23 feb 2010

EL SARCOFAGO DE PLATA por Roy Damm


Las figuras que aparecían en aquel
sarcófago mostraban la fabulosa
anatomía de lo inexistente… ¿Qué
arqueólogo hubiese resistido a la
tentación de profanar y desvelar su
secreto milenario?

Fue un alivio dejar de escuchar el grito hiriente de las poleas. Siguió un momento de silencio, mientras el enorme ataúd negro quedaba suspendido, y luego se posó en el suelo con un golpe seco y metálico que resonó largamente en el aire plácido del atardecer. La extraña caja vibraba por primera vez después de haber dormido, quizá durante milenios, en el oscuro vientre de la tierra.
Con la piel pegajosa de sudor y polvo, pero sin abandonar la perenne sonrisa oriental, los cuatro obreros que habían alzado el féretro se acercaron a la mole negruzca y carcomida, desosos de conocer la naturaleza de su pesado contenido. Ivette y Jean François, los directores de la expedición arqueológica, participaban de idéntica curiosidad, aunque las motivaciones de su intriga fueran aún más complejas. Era insólito, en efecto, que semejante caja, bastante más voluminosa que un simple ataúd, pudiera haberse hallado entre las ruinas de un antiguo monasterio budista nepalí, enclavado en las primeras estribaciones de los Himalayas. Todo el mundo sabía que en el país, desde tiempo inmemorial, no se enterraba a los cadáveres. O bien se les cremaba en las orillas del Pasu-Patinah, afluente del sagrado Ganges, o bien eran abandonados, algunas raras veces, en picos poco accesibles como piadosa ofrenda a la voracidad de hienas y buitres. Cuanto contuviera el extraño féretro podría calificarse, en el peor de los casos, de extraordinario.
Los científicos franceses se abrieron paso entre sus trabajadores. El tiempo se había mostrado poco respetuoso con la madera que recubría el presunto féretro, y aquí y allá aparecía el brillo opaco y metálico del interior. Unos cuantos golpes de su piqueta permitieron a Jean François deslabazar la envoltura de madera, y fue de esta forma como apareció lo que sin duda sería considerado —así pensaba el joven investigador— como el descubrimiento arqueológico más importante de los últimos decenios, tras el espectacular hallazgo de la tumba de Tutankamon.
No era para menos, a juzgar por el asombro que se reflejaba en los ojos de todos. Jean François calculó mentalmente las medidas: algo más de un metro de anchura, poco menos de cincuenta centímetros de altura, casi dos metros y medio de longitud. Pero lo excesivo de las dimensiones, desproporcionadas para contener un cadáver normal, no era el dato que causaba mayor impresión. Había que fijarse en los insólitos dibujos, en la extraña forma de los símbolos esculpidos en las superficies de plata —sin parangón posible con culturas conocidas— para llegar a una primera e inadmisible conclusión: el objeto no daba la impresión de haber sido fabricado por manos humanas, sino que parecía haber llegado directamente desde un ámbito cultural ajeno a la tierra.
Semejante imposibilidad exacerbaba la imaginación de Jean François, y en vano trataba de hallar concomitancias con las formas artísticas que el ser humano había desarrollado a través de los siglos. El arte Asirio-Babilónico, con el que acaso pudiera existir alguna leve relación, había inventado animales fantásticos y formidables, aunque conjuntando en una sola figura elementos de distintas especies. Pero los «animales» que aparecían en aquel friso argentino mostraban la fabulosa anatomía de lo inexistente: brazos como raíces atormentadas, troncos espinosos y retorcidos, cabezas de ojos innumerables y extrañas aberturas longitudinales cuya función vital era imposible concebir. Sin duda era el producto de la imaginación de un perturbado o de un artista que había obtenido los elementos de su obra en las profundidades de una pesadilla cargada de angustia. Porque era ese sentimiento, el de una angustia intolerable, el que emanaba de las figuras del sarcófago.
Un símbolo se repetía con insistencia entre la presunta representación de aquellos seres vivos. Era un triángulo con el pico hacia abajo, en cuyo centro figuraba la imagen de una cabeza, ésta sí perfectamente humana, aunque con la rara particularidad de estar invertida. Ivette y Jean François tuvieron que girar las suyas hasta un ángulo excesivo para captar mejor los rasgos de ese rostro de boca y ojos desmesuradamente abiertos que el artista había representado con la lengua caída hacia abajo, en dirección a la nariz, como si quisiera resaltar con este rasgo que se trataba de la cabeza de un cadáver.
Pero los obreros, no animados por el espíritu científico de los arqueólogos, tampoco giraron sus cabezas para mejor captar las tantas veces grabada sobre la plata. Parecían conocer de sobra, a juzgar por sus expresiones de terror, el significado de ese símbolo. O, al menos, su intuición operaba de manera más natural y espontánea que la de ambos europeos, porque no tardaron en mirarse unos a otros con desconfianza y murmurar palabras que resultaron incomprensibles para Ivette y Jean François, a quienes pareció evidente, sin embargo, que el descubrimiento había puesto en funcionamiento los oscuros resortes de la superstición en sus, hasta entonces, sumisos y serviciales operarios.
Fue entonces cuando AK Fuman, el capataz, se dirigió a los arqueólogos en un inglés entrecortado.
—Mis hombres tienes mucho miedo —dijo—. Esto no bueno. Mejor enterrar otra vez. Si no, marcharnos todos ahora. No bueno, no bueno...
En vano trató Jean François de tranquilizarles con argumentos que le parecieron cartesianamente irrebatibles. Nada había que temer de una obra de arte. Para los hombres de Europa era algo muy importante. Desentrañar los secretos del pasado era una labor meritoria, y deberían sentirse orgullosos de colaborar con ella. Tampoco obtuvieron resultado las amables súplicas de Ivette: a partir de ese día cobrarían el doble, y además cada uno de ellos recibiría, al finalizar los trabajos, el regalo de un valioso reloj automático, fabricado en Suiza. Pero ni siquiera promesa tan sugestiva logró detenerles, sino que recogieron sus pertrechos y cabalgaron en sus pequeños mulos, montaña abajo, hasta perderse en las primeras brumas del anochecer.
Ivette se mostró desolada por esta deserción, y hasta asomó en sus dulces ojos azules el mínimo temblor de una brisa miedosa. Pero Jean François no había insistido demasiado en retener a los obreros. Argumentó que si, como esperaba, el contenido del cofre o sarcófago era algo sumamente valioso, mejor sería que su apertura no contara con testigos «de visa». En cuanto a la necesaria aportación de los trabajadores, éstos eran innumerables en las aldeas del valle, y sin duda habría muchos dispuestos a olvidarse de sus supersticiones a cambio de una buena paga. Por lo demás, el campamento contaba con provisiones más que suficientes para que ambos aguantaran una quincena. Se felicitaba doblemente por la huida de los obreros, ya que eso les permitiría abrir el sarcófago sin despertar codicias, así como entregarse al amor con liberalidad, sin que fuera necesario estar pendientes de posibles desvelos en el inquieto sueño de los nativos.
Ivette pareció convencerse por las razones de su compañero, a cuya voz confería el entusiasmo matices fulgurantes. Jean François la estrechó con fuerza y le participó alegremente su esperanza de que el sarcófago les haría famosos. Tal vez estaban a punto de descubrir un dato confirmador de ciertas leyendas, según las cuales una raza de superhombres o gigantes extranjeros había dejado la impronta e su cultura superior en aquellas remotas épocas en que el Oriente civilizado se despertaba. Realidad o leyenda, lo cierto era que la existencia de un sarcófago de dimensiones descomunales, en un país donde no existía la costumbre de enterrar a los muertos, era de una importancia objetiva extraordinaria, tanta que probablemente haría cambiar la perspectiva histórica en toda esta parte del planeta. Y, en cualquier caso no sabía a qué estaban esperando para averiguar de una vez por todas su contenido.
«Se va haciendo de noche —objetó Ivette—, mejor sería abrir la caja mañana por la mañana.» «Si no fuera porque te conozco —se burló Jean François— diría que tienes miedo. No pensé que pudieras dejarte impresionar por el terror de esos campesinos». Ivette tuvo que reconocer su miedo, aunque dijo que lo superaría y lo calificó de irracional. Y para demostrar que las estructuras racionales de su mente tenían más fuerza que las oscuras imágenes del corazón, tomó una barra de hierro y se encaminó, precediendo a su compañero, hacia el lugar donde reposaba la extraña mole de plata.
Jean François la siguió provisto de una potente linterna que proyectaba una larga sombra ante el cuerpo de Ivette. Los vientos de septiembre, tras las lluvias del monzón, habían dejado limpia la noche, lo que permitía que las estrellas brillasen con particular dureza. Los apagados murmullos de la vida procedentes de la fertilidad del valle que se abría a sus pies paliaban apenas la rocosa desolación de aquel lugar tan poco amable, elegido por la severidad de antiguos monjes budistas para erigir su monasterio. Las ruinas desenterradas de aquellas viejas edificaciones no eran sino masas informes y sombrías, como animales agazapados en la oscuridad, que la superstición de los campesinos parecía haber insuflado, a los temerosos ojos de Ivette, de un hálito terrorífico. Un estremecimiento recorrió la espalda de la investigadora cuando, después de haber visto el brillo que el féretro plateado reflejaba a la luz de la linterna, en el centro de aquel amontonamiento de sombras, creyó descubrir el súbito destello de una figura animada tras la mole de plata. Por un momento, su corazón quiso saltar del pecho, pero nada dijo porque creyó haberse representado una fantasía miedosa y siguió avanzando, reprimiendo los deseos de buscar cobijo en los brazos de Jean François.
Al fin llegaron ambos al pie de la fosa. El silencio se condensaba alrededor del féretro, cuyas figuras parecían gesticular con horribles muecas obedeciendo a los movimientos de la linterna. Jean François se la entregó a su compañera, pidiéndole a cambio la barra de hierro. Ivette iluminaba directamente sobre la juntura de la tapa y Jean François trató de introducir en ella la punta de aquel duro y alargado instrumento. Pero el hermetismo de la caja oponía grandes resistencias, tantas que por la mente de Jean François cruzó la inaceptable idea de que dentro de ella se había creado el vacío.
Ivette observaba con creciente inquietud los movimientos del arqueólogo, mientras experimentaba la penosa impresión de que alguien la miraba fijamente a sus espaldas. A nadie vio cuando impulsivamente se dio la vuelta. Jean François, mientras tanto, redoblaba sus esfuerzos sin obtener resultado. Jadeaba sin cesar y gruesos goterones le perlaban la frente, pero la tapa no ofrecía punto alguno desde donde vencer su milenaria virginidad.
Al fin descargó un golpe rabioso y el milagro se produjo. La resistencia de la tapa fue levemente vencida cerca de un ángulo, y Jean François pudo accionar la barra a modo de palanca, de tal manera que la tapa se abrió por completo. Creyeron oír entonces una especie de susurro o gemido prolongado, que cabría atribuir a la entrada del aire en el interior de la caja, pero a Ivette se le heló la sangre al escucharlo: tal era la similitud del raro fenómeno acústico con la voz humana.
La exaltada imaginación de Ivette creyó percibir un hálito infecto, la sombra de una sombra desplazándose por el aire desde el nicho abierto. Pero nada dijo a su compañero, pese a que una creciente repulsión le impedía mirar el interior del sarcófago. Jean François la vio con los ojos extraviados, quieta como una estatua a no ser por el creciente temblor de la mano que sostenía la linterna y que se comunicaba a la luz que despedía. Pese a lo cual pudo Jean François contemplar el interior del cofre: no había nada.
Sólo una superficie plateada, brillante, que parecía haber sido acabada de pulir.
El descubrimiento les dejó estupefactos, pero la vacuidad del interior del cofre provocó en Ivette un suspiro de alivio... Jean François, por su parte, sintió sobre sus espaldas todo el peso de la desilusión. Podía haber esperado cualquier cosa menos eso. Su cerebro se convirtió en un semillero de preguntas sin respuesta posible. ¿Quién, cuándo, con qué finalidad había enterrado un sarcófago vacío? ¿Qué significaban los dibujos? ¿Por qué habían huido los campesinos?
—No lo entiendo... No lo entiendo...
—No hay nada que entender, Jean François. Las cosas son como son, nada más.
El destino se complacía en jugar con ellos un extraño juego, pero ambos ignoraban las reglas y el propósito del mismo. El fantasma del abatimiento se cernió sobre sus cabezas. Nada exasperaba tanto a Jean François como el esfuerzo inútil. Aunque, bien pensado, no había sido tan inútil, ya que el descubrimiento del féretro poseía valor en sí mismo, pese a estar vacío. Así se lo comunicó a Ivette, y de ésta obtuvo la siguiente respuesta:
—Del féretro no sabemos nada, pero eso mismo es lo que le da importancia. Tanta, que lo mejor sería suspender de momento las excavaciones. Ya llevamos mucho tiempo aquí, y en París el otoño es delicioso.
Le pareció que un eco burlón repetía, con voz distinta a la suya, sus mismas palabras. Pero de nuevo se guardó de expresar sus absurdos temores. En vez de ello se aferró a la cintura de Jean François, buscando en ella refugio frente a las tinieblas de una noche en la que parecían reproducirse los terrores de su infancia. Al fin dijo:
—Lo siento. Sé que debería sobreponerme, pero tengo miedo. No me preguntes de qué, porque no lo sé. Pero preferiría pasar la noche en un poblado del valle. Al fin y al cabo, nadie va a venir a robarnos el féretro.
—No estoy tan seguro...
—Por favor, Jean François, vámonos de aquí. Podemos regresar mañana, de día.
—Tengo una hermosa pistola, Ivette. y pensaba que mi presencia todavía te inspiraba alguna confianza.
No insistió Ivette, y al fin entraron en la espaciosa tienda de campaña. Una vez allí, acogida por la familiaridad del recinto, sus temores comenzaron a disiparse, y le pidió perdón por ellos a Jean François.
—Está bien, Ivette. Es natural un poco de nerviosismo después de todo lo que ha pasado. Mañana veremos las cosas más claras. Y ahora, lo mejor que podemos hacer es dormir.
Cada cual buscó el descanso en su camastro, y Jean François apagó el quinqué que separaba ambos lechos. No tardó Ivette en advertir, por la afanosa respiración de su compañero, que éste acababa de dormirse.
Con los nervios de punta y atenta al menor ruido, Ivette tardó bastante en conciliar el sueño, y cuando al fin llegó, rozó apenas sus sienes, visitándola sólo unos momentos. Porque escuchó un ruido sutil en la puerta de la tienda y sus párpados se alzaron de inmediato, como impulsados por sendos resortes.
El miedo cedió a la sorpresa: ésta a la estupefacción y, tras el asombro, le invadió una oleada de embeleso. Un cúmulo de emociones contradictorias se sucedió en unos pocos segundos. La figura que había levantado la lona y entrado en la tienda fue gratamente reconocida por Ivette. Parecía tratarse de Rama, un muchacho de dieciséis años que había trabajado en las excavaciones y con el que, a espaldas de Jean François, intercambió miradas de lujuria. Los intensos ojos negros del adolescente, su torso oscuro y firme, brillante bajo el sol, la negra y rizosa abundancia de su cabello, le habían inspirado sentimientos inconfesables. Recordó cuando, como por descuido, se rozaron sus hombros y un agudo estremecimiento surgió, fogoso, de su bajo vientre. Varias veces había copulado con él en sueños. Aunque el adolescente que ahora la miraba sonriente desde la puerta, llevándose el índice a los labios con gesto cómplice, estaba transfigurado. Parecía, en efecto, Rama. Pero un Rama tal vez más alto, en el que se había acentuado la salvaje belleza de sus rasgos. Un Rama cuya piel, levemente iluminada, se diría que casi fosforescente, la incitaba con rara vehemencia… Pensó Ivette que el muchacho, en quien adivinaba el fervor del deseo, había aprovechado la ausencia de sus compañeros de trabajo esa noche, en el campamento, para llevar a cabo su golpe de audacia.
A su lado, Jean François, dormía como un leño. Ivette sintió, en presencia del adolescente, que le abandonaba el sentido común. Y no despertó a su compañero. La tensión nerviosa que antes había sufrido se convirtió en una sensación de euforia obnubiladota, y un deseo de intensidad hasta entonces no conocida se abrió paso en sus entrañas. La figura de la puerta, mientras tanto, le hizo gestos de que le siguiera y abandonó la tienda.
Ivette se levantó de la cama con sigilo, procurando no hacer ruido. Afuera, el firmamento la saludó con multitud de gritos luminosos. Se encontró con el pecho terso y flexible de quien parecía Rama, y ambos se fundieron en un primer abrazo, sin necesidad de intercalar palabra alguna. Comprobó entre sus muslos la erección del sexo del muchacho, apenas cubierto por un taparrabos. Sobre los hombros desnudos de la figura pendía una especie de manta negra. Sintió en la lengua la tibia morbidez de aquellos labios tan secretamente deseados, y sus pechos fueron acariciados con exquisita sabiduría. A partir de entonces renunció por completo a la lucidez, y aferrada al talle de su silencioso acompañante, se dejó conducir hacia donde él quisiera.
Un oscuro sentimiento, pronto acallado, pugnó sin embargo por rebelarse cuando comprobó que la figura se encaminaba al féretro de plata, sin duda con la intención de convertirlo en tálamo. Pero fue más intensa que ese sentimiento la fascinación suscitada por la rara belleza del adolescente, quien caminaba suave, grácilmente, como si sus pies no llegaran a tocar el suelo. Fue el efecto de esa fascinación lo que hizo que Ivette mirara el temido féretro con ojos nuevos, hasta llegar a parecerle un deslumbrante lecho nupcial.
La figura desnudó su espalda de la manta negra, y los ojos de Ivette admiraron, codiciosos, la perfección de un cuerpo que pronto iba a ser suyo. Acto seguido, con la elegancia de un felino, extendió la manta sobre la pulida superficie interior del féretro y se introdujo en él, esperándola. El deseo hizo que a Ivette le parecieran volcanes diminutos todos los poros de su piel, y se liberó de su escasa ropa con gozosa satisfacción. Sus pechos, enhiestos, provocaban oleadas de lujuria en el aire de la noche, e Ivette sintió como si manos invisibles los acariciasen mientras se dirigía al interior del ataúd. Pero eran las caricias de quien parecía Rama las que deseaba Ivette.
Encontró el calor de su cuerpo en el fondo del féretro, sobre la manta negra. Vivió un instante de placer intensísimo, mientras aquel ser ahora claramente fosforescente la estrechaba más y más en sus brazos. Sonámbula de placer, apenas percibió la dureza de unas uñas que se clavaban en su espalda, pero ya en las inmediaciones del orgasmo escuchó sus propios jadeos resonantes en el metálico recinto, mientras su amante parecía no respirar. Levantó la cabeza un momento y contempló su rostro: ya no tenía frente a sí los dulces rasgos de Rama. El ardor de su sangre se hundió en un horror helado, como las mismas superficies metálicas del féretro, y la espantosa lucidez que le proporcionó su visión se disgregó en un grito prolongado y cortante, largamente repetido por el eco de las montañas.
Porque Ivette —entonces se dio cuenta— estaba siendo poseída por un ser abominable, sarmentoso, de manos como garfios, cuyos innumerables ojos, encendidos por una abyecta maldad, le recordaron los de aquellos seres ominosos que la locura de un artista extravagante había esculpido en las paredes del sarcófago.
Volvió a gritar de nuevo, ya sin esperanza, antes de que el pegajoso horror que la poseía acallara definitivamente los latidos de su corazón.
Cuando Jean François, despertado por los gritos, acudió al sarcófago, vio el cuerpo desnudo y sin vida de Ivette. Diez hilillos de sangre surcaban su espalda. Por su boca manaba igualmente la sangre de su lengua mordida. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, parecían seguir contemplando, más allá de la muerte, las imágenes de un horror sin límites.
Entonces supo por qué habían huido los campesinos, por qué los monjes budistas tuvieron la absurda ocurrencia de enterrar un ataúd aparentemente vacío. Lo comprendió todo.
Pero ya era demasiado tarde.

20 feb 2010

BUEN VIAJE, MI AMOR por Diego Jimeno


«Creció pálida y marchita...
como si los pitidos de los
trenes nocturnos le hubiesen
ido moldeando el alma.
Quizá nunca debió
llamarse Olvido, tal vez
su nombre debió ser Esperanza.
¿Olvido? ¿Esperanza?.»

Se pasaba las horas muertas contemplando los trenes desde la ventana de su habitación.
—¿Qué hace esa chica todo el día asomada a la ventana? —preguntaba su padre.
—Mira pasar los trenes —respondía la madre—. Pobrecilla, comprende que es un verdadero castigo ser la hija de un jefe de estación y verse anclada en tierra. Debe de ser algo así lo que experimenta la hija del farero cuando todos los barcos la saludan tocando la sirena y lanzando penachos de humo blanco al cielo.
—Seguramente —corroboró el padre—, y es probable que aquí pase lo mismo. Quizá le haya dado por pensar que vive en un fanal, que los trenes son barcos que se alejan silbando y que el humo de las locomotoras procede de las chimeneas de fugaces navíos.
—Acaso —concluía la madre deseando resultar conciliadora.
—De todas formas convendrá conmigo en que no fue una idea muy acertada bautizarla con el nombre de Olvido —afirmó el jefe de estación. Las muchachas que se llaman así son propensas a la melancolía y a una cierta tristeza. Imagínate viviendo además en éste que podríamos considerar puerto de trenes.
—Eso ya no tiene remedio —repuso la madre entristecida—. Aprendí bien tarde que los caracteres pueden verse influenciados por el nombre que tienen las personas, por eso a nuestro hijo le pusimos Félix, para que nunca se sintiera desgraciado —sollozó la mujer.
—No puedo entretenerme más —manifestó el jefe consultando su reloj de bolsillo y cotejándolo con el de la estación—. Está a punto de entrar en agujas el expreso del Norte. —Y adoptando un aire solemne, como conviene a quien dirige tráfico tan complicado y es responsable de la seguridad de cientos de personas, se alejó hacia su puesto de mando.
¿Quién sabe si a mi hija le gustaría ser jefe de estación? —reflexionaba el padre—. Aunque más bien preferiría trabajar de revisor o quizá de maquinista.
Y cuando ya cerca de las tres de la madrugada se escuchaba el silbido prolongado del mercancías de los miércoles, el padre comprobaba desazonado cómo se abría la ventana del dormitorio de Olvido y ésta —sin preocuparse siquiera de echarse un chal sobre los hombros— se asomaba para contemplar el cachazudo paso del tren de carga.
Ya desde pequeñita se había manifestado en ella aquel singular rasgo de su carácter.
—Olvido —llamaba su madre temiendo que la niña descendiera a las vías y fuera arrollada por algún velocísimo expreso—. Y la encontraba sentada en uno de los bancos de piedra al final del andén contemplando los raíles con aire ausente—. Olvido, nena —repetía intentando no dejar traslucir su inquietud—. ¿Te pasa algo?
—Nada, mamá —respondía la niña sin apartar la vista de las vías.
—¿Qué quieres comer hoy?
—Tortilla y un filete empanado —declaraba la pequeña suponiendo que era aquello lo que los viajeros comían en los vagones de tercera.
—¿Otra vez? —preguntaba la madre preocupada.
—¿Qué quieres que te traigan los reyes, Olvido?
—Un tren eléctrico —respondía ella sin vacilar.
—¿Para qué quieres que sea eléctrico si en la estación no tenemos corriente? —inquiría su progenitor.
—No seas curioso, Samuel —protestaba la madre temiendo alguna respuesta demasiado solemne por parte de la niña—. Para algo lo querrá. ¿A ti qué más te dá?
Y la tristeza de Olvido se hizo mayor cuando su hermano Félix falleció una oscura noche de diciembre y al día siguiente su consumido cuerpo fue cargado en el furgón de cola de un tren de mercancías, porque, por no haber, no había ni cementerio en las proximidades de la aislada estación.
—¿Por qué hemos de condenar a esta criatura a una soledad tan perfecta? — se quejaba la madre viendo crecer a la niña pálida y marchita como si los pitidos de los trenes nocturnos le fueran devorando el alma igual que noctívagos vampiros.
—Terminará por acostumbrarse —repetía el padre—. Al fin y al cabo cada dos o tres horas contempla a cientos de personas.
—Eso es igual que contemplar escaparates o maniquíes móviles detrás de acristaladas vitrinas. Jamás oye sus voces.
—A mi me pasa igual.
—Tu eres un hombre —declaraba la madre dejándose abrazar por el jefe—. Y es distinto. Y yo ya era mayor cuando te designaron a esta estación. No me causó tristeza, porque así estaba segura de que jamás te alejarías de mí con la excusa de hacer horas extraordinarias, pero la niña... —se lamentaba.
Y la niña creció delgada y pálida contemplando el incesante paso de los trenes en los que ese iban yendo pedazos de su alma hacia parajes desconocidos que quizás anhelaba contemplar.
Una tarde, Olvido vio a través de los cristales de una ventanilla a un apuesto revisor, y al instante quedó prendada de él. Su apostura y gallardía eran tales, el uniforme le favorecía tanto y la gorra le daba tal aire de solemnidad a su rostro que al instante comprendió que aquel era el hombre de su vida.
Nada dijo a sus padres, pero desde entonces, y como el revisor se conoce que no tenía puesto fijo, se dedicó todavía con más intensidad a la contemplación de todos los convoyes esperando ver a su amado y temiendo que si faltaba a la cita con alguno de los trenes fuera en aquel precisamente en el que el revisor viajara.
Desde aquel día su carácter se volvió más abierto y sus mejillas florecieron como no lo habían hecho nunca, pero, si por casualidad el revisor no estaba en servicio, no había quien la aguantara y como no manifestaba la causa de su estado de ánimo, sus padres hacían cábalas sospechando que aquel profundo aislamiento era el motivo de su inexplicable tristeza.
—Deberías pedir el traslado, querido —señalaba la madre cuando, entre tren y tren, su marido descansaba en el lecho.
—Tú no lo comprendes —aducía el jefe—. Este es un puesto de mucha responsabilidad, y yo ya me conozco las triquiñuelas y los retrasos de los trenes tan a la perfección como nadie podría hacerlo. Para controlar el tráfico de una estación ferroviaria es preciso estudiarse concienzudamente el horario de las demoras, de las previsibles y de las imprevistas, sumar estos conocimientos a los diferentes caracteres y maneras de ser de los distintos maquinistas, y obtener en consecuencia, olvidándose del horario oficial, una exacta visión global del tráfico que no puede adquirirse en absoluto acudiendo a los libros de texto, ni ser aprendida en academia alguna —explicaba el jefe con gran condescendencia, y añadía—: ¿Cómo quieres que abandone mi puesto que al instante sería ocupado por un bisoño atento solamente a los horarios oficiales y a los avatares más o menos previstos? El día menos pensado se produciría una catástrofe, y yo me sentiría responsable.
—Pero la niña...
—Terminará por acostumbrarse —repetía él con insistencia machacona—. ¿No ves que últimamente está mucho más lozana y, aunque bien es verdad que no desatiende el paso de ningún tren, no adopta aquel aire de tristeza como antes solía? Yo sé lo que le pasa a esa criatura... —finalizaba el jefe con aire malicioso.
—¿Qué? —preguntaba la madre que a causa del aislamiento ya había olvidado los síntomas del amor.
—Que algún maquinista le ha hecho tilín —aseguraba el jefe.
—¿Será posible? —exclamaba la madre ilusionada


Tal era la insistencia en la contemplación de su persona, que el propio revisor comenzó a darse cuenta de que aquella muchacha le miraba con ojos cariñosos, y cada vez que se acercaba el tren a la estación, entraba en el WC y se atusaba con coquetería el bigote, ajustándose el bien cortado uniforme y ladeándose ligeramente la gorra. Después, adoptando un aire marinero al andar, cosa a la que le obligaba la traqueteante marcha del tren, caminaba por un pasillo de primera clase y permanecía parado junto a una de las ventanillas, casi siempre la misma, donde le localizaba rápidamente la muchacha cuando el tren se detenía en la humilde estación.
Así, poco a poco, fue naciendo una intimidad muda entre los dos, hasta que un día, y debido a una oportuna avería en algún punto de la vía férrea, el tren en el que viajaba el revisor se vio obligado a permanecer cerca de media hora en la estación.
La mayoría de los viajeros, advertidos por el interventor, descendieron al andén improvisando así un paseo tan concurrido como el de la calle mayor de una ciudad de provincias en una mañana festiva.
Las parejas y los grupos de personas caminaban charlando animadamente, y al llegar al final del muelle daban la vuelta y emprendían de nuevo el recorrido del andén.
Aprovechando tan feliz circunstancia, el revisor, saludando a su paso a los viajeros que le sonreían atentos como a la máxima autoridad del tren, se dirigió hacia la ventana donde estaba asomada Olvido, y desde abajo, le dio los buenos días, invitándola con mucho desparpajo a dar una vuelta por el andén.
La muchacha sintió que su corazón saltaba de alegría y, ni corta ni perezosa, pidió permiso a su madre, la cual se lo concedió gustosa, y acudió a la cita con el apuesto interventor.
Formando una pareja muy simpática, los dos jóvenes se unieron al tráfico de los paseantes y, nadie sabe acerca de qué hablaron, el caso es que, cuando el tren partió, una vez reparada la feliz avería, Olvido se había prometido con el revisor.
Desde aquel momento la muchacha cambió completamente, y ya no hacía caso de los insinuantes pitidos de los trenes que llegaban de noche hasta su lecho. Tan sólo atendía a determinado convoy, advertida el día anterior por su amado acerca del expreso en el que le correspondía prestar servicio.
A partir de aquel día, abundaron las ocasionales paradas y retrasos, siempre dentro de un orden, a fin de que la pareja pudiera pelar la pava convenientemente, y como los viajeros no se quejaban a la compañía porque los habituales y los de paseo encontraban aquella paradita y aquel pasearse por el andén algo delicioso, todo marchó a las mil maravillas. Incluso la madre, mitad por obtener unos ingresos extras, y mitad por complacer a los pasajeros, instaló un puesto de café y refrescos.
Así al cabo de varios meses de noviazgo, Anselmo, que tal era el nombre del interventor, y Olvido se casaron fijando su residencia, con gran alegría de sus padres, en la misma estación.
Como era de suponer, hicieron el viaje de novios en tren, y Olvido a pesar de la felicidad que la embargaba, pudo comprobar que a lo largo de la línea, numerosas jóvenes, seguramente hijas como ella de jefes de estación, los contemplaban pasar con envidia.
Entonces, y aunque intentó con gran fuerza alejar semejantes pensamientos, comenzó a nacer en su alma la sospecha de que aquellas muchachas se habían sentido frustradas con el matrimonio de su revisor, al que seguramente consideraban también cosa propia y hasta le pareció percibir un furtivo saludo de su esposo a una de las más atrevidas, que osó aproximarse hasta la ventanilla del compartimento que ocupaban.
Una vez de regreso a la estación tras la purificadora correría, Olvido se dedicó con fruición a la decoración de las habitaciones en las que iba a instalar su hogar: plantó geranios bajo las ventanas y las ornamentó con visillos de encaje que ella misma se encargó de confeccionar.
Su marido, al tener que seguir trabajando, se pasaba gran parte del tiempo fuera de casa, y la mayoría de los días, Olvido tenía que limitarse a decirle adiós con la mano desde la ventana, y porque, una vez que se estabilizó la situación y la muchacha y el interventor constituyeron matrimonio, el jefe de estación consideró decoroso dejar de organizar citas entre ellos a base de pretextar retrasos y averías fingidas.
Cuando Anselmo tenía el día libre, el matrimonio se dedicaba a amarse y a pasear por las proximidades de la estación, pero no se le escapó a la reciente esposa, que el revisor parecía encontrar aquellas jornadas demasiado largas, y le daba la impresión de que su marido echaba algo de menos, y así se lo comunicó a su madre.
—Es natural, hijita —le respondía ésta—. Piensa que los ferroviarios son como los marinos. Se pasan la vida viajando, o como tu padre, vigilando desde una atalaya. Cualquier esposa de un hombre de mar sabe cuán alegremente regresa el marido al hogar a gozar de un merecido descanso, pero también advierte cómo a los pocos días el hombre comienza a tornarse melancólico, y eso es que echa de menos la inmensa extensión del mar y el incesante balanceo del buque —explicaba—. A tu esposo debe de pasarle lo mismo. Acostumbrado a ir de acá para allá y al traqueteo del tren, se siente inquieto y con deseos de embarcar. ¿No has visto cómo se balancea al andar igual que un marinero exagera en tierra aquel bamboleo necesario a bordo para contrarrestar el movimiento del navío? Eso es que tiene añoranza del ferrocarril, pero no has de preocuparte porque parta todos los días, sino sentirte gozosa, porque regresa tras cada viaje.
Uno de aquellos días en que Anselmo libraba y la pareja se dedicaba a pasear por los alrededores, Olvido vio algo extraño en los ojos de su esposo, una nostalgia de otras tierras o de otras personas.
—¿Qué tienes Anselmo? —le preguntó temiendo una respuesta sincera.
—Nada. ¿Qué quieres que tenga?
—¿Me quieres?
—¿Acaso no me he casado contigo? —respondía él de manera evasiva.
—Pero, ¿me quieres? —insistía Olvido procurando no dejar traslucir sus inquietudes.
—Que sí —afirmaba Anselmo cansinamente.
—¿En qué expreso pasarás mañana?
—No estoy muy seguro. Puede que en el 541, o quizás en el Lusiatania Express.
—Antes lo sabías siempre con certeza.
—Antes era antes —respondía el revisor, como si aquella aseveración bastara para explicar lo inexplicable.
—¿Tienes nostalgia del inmenso mar de la llanura? —inquiría Olvido pertinaz en busca de su propia perdición.
—Necesito viajar, eso es todo.
—Me ha dicho mi madre que los ferroviarios sois un poco como los marinos —comentaba la joven—. Que os gusta atracar en muchos puertos. Y, ya se sabe, en cada puerto...
—¡Qué tontería! —exclamó Anselmo poniendo demasiado énfasis en exonerarse de cualquier sospecha.
—Más vale así —comentó Olvido—, porque si algún día me entero de que prefieres a alguna otra hija de un jefe de estación, me vengaré de ti de la forma más terrible.
Cuando llegaron a casa estaba tan mohínos que, en lugar de sentarse en diván a contarse sus cosas, Olvido se puso a regar los geranios y Anselmo a descifrar un crucigrama.
Desde aquel día en que una terrible sospecha fue asentándose en su alma, Olvido no tuvo más remedio que salir de nuevo a la ventana a contemplar los trenes, porque su marido no sabía ya a ciencia cierta en cuál iba a pasar. Y cuando el expreso en el que prestaba servicio cruzaba fulminantemente la estación, la muchacha apenas si recibía un presuroso adiós de su marido, que parecía muy ajetreado picando los billetes de encopetadas damas de primera clase.
Olvido sabía que el 541 no paraba en su estación, porque no era lo suficientemente importante, y porque generalmente no subía nadie más que el correo, pero también sabía que de allí en adelante, el tren se detenía en la mayoría de las estaciones, y eso era lo que le preocupaba. Ultimamente había notado que Anselmo cuidaba más su bello bigote y se ladeaba la gorra jovialmente un punto a la derecha.
—Mira, Anselmo, que como me engañes no te lo perdonaré —dijo un día con tono conminatorio.
—Eso son imaginaciones tuyas —repuso el interventor ajustándose el bien cortado uniforme.
Cierto día en que el 541 llevaba unos minutos de adelanto, cosa bastante insólita, tuvo que detenerse en la estación para perder el tiempo. Los viajeros descendieron como antaño al andén para estirar las piernas, y Olvido notó que algunos de los habituales de aquella línea la miraban con conmiseración y hacían comentarios en voz baja, emitiendo risitas.
Como no en balde era hija de ferroviario, se las pudo arreglar para viajar sin billete y esquivar al revisor, que era su propio esposo. Conocía, por habérselo oído a su padre, las mil formas de no ser vista por el interventor, y de esta manera, logró vigilar a Anselmo sin que él lo advirtiera.
Sus temores resultaron fundados. En varias de las paradas, bellas y más lozanas hijas de jefes de estación se asomaban a las ventanas de sus dormitorios y hacían señas al apuesto revisor, el cual, ajeno a la presencia de Olvido en el convoy, les lanzaba requiebros y les guiñaba el ojo al tiempo que, coquetonamente, se atusaba el bigote. Incluso, en más de una ocasión, llegó a timarse con alguna elegante pasajera de primera clase. Todo lo cual sumió a la joven en una profunda depresión.
Pero no pararon ahí sus desdichas, porque, al llegar al final de la línea, cuando el tren penetró en una inmensa jaula de acero y de cristal silbando alegremente, la más bella muchacha que Olvido pudiera imaginar se asomó a una de las ventanas de la elegante estación término y saludó con la mano a su marido, el cual, descendiendo presuroso, enlazó por la cintura a la joven y ambos se perdieron arrullándose en una de las salas de espera.
De regreso a su hogar, Olvido retornó a su antigua melancolía y a la ventana desde la que solía contemplar el paso de todos los trenes sin perderse ninguno, señal inequívoca de que había vuelto a caer en la profunda depresión anterior a su matrimonio.
Sus mejillas volvieron a palidecer, y sus dedos adquirieron el aspecto de estar modelados en cera. Hondos suspiros salían de su pecho de vez en cuando, y el revisor, comprendiendo que había sido descubierto, no volvió a detenerse jamás en la estación que otrora fue su hogar.
—Anímate, nenita —le rogaba su madre sin obtener ningún resultado.
—Vamos a dar un paseo por el andén, querida —proponía el jefe de estación, pero ella ni siquiera respondía.
Y tanto y tanto se asomó a la ventana a ver pasar a los trenes, quién sabe si con la secreta esperanza de volver a contemplar a su traicionero amor, que los viajeros llegaron a pensar que lo que veían era tan sólo el busto de una muchacha esculpido en mármol. Tal era su palidez y su quietud. Hasta que cierta madrugada, cuando su padre venía de dar vía libre al expreso del Norte, se la encontró muertecita en la ventana, igual que un pájaro dormido.

Inconsolable, a causa del fallecimiento de su hija, el jefe de estación fue poco a poco perdiendo facultades y cierto día estuvo a punto de provocar un desastre al confundir unas órdenes bastante simples, por lo que la compañía, a fin de matar dos pájaros de un tiro, hizo lo posible porque se jubilara, concediendo al matrimonio un pisito en un barrio de ferroviarios cercano a otra estación y mandó clausurar aquella en la que el padre de Olvido había venido ejerciendo el mando.
Con el paso del tiempo, el edificio de la estación fue perdiendo su apresto y comenzó a arruinarse, y como ya no había nadie que encalara las paredes ni regara los geranios, los muros fueron ennegreciéndose y las flores se marchitaron asfixiadas por la carbonilla que nadie se preocupaba de limpiar.
Algunos viajeros, conociendo la historia, pegaban sus rostros a los cristales de las ventanillas cuando los trenes cruzaban vertiginosamente por la antigua estación y comentaban con sus vecinos de asiento los avatares de aquella desgraciada historia. Incluso, en cierta ocasión, alguien creyó ver a una muchacha asomada a una de las ventanas. Seguramente fue el reflejo de la Luna en algún resto de vidrio, pero dio la casualidad de que algunos kilómetros más abajo, aquel tren se salió de la vía, sin que por suerte se produjeran víctimas personales.
Poco a poco, y ya fuera a causa de fantasías histéricas, o a otro tipo de razones, fue extendiéndose la especie de que algunas noches una muchacha pálida, un espectro, permanecía asomada y contemplaba silenciosamente el paso de los trenes.
Los encargados de la compañía procuraron desmentir tan absurdos rumores, especialmente porque las malas lenguas hacían coincidir las fantasiosas apariciones con accidentes de ferrocarril, sucesos cuya frecuencia, a decir verdad, comenzaba a resultar preocupante.
El propio Anselmo, dándoselas de fanfarrón, hacía gala de un valor que estaba lejos de sentir, y atusándose el poblado bigote con un gesto que quería denotar confianza, se asomaba con los demás viajeros al pasar el convoy por el lugar que durante tan poco tiempo fuera su nido de amor.
Ni que decir tiene que, al menos en las ocasiones que el interventor observó fugazmente la estación, ninguna joven fantasmal hizo su aparición en la ventana aquella.
De todas formas, y a fin de evitar ser parte del espectáculo, Anselmo solicitó el traslado a otra línea para alejarse definitivamente, no sólo del recuerdo de Olvido, sino de varias atosigantes hijas de jefe de estación que se creían con derecho a su persona por el simple hecho de haber recibido una sonrisa, un piropo, o una fugaz caricia por parte del apuesto revisor.

Llegó la noche de su último viaje por la línea que se disponía a abandonar, y, aunque fuera llovía a cántaros y una horrible tormenta se había desencadenado sobre la llanura, Anselmo se relamía de gusto pensando en las estaciones de la nueva línea, y en las encantadoras hijas de jefe de estación que iba a encontrar.
Después de haber revisado todos los billetes, y sabedor de que, por lo menos hasta dentro de dos horas no llegarían a la próxima parada, se dirigió al último vagón, que se encontraba desierto, y se tumbó en uno de los asientos con ánimo de descabezar un sueñecito. El ruido de la lluvia y los lejanos truenos hacían más confortable la estancia en el interior del expreso.
Ignorante del tiempo transcurrido desde que se durmió, Anselmo se incorporó en el asiento con la conciencia de que el tren llevaba parado demasiado tiempo. Consultó su reloj y pudo comprobar que todavía no había transcurrido el período suficiente para que el convoy hubiera alcanzado la siguiente estación.
Levantándose somnoliento, se dirigió hacia la puerta de comunicación con el resto del tren, y al abrirla, una violenta ráfaga de viento inundó el compartimento a la vez que un fantasmal relámpago iluminaba la vía. Porque no había otra cosa delante de sus ojos. El resto del tren había partido abandonando, quién sabe por qué incomprensible causa o avería, el furgón de cola en el que él se encontraba.
Casi inmediatamente, un trueno horrísono, correspondiente al espectral relámpago, se abatió sobre el techo del vagón y el tableteante sonido le aturdió de tal modo que a punto estuvo de caer a tierra.
No bien se había repuesto de la impresión, cuando tuvo la certeza de que algo fatal iba a ocurrir. Y en efecto, se oyó un raro chasquido, y a continuación, en una décima de segundo, un rayo descendió fulminante sacudiendo con toda su energía el solitario y desvalido vagón. El estruendo subsiguiente fue tan descomunal, que Anselmo creyó llegada su última hora, pero, por fortuna, la chispa no le alcanzó directamente. No obstante, el furgón comenzó a arder por los cuatro costados, y el interventor saltó a tierra y corrió a refugiarse en un edifico cercano a la vía.
Como pudo, se guareció junto a una de las puertas de la casa y contempló horrorizado el dantesco espectáculo del vagón envuelto en llamas. Fue precisamente aquella luz, a la que se añadía la de los relámpagos, la que le permitió leer el nombre, ya casi borrado, escrito sobre un viejo cartel que la lluvia y el viento hacían oscilar produciendo un lúgubre chirrido: El Almendral.
Separándose ligeramente de la pared del edificio, y cubriéndose con las manos el rostro, a fin de protegerlo de la lluvia, contempló horrorizado la fachada de aquella casa, que no era otra cosa que la antigua estación abandonada.
Sin poderlo evitar, sus ojos se dirigieron hacia la ventana, y a la luz de un relámpago, le pareció ver una sombra blanca que permanecía inmóvil apoyada en el alféizar, pero un segundo después, ya más tranquilizado, comprobó que se trataba tan sólo del reflejo de la luz en algunos fragmentos de cristal.
La sala de espera se encontraba casi a la intemperie como el exterior, pero el resto de la casa, a juzgar por la puerta de comunicación que aparecía intacta, debía de estar algo más abrigada.
Vaciló un instante presa de un temor supersticioso, pero atusándose el empapado bigote, gesto que le inspiraba confianza, derrumbó la puerta de una patada y penetró en la parte de la estación que había servido de residencia a sus suegros.
Las habitaciones estaban desiertas, y tan sólo en una de ellas encontró una silla tan deteriorada que probablemente no hubiera resistido el peso de su cuerpo. Pensó que quizás arriba, en sus antiguas habitaciones encontraría algo sobre lo que tumbarse y esperar la mañana, y, apenas había terminado de formular aquella idea, cuando le pareció que alguien pronunciaba susurrante su nombre y decía algo parecido a «buen viaje, mi amor». Seguramente una ráfaga de viento.
Puso el pie en el primer escalón, y un tremendo golpe le dejó paralizado hasta que comprendió que el aire había hecho que se cerrara la puerta de fuera. No podía consentir que la imaginación le jugara malas pasadas. El era todo un hombre y estaba cansado de demostrarlo.
Ya casi en la parte superior de la escalera, un relámpago iluminó fugazmente el ambiente y sus ojos creyeron contemplar un cuerpo de mujer en lo alto del descansillo, pero siguió avanzando y comprobó al llegar arriba que se trataba tan solo de una mancha de humedad en la pared.
Apoyó su mano contra la puerta de su antiguo dormitorio, y ésta se abrió rechinando lúgubremente sin oponer resistencia. La habitación le pareció vacía al pronto, pero los relámpagos le permitieron ver que a un lado de la estancia había una cama: la cabecera y el somier.
Avanzó lentamente hacia el lecho, que no era otro que su antigua cama de matrimonio, y exhausto, se dejó caer en él. Al instante se cerró la puerta, y una figura fantasmal, que se hallaba oculta tras el batiente, comenzó a caminar con pies inmóviles hacia el lugar en que se encontraba el interventor, el cual, aterrorizado e incapaz de efectuar un solo movimiento, vio cómo el espectro horroroso de una mujer, iluminado a intervalos por la luz blanquecina de los relámpagos, se iba aproximando hacia él, mientras una voz que era como una ráfaga de viento susurraba desde lo más profundo: «Buen viaje, mi amor».
El último gesto del revisor antes de que el fantasma le abrazara de manera mortal, fue llevarse la mano hacia el bigote con intención de atusárselo, pero el contacto con la horrenda aparición interrumpió aquel postrero ademán, y el cuerpo de Anselmo fue ferozmente estrujado contra el entramado del somier, cuyos alambres penetraron profundamente en su carne, y cuando se hallaba de aquella inhumana manera apresado, un rayo descendió del cielo, cayó sobre la metálica cama abrasando por completo y electrocutando al malhadado revisor, y el estruendo del trueno subsiguiente no pudo apagar el eco de una tremenda carcajada que fue como un espantoso alarido que dijera: «¡Buen viaje, mi amor».

BIBLIOTECA UNIVERSAL DE MISTERIO Y TERROR


A una muy tierna edad descubrí los relatos de unos libros que me fascinaron. Se trataba de la Biblioteca universal del misterio y terror, que según mi madre compró en una feria del libro cuando se encontraba embarazada de mi. Ahora muchos años después me gustaría compartir algunos de esos relatos que tanto me fascinaron.

1 feb 2010

POR FIN. ALIVIADA DESPEDIDA



Hoy me siento divina
Divina de la muerte
Por fin esta mañana
Creo que ha cambiado mi suerte

Un buen día de Junio
Te presentaste en mi vida
Bombones, besos y flores
Me dejaste aturdida

Con el paso de los meses
Yo sola voy comprobando
Que no eres quien dices que eres
Que crees que eres más bien Rambo

Pones excusas idiotas
Me preocupas tontamente
Mientras, en tu doble vida
Vas engañando a la gente

Con unos vas semanalmente
Para escuchar una misa
Y mientras a otras preguntas
Si quieren ser tus sumisas

Habría sido mas honesto
Decirlo desde el principio
Y digo bien que es honesto
Y no por eso sencillo

Y poniendo nombres raros
Para crear interés
Al final todo se queda
En un culebrón japonés

Y el mientras se pregunta
¿A quien estaré engañando?
A unos a otros o a el mismo
Que es quien lo está preguntando.

Piensas que eres George Clooney
Sueñas que eres Robert Redfort
Y en el fondo eres un “niño”
Con un montón de complejos

Que detrás de eso te escondes,
Que no sabes a que aspiras
Y que aun siendo universitario
Busca tener otras miras

Hubiera sido más fácil
Explicarlo todo claro
Y no poniendo pretextos
Que escondieran tu descaro

Y dado a que presumías
De que yo era tu “chiqui”
Hoy yo puedo presumir
De librarme de un gran “friqui”

Pero dicen en mi pueblo
sin solerse confundir
Que aquí a “cada cerdo
Le llega su San Martín”

Hoy me siento liberada
Me he cansado de ser lerda
Y por fin he decidido
Que te vayas a la mierda