír el crujir de caparazones bajo el considerable peso de su asistenta.
Un momento antes de que Brígida alcanzara la puerta del baño, percibió una ligera exclamación de sorpresa, y, acto seguido, una frase pronunciada en voz baja llegó hasta él a través de la puerta cerrada. «¿Qué es esto», se preguntó la mujer. «Pero...», comenzó a decir.
Un alarido formidable surgió de la garganta de Brígida, y su exclamación se confundió con el rumor de cientos de patas que corrían a su encuentro. La mujer dio dos o tres pasos quejándose lastimeramente, y a continuación pareció que se derrumbaba muy cerca de la puerta del cuarto de baño .Los cangrejos, agrupados junto a la pared de baldosines, se removieron inquietos y clavaron en él sus ojos como pequeños y diminutos botones negros.
«¡Jesús!», suspiró la asistenta con voz ahogada. Después lanzó varios gritos desgarradores y no se volvió a oír más que el rumor de cientos de patas y el chasquido de sus pinzas. A los pocos minutos un hilillo de sangre se coló por debajo de la puerta.
Un crujido, una serie de crujidos simultáneos, comenzaron a legar desde el pasillo. Era como si un gran número de tijeras se desplazara sobre una pieza de tela gruesa deshaciéndola en fragmentos. El flujo de sangre continuó derramándose sobre los baldosines del cuarto de baño, y algunos de los cangrejos se excitaron al sentirse bañados en él; movieron sus patitas e hicieron crujir sus pinzas en inquietante aplauso. Por toda la casa se extendió un nauseabundo olor a vísceras calientes expuestas al aire, y los crujidos procedentes del pasillo continuaron incesantes y monótonos.
Cuando la fetidez inundó el cuarto de baño, la masa de cangrejos se removió inquieta y algunos de los animales alzaron las pinzas haciéndolas oscilar a derecha e izquierda como estimulados por el olor de la carne. Después, se fueron desplegando, y abandonando el montón en el que desde hacía rato se habían constituido, ocuparon toda la superficie de baldosas hasta el borde mismo de la bañera.
Con ayuda de la barra de la cortina, fue abriendo poco a poco la puerta mientras los crustáceos situados junto a ella se dejaban arrastrar remolonamente. Muy cerca del marco pudo ver un bulto informe en el suelo. Sobre él deambulaban inquietos centenares de cangrejos que continuaban atentos su tarea de despedazamiento. Un grito de horror escapó de sus labios y un sentimiento de náusea invadió su garganta cuando vio a lo que había quedado reducida la asistenta.
Empujando la puerta con la barra metálica consiguió cerrarla otra vez temiendo la invasión de los crustáceos que, al parecer, habían ocupado toda la casa. Se acurrucó en un extremo de la bañera y a punto estuvo de prorrumpir en amargas lágrimas de impotencia.
Algunos minutos más tarde, se quietó la actividad del pasillo, y el incesante rumor, el constante cortar y machacar, fue sustituido por el significativo silencio que suele suceder a los almuerzos copiosos. Mientras tanto, los cangrejos, uno a uno, como si calcularan perfectamente el peso que podía resistir, comenzaron a trepar por una de las toallas de baño, y, caminando por el filo del lavabo, pretendían aproximarse a la bañera.
Tomando la ducha de mano, intentó rechazarlos de igual modo que se hace con un grupo de manifestantes, cosa que no resultó difícil; pero, al efectuar aquella maniobra, la toalla de baño, por donde los cangrejos ascendían, quedó completamente empapada, lo que unido a la equilibrada posición en que se encontraba, contribuyó a aumentar la solidez y estabilidad de aquella improvisada escala.
Al mismo tiempo, simultaneando el ataque por aquel frente, los crustáceos formaron una torre junto a la puerta, y así, unos sobre otros, se constituyeron en un montículo por el que otros congéneres trepaban ágilmente con la intención de deslizarse dentro de la bañera.
Teniendo que atender a dos frentes a la vez, la situación se hizo más difícil, aunque todavía sostenible. Los cangrejos parecían dotados de un irracional i limitado valor sin que la destrucción de algunos de sus compañeros les arredrara en absoluto. Todo lo que deseaban a juzgar por su contumacia ciega era apresar y desgarrar la carne humana con sus fuertes pinzas.
Poco más tarde, algunos crustáceos, cuyo número parecía no disminuir, cayeron dentro de la bañera e intentaron hacer presa en sus pies.
Rechazándolos como pudo, comprendió que la defensa en aquel reducto no podría ser sostenida durante mucho tiempo. A pesar de su aparente lentitud, los cangrejos afluían en tal número, que superaban con mucho su capacidad de movimientos.
Sin dejar de rociar con el agua a presión a los invasores, abrió como pudo la puerta con ayuda de la barra: cientos y cientos de cangrejos reposaban sobre el suelo del pasillo y sobre los restos descarnados de lo que había sido Brígida. Parecían encontrase en una especie de letargo posterior al festín, y mientras se defendía de los más próximos, consideró la posibilidad de salir corriendo aprovechando aquella circunstancia y abandonar la casa.
Algunos de los más feroces habían entrado ya en la bañera e intentaban aferrarse a los dedos de sus pies. Soltó la ducha ciego de ira y de terror, y puso los pies sobre los resbaladizos caparazones de los crustáceos, que ocultaban el suelo del cuarto de baño. Al instante, decenas de fuertes pinzas se incrustaron en su carne y experimentó dolores agudísimos.
A grandes zancadas salió al pasillo advirtiendo que el peso de sus pies aumentaba considerablemente debido a la cantidad de cangrejos que, como imperdibles, traspasaban su carne. Al pisar los caparazones de los durmientes, todo el suelo se convirtió en un hervidero.
Saltando sobre los restos de Brígida, se encaminó hacia la salida aullando de dolor y sintiéndose cada vez menos ágil.
Al llegar al vestíbulo comprendió que por allí nunca conseguiría abandonar la casa. Cientos, miles de crustáceos se amontonaban sobre el piso del vestíbulo formando una infranqueable muralla, por lo que, cada vez más lentamente, corrió hacia el dormitorio y se encerró en él. Milagrosamente, el suelo de la alcoba se hallaba completamente despejado de animales.
Agachándose, y dando gracias por hallarse momentáneamente a salvo, se arrancó los cangrejos de sus pies y de sus pantorrillas llevándose con ellos fragmentos de tejido. Al cabo de cinco minutos había conseguido desprenderse de todos los bichos, y a causa de la excitación de que era presa, no experimentaba ningún dolor pese a tener los pies y las piernas destrozados.
No bien hubo finalizado su tarea, se oyeron crujidos en la parte baja de la puerta. Poco después la madera más próxima al suelo comenzó a partirse y a desmigajarse: innumerables pinzas socavaban los bajos de la puerta.
Ciego de terror, fue retrocediendo hasta encontrarse a la altura del lecho. Desde allí contempló cómo la madera cedía y, finalmente, una inmensa riada de cangrejos invadió el dormitorio encaminándose con determinación hacia donde él se encontraba; y el empavorecido habitante de aquella casa, al no encontrar otra escapatoria que la ventana de un onceavo piso, saltó sobre la cama y se sumergió en ella cubriéndose con las mantas. AL instante se sintió presa de cientos de fuertes garfios, y su cuerpo, en vez de reposar sobre las sábanas, se estremeció al contacto con los ásperos caparazones de los cangrejos que se habían refugiado, esperándole pacientemente, en el interior del lecho.
Tras unos instantes de forcejeo, se sintió completamente inmovilizado. La interminable procesión de animalillos llegó hasta el pie de la cama, y trepando por las patas torneadas, se abalanzó sobre el infeliz que yacía desnudo y apresado.
Pocas horas más tarde, un esqueleto humano, casi completamente limpio, podía contemplarse sobre las sábanas empapadas en sangre. En el suelo del pasillo, una segunda osamenta yacía en una forzada posición, y sobre las baldosas del cuarto de baño, algunos otros pequeños y aplastados cadáveres completaban el insólito cuadro.

2 mar 2010

NORIKO por Pedro Montero




Aprovechó la generosidad de un amigo y empleó todo su talento fabulador, todas las fuerzas de su imaginación de escritor en conjurar el destino de unos personajes creados por él y que le acosaban, ahora, desde el lejano Japón medieval


Anoche estaba escribiendo en mi estudio y supongo que me quedé dormido. De pronto se abrió la puerta suavemente y apareció, tan bella, tan pálida como siempre, Noriko, que, arrodillándose en el umbral, colocó las palmas de sus manos en el suelo delante de sus rodillas y se inclinó ladeando ligeramente el cuerpo en una ceremoniosa reverencia. Los adornos de plata sujetos a su pelo tintinearon cuando su frente rozó el entarimado y una flor de cerezo cayó al suelo, desprendiéndose del minúsculo ramo tramado a su negra cabellera. Un instante después se levantó y, ajustándose honestamente el kimono de un rosa desmayado, salió de la estancia, invitándome con un gesto a que la siguiera. Hubiera querido ver sus ojos, pero en todo momento su mirada permaneció clavada modestamente en tierra.
La seguí durante largo rato, manteniéndome unos pasos detrás de ella, y aunque de vez en cuando la nieve se arremolinaba y su figura se hacía borrosa hasta casi desaparecer, sus leves pisadas dejaban huellas en el campo que los copos tardaban algunos momentos en borrar.
Un instante antes de entrar en el templo se volvió hacia mí y entonces pude ver sus ojos almendrados en los que temblaba una lágrima. En su mirada no había odio ni rencor; sólo un mudo reproche que me hizo desviar la vista de su pálido rostro. Cuando volví a mirar ya no la vi. Penetré en le recinto, pero ella había desaparecido. De pronto comprendí. Atravesé velozmente el patio en dirección al pabellón de clausura dispuesto a violar el sagrado aislamiento, cuando, desde la baranda que rodea el piso superior, una figura blanca se precipitó en el vacío. Un pañuelo de seda la siguió mansamente y se posó a su lado momentos después como un eco de su caída. Desde donde me encontraba pude ver cómo el kimono rosa de Noriko se tornaba de un rojo bermellón.
Es una pesadilla que me obsesiona cada noche —explicó el novelista—; desde que escribí ese cuento sueño constantemente con Noriko, asisto a todos los avatares de su desgraciada historia y, finalmente, soy testigo de su horrenda muerte sin poder evitarla. Todas las noches entro en el templo, me detengo unos instantes, buscándola, y veo caer su cuerpo desde una gran altura. Luego el kimono se tiñe de rojo con su sangre.
—¿Cuál es el argumento de ese obsesivo relato?— pregunté yo.
El autor encendió un cigarrillo y se dispuso a resumirme la historia que él mismo había ideado y de la que ahora le era imposible liberarse.
—El argumento que se desarrolla en el Japón medieval —comenzó mi amigo—. Una muchacha, Noriko, es forzada a contraer matrimonio con un poderoso señor feudal llamado Takura. La piedad hacia sus padres impide a Noriko rebelarse contra su destino, pero el azar provoca que la joven conozca a un extranjero del cual se enamora y con el que se comunica por medio de una fiel criada: Natsumi. Entre los dos traman la huida, pero en el último momento el amante renuncia a llevarse a Noriko por miedo a las represalias de su esposo y huye solo. La muchacha, desesperada, decide poner fin a su vida arrojándose desde lo alto del templo y allí acude con su fiel criada que lamenta la espantosa e inexorable decisión de su ama. En el último momento el extranjero se arrepiente de su decisión y vuelve. Corre hasta el templo donde sabe que se encuentra su amada y, una vez allí, la busca desesperadamente. Noriko le ve desde lo alto de uno de los pabellones al que ha ascendido con intención de quitarse la vida, pero es demasiado tarde. Ha ofrendado a los dioses su propia inmolación y tanto las divinidades como los fantasmas de sus antepasados se vengarían en ella misma y en la persona de su amante si dejara de cumplir su promesa y mancillara su honor. De este modo, para evitar que caiga sobre el extranjero la maldición divina, se arroja desde lo alto y muere.
—Bonita historia —dije yo cuando hubo terminado de narrarla—. ¿Porqué no la has incluido en tu último libro si hace tiempo que la tienes escrita?
—Ni yo mismo lo sé —repuso mi amigo—. Tardé tanto tiempo en escribirla, puse tanto cariño en ella, que he llegado a creérmela. Ni que decir tiene —continuó— que, como ocurre siempre con todos nuestros personajes, la mayoría de ellos suelen ser prolongaciones de nosotros mismos, desarrollos de una faceta de nuestra propia personalidad —explicó, pero en este caso, me temo que he ido demasiado lejos al identificarme por completo con el extranjero de mi historia.
Adivinando lo que yo pensaba, pero que la prudencia me impedía formular abiertamente, confesó:
—Yo fui protagonista de una historia parecida, que terminó tan trágicamente como ésta. Siempre he lamentado haber sido cobarde en una ocasión en que los hechos me exigían haber actuado con cierta gallardía y con un arrojo que estuve muy lejos de manifestar —concluyó.
Como yo expresara la opinión, que él sin duda compartía, de que las ideas subconscientes y los soterrados sentimientos de culpabilidad se valen para exteriorizarse en ciertos momentos en que descuidamos la guardia, como han hecho patente los psiquiatras, le propuse un juego que concebí en aquel mismo momento, a fin de que lograra liberarse de su angustia.
—Eminentes hombres de ciencia aseguran —expliqué—
que para disipar los sentimientos de culpabilidad, ya provengan de actuaciones que los justifiquen, o sean frutos de una mente enfermiza o de cierta estrechez de conciencia, el único remedio eficaz es su exteriorización mediante el empleo de ciertas técnicas reservadas a los médicos psiquiatras. Pero a mí se me ocurre —manifesté— que tú mismo puedes libertarte de esas inculpaciones mediante un tratamiento correctivo que, debido a tu profesión, estás en condiciones de autoaplicarte.
Como mi amigo mostrara sumo interés en mis observaciones continué diciendo:
—Parece ser que en tu caso no te ha servido de nada poner de manifiesto, aunque de forma simbólica, los sentimientos que te imputas. Por tanto —proseguí—, trata de modificar esas acusaciones contra ti mismo por un camino inverso.
—¿Qué camino es ése y qué procedimiento he de emplear? —me preguntó, sumamente interesado.
—Modifica tu historia. Escribe otra narración referida a las mismas situaciones y en la que intervengan los mismos personajes, pero con un final distinto en el que exoneres de toda culpa al extranjero de la historia; es decir, a ti mismo.

«Seguí a Noriko durante largo rato, manteniéndome detrás de ella, y aunque de vez en cuando la nieve se arremolinaba y su figura se hacía borrosa hasta casi desaparecer, sus leves pisadas dejaban huellas que los copos tardaban algunos momentos en borrar…
… Atravesé rápidamente el patio en dirección al pabellón de clausura dispuesto a violar el sagrado aislamiento, cuando, desde la baranda que rodea el piso superior, una figura blanca se precipitó en el vacío. Un pañuelo de seda la siguió mansamente y se posó a su lado momentos después como un eco de su caída. Desde donde me encontraba pude ver cómo el kimono rosa de Noriko se tornaba de un rojo bermellón.
Permanecí unos instantes inmóvil, con el corazón inmóvil, con el corazón atenazado por un amargo dolor, y de pronto algo llamó mi atención. Me arrodillé junto al cadáver, al que la nieve iba ocultando piadosamente, y pude ver que sus pies estaban cubiertos con un calzado grosero y de factura basta, cuya hechura no correspondía ni al gusto ni a la clase social de Noriko. Movido por una terrible sospecha, que sin embargo hizo nacer una llama de esperanza en mi corazón, me abalancé hacia las escaleras que conducían al pabellón más alto y subí, precipitadamente, sin detenerme ni una vez ni tomar el aire que exigían mis pulmones. Una vez en el piso superior corrí por la terraza a riesgo de estrellarme contra la barandilla, que sin duda hubiera cedido ante el embate de mi cuerpo, y penetré por una puerta abierta en la fachada que da al patio. Allí, en la oscuridad, arrodillada y temblorosa, implorando sin duda el perdón de sus dioses, se hallaba Noriko.»
—Bien —declaré cuando mi amigo llegó a este punto—. Está claro que lo que te atormentaba era el suicidio de la muchacha. De esta forma, recurriendo a esa estratagema, Noriko no muere y podéis huir juntos y felices. Pero ¿y la maldición de los antepasados ante la promesa incumplida? ¿Y quién se arrojó desde lo alto en sustitución de Noriko? —pregunté.
Tomando un último folio, que yo no había visto, mi amigo continuó la lectura.
«Cuando Noriko me vio entrar alzó una de las mangas de su kimono y ocultó el rostro tras ella, indicándome con este gesto que no me aproximara ni intentara mirar su faz. Ante mis súplicas, accedió a contarme lo sucedido.
Cuando yo huí cobardemente, sin acudir a la cita que por medio de su criada habíamos concertado con el fin de escapar juntos, ella, desesperada, decidió poner fin a su vida, arrojándose desde lo alto del templo, y así se lo comunicó a Natsumi, la cual, con el rostro bañado en lágrimas, ayudó a su señora a ataviarse como correspondía a aquella solemne ocasión.
A continuación, Noriko se despidió de su doncella y, tras dedicarse a la oración durante cierto tiempo, emprendió el camino del templo con la intención de quitarse la vida.
Subió con decisión no exenta de amargura las escaleras que conducen a lo alto del pabellón, y cuando se disponía a salir a la terraza, con el fin de acometer el cumplimiento de su fatal determinación, vio allí a Natsumi que, vistiendo un kimono de su señora y cubierto su rostro con un pañuelo de seda para engañar a los dioses, había decidido inmolarse en su lugar. Tanto era el amor que profesaba a su ama.
Yo narré a mi vez a Noriko la parte de la historia que ella desconocía.
Tan pronto como comprendí la vileza de la acción que estaba a punto de cometer, regresé a la mansión de mi amada y, evitando la entrada principal, me asomé a una de las ventanas traseras después de ocultarme unos instantes para evitar ser visto por alguien que abandonaba la casa bajo aquella tormenta de nieve. Natsumi se desesperó al verme y al saber que regresaba con la intención de llevarme a su ama. Se retorció las manos silenciosamente, no tanto porque advertir a Noriko de mi decisión fuese todavía imposible, sino porque, conocedora de la solemne promesa de su ama, estaba en condiciones de saber que, si su señora decidía romperla, caería sobre ella la maldición de los dioses y la de sus antepasados durante el resto de sus días.
Así pues, la fiel sirviente tomó la decisión de inmolarse en lugar de su dueña y asumir de esa manera la terrible cólera de las divinidades.
Vistiendo un kimono de su señora, y cubriéndose el rostro con un pañuelo de seda, llegó al templo por medio de un atajo casi al mismo tiempo que Noriko, a la que yo no había reconocido cuando la vi salir por la puerta trasera de su casa. Mientras su ama oraba unos instantes y quemaba una vara de incienso ante el altar de los dioses, Natsumi subió las escaleras hasta lo alto del pabellón y se arrojó al vacío, liberando así a su ama de la terrible promesa contraída y abriendo el camino para su felicidad.»

Algunas noches más tarde de los acontecimientos que acaban de ser narrados me hallaba cenando en casa de unos conocidos que también lo eran de mi amigo el escritor. Les conté la curiosa historia del relato que éste había escrito, guardándome de citar aspectos que pudieran inducir a pensar que el trasfondo del cuento tenía una base real. Pero, ante mi asombro, la mayoría de los presentes interpretó los hechos como fiel reflejo de una desgraciada historia amorosa de la que nuestro común amigo había sido protagonista hacía algunos años. Al parecer, yo era el único en ignorar los pormenores de aquellos sucesos.
Cuando me disponía a pedir discretamente algunas precisiones sonó el timbre del teléfono y la dueña de la casa me hizo saber que la llamada era para mí.
Se trataba de mi amigo el escritor, pero su voz era tan extraña y apagada que apenas pude reconocerla, y podría asegurar que otro tanto le había ocurrido a la señora de casa, que no pareció identificar al comunicante.
Mi amigo me suplicó vehementemente que fuera a su casa lo más pronto posible. Yo, con medias palabras, que seguramente resultaban más reveladoras que una conversación del todo natural, le indiqué que me pasaría por allí una vez que la velada hubiera finalizado. No obstante, ante la urgencia de sus requerimientos, no tuve más remedio que inventar una excusa y abandonar la reunión.
Cuando llegué a su casa la encontré en un estado de extremo nerviosismo y con el aspecto de no haber dormido apenas en los últimos días. Me hizo pasar a su estudio y, una vez allí, me explicó el motivo de su preocupación.
—Llevo varias noches sin dormir —comenzó diciendo—. ¿Recuerdas aquella narración cuyo final modifiqué por consejo tuyo? —preguntó.
—¿Has vuelto a soñar con Noriko? —dije yo, vacilando un momento antes de recordar el nombre de su protagonista.
—No estoy seguro de que fueran sueños —repuso—; pero de todas formas no la he vuelto a ver, aunque hubiera sido preferible a esto.
Mientras esperaba a que me hiciera partícipe de la causa de sus preocupaciones se levantó, y aproximándose a la puerta del estudio, echó la llave. Después corrió las cortinas, que ocultaron a mi vista un amplio ventanal, y retornó a mi lado.
—Hace ahora cinco años —explicó— me vi envuelto en una historia de amor un tanto turbulenta y del todo contraria a mis pacíficos hábitos. Me enamoré de tal modo de una muchacha casada que, impelido por la ardiente pasión en que nos consumíamos, fijé con ella una cita en un lugar de las afueras, con el fin de consumar nuestro amor. Pero, quizá por temor a verme obligado a modificar mis tranquilos hábitos de vida, vacilé en el último minuto y decidí no acudir al encuentro, dejando para más adelante la búsqueda de una excusa convincente que sirviera a la vez de piedra de toque para que nuestras relaciones comenzaran a enfriarse.
—¿No acudiste a la cita? —pregunté, comenzando a adivinar el paralelismo entre la historia real y la ficción.
—Así fue —repuso él—. Y cuando a los pocos días ella supo que estaba efectuando los preparativos para marcharme de la cuidad, tomó la determinación de poner fin a su vida sin comunicármelo, para que tal decisión no pudiera interpretarse como un gesto de violencia moral que me forzara a modificar mis súbitos planes de huida. Cuando una hermana menor de la muchacha que estaba al tanto del amor que ella me profesaba, barruntó la proximidad de una desgracia, intentó ponerse en comunicación conmigo, pero en aquellos momentos yo subía al tren que me alejaría definitivamente de la cuidad. Así pues, la joven (no me atrevo a decir mi amada por lo mal que la amé) puso fin a su vida sin que el hombre que estaba casado con ella pudiera ni siquiera sospechar los motivos de aquella trágica decisión.
Como aparecían claras las transferencias de la historia real a la inventada, no me detuve en dar a mi amigo explicaciones engorrosas que en nada o en muy poco podrían ayudarle. Por el contrario, en vista de su poco saludable aspecto y de su gran nerviosismo, le pregunté por el motivo de su acuciante llamada.
—Me encontraba la otra noche en este estudio rehaciendo la narración, y apenas había terminado de modificarla sacrificando la vida de la intermediaria Natsumi cuando sonó el teléfono.
Era un antiguo amigo y convecino de aquella ciudad que me llamaba para hacerme partícipe de un extraño suceso que acababa de presenciar.
Como acabo de decirte, el comunicante continuaba viviendo en mi antigua casa y me relató con voz entrecortada que, apenas diez minutos antes, alguien había estado llamando repetidas veces en la puerta del piso que yo ocupaba, y que no sé por qué razón continúo alquilando. Como el desconocido no cejara en sus llamadas, mi amigo salió al pasillo y tuvo tiempo de ver una figura de mujer que, pronunciando mi nombre con acentos de verdadero odio, abrió una de las ventanas del pasillo y se arrojó por ella al vacío. Rápidamente llamó a la policía, que se limitó a certificar la muerte de la joven, que no era otra que la hermana de mi antiguo amor; la que un día sirviera de intermediaria en nuestras relaciones.
—No debes atormentarte. Se trata de una simple coincidencia —dije yo, aunque no estaba muy seguro de ello.
—¿Tú crees? —preguntó—. ¿Por qué entonces eligió mi antigua casa para suicidarse y pronunció mi nombre antes de morir?
—Con toda probabilidad —aduje—, ella sabía que tu piso continuaba vacío y lo eligió para sus propósitos. En cuanto al nombre, lo más seguro es que tu amigo haya sufrido una confusión al creer que ella lo pronunció.
Pero al fijarme detenidamente en su rostro pensé que aquella serie de coincidencias no justificaban el lamentable aspecto de mi amigo.
—Te ruego que no me creas loco si lo que voy a contarte a continuación te parece ocurrencia propia de una persona desequilibrada. Puedo asegurarte que estoy en mi sano juicio, aunque lo mismo afirman, sin duda, todos los dementes —dijo el escritor, y añadió—: Todo esto podría ser considerado, como tú has dicho, una simple coincidencia, si no fuera porque he comenzado a recibir, no sé si en sueños o despierto, una serie de extrañas visitas —y diciendo estas palabras hizo una breve pausa, encendiendo un cigarrillo, para continuar acto seguido su relato—. Al igual que cuando soñaba con Noriko, me encontraba hace algunas noches escribiendo en este mismo estudio cuando se abrió la puerta sigilosamente. No puedo asegurar que estuviera dormido, pero tampoco sé si me hallaba en estado de vigilia. Se abrió la puerta —reiteró mi amigo— y entró Natsumi, la criada de mi cuento. Desde lejos me hizo una reverencia, aunque sus ojos me miraban con un odio infernal. Después se encaminó hacia donde yo me encontraba y pasando a poca distancia de mí, sin dejar de mirarme de una forma satánica, abrió esta misma ventana —dijo, señalando la que estaba oculta tras la cortina— y se arrojó por ella, al mismo tiempo que pronunciaba una horrible maldición. Desde esa noche no me atrevo a dormir, seguro de que, apenas cierre los ojos, se repetirá la espantosa escena y la maldición acabará por cumplirse más tarde o más temprano.
Estás obsesionado con el pasado —manifesté yo— y te acusas de hechos en verdad lamentables, pero que pertenecen a tiempos pretéritos. ES evidente que la mala suerte ha querido que, al modificar tu cuento, haciendo que Natsumi se suicide generosamente, se haya producido a la vez la trágica muerte de la que podríamos calificar, para entendernos, como tu cuñada; pero debes alejar de tu mente la idea de que un hecho sea consecuencia del otro. Tú eres una persona inteligente —continué diciendo para tranquilizarle— y sabes de sobra que el azar juega un papel importante en nuestras vidas. No me extrañaría que me dijeras que la criada Natsumi, que te miraba ferozmente, se te presentó bajo los rasgos de la hermana de tu antiguo amor.
—En efecto —afirmó el escritor—; aunque sus rasgos eran orientales, bajo el leve maquillaje de polvos de arroz se adivinaba la faz distorsionada de aquella muchacha a la que te refieres.
—Es claro que la terapéutica que te aconsejé puede dar resultados, pero sus efectos beneficiosos han quedado paliados esta vez por el lamentable suceso que me has relatado hace unos momentos. Puesto que no tienes intención de publicar esta narración, y bien lo lamento yo, que soy tu editor —dije—, vuelve a modificarlo de tal modo que no haya nadie desgraciado. Escribe un final feliz. De ese modo no podrás imaginar que nadie aparezca ante ti para atormentarte, y probablemente, si consigues un relato cuya trama resulte convincente, lograrás tú mismo deshacerte de esos sentimientos de culpabilidad, que es lo que realmente te tortura.
—¿Un final feliz? —preguntó mi amigo el escritor—. Eso destruiría la esencia del cuento.
—Si deseas que desaparezca esa obsesión debes aplicarte y conseguir —dije— un relato que, aunque difiera en parte del original, tenga la fuerza que te atribulan.

Al cabo de unos días recibí por correo el manuscrito de mi amigo, junto con unas letras en las que me comunicaba que, con la nueva redacción y el insospechado giro que había dado el argumento, esperaba haberse librado definitivamente de las funestas pesadillas, si es que lo eran, que últimamente le habían atormentado.
Reprimí mi curiosidad hasta después de la cena, y, una vez que me hube sentado confortablemente junto al fuego, con una copa de cognac al alcance de la mano, me dispuse a leer la nueva versión del cuento.
«Convine con Noriko los detalles de nuestra fuga y pusimos al corriente de la situación a la fiel Natsumi, que había de ser una valiosa colaboradora para la realización de nuestros planes.
Al llegar el día señalado para la huida, Noriko estaba especialmente alegre. Sirvió la cena a su señor y, después, tomando su abanico, bailó para él una pudorosa danza a los sones del koto, pulsado por Natsumi. A continuación cantó con voz gutural varias melodías tradicionales, mientras no cesaba de incitarle a beber sake, llenando continuamente su copa; hasta que, embriagado por el alcohol, el señor se sumió en un profundo sueño antes de que pudiera reclamar de Noriko los favores que, en puridad, ella no habría podido negarse a concederle.
Una vez que la joven se cercioró de que su esposo dormía profundamente, corrió a su aposento y se dispuso para la inminente fuga, ayudada por su sirvienta. Pero fue pasando el tiempo y el extranjero no hacía su aparición.
Inquieta por la ausencia de su amado, Noriko contemplaba la incesante caída de la nieve, que iba cubriendo los campos con un aplomado manto de silencio. Una terrible sospecha fue tomando forma en su corazón, y cuando la inquietud creció como un fantástico dragón que pretendiera despedazar sus entrañas, envió a Natsumi a la casa donde se hospedaba el extranjero para obtener noticias de su amado.
La criada regresó al poco tiempo y, abriendo la leve puerta corrediza, se postró ante su señora sin atreverse a comunicarle las fatales noticias. Finalmente, ante la insistencia de su ama, que se mantenía erguida y con la mirada fija en la blanda cortina de la nieve, Natsumi abrió sus labios para notificarle que, según una de las criadas que estaban al servicio del extranjero, éste había partido al amanecer, llevándose todas sus pertenencias, para un largo viaje del que no tenía intención de regresar. Como Natsumi hubiera demandado de sus camaradas en la servidumbre cuál era el destino final de aquel viaje, la fiel sirvienta recibió como respuesta una extraña palabra: Europa.
El rostro de Noriko se contrajo y su faz adoptó por un momento los rasgos de una terrible máscara teatral. Se irguió colérica y, tomando una fusta, azotó la espalda de la fiel Natsumi, que permaneció inmóvil. Seguidamente, Noriko prorrumpió en lágrimas y pidió perdón a su doncella.
Una vez que se hubo asegurado de que las noticias eran lamentablemente ciertas, tomó una decisión desesperada, pero que convenía a la solemnidad de aquellos momentos y al honor de quien, al fin y al cabo, era la esposa de un acaudalado caballero.
Rogó a Natsumi que le ayudara a ataviarse adecuadamente para la irrepetible ocasión y, una vez que hubo terminado de engalanarse tan solemnemente como lo hiciera el día de su boda, salió en dirección al templo, rogando a su sirvienta que permaneciera en la casa.
Precisamente en el momento en que Noriko se deslizaba silenciosa entre la nieve, camino del recinto sagrado, un jinete descendía de su caballo a cierta distancia y, después de trabar las patas del animal, se dirigió cautelosamente hacia la casa, se asomó a una de las ventanas traseras e hizo señas a Natsumi para que le franqueara la entrada.
El hombre era también extranjero y amigo íntimo del amante de Noriko. Su larga barba y los espejuelos que portaba delante de sus ojos asustaron unos momentos a la muchacha, pero el hombre le dijo, expresándose con dificultad en un idioma que no era el suyo, que el enamorado de Noriko se había visto forzado a abandona el pueblo con urgencia, pero, fiel a su promesa, le había enviado a él desde la ciudad próxima a recoger a la muchacha. Por desgracia, la gran cantidad de nieve caída había borrado los senderos y el enviado había permanecido varias horas en el bosque tratando de hallar el camino hacia la aldea.
Natsumi y el honorable caballero emprendieron veloces el camino del templo, pero apenas habían abandonado la mansión una de las concubinas, despertada por el rumor de la conversación, alertó al señor de la casa, deseosa de obtener su favor y, sin comprender que la huida era beneficiosa para ella, le narró lo que acababa de escuchar.
El señor escuchó atónito el relato; en lugar de agradecer la advertencia, como la concubina había supuesto, la despreció, arrojándola contra el entarimado. Acto seguido se vistió precipitadamente, mientras su terrible ira disipaba los vapores del alcohol, y tomando una afilada espada que había pertenecido a sus antepasados se encaminó hacia el templo.
En aquel mismo lugar, Natsumi y el extranjero encontraron a Noriko, que ofrendaba una vara de incienso a los dioses antes de proceder a su inmolación. Con la voz entrecortada por la emoción, la fiel sirvienta narró a Noriko la verdad de los hechos, mientras el amigo de su amado corroboraba con gestos afirmativos el relato.
Al oír aquellas palabras el color volvió a las mejillas de la joven y su corazón se alegró inmensamente. Decidida a desafiar la cólera de los dioses rompiendo la promesa que tan solemnemente había hecho, y ante una indicación del extranjero de larga barba y espejuelos delante de los ojos, ama y criada montaron en el caballo de éste y partieron en dirección a la ciudad, donde esperaba el amante de Noriko, no sin antes comunicarte haber agradecido al caballero el gran favor prestado. Ante la inquietud de la joven por su seguridad, el caballero le dijo que regresaría al pueblo, donde nadie podría relacionarle con la fuga de las dos mujeres, y a la mañana siguiente conseguiría otro caballo con el que les daría alcance.
Noriko y Natsumi se perdieron ocultas por el manto de la nieve en dirección a su destino, y el generoso extranjero permaneció unos momentos en el templo contemplando el fantástico espectáculo del ampo sobre los tejados. A continuación se encaminó hacia la salida.
De pronto, surgiendo del blanco cortinaje, apareció en la puerta la feroz figura de un guerrero a lomos de un caballo. El extranjero permaneció perplejo unos instantes, pensando que se trataba de un fantasma, pero el señor feudal, hincando las espuelas en los ijares del caballo, se abalanzó hacia él como un relámpago y, echando pie a tierra, se arrojó sobre el extranjero blandiendo la espada sobre su cabeza. Apoyó una rodilla sobre el pecho del generoso amigo y, cuando la cólera le permitió hablar, le preguntó por la dirección que Noriko y Natsumi habían tomado. El noble camarada, comprendiendo que su fin era inevitable, y no queriendo delatar a las mujeres, hizo una indicación con la mano señalando la puerta opuesta a aquella por la que habían escapado, seguro de que la nieve habría borrado ya cualquier tipo de huellas.
Inmediatamente después, levantando de nuevo la espada sobre su cabeza, el señor feudal asestó un terrible tajo en la garganta del extranjero, y los dioses, satisfechos porque habían obtenido finalmente la víctima que les era debida a causa de la promesa de Noriko, se mostraron generosos y permitieron que el desinteresado amigo muriera víctima de aquella primera herida.»
El editor cerró el manuscrito y reflexionó unos instantes acerca de la nueva orientación del argumento. Era innegable que, necesitando descargar sobre alguien sus sentimientos de culpabilidad, el escritor, al igual que los dioses de su cuento, exigía una víctima propiciatoria con la que enterrar sus remordimientos, por eso había ideado aquel personaje lleno de generosidad y nobleza y lo había condenado a muerte.
Incapaz de sustraerse a la tentación, y a pesar de que ya eran cerca de las tres de la madrugada, tomó el teléfono y marcó el número de su amigo el escritor.
—¿Pedro? —preguntó al obtener respuesta—. ¿Estabas dormido?
—No importa —repuso el escritor—. ¿Qué ocurre?
—Siento lo intempestivo de la hora, pero acabo de leer la nueva versión de tu relato.
—¿Te gusta? —preguntó Pedro, bostezando.
El editor repasó con una mano las hojas del manuscrito y se detuvo en determinada página, al tiempo que decía:
—Espero que lo que has hecho te haya servido de ayuda.
Hubo unos momentos de silencio, como si el escritor no hubiera comprendido o no quisiera comprender, y al cabo respondió:
—Si es a esto a lo que te refieres, ahora duermo perfectamente y sin vistas extrañas.
—Me alegro —contestó el editor, que empezaba a tener la impresión de que su llamada no había sido oportuna.
De pronto, una risita contenida de mujer le llegó a través del auricular, confirmando sus sospechas.
—No es Noriko —dijo el escritor, riendo a su vez.
—Te agradezco de todas formas que me hayas retratado tan generoso y desinteresado —repuso el editor.
—En efecto —manifestó Pedro—, me he inspirado en ti para el personaje del amigo. Espero que no te moleste.
—No me importa cargar con tus sentimientos de culpa, en vista de que me has tratado tan bien en tu relato.
—No tan bien —respondió en escritor—. No olvides que el amigo del extranjero no se sacrifica voluntariamente. Se trata sencillamente de un hombre práctico, como tú —continuó, al parecer, divertido—. Solamente al advertir que no tiene escapatoria posible es cuando se decide a guardar el secreto de la dirección que ha tomado Noriko.
—Podía haber delatado a las fugitivas a cambio de que mi vida fuera preservada —manifestó el editor.
—Lo siento, amigo —concluyó Pedro—. No tenía más remedio que dejarte morir bajo la nieve. Reconozco que te he utilizado como víctima propiciatoria, pero gracias a tus consejos no he vuelto a recibir visitas indeseables.
Cuando el editor colgó el teléfono sus sentimientos eran contradictorios. Por una parte, estaba satisfecho de haber podido ayudar a su amigo con aquella terapéutica de su invención, pero, por otro lado, le fastidiaba el papel que Pedro le había asignado en la obra. No era agradable aquello de servir de chivo expiatorio al que el curandero transmite las enfermedades del paciente.
Apagó la lámpara con intención de abandonar la habitación y sólo entonces se dio cuenta de que había comenzado a nevar. Se asomó a la ventana y contempló unos instantes el fantasmal aspecto que los copos otorgaban al familiar paisaje. De pronto oyó un sonido rítmico y blando que procedía del exterior. Se asomó todavía más y pudo advertir que un caballo cruzaba la calle: un caballo montado por dos embozadas figuras de mujer.
Al cabo de unos instantes la aparición se esfumó y la nieve fue borrando las huellas de los cascos del animal, lo que produjo en el ánimo del editor una extraña inquietud.
De súbito las puertas del estudio se abrieron de par en par con un horroroso estrépito. Un viento huracanado invadió la habitación y ante los asombrados ojos del editor apareció una terrible figura a lomas de un caballo. Sus rasgados ojos centellaban airados, su boca estaba contraída en una mueca brutal y sobre su cabeza levantaba una afiladísima espada, herencia probablemente de uno de sus antepasados. La infernal aparición desmontó del corcel, que se arremolinaba inquieto lanzando relinchos atronadores, y fue aproximándose con la espada en alto.
El editor permaneció petrificado ante la espantosa y fantasmal figura del señor feudal, y al cabo de un instante se notó sujeto por una garra de fuego que le impedía respirar.
Cuando la monstruosa mueca estuvo a pocos centímetros de su cara se sintió morir, y cuando la espantable aparición levantó de nuevo la espada sobre su cabeza pensó que su fin era inminente.
De súbito, la horripilante boca de aquel ser de pesadilla se abrió y el editor escuchó una voz sobrenatural que pronunció en un interrogante alarido:
—¡¡NO-RI-KO!!
El editor, a punto de desvanecerse por el espanto, miró hacia la afiladísima espada que parecía a punto de abatirse sobre su garganta, y haciendo un supremo esfuerzo tomó un lapicero que había al alcance de su mano izquierda y garrapateó temblorosamente sobre una hoja de papel: «En casa de su amante», y debajo anotó la dirección del escritor.