9 feb 2011

VISITAS AL MUSEO por Pedro Montero

Diariamente, en silencio, con los
ojos gélidamente finos, aquel niño recorría los fríos y vetustos
pasillos del Museo de Ciencias
Naturales, para acudir a una
ineludible y misteriosa cita.

¿Qué hay en los museos?, podría preguntaros, y seguramente la mayoría de vosotros me respondería: obras de arte u objetos, que sin pertenecer al reino de la belleza, merecen ser conservados bajo las mayores garantías de seguridad.


¿Qué más hay en los museos?, continuaría insistiendo. Guardianes y público, sería vuestra acertada contestación.
¿Qué otra cosa?, proseguiría pertinaz. Sistemas de alarma, máquinas para mantener un microclima adecuado, oficinas, salas de restauración, acaso un bar, unos servicios públicos...
Sí, pero, ¿qué más hay? Posiblemente un puesto de venta de postales o de reproducciones, ascensores, sala de proyección...
¿No hay nada más? Una cierta atmósfera cerrada... y esa respuesta estaría ya más cerca de lo que intento insinuar.
Y cuando después de haber agotado las últimas posibilidades, ya no quedara ninguna cosa más por enumerar, con una contumacia que no procede en absoluto de mi testarudez, inquiriría de vosotros finalmente.
¿Qué otra cosa hay en los museos? Un clima agónico, siglos comprimidos, acaso alguna maldición domesticada y como mantenida en alcanfor, una angustia difícil de explicar, un vacío compuesto de silencio, fantasmas del pasado, vibraciones extrañas, un no sé qué, algo... algo... algo, terminarías diciendo.
En efecto, algo confirmaría yo mirándoos fijamente. , con toda probabilidad, vosotros me preguntaríais: ¿Qué es ese algo? Pero mi respuesta os descorazonaría, porque ese algo que hay en los museos no puede ser descrito sino con esa vaga e indefinida palabra: algo.

No obstante, y aunque desde este momento anticipo que aquello de lo que estamos tratando va a continuar inexplicado y a seguir flotando caliginosamente en las desiertas salas, prestad atención a lo que me dispongo a narrar, porque es posible que, si bien mi relato nada aclarará acerca de la naturaleza de ese algo, conoceréis, no obstante, los insospechados efectos que esa impalpable niebla, esa angustiosa atmósfera, puede ocasionalmente producir. Y alguien ha dicho: «Por sus hechos los conoceréis».

El sol invernal de las cuatro y media de la tarde penetraba oblicuamente por algún ventanal, y sus mortecinos rayos parecían perder su ya exiguo calor al entrar en contacto con la gélida atmósfera del museo de Ciencias Naturales.

La desteñida luz, en cuyo seno flotaban perezosamente centenares de partículas de polvo, iba a posarse sobre las venerables vitrinas donde yacían inmóviles y congeladas en sus cristalinas estructuras muestras de innumerables formas minerales.

En un rincón de la sala dormitaba un vigilante al amor de una pequeña estufa eléctrica que apenas bastaba para entibiecer el resguardado ángulo en el que se encontraba. Los radiadores de aparatosas y anticuadas formas dispuestos por todo el amplio ámbito de la destartalada sala no habían sentido nunca por sus arterias metálicas, y ya herrumbrosas, la caricia del agua tibia. Nadie estimaba necesario templar la gélida atmósfera del museo, seguramente porque todos los objetos exhibidos en sus dependencias eran objetos muertos, y el frío es considerado universalmente como el ambiente más propicio para la conservación de los cadáveres.

Así pues, los escasísimos visitantes de aquellas heladas salas, apenas traspasaban el chirriante torno que no llegaba a contar ni una docena de huéspedes por día, experimentando un súbito escalofrío, se abrochaban concienzudamente sus abrigos y estrechaban el lazo de sus bufandas en torno al cuello. Y como aves de paso que desean emigrar lo antes posible hacia climas más cálidos, recorrían el museo, ocultos sus rostros bajo los tapabocas, lanzando apresuradas ojeadas sobre las vitrinas en las que se exhibían petrificadas formas vegetales o cóncavas geodas de interior diamantino.

El silencio era casi obligado, porque los altos techos y las hendiduras del suelo junto al final del zócalo se tragaban las palabra apenas salían de la boca de los visitantes, los cuales, hartos de repetir para sus interlocutores la misma frase varias veces, se callaban y continuaban, como quien acompaña silencioso un entierro, la peregrinación por las heladas dependencias.

Las salas en que se exhibían los esqueletos enormes de extinguidos animales prehistóricos apenas si conseguían arrancarles alguna velada exclamación de asombro, y si se detenían un momento ante la osamenta del diplodocus, por ejemplo, más que visitantes de un museo parecían asistentes a un duelo que se aproximan reverentes al féretro y lanzan una temerosa ojeada al cadáver musitando a continuación alguna palabra que denote pesar.

Y la sala destinada a los fósiles terminaba por congelarles el corazón que forcejeaba dentro de sus pechos por no sumirse en una petrificación casi obligada.

Pero entre la exigua clientela de la institución, el guardián de la puerta advertía todas las tardes la presencia de un niño, el cual, religiosamente, efectuaba cada día una visita a las dependencias del Museo de Ciencias Naturales.

«Que estudioso debe ser ese niño», e decía el conserje al tiempo que facilitaba su paso por el torno, «si yo consiguiera que mi Jaime fuera tan formalito». Pero su compañero de puesto no era del mismo parecer y comentaba: «A mi no me gustan los niños tan juiciosos, prefiero que alboroten en casa. Ya tendrán tiempo suficiente para pasar penas». «Es verdad», concedía el primero humildemente, y eso que ostentaba más galones dorados en su uniforme. Y el niño, musitando un apagado buenas tardes, se perdía en las innumerables estancias, y, cuando ya estaba próxima la hora de cerrar, reaparecía y volvía a introducirse en el torno que es como el guardarropa en forma de exclusa donde se recuperan el bullicio y la informalidad que ha sido necesario abandonar para la visita a un museo.

Pero el niño no parecía recobrar aquella alegría propia de la infancia, sino que, con andar pausado y como absorto todavía por lo que había contemplado, se alejaba calle adelante hasta la tarde siguiente.

―¿Qué le pasa a este niño? ―preguntaba la madre.

―Nada, mujer, ¿qué le va a pasar? ―respondía el marido sin dejar de leer el periódico.

―Le encuentro cada día más pálido. ¿No quieres merendar, Emilio? ―interrogaba la madre sabedora ya de la respuesta.

―Ahora no tengo hambre, mamá ―era la cotidiana réplica del niño que se encontraba enfrascado en la lectura de gruesos volúmenes de ciencias naturales.

―No sé, no sé ―musitaba la madre―. Este niño está cada día más pálido. ¿No le convendrían unas inyecciones de vitaminas?

―Mira, eso sí ―respondía el padre que era un innato consumidor de drogas―. Unas inyecciones nunca vienen mal. O si no, un frasco de aceite de hígado de bacalao ―añadía convencido de que, a peor sabor del remedio, más fulminantes y beneficiosos debían de ser los resultados.

Una tarde, el empleado de la puerta sintió curiosidad por saber a qué se dedicaba el niño en sus cotidianas y prolongadas visitas al museo y le siguió sigilosamente y a distancia por las salas.

Emilio, que no parecía sentir el frío que hacía presa en los demás visitantes, recorría lentamente las diferentes dependencias y se detenía a veces delante de determinados objetos expuestos. En suma, se comportaba como cualquier persona adulta en un museo, por lo que el vigilante, comprendiendo que su compañero de puerta se aburría, y hasta podía llegar a sentir vocación de abadesa de tanto ver girar el trono sin otra compañía, abandonó la observación y regresó a su puesto.

El niño continuó su diario recorrido y entró en la sala de los fósiles, y si el conserje no hubiera cesado en su bienintencionada vigilancia, habría podido darse cuenta de que la expresión de Emilio se modificaba apenas pisaba el umbral de aquella dependencia.

La sala era verdaderamente espaciosa y daba al norte, por lo que jamás era visitada por los rayos del sol, aunque no podría asegurarse lo mismo con respecto a la gélida luna, y el taconeo de los escasos visitantes se elevaba desde el gastado parquet hasta los altos techos donde permanecía suspendido y como absorto. Hubiera podido asegurarse que, de noche, cuando ya nadie visitaba las salas, aquellos taconeos se desprendían del techo y comenzaban a caminar por su cuenta y riesgo tratando de alegrar algo la fúnebre atmósfera del lugar.

Polvorientas vitrinas, que los visitantes debían limpiar con la manga de su abrigo si querían contemplar el interior, mostraban una perfecta y completísima colección de fósiles y plantas petrificadas que suscitaban la admiración de quienes los inspeccionaban, los cuales, no se sabe si por mostrar su sensibilidad o por el gusto de sentir el eco, lazaban tímidos «oh» que se enroscaban en el techo junto a las pisadas.

Pero Emilio, esperando a que no hubiera nadie en la sala, permanecía contemplando los petrificados trilobites de una vitrina situada junto a la entrada, y cuando ya todos se habían marchado, él comenzaba su visita a los fósiles. Se detenía pausadamente frente a los yertos ejemplares exhibidos, los contemplaba con mirada fría y penetrante, y hasta se diría que se establecía una secreta comunicación de corazón a corazón, de escarcha a escarcha.

Pero donde el ensimismamiento del niño llegaba a su mayor extremo, era frente al magnífico ejemplar petrificado que podía contemplarse en todo su gélido esplendor junto al muro del norte. Allí, en una vitrina dedicada exclusivamente a él, se encontraba el más perfecto espécimen de fósil que pudiera verse. Sin duda se trataba de un animal, pero de tan gran tamaño y con tan definidos contornos violáceos que más que fósil parecía criatura sometida a momentánea congelación.

Sus dimensiones eran aproximadamente las de un puño de adulto, y la estructura de su superficie, sustituida por sustancias minerales, según es propio de estos ejemplares, presentaba una textura extraña que tenía cierto parecido con el tejido muscular humano. Si hubiera carecido de aquellas delgadas patas y de una pequeña cola, el fósil aquel hubiera podido pasar por un antiguo corazón petrificado.

Emilio dedicaba gran parte de la tarde a estudiar aquel raro ejemplar, dibujándolo desde todos los ángulos posibles, apuntando en los libros de ciencias que era lo que pedía como regalo de reyes, en vez de juguetes o arquitecturas.

Y cuando toda su curiosidad científica de aquella tarde se había visto colmada, permanecía absorto en la contemplación del raro espécimen, y se establecía como una sorda lucha para ver quién conseguía vencer a quién. Era igual que si el niño pretendiera, con su mirada, atraer de nuevo al fósil al reino de lo vivo y de lo animado, y por su parte el petrificado animal parecía desear ejercer una actividad semejante y congelar el corazón del muchacho a fuerza de introducir su imagen por sus ojos. Así, en aquella mutua contemplación o estudio llegaba la hora del cierre del museo, y el niño, bien a su pesar, tenía que recoger sus cuadernos y sus notas y abandonar las desoladas estancias hasta el día siguiente.

Encasa de Emilio no pasó desapercibido el desmejoramiento del muchacho. Su palidez se acentuaba más de día en día, y unos cercos violáceos hacían su aparición bajo sus ojos dando a aquel infantil rostro una apariencia triste y cariacontecida. Y tanta fue la alarma causada por el desmedrar de Emilio, que su madre decidió llevarlo al médico, el cual, después de auscultarle convenientemente, sentenció:

«—Este niño tiene un soplo en el corazón».

Y los padres de Emilio quedaron desolados por la noticia, suponiendo, no sin razón, que aquel soplo podía apagar la débil naturaleza de su hijo, y le prohibieron, cosa bastante ociosa, que corriera y que jugara con los demás niños, obligándole a guardar una hora de reposo después de las comidas, lo que impedía al niño sus cotidianas visitas al mueso.

En vista del nuevo régimen de vida, Emilio pidió premiso a sus padres para efectuar una última visita el museo de Ciencias Naturales.

Era aquella tarde extremadamente fría, y los escasos visitantes pasaron como exhalaciones por todas las salas subiéndose el cuello de sus abrigos, y cuando ya nadie quedaba en el recinto, excepto los adormilados vigilantes, Emilio se detuvo ante la vitrina que contenía al fósil y lo contempló durante largo rato.

Algo debieron denotar los bedeles, porque cuando estaba ya próxima la hora de cierre, se preguntaron si el niño había salido o no, y mantuvieron una pequeña porfía porque uno de ellos sostenía que le había visto marchar. No obstante, para asegurarse bien recorrieron una por una todas las salas, y al llegar cerca de la vitrina grande advirtieron que Emilio yacía como muerto en el suelo. Su rostro estaba cubierto de una palidez mortal, y sus labios completamente exangües.

Un vigilante se arrodilló ante él, y ya estaba a punto de creerle cadáver porque no encontraba el pulso, cuando el muchacho abrió los ojos y se fue incorporando lentamente pero con decisión. Y en vez de agradecer a los conserjes sus atenciones, apartó de su frente la mano del más anciano, y se marchó hacia la salida.

Cuando los padres de Emilio regresaron a casa se extrañaron de ver luz en la habitación de Emilio sin que el niño se hubiera ocupado, como hacía habitualmente, de encender la calefacción.

—¿Te pasa algo, hijo? —dijo la madre entrando en el cuarto.

—No me pasa nada.

—¿Por qué no has encendido la calefacción?

—No tengo frío.

—Pero si fuera está ya helando, y apenas acaba de oscurecer —replicó la madre.

—Está bien —concluyó el niño con obstinación.

Al cabo de unos minutos volvió a entrar la madre en el cuarto portando un vaso de leche humeante.

—Toma, cariño, así entrarás en calor.

—Que no tengo frío —repitió Emilio malhumorado.

—Tienes que alimentarte.

—No me apetece tomar leche hirviendo.

—¿Qué quieres entonces? —preguntó la mujer complaciente.

—Tráeme un vaso de leche fría.

Desde aquel día, la introversión de Emilio se hizo más acentuada, y sus relaciones con sus compañeros de colegio menos frecuentes, porque apenas terminaban las clases marchaba a casa y se encerraba en su cuarto a examinar láminas de sus grandes volúmenes de Historia Natural, y como la adquisición de fósiles no estaba al alcance de sus posibilidades, ahorraba todo lo que podía y se compraba enormes cajas de minerales y hermosos ejemplares de cuarzo cristalizado.

En cierta ocasión, como suele suceder, se fundió la lámpara de su habitación, y al ir a reponerla su padre, el chico comentó:

—Es tan amarilla esa luz... Me da calor.

—¿Cómo va a dar calor una bombilla? —preguntó su padre.

—Claro que sí —replicó el niño—. Preferiría otro tipo de alumbrado para poder leer sin que me lloraran los ojos.

—¿Otro alumbrado?

—Un tubo fluorescente —pidió Emilio.

—No se hable más —intervino la madre atenta a los menores deseos de su hijo. Y al día siguiente ya estaba instalado en la habitación un fluorescente como el de la cocina.

Y a la luz fría y lechosa del neón el rostro de Emilio parecía todavía más pálido, y sus ojos más yertos. Y ante la sorpresa de sus padres, el niño dijo un día que deseaba comer algo especial, lo que alegró a la madre, preocupada por la inapetencia pertinaz de su hijo.

—¿Qué te apetece, tesoro?

—Me gustaría... un helado muy grande —repuso el niño.

—¿Con este frío?

—Sí, ¿qué pasa? —replicó él casi con grosería.

—Nada, nada, pero eso es el postre, ¿y antes qué quieres? ¿un poco de pesca?

—Sí, pero congelada —pidió Emilio—. Sabe mejor que la fresca.

La mujer se alarmaba cada día más al ver que el muchacho se pasaba las horas muertas en su cuarto y sin encender el brasero eléctrico.

—Te vas a helar... —decía golpeando suavemente la puerta. Pero Emilio contestaba con un gruñido sordo que era su forma de decir que le dejaran en paz.

Cierto día, al salir del colegio, algunos muchachos de un curso superior le zahirieron e intentaron provocarle para que se pegara con uno de ellos, pero Emilio no quiso seguirles el juego y continuó calle adelante pasando el dedo por los polvorientos barrotes de la verja que rodeaba el patio del colegio.

Ellos, no obstante, enardecidos por la indiferencia de Emilio y por su fría calma, no cejaron en su empeño, y uno de ellos, el más decidido, le propinó un puñetazo en el costado que le dejó durante unos instantes sin respiración. Emilio, una vez que recuperó el resuello, se volvió hacia su agresor con tal ira en el rostro, que sus compañeros pensaron que habían conseguido sus propósitos de hacerle perder la calma, pero el niño se limitó a clavar sus ojos en su atacante, el cual palideció de súbito y se quedó inmóvil, y de pronto, fue acometido por un aparatoso acceso de tos.

—¿Qué ha pasado esta tarde a la salida del colegio? —preguntó la madre a la que otras veces ya habían hecho comentarios acerca del fallido enfrentamiento.

—Nada.

—¿Te has peleado con Jacinto?

—No.

—Pues me habían dicho...

Aquella misma noche comenzó a circular el rumor por el barrio de que el hijo de los Villar, Jacinto, se encontraba en cama muy grave víctima de una pulmonía doble, y a las doce de la noche se oyó la sirena de una ambulancia que se detuvo en la esquina con la calle Soriano. Según se supo a la mañana siguiente, los doctores habían hecho todo lo posible, pero el hijo de los señores Villar había fallecido a causa de una pulmonía fulminante acompañada de un inexplicable descenso en la temperatura de su cuerpo.

Las vecinas que acudieron al duelo aseguraban que el cadáver de jacinto aparecía lívido y yerto, y sus manos, a pesar de que avían sido piadosamente cruzadas sobre el pecho, conservaban una crispación gélida. Tenía el aspecto, en fin, de quién se pierde en la montaña y es hallado muerto enterrado en la nieve.

—Mañana tenemos que ir al médico —anunció un día su padre.

—¿Para qué? —preguntó sobresaltado Emilio.

—Para que te examine el corazón. Nos dijo que volviéramos a los dos meses.

—No quiero ir —anunció fríamente el niño.

—Aquí se hará lo que yo mande —afirmó el padre levantando la voz.

—Querido, por favor —intervino la madre—, no hace falta que te exasperes. El niño irá de buena gana.

—No pienso ir —replicó testarudo Emilio.

—Ya veremos —repuso el padre.

—Vamos a dejarlo para la semana que viene —terció la madre conciliadora. Y así fue.

Desde aquel día, Emilio se recluyó aun más en su habitación de la que apenas salía para comer o para tomarse un vaso de agua helada, cosa que preocupaba a su madre que recordaba la pulmonía que acabó con la vida de Jacinto.

Y al cabo de unos días, el tiempo se hizo más frío y hasta cayeron unos copos de nieve, pero Emilio seguía sin encender la calefacción de su cuarto. La estufa de gas estaba relegada en un rincón, y el brasero eléctrico tenía la resistencia llena de polvo a causa de la falta de uso.

La madre del muchacho no podía evitar a veces mirar por el ojo de la cerradura, y contemplaba a Emilio dedicado a hojear gruesos volúmenes de Ciencias, mientras sobre el respaldo de su silla yacía la bufanda que ella le había aconsejado que se anudara en torno al cuello.

En cierta ocasión, y percibiendo que el aliento del niño salía de su boca condensado, a causa de la frialdad de la atmósfera, entró en la habitación y sin encomendarse a nadie enchufó el brasero eléctrico. Emilio no levantó la cabeza del libro, pero a los pocos instantes se oyó un fuerte chasquido y por todo el cuarto se extendió un fuerte olor a quemado: la resistencia en forma de espiral se había fundido.

Y una noche en que le era imposible conciliar el sueño, la madre de Emilio se revolvía inquieta en la cama, y sintiendo como si una fuerte corriente de aire helado penetrara por la parte inferior de la puerta del dormitorio conyugal , despertó a su marido, cuyo rostro le pareció gélido al tacto, y le expresó sus temores de que el niño hubiera dejado abierta la ventana de su cuarto.

Marido y mujer salieron al pasillo y, encaminándose sigilosamente hacia el dormitorio de su hijo, advirtieron que, en efecto, la corriente procedía de allí. El padre abrió la puerta del cuarto y una bocanada de aire congelado golpeó sus rostros. La ventana estaba completamente abierta, y a través de ella penetraba en la habitación el gélido aire de la noche y un remolino de copos de nieve, pero lo más asombroso era que el niño yacía completamente desnudo sobre la cama recibiendo de lleno aquel viento polar.

El matrimonio permaneció unos segundos en el umbral del dormitorio a causa de la sorpresa, y acto seguido, el padre se abalanzó hacia la ventana y la cerró de golpe, mientras la madre se acercaba a la cama y friccionaba con energía el cuerpo de su hijo igual que se hace con alguien al que se encuentra en el montaña congelado.

El niño tenía todo el aspecto de estar muerto. Sus ojos, completamente abiertos, aparecían velados por una fría escarcha, y en el extremo de sus labios una gota de saliva era como una diminuta perla de rocío. La carne de su cuerpo tenía la textura del hielo, y su palidez era muy superior a la de la sábana sobre la que se apoyaba.

Aterrados por aquel espectáculo, se disponían ya a pedir ayuda cuando, muy poco a poco, el pecho del niño comenzó a moverse, y la rigidez de sus miembros fue desapareciendo. La escarcha de sus ojos se deshizo, y al cabo de un minuto, Emilio había recobrado su aspecto habitual, aunque su mirada de reproche continuaba siendo fría.

—¡Dios mío! —sollozó la madre—. Capaz de haber cogido una pulmonía. Su pobre corazón —añadió colocando su mano sobre el pecho del pequeño.

—Su pobre corazón —remedó cruel el niño con una voz profunda.

—Mañana por la mañana te llevaré al médico, quieras o no, para que te ausculte y te haga unas radiografías.

—No iré —repuso Emilio con seguridad.

—¿Por qué esa manía, hijo? —intervino la madre.

—Que no, he dicho.

—Eso lo veremos —repuso el padre tajante—. Y ahora a dormir.

Apenas sus padres habían abandonado el cuarto, Emilio se levantó, y abriendo de nuevo la ventana, se tendió sobre la cama a recibir la helada brisa de la noche.

Poco a poco su cuerpo fue adquiriendo un aspecto fibroso, mineral, congelado, y sus ojos abiertos quedaron petrificados y cubiertos con un velo de escarcha. La sonrisa infantil se heló en sus labios fríos, y la involuntaria contracción de su boca la convirtió en una terrible mueca. Todo en él permaneció quieto y solidificado. La sangre detuvo su fluir por las venas, los pulmones se plegaron sobre la membrana pleural, sus intestinos dejaron de contraerse con los necesarios espasmos, los nervios interrumpieron su conductividad. Solamente una cosa permanecía viva en su interior. Una cosa que, según todos los criterios científicos debería de estar muerta y fosilizada.

Si alguno de los visitantes del Museo de Ciencias Naturales, en lugar de efectuar un recorrido de rutina, se hubiera detenido en alguna de las vitrinas con un especial interés, quizás hubiera observado que, en el lugar en que un pequeño cartel hablaba de un extraño fósil de origen desconocido, había una petrificada masa que se parecía más que nada a un corazón.

Si alguno de los vigilantes hubiera hecho su ronda nocturna de inspección, tal y como era su obligación, quizás se habría quedado sorprendido de ver cómo aquel extraño ejemplar petrificado no permanecía inmóvil, sino que se agitaba levemente imitando los movimientos de sístole y diástole de un corazón de niño.

Y si el doctor que atendía a Emilio hubiera tenido oportunidad a la mañana siguiente de examinar el pecho del niño, no hubiera dado crédito a sus ojos ni a sus instrumentos, porque dentro de la cavidad torácica del muchacho latía muy pausadamente un algo mineral y de aspecto leñoso, un extraño y remoto corazón mineral y fosilizado.

Así pues, mientras los padres del muchacho descansaban ya más tranquilizados en su cama, algo comenzó a surgir desde la alcoba de Emilio y empezó a extenderse por toda la casa. La atmósfera del pasillo se tronó gélida, los espejos se empañaron de escarcha, las lámpara incandescentes se fundieron y se hicieron pedazos, y todos los rincones de las habitaciones se llenaron de un depósito blanquecino que parecía nieve.

Aquel influjo prehistórico y remoto se deslizó por debajo de la puerta del dormitorio conyugal, y al punto el espejo del armario de luna se cubrió de escarcha. El agua que manaba gota a gota del grifo del lavabo quedó al instante congelada y el último aliento del matrimonio se condensó en sus labios.

Muy poco a poco, aquel mensaje del pasado se introdujo en los cuerpos de los padres de Emilio, que comenzaron a sufrir una transformación que de ordinario suele llevar siglos a la naturaleza. Su carne se tornó fibrosa y quebradiza, su textura se hizo áspera al tacto y sus células constituidas por materia orgánica dejaron paso a formas minerales que sustituyeron a la sustancia viva por otra pétrea e inmóvil. Y al cabo de unas horas, ya no había dos cadáveres sobre la cama del matrimonio, sino dos esculturas de aspecto leñoso, dos estatuas yacentes, no de mármol como es lo habitual en estos casos, sino esculpidas en minerales fósiles.

Cuando todo el proceso hubo finalizado, Emilio fue despertándose y, sin sentirse dueño de sí mismo, salió a la calle y se dirigió directamente al museo de Ciencias Naturales. Una vez ante el cual, y aprovechando la oscuridad nocturna, se deslizó en su interior a través de una de las ventanas entreabiertas. Caminó con aire de sonámbulo por las destartaladas galerías hasta que llegó a la gran sala de fósiles, y avanzando con gran seguridad a pesar de la falta de iluminación se aproximó a la vitrina que tan bien conocía, y una vez que se encontró ante ella, se desplomó exánime sobre la madera del parquet y allí permaneció durante horas, el tiempo necesario para que se produjera una doble migración.

Cuando por la mañana unos turistas le encontraron muerto dieron inmediata noticia a los porteros, y el médico, avisado con toda rapidez, diagnosticó acertadamente que aquel niño había muerto de un fallo cardíaco. Pero en lo que nadie se fijó fue en el extraño fósil expuesto en el interior de la vitrina. Aparecía más lustroso y como recién pulido. Más misterioso y enigmático que nunca.