24 nov 2011

LA SOMBRA DE ADAM CORMAN por Henry W. Bagley

Existen oscuras manifestaciones de la naturaleza que no deberían investigarse nunca. Si el buen sentido de los supersticiosos campesinos, que evitan incluso el acercarse en noches cerradas a ciertos lugares, presidiese la actuación de algunos «parapsicólogos», a buen seguro que estos últimos cambiarían de oficio y no inquietarían a nadie con sus tortuosas elucubraciones. Porque la llamada «ciencia» jamás dispondrá de luz suficiente para turbar el impenetrable misterio del horror con sus alicortas investigaciones. Y nadie, en su sano juicio, se atrevería a meterse en la boca del lobo para hacer un recuento minucioso de sus dientes. Pero la locura, a veces, se disfraza de temperamento científico, confirmándose así el dicho popular, según el cual Dios confunde a quienes quiere perder.


El doctor Sarracin pertenecía a esa clase de individuos a quienes el presunto valor de la propia inteligencia les hace considerarse semidioses. Perfectamente cartesiano, como todo intelectual francés que goce de reconocimiento oficial, había venido sin embargo a Inglaterra con el sorprendente propósito de investigar las apariciones de un fantasma. Ni que decir tiene que los británicos, por una especie de orgullo nacional, alardeamos ante los continentales de no creer en fantasmas, si bien es igualmente sabido que, en la intimidad, los consideramos con respeto y reverencia, sean cuales sean las dudas que a cada inglés les suscite su posible existencia. Yo, personalmente, debo decir que siempre he creído en ellos. Y, sobre todo, en el de mi muy querido antepasado, sir Adam Corman, a quien vi siendo niño, en una noche de intensa luna llena, paseándose por el ala norte de nuestro ruinoso castillo de Elton. Y era precisamente a este fantasma a quien Gustave Sarracin, un biólogo transmutado en profanador de misterios de ultratumba, quería investigar.


—Un fantasma —explicó al solicitarme permiso para escudriñar entre las ruinas del castillo— no es más que una proyección psíquica, una especie de imagen holográfica que se produce en el ámbito de la realidad como si fuera una película cinematográfica. El pavor que produce es siempre un pavor subjetivo. En realidad, no hay nada que temer. Se trata de un fenómeno no del todo explicable, pero tan natural como la floración de una planta o la caída de la lluvia... Me encantaría poder demostrárselo si, como espero, me concede el honor de ser mi anfitrión en su castillo... Tengo entendido que usted mismo asistió a una de las presuntas apariciones del espectro de sir Corman, ¿no es así?


—En efecto —repuse—. Y puedo asegurárselo: es una experiencia que no quisiera volver a repetir.


Y mientras el profesor Sarracin desarrollaba una tediosa teoría sobre los fantasmas, citando a Jung y haciendo entrar en escena los arquetipos del Inconsciente Colectivo y otros ídolos del racionalismo contemporáneo, mi corazón rememoró aquella espantosa escena de mi niñez, esa visión que me arrebató brutalmente la alegría de vivir y que se repetía de vez en cuando, para mi desgracia, presidiendo las más angustiosas de mis pesadillas.


Tenía entonces seis años y dormía apaciblemente en mi cuarto. Estábamos en agosto y la profundidad de mi sueño era una consecuencia natural de haber pasado el día entregado a la exaltación de mis juegos propios de la edad. Pero de pronto el sueño desapareció y mis ojos se despabilaron en la fascinación de la luna llena, que entraba a raudales por la ventana abierta de par en par. Oí una voz muy dulce, muy lejana y muy risueña; una voz infantil o femenina. No recuerdo sus palabras, si es que esa voz utilizó alguna, pero sí que su amistoso tono me atraía como la de un compañero que me invitase a continuar, bajo la gozosa luz de la luna, los juegos de la tarde anterior. Ni siquiera me calcé, sino que me apresuré a bajar hasta el jardín, en una de cuyas suaves colinas, a la distancia de un tiro de fusil, se levantaban las ruinas del viejo castillo que había pertenecido a mi familia desde incontables generaciones y que ahora, bajo el tibio imperio de la luna, me parecía un lugar encantado donde podría encontrar a los personajes de mis cuentos infantiles.


Recuerdo que caminaba casi sonámbulo, ajeno al roce de la tierra en mis pies desnudos, y una euforia muy parecida a la felicidad me atraía irremisiblemente hacia las ruinas. A medida que me acercaba, la voz se hacía más perceptible y cristalina; voz de madre o de niña que parecía indicarme el camino hacia una sorpresa maravillosa. Y yo me encaminaba, feliz y confiado, al encuentro de un hada transparente que colmaría, sin duda, todas las fantasías de mis sueños.


Al transponer las sombras de un viejo roble, el mismo cuya contemplación me causa ahora tanto horror, las viejas piedras se mostraron en toda su grandeza, lamidas por los siglos, pero sin que la fuerza del tiempo lograra arrancarlas completamente. Y entonces, como si despertara de la rara euforia que me había invadido, dejé de oír la voz. En vez de eso, el silencio parecía retumbar en el espacio como si el cielo se hubiera convertido en una inmensa losa negra y la luna fuera su única salida. Sentí frío, sentí el escozor de mis pies desnudos magullados por las piedras del camino. Y, a pesar de ello, seguí avanzando hacia el castillo, deseoso de comprobar por qué había cesado la dulce voz, por qué había desaparecido la grata melodía que me había llevado hasta allí, porque sin ella me sentía desamparado y temeroso por la lúgubre soledad de aquellas viejas ruinas. Era un sentimiento difuso y contradictorio. Tanto fue el temor que me inspiraba la negra mole del castillo que me sentía incapaz de darle la espalda y regresar corriendo. Subí la pequeña pendiente con el corazón encogido, siguiendo la dirección de la luna, asustándome del leve ruido que producían mis pasos, el único que en aquellos momentos me era posible percibir.


Atravesé por fin la puerta semiderruida del castillo, subí hasta una de sus almenas y, aterido de frío, me senté sobre un bloque de piedra. Al cabo de un rato descubrí, a unos cinco metros de donde estaba, algo que brillaba en el suelo como una moneda de plata sobre la que incidiera la luz de la luna. Pensé que se trataba justamente de eso, y ya iba a levantarme para cogerla cuando en la presunta moneda se operó una sorprendente y escalofriante transformación.


El objeto fue poco a poco aumentando de volumen, hasta componer la figura de un brillante cráneo emergiendo del suelo. Quise escapar, pero sentí como si unos grilletes invisibles se hubieran aferrado a mis tobillos. Temí por mi vida. Una náusea repulsiva me atenazaba la garganta mientras aquel rostro lóbrego afianzaba unos rasgos marcados por el horror de la muerte. Del cráneo pelado emergían unos cuantos cabellos deshilachados, extrañamente respetados por la corrupción que se adivinaba en sus mejillas carcomidas, en las órbitas carentes ya de cejas y párpados, pero en cuyo interior unos glóbulos oculares terribles, intactos, brillaban con toda la fuerza de la vida.


Fascinado por aquella cabeza espantosa, cuyos ojos no dejaban de mirarme, el corazón me golpeaba en las costillas con la desesperación de u n prisionero que quisiera destruir los barrotes de su cárcel. Pero sentí el resto de mi cuerpo como una estatua de piedra a la que fuera imposible imprimir el más leve movimiento.


La cabeza fue entonces elevándose, unida a un tronco seco, apenas piel y huesos, cubierto aquí y allá por lo que parecían jirones de un sudario, y al fin un cuerpo enorme, de más de dos metros de altura, emergió completamente de la tierra. El espectro comenzó a caminar hacia mí, casi flotando, muy despacio y como si dotara a su cuerpo con los movimientos de una extraña danza. Pese al horror que me envolvía pude observar en su pecho, el ombligo hasta el cuello, la existencia de una llaga longitudinal, correosa, en cuyos bordes se acumulaban pústulas secas y oscuros grumos de sangre coagulada. Pero mi atención fue obligada a centrarse inmediatamente en sus manos huesudas, esqueléticas, cuyas uñas largas y retorcidas se hundían en la espantosa llaga del pecho, componiendo un inconcebible gesto de desesperación. Comprendí que por aquella herida le había entrado la muerte a raudales, tal vez de esa forma infame e inesperada con que siempre se reviste la traición. Lo comprendí pese a mi corta edad, pese al espanto que me sobrecogía, porque los gestos del espectro eran más elocuentes que las palabras. Mi horror crecía por instantes, pero junto a él estaba naciendo un sentimiento, el de la conmiseración, impropio de un niño de seis años. De esa forma el espectro acabó bruscamente con la infancia que yo había vivido hasta entonces.


La horrible imagen continuó acercándose a mí, pero esta vez apaciblemente, como si, aunque ello fuera imposible, tratara de apaciguar el espanto que me inspiraba. Era, en efecto, imposible que de su boca desdentada y carente de labios pudiera surgir el rictus de una sonrisa amistosa, pero intuí que tal era su intención. Pese a lo cual comencé a temblar y a desear la muerte antes de que aquella figura repulsiva y terrible llegara a tocar mi cuerpo... Y, sin embargo, llegó a tocarlo. Posó la huesuda repugnancia de sus manos en mis hombros, acercó su caída mandíbula a mi oído y creí escuchar una sola palabra, «¡Venganza!», antes de que mi tensión se deshiciera en un largo grito y cayera desvanecido.


Me debatí tres días entre la vida y la muerte, sin recuperar la conciencia, sumergido en un piélago de fiebre en el que sobrenadaban las más espantosas pesadillas. Al cabo de ese tiempo, los continuos cuidados de mi madre y la pujanza de mi naturaleza lograron el milagro de la recuperación. No tuve que explicar lo que me había pasado. Cuando la lucidez completa regresó a mi cerebro tuve una larga conversación con mi padre. También a él, siendo niño, le ocurrió un suceso parecido, e igual aconteció con su padre y con el padre de su padre, y así con todos los miembros varones de nuestra familia hasta llegar al Siglo Diecisiete, época en que el cadáver de sir Adam Corman apareció con una enorme brecha en el vientre, sin que jamás se supiera la identidad del asesino.


—El espectro de nuestro antepasado —concluyó mi padre— dejará de molestarnos cu ando alguno de nosotros consiga aplacar su sed de venganza. El problema está en que, hasta ahora, ningún Corman ha sabido cómo hacerlo.


color=#000000> ¡Y ahora venía ese estúpido de Sarracin hablándome de proyecciones holográficas!


—Perdóneme, profesor —interrumpí su disertación pseudo científica—. Todo eso que dice de los fantasmas está muy bien y suena de una forma coherente. Pero ¿ha visto usted alguno en su vida?


Sarracin, sorprendido por la brusquedad de mi pregunta, se quedó unos segundos sin contestar. Finalmente admitió que, en efecto, jamás había visto ninguno. Sin embargo, había leído que...


—Hay una gran diferencia —volví a interrumpirle, esta vez sin miramientos— entre leer magníficas teorías sobre fantasmas y tener la experiencia real de un encuentro con ellos. Y le aseguro que, si consigue ver a mi difunto antepasado, no sólo caerán por tierra todas sus teorías, sino que llegará a desear no haber nacido.


Esta última frase la dije en un tono casi de amenaza que no pasó inadvertido a mi interlocutor. Sin embargo, prevalecieron las reglas de la buena educación y me hizo ver que no se daba por aludido. No entendí entonces por qué el autotitulado profesor Sarracin me resultaba tan antipático, ni tampoco comprendí el morboso afán que mostraba por enfrentarse al espectro de sir Adam. Según una inveterada tradición, mi antepasado debería mostrarse al mortal que tuviese agallas para soportarlo esa misma noche. Estábamos a doce de agosto, que era la fecha en que había acontecido su violenta muerte. En cuanto Sarracin me hubo manifestado su propósito, el mío fue definitivo: dejarle solo en las ruinas y que allí se entendiera ellos dos. Pero a medida que iba escuchando su estúpida perorata y observando sus infatuados gestos de doctor sabelotodo, pesó más en mi ánimo la esperanza de observar la angustia de ese desdichado que el pavor de tener que volver a ver al espectro cuya aparición me había causado tan hondo trauma. Y así fue como recibió, con una ancha sonrisa de satisfacción, mi ofrecimiento de acompañarle a las ruinas del castillo. Hipócritamente, traté de mostrarle mi buena voluntad, ofreciéndole también un jerez de excelente cosecha, y descubrí su intemperancia en la avidez con que miraba la botella mientras yo la descorchaba. «Así pues —pensé alborozado—, el encumbrado científico tiene debilidad por los buenos caldos...». Me vino a la mente la vieja sentencia latina, «in vino veritas», y traté de sonsacarle, con la ayuda del jerez, la verdadera razón de su interés por los fantasmas en general y por el espectro de mi antepasado en particular.


Sabido es que la pasión francesa por el jerez es tan secreta como manifiesta la inglesa. Los franceses se creen en la obligación de alabar indirectamente sus vinos denostando los ajenos, y Sarracin no era una excepción. Así que tomó su copa hablando de las excelencias del Beaujolais y mirando el zumo andaluz con unos aires de superioridad francamente insoportables, pero a continuación bebió el vino de un trago, reconoció que no estaba mal del todo y me hizo llenar su copa varias veces.


El sol estaba empezando a caer cuando al fin logré que rezumara alcohol por todos sus poros. Aunque yo apenas había bebido, fingí gozar de la misma obnubilada euforia que él y comenzamos a hablar en francés, para así tener ocasión de apearnos el tratamiento, como si fuéramos camaradas de toda la vida.


—No eres el único aristócrata que hay en el mundo, Lawrence —acabó confesándome—. Mi familia también tiene su alcurnia. Los Sarracin nos remontamos a las Cruzadas y hemos luchado en todas las guerras y todos los países.


—¿Incluyendo Inglaterra?


—Incluyendo Inglaterra, Lawrence, incluyendo Inglaterra... Uno de mis antepasados estuvo aquí como espía al servicio de Luis XIV. Según contaba mi bisabuela, tuvo que salir de las islas de prisa y corriendo, temeroso de que acabaran con su vida... Sin duda —rió estentóreamente— que os habría hecho alguna buena cabronada.


—Sí, supongo que sí —reí a mi vez—. Pero no por eso vamos a perder ahora nuestra flamante amistad, Gustave.


—Por supuesto que no. Y menos después de haber conocido ese aceptable jerez de tus bodegas... Aunque me temo que, con é en nuestras barrigas, no vamos a estar muy presentables ante el fantasma de tu familia.


Soltó una sonora carcajada y me hirió la frívola desfachatez con que se refería a mi antepasado. Pero yo le seguí el juego y me reí con él. Nunca he creído en las casualidades. El universo se mueve por leyes fijas e inmutables y todo lo que ocurre tiene su razón de ser. Gustave Sarracin no estaba esa noche en mi casa por casualidad.


—¿Por qué quieres verle?


—¿Cómo dices?


—Digo que por qué quieres ver al espectro de sir Adam.


Su rostro, momentos antes tan ufano y radiante, se ensombreció. Tardó unos momentos en contestarme, como si dudara de la conveniencia de hacerlo. Al fin pudo más el vino que la prudencia y se decidió.


—Te diré la verdad, Lawrence. Se trata de una obsesión. Desde muy pequeño mis sueños son visitados por un fantasma que me persigue, un fantasma inglés. En mi familia tal vez estemos un poco locos. Tantas generaciones practicando la endogamia suelen producir muy malos resultados. Pero sé que debo ver a un fantasma determinado para curarme la obsesión. Y ese fantasma tal vez sea el de sir Adam... No sé si me entenderás.


—Te entiendo perfectamente, Gustave. Y ahora que sé la verdad estoy dispuesto a prestarte toda mi ayuda.


—No es fácil que me entiendas, Lawrence. Es una especie de desafío que llevo impreso en la masa de la sangre. Tengo que demostrarme que soy capaz de enfrentarme a esa obsesión, cuyo origen ignoro, pero que me está amargando la vida. Tengo que ser capaz de no ver en un fantasma más que esa simple imagen holográfica de que te he hablado antes. Sé que cuando lo consiga estaré curado. Y si Dios lo quiere será esta misma noche, dentro de poco...


Hablaba con los ojos extraviados, como un demente. Pero no supe discernir si su perturbación era momentánea, producida por el alcohol, o era precisamente el alcohol lo que permitía que se manifestase. En cualquier caso, estaba claro que sus veleidades científicas y parapsicológicas no eran sino una máscara: ese elemento desconocido y ominoso de la naturaleza, ese magma irracional que surge en la noche de la conciencia y permite que el misterio se manifieste en su horrible desnudez le producía tanto pavor como a cualquier ser humano. Sentí lástima por él, por mí mismo, por toda la pobre humanidad esforzándose vanamente por conjurar, generación tras generación, el horror que compaña necesariamente a toda manifestación de la vida.


Hacía ya algún tiempo que las oscuras piedras de la noche habían sepultado el cielo. pero más oscuras aún se recortaban, sobre ellas, las piedras auténticas del viejo castillo. Le dirigí una mirada significativa a Gustave Sarracin y él, tras apurar su copa, se aferró a mi brazo, indicándome con ello que estaba dispuesto a iniciar la marcha.


No hablamos durante el trayecto, sumergido cada cual en sus propios pensamientos. Desconozco, aunque intuyo, cuál era la naturaleza de los que asaltaban a mi compañero. Probablemente no fueran muy diferentes de los míos, y los de uno y otro, por motivos muy similares, estaban sin duda presididos por la execrable imagen de sir Adam Corman: una imagen onírica de carácter obsesivo, en su caso, y una imagen real, pero no menos obsesiva, en el mío. Jamás en mi vida he visto con mayor lucidez la triste realidad de nuestra naturaleza, pues comprendía que no éramos más que simples marionetas movidas por fuerzas otra luminosas, ora oscuras, pero siempre inalcanzables y siempre infinitamente más poderosas que nosotros. No de toro modo podría explicarse aquella excursión masoquista hacia la maldición de las viejas ruinas, a las que se asomaba, como en la lejana pero imborrable noche de mi infancia, el equívoco esplendor de la luna llena.


Llegamos por fin al viejo roble y ambos nos esforzamos en vano por disimular nuestro pavor. Vi que a Gustave se le agrandaban los ojos y empezaba a temblar.


—Es el mismo escenario de mi sueño, el mismo...


Confieso que ante semejante declaración, sentí deseos de huir, dejando que aquel desdichado quedara abandonado a su suerte. Pero los deberes de la hospitalidad son, en mi familia, más sagrados que cualesquiera otros, y no hay fantasma, por muy respetable o temible que sea, capaz de hacérnoslo olvidar. Así que aguanté firme el temblor de mi corazón y me dispuse a esperar cualquier cosa.


No tuvimos que esperar demasiado. Apenas transpuestos los muros del castillo escuchamos un aullido lejano, como el de un animal herido de muerte. Nos fue imposible identificar su procedencia, pero en el aire quedó su resonancia como una fuerza palpable, amenazadora. Un temor indecible, sin causa concreta que lo justificase, nos impelía a hablar en voz baja, casi susurrante. y de pronto escuchamos un ruido mínimo a nuestras espaldas, como el de una pequeña rama que crujiese.


Nos volvimos al unísono y lo que vimos nos cortó la respiración


Frente a nosotros, a la distancia de siete pasos, se encontraba la execrable sombra de mi niñez, cuyos ojos de fuego refulgían en la vacuidad de sus órbitas mirando directamente a Sarracin. El tiempo se deslizó vertiginosamente hacia atrás y recobré, con toda su intensidad, el espanto que había ensombrecido mi vida desde los seis años. Allí estaba, enorme, amenazante, triunfal como un viejo verdugo que ve llegado el tiempo de su venganza. Se repitió la visión de sus manos huesudas, de sus uñas largas y retorcidas, cadavéricas; de la infamia sanguinolenta que recorría de arriba a abajo su pecho como una antigua maldición. Pero esta vez ni siquiera reparó en mi presencia. Levantó su mano izquierda hacia mi compañero y creí escuchar una voz llena de odio que pronunciaba su apellido, arrastrando lentamente las sílabas:


—Sarracin... Sarracin...


Creí advertir en el rostro de Gustave Sarracin, extrañamente sereno, la impronta de una evidencia: no era a él, sino a la masa de su sangre, a un remoto asesino de su estirpe, a quien el espectro se dirigía. Luego vi que los ojos de mi compañero se llenaron de lágrimas y a continuación hizo un gesto que me dejó estupefacto: se puso de rodillas.


El espectro de sir Adam Corman bajó la mano. Quedó un momento quieto, silencioso, como si se dejara invadir por una melancolía de siglos. Y comprendí que el nudo del odio que le había mantenido visible durante tantas generaciones acababa de ser liberado. Luego, aquella apariencia corroída y tumefacta fue poco a poco transformándose, liberándose también de las infamantes señales de la corrupción. Alcancé entonces a ver, en lo que antes había sido un cráneo horrible, los trazos de un rostro humano asombrosamente parecido al mío, un rostro diáfano y sereno que me miraba con gratitud antes de perderse definitivamente entre las sombras.