25 jul 2010

LA SED por Alejandro Delgrado

A las ocho menos cuarto en punto, como cada mañana, Alberto tanteó sus bolsillos para confirmar que todo estaba en orden. La documentación y el dinero en el interior de la chaqueta, la pluma estilográfica y el abono del autobús en el pequeño bolsillo junto a la solapa izquierda. Dinero suelto, un pañuelo limpio y el llavero en el pantalón, y el amuleto de madera en el diminuto bolsillo a la altura del cinturón.


Al salir del portal vio que un autobús de la línea cuarenta y dos se encontraba detenido en la parada, y echando a correr, a la vez que hacía señas con la mano al conductor, cruzó la calzada sorteando los automóviles que a aquellas horas de la mañana circulaban a gran velocidad; pero antes de que pudiera alcanzarlo subió el último pasajero y el autobús arrancó dejando una sucia estela de humo negro que a los pocos instantes comenzará diluirse e la gélida atmósfera de la mañana.

Murmurando una maldición, se apoyó en el poste metálico y se dispuso a esperar al menos diez minutos hasta que pasara el siguiente. El ambiente era fresco, y Alberto sabía que, si se le enfriaban los pies, no sería capaz de entrar en calor hasta cerca del mediodía, y la jornada de mañana en la oficina sería interminable.

Seguro de que tenía tiempo de llegar andando hasta la próxima parada, echó una ojeada hacia el final de la calle para cerciorarse de que, como en algunas ocasiones, y por desarreglos horarios, el siguiente autobús no venía pegado el primero, y emprendió la marcha volviendo de vez en cuando la cabeza.

En la otra parada había ya dos personas esperando y consideró oportuno no arriesgarse a caminar hasta la siguiente, más que nada temiendo que el vehículo ostentara el cartel de «completo» y pasara de largo.

Dirigió si vista entonces hacia la entrada de la calle Sande para comprobar que la furgoneta del Banco de Sangre continuaba estacionada entre el cine y los grandes almacenes, como si no se hubiera movido en los últimos dos meses, aunque era de suponer que por las noches se dirigiría al hospital para depositar en él su preciada carga de plasma, generosa cosecha de sangre que ofrecían los viandantes a requerimiento de ambulantes enfermeras.

A pesar de que Alberto transitaba con frecuencia por aquella zona de la ciudad, único centro comercial próximo a su domicilio, nunca había sentido la tentación de donar sangre, aunque en más de una ocasión se lo había solicitado alguna de las sonrientes auxiliares sanitarias. Nunca hasta hacía una semana aproximadamente.

Cuando solía dirigirse a los grandes almacenes o a alguno de los comercios de aquel área, ponía gesto hosco y llevaba el «no» dispuesto a flor de labios por si alguna de las enfermeras, como ya había sucedido, requería de él amablemente la ofrenda sanguínea, y lanzaba la negativa al rostro de la joven de forma destemplada, igual que se hace con un vendedor inoportuno o un comerciante insistente en exceso.

Hasta que, en cierta ocasión, reparó en la muchacha.

Se encontraba contemplando unos zapatos expuestos en un escaparate, cuando la vio reflejada en el cristal. Hablaba con dos jóvenes y con toda probabilidad solicitaba de ellos donación de sangre, pero al parecer no logró convencerlos, porque al rato se despidieron. Entonces la chica fijó su vista en él y fue acercándose mientras Alberto la contemplaba en el cristal, y cuando él ya casi sentía su aliento en la nuca y parecía dispuesta a hablar, la muchacha miró su rostro reflejado en la luna del escaparate, vaciló un momento, y dándose la vuelta, se alejó hacia un grupo de personas a las que interrumpió en su deambular para pedirles su generosa colaboración. No obstante, y mientras hablaba con aquellas gentes, volvió la cabeza una o dos veces en dirección a donde se encontraba Alberto.

Preguntándose el por qué de aquella reacción, cruzó el otro lado de la calle, y oculto entre los viandantes, la estuvo observando durante largo rato, y en ninguna ocasión vaciló al acercarse a otro transeúnte.

Su forma de caminar y el modo en que miraba a los ojos mientras sonreía solicitando la aportación sanguínea fue lo que más llamó la atención de Alberto. Si mientras contemplaba el escaparate ella le hubiera abordado en lugar de darse la vuelta, no habría rehusado colaborar, cosa que jamás se le había pasado antes por la imaginación. Quizás en la ocasión de alguna catástrofe o en una situación extrema habría sido de los primeros en ceder una cierta cantidad de sangre, pero sin ninguna motivación especial, en frío, el gesto le parecía una especie de mutilación voluntaria.

Estuvo contemplándola durante largo tiempo fascinado por su ir y venir, por la amabilidad con que recibía las negativas y por la sonrisa de agradecimiento dirigida a los que aceptaban escuchar los argumentos con que la Seguridad Social pretendía convencer al público de la necesidad de donar una mínima cantidad de plasma.

El número de personas que habiendo prestado atención a sus explicaciones rehusaba contribuir a la causa era muy escaso: algún hombre mayor, dos muchachas con aspectos de solteronas, una madre de familia con aire de mujer frustrada, una monja huidiza. El resto de los viandantes, tras escuchar alelados quién sabe qué tipo de razonamientos, se dejaban conducir suavemente hacia la gran furgoneta como ovejas que no ofrecen resistencia al ser llevadas al matadero.

Tomando con delicadeza por el codo a las personas mayores, pasando el brazo por el hombro de algún joven, o quitando con gesto familiar una mota de polvo de la solapa de algún caballero, les acompañaba hasta la portezuela del vehículo donde sanitarios vestidos con batas blancas se hacían cargo de los donantes.

Desde aquel día, Alberto deseó que la muchacha se dirigiera a él solicitando su colaboración, y muchas tardes se encaminaba hacia la zona comercial y daba vueltas procurando hacerse el encontradizo con ella, pero la joven parecía esquivarle, o al menos eso creía él, porque no era verosímil que tantas idas y venidas de una misma persona pasaran desapercibidas.

Alberto tenía la certeza de que durante alguno de aquellos paseos los dos se encontrarían frente a frente y ella no podría eludir dirigirse a él y solicitar una voluntaria aportación sanguínea.

Ahora, mientras esperaba la llegada del autobús, contemplaba la furgoneta estacionada en la todavía semidesierta zona comercial. La puerta del vehículo permanecía cerrada, y alguien había retirado una escalerilla de madera con tres peldaños que facilitaba el acceso al interior. Las ventanillas, provistas de persianas venecianas, aparecían asimismo cerradas, y aunque nada permitía suponerlo, Alberto experimentó la sensación de que alguien le estaba contemplando desde el interior del coche.

Precisamente creía haber observado un movimiento furtivo detrás de una de las ventanillas, cuando hizo su aparición el autobús, y los componentes de la cola se removieron inquietos asegurándose la posesión de sus pequeños territorios. A los pocos instantes el vehículo se puso en marcha y Alberto vio desaparecer la furgoneta en lontananza. Sólo cuando el revisor le pidió que exhibiera el abono salió de su ensimismamiento.



Aquella misma tarde se dirigió hacia la zona comercial, y situándose detrás de un quiosco de periódicos, se dedicó a la observación de los movimientos de las enfermeras.

Entre todas sus compañeras destacaba la muchacha en cuestión, no solamente por hacer gala de un mayor dinamismo y de un superior poder de persuasión, sino por un especial atractivo que emanaba de toda su persona. Sin poseer una belleza clásica ni rasgos perfectos, su figura destacaba en el acto de entre la masa de viandantes y curiosos que circulaban perezosamente por aquella vía peatonal.

La muchacha tenía la tez pálida y el cabello castaño le rozaba los hombros meciéndose a cada movimiento de su cabeza. Sus ojos eran intensamente azules, y bajo una breve y recta nariz se dibujaba una boca cálida que sonreía continuamente sin que la permanencia de aquel gesto constituyera ningún rictus forzado. Seguramente a causa de aquella sonrisa se le habían formado unas leves arrugas junto a la comisura de los labios que otorgaban cierto carácter de formalidad a su rostro cuando permanecía seria, y realzaban el gesto de cordialidad cuando sonreía.

Después de haberla contemplado con placer, se mezcló con la masa de transeúntes, y en cierto momento en que se dirigía hacia ella para hacerse el encontradizo, otra de las enfermeras se le acercó, e interrumpiendo su marcha, se dispuso a solicitar su colaboración. En aquel mismo instante, como si hubiera estado sobre aviso, la muchacha se volvió, y mirando fijamente a su compañera pareció transmitirle un mensaje con un simple y fugaz parpadeo. Al instante la que le había abordado sonrió con cierta confusión y, musitando una excusa, se alejó en busca de otras personas a quienes pedir su cooperación.

Alberto, intrigado por aquel gesto, dio unas cuantas vueltas por la calle contemplando los escaparates y al cabo de unos minutos regresó a la zona donde se encontraba la furgoneta. Avanzó resueltamente y llegó hasta la joven, que en aquel momento se encontraba sola. Mirándola fijamente a los ojos sonrió y se ofreció voluntariamente para la donación, pero, apenas había musitado dos palabras, cuando ella le interrumpió serena aunque tajantemente diciendo: «No, tú no».

Alberto se alejó confuso del lugar sin atreverse siguiera a preguntar el motivo de la negativa, pero sabiendo que la joven le acababa de hacer un gran favor, y no obstante obsesionado por aquel «tú no» se perdió entre la multitud avanzando cada vez más deprisa, hasta que, sin saber por qué echó a correr y advirtió que se encontraba aterrorizado, y que aquella carrera era una huida de algo terrible en cuyo poder había estado a punto de caer.

Cuando llegó a casa estaba sudoroso y el corazón le latía tan fuertemente como si estuviera en trance de desprendérsele del pecho. Subió las escaleras de dos en dos y una vez en el interior del piso echó el cerrojo con mano trémula y permaneció pegado a la puerta durante largo rato con el oído atento al menor ruido procedente de alguna de las habitaciones. Después, sigilosamente, encendió las luces y recorrió el apartamento con toda precaución, igual que se hace cuando un crujido sospechoso nos hace recelar la presencia de ladrones.

Durante los dos días siguientes sus ocupaciones le impidieron acercarse a la zona comercial, y casi llegó a olvidar aquel irracional pánico que le dominara de forma tan absurda como incomprensible, ya hasta elaboró una teoría para justificar ante sí mismo el hecho de no haber sido aceptado como donante de sangre.

Es posible –se decía– que las muchachas tuvieran a causa de su profesión un gran ojo clínico y en virtud de aquella facultad supieran con cierto margen de error, naturalmente, quién era apto y quién no para ofrecer plasma. Y aunque aquella conjetura pudiera resultar preocupante, o cuando menos ofensiva, su formulación no le inquietó lo más mínimo, puesto que lo único que en su fuero interno deseaba era buscar una explicación a un hecho, situar en su emplazamiento adecuado las piezas de un rompecabezas a fin de recuperar la tranquilidad perdida.





Al tercer día, se dio una vuelta por la zona y comprobó que todo continuaba en el mismo estado. Las enfermeras detenían a los viandantes, los cuales aceptaban o rechazaban colaborar en la empresa, según su humor o las dotes de persuasión de las chicas.

Situándose detrás del puesto de periódicos espió durante un buen rato las maniobras de captación de las muchachas prestando especial atención a la joven que le había rechazado, quien, con el simpático gesto que la caracterizaba, seleccionaba cuidadosamente a los paseantes y se aproximaba a ellos sonriente.

Alberto se dio cuenta de que, salvo muy raras excepciones, las jóvenes abordaban a personas que no iban acompañadas, y si acaso se dirigían a parejas lo hacían específicamente a uno de sus componentes sin prestar atención al otro.

En aquel momento, la joven hablaba con una muchacha de unos diecisiete años que parecía escucharla interesada. Conversaron brevemente, y al cabo, la enfermera condujo con suavidad a su conquista hasta la puerta de la furgoneta y Alberto, interesado por saber qué tipo de argumentos empleaba la enfermera, se hizo el propósito de acercarse a la muchacha que acababa de ser seducida por tales razones y entablar conversación con ella tan pronto abandonara el vehículo.

Media hora más tarde continuaba con los ojos fijos en la puerta de la furgoneta, pero la joven no había vuelto a salir, o por lo menos él no la había visto. En ningún momento perdió de vista la portezuela del vehículo ni a la enfermera.

Cuando dieron las ocho, y los comercios comenzaron a echar el cierre, Alberto llegó a la conclusión de que por lo menos dos personas que habían sido conducidas a la furgoneta no habían vuelto a salir de ella, y sin saber por qué, un escalofrío recorrió su espina dorsal , y sintió un pánico semejante al que experimentara algunas noches atrás.

Se sorprendió al notar que el tránsito de personas había disminuido hasta casi desaparecer. Las enfermeras no se encontraban ya en la calle, y las luces de los escaparates debían de llevar mucho tiempo encendidas. Miró su reloj de pulsera admirándose de que estuvieran a punto de dar las diez de la noche. Le dolían los ojos, y cuando retiró la vista de la puerta de la furgoneta, que aparecía ya completamente clausurada, tuvo la certeza de que en su interior permanecían por lo menos dos personas: una muchacha y un hombre.

Incapaz de abandonar aquel lugar, permaneció durante mucho tiempo detrás del puesto de periódicos, y cuando en algún reloj cercano sonaron las campanadas que anunciaban una media, quizá la de las dos, algo pareció agitarse en el interior del vehículo, y a través de las persianas surgió un rayo de luz. A los pocos instantes una ambulancia hizo su aparición por la calle desierta y se estacionó a unos diez metros de la furgoneta justo en el límite de la zona peatonal.

Casi en el acto, dos sanitarios con batas blancas hicieron su aparición en la portezuela del vehículo de la Seguridad Social, y en aquel mismo instante, el chofer de la ambulancia descendió, y dirigiéndose a la parte trasera, abrió la puerta posterior. Los sanitarios, una vez que contemplaron la maniobra, volvieron a entrar y poco después salían transportando a alguien en una camilla. El cuerpo de aquella persona estaba completamente cubierto por una sábana, pero Alberto tuvo la seguridad de que se trataba de la jovencita a la que no había vuelto a ver.

Después de transportarla hasta la ambulancia, los sanitarios regresaron, y al poco hicieron de nuevo su aparición acarreando otro cuerpo, quizás otro cadáver. Alberto permaneció espantado contemplando el macabro espectáculo hasta que, urgido por un terror irracional salió de su escondite sin ser visto y amparándose en las sombras de la noche huyó calle abajo deteniéndose a unos doscientos metros para tomar aliento al abrigo de un portal.

Un taxi circulaba lentamente por la calzada, y aunque su domicilio se encontraba a menos de cinco minutos, le hizo una seña y el vehículo se detuvo. Precisamente en aquel momento cruzó a su lado la ambulancia, que pausadamente descendió hasta la plaza que remataba la avenida y rodeó el monumento central alejándose a una velocidad moderada. Obedeciendo a un impulso momentáneo, Alberto, después de dar las buenas noches al taxista, le indicó: «Siga a esa ambulancia, por favor, pero no se acerque demasiado». Y se hundió en el asiento asustado por el eco de sus propias palabras.

Durante largo rato circularon detrás de la ambulancia a escasa velocidad, puesto que el vehículo de urgencias no parecía tener demasiada prisa en llegar a donde se dirigiese. Una vez incluso se detuvo en un semáforo en rojo y en ningún momento hizo sonar la sirena. Solamente el farolillo ámbar, girando hipnóticamente sobre el techo, denotaba que el vehículo se encontraba de servicio y ponía un punto de inquietud en la gélida atmósfera nocturna.

Tras abandonar el centro de la ciudad, se internaron en los barrios periféricos, y después de atravesar el cinturón de los sectores más superpoblados, el vehículo sanitario y el que ocupaba Alberto penetraron en una zona residencial.

Al llegar ante un oscuro edificio rodeado por un jardín cubierto por densa arboleda, la ambulancia se detuvo sólo el tiempo necesario para que alguien abriese al cancela metálica, y a continuación traspasó los límites del arbolado perdiéndose en la oscuridad. Tan sólo la luz giratoria color de miel permitía seguir su trayectoria a través del boscaje.

«Deténgase» –pidió Alberto al conductor, pero éste no pareció haberle oído y continuó impertérrito–. «Pare aquí» –pidió con un cierto temblor en la voz. El chofer, no obstante no se dignó siquiera volver al cabeza, y como si la orden no fuera dirigida a él encaminó el vehículo directamente hacia la cancela, que continuaba abierta. Y a pesar de sus protestas, el taxi, cruzando la entrada, se internó en un sendero de grava rodeado por una tupida vegetación y fue a detenerse a escasos metros de la ambulancia, la cual parecía estacionada ante la fachada principal del edificio.

Comprendiendo de súbito que acababa de caer en una trampa, se abalanzó hacia la portezuela al tiempo que los dos sanitarios que habían transportado las camillas se encaminaban hacia el taxi. No tuvo siquiera la oportunidad de poner pie en tierra, porque los dos corpulentos hombres le asieron por los brazos y levantándole en andas le condujeron hacia la puerta de la casa haciendo caso omiso de sus protestas y alaridos.

Cuando recobró el conocimiento experimentó un intenso dolor en la nuca, como si alguien le hubiera golpeado, y acto seguido llegaron hasta sus oídos una serie de gemidos lastimeros. Se incorporó en el lecho en el que yacía y aproximándose a la ventana pudo ver un conjunto de personas que se encontraban junto a una de las puertas laterales del edificio. Allí agrupados, se retorcían las manos y se mesaban los cabellos al tiempo que desconsoladoras quejas salían de sus labios.

En aquel momento se abrió la puerta y entraron dos hombres provistos de batas blancas, pero su aspecto no era brutal como el de quienes le habían conducido al interior del edificio, sino que, por el contrario, tenían el aire de personas cultivadas. No obstante en alguna parte de su rostro, no logró descubrir dónde, había una marca de maldad.

–Lamentamos esta estúpida confusión –dijo el que parecía de más edad–. Así que no pertenece usted a la policía ni a ningún tipo de servicio secreto.

Alberto permaneció perplejo. No había duda de que su actuación hubiera hecho recelar a cualquier delincuente que se encontrara avisado Así pues, estaba entre personas que de algún modo infringían la ley, lo cual no resultaba tranquilizador en absoluto.

–Comprenderá –continuó diciendo el que le había dirigido la palabra– que no ha obrado de manera sensata al inmiscuirse en asuntos que no son de su incumbencia. Su curiosidad le ha perdido, mi querido amigo.

–Cierto –corroboró el segundo. Alberto optó por guardar silencio y obtener así la exigua ventaja que podía desprenderse de cuanta información le fuera voluntaria o inadvertidamente dada.

–Pero debe saber que alguien más ha contribuido a su perdición –manifestó el primero de los doctores o lo que fuese.

–Desde luego –aprobó el segundo, que parecía limitarse a confirmar las palabras de quien asemejaba ser su superior.

–Pase, señorita –dijo el más anciano volviendo la cabeza hacia la puerta, que permanecía abierta. Y la muchacha que había rechazado su colaboración junto a la furgoneta entró en la habitación.

Su aspecto era lamentable. Parecía haber envejecido diez años. Su rostro, antes tan sereno, estaba ahora cruzado por un rictus de amargura, y un ligero temblor contraía la parte izquierda de su boca. Mantenía las manos a su espalda y sin duda alguna las retorcía con desesperación, porque la parte visible de sus brazos no cesaba de estremecerse. No obstante todo lo cual, no parecía haber sufrido ningún tipo de violencia física.

–Aquí la tiene –dijo el primero de los doctores dirigiéndose a Alberto–. Y se preguntará usted el por qué de tan descortés rechazo.

–Obviamente –adujo el segundo.

–Pero antes de conocer los motivos observe cuáles han sido las consecuencias –y tomando bruscamente los brazos de la joven, la forzó a mostrar las palmas de las manos. Alberto creyó morir al contemplar aquella masa sanguinolenta y deshecha.

–¿Qué le han hecho? –exclamó horrorizado.

–Nada en absoluto –repuso el que parecía tener más categoría.

–Exacto. Nos hemos limitado a no hacerle nada –explicó el segundo personaje atreviéndose por fin a emitir una opinión propia.

–Ha devorado sus propias manos –manifestó el que llevaba la voz cantante.

–¿Por qué? –gritó el prisionero fuera de sí.

–Porque en castigo a su generosidad la hemos privado de lo que necesita. Parece ser que le ama a usted –añadió, y los dos hombres ataviados con batas prorrumpieron en carcajadas–. Pues bien –continuó–, a fin de que ese cariño no se apague sino que su sed de amar se haga mayor, vamos a mantenerla algún tiempo en cautividad alejada de usted, y después dejaremos que permanezcan juntos un ratito, el tiempo justo para que ella se sacie de su amor.

Al oír estas últimas palabras, la joven prorrumpió en alaridos e intentó llevarse las manos a la boca, pero los doctores la sujetaron con fuerza empujándola fuera de la habitación al tiempo que ellos también salían. Después se oyó el ruido de una llave en la cerradura y Alberto se quedó solo.

Apenas las tres personas abandonaron la habitación se abalanzó contra la puerta y agitó el picaporte violentamente, pero todos sus esfuerzos resultaron inútiles, por lo que se derrumbó sobre la cama. La luz de la luna, tamizada por la cancela que aherrojaba la ventana, cayó desoladoramente sobre su rostro.

Durante la noche se sumió en un pesado sopor del que despertó una o dos veces comprobando que el coro de gemidos procedentes del jardín había cesado. Y cuando ya apuntaba la luz del día, se levantó y tomando uno de los barrotes que sostenían el somier, se apostó tras la puerta en espera de que alguien hiciera su aparición.

En efecto, al filo de las siete y media se oyeron pasos en el corredor y todos sus músculos se tensaron. El que se disponía a entrar introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. A continuación se abrió la puerta y Alberto descargó un golpe fortísimo sobre un hombre que portaba una bandeja. La taza y la cafetera rodaron por los suelos con tal estrépito que alguien tenía que haber oído el estruendo, pero pasaron los minutos y nadie más acudió.

La contundencia del golpe había sido tan grande que el encargado de traerle el desayuno yacía sobre un gran charco de sangre. Alberto pensó que estaba muerto, pero poco después movió levemente los dedos de su mano izquierda y torció la cabeza mirándole con ojos extraviados. A continuación fijó la vista en el suelo, y ante el horror de su agresor, el moribundo se inclinó hacia el charco sobre el que estaba tendido y sacando su lengua comenzó a lamer con avidez su propia sangre. Poco después todos sus movimientos cesaron definitivamente.

El corredor se encontraba desierto, y cubriéndose con la bata blanca de su víctima, Alberto caminó por él teniendo que dominarse para no emprender una loca carrera que seguramente le hubiera conducido directamente a las manos de sus secuestradores. Pegado a la pared, anduvo un trecho buscando una salida. Todas las ventanas eran altas y estaban provistas de rejas. De súbito llegó hasta él un coro de apagados gemidos, y al doblar una esquina se encontró de manos a boca con un grupo de personas en tan lamentable estado como aquel al que había quedado reducida la enfermera. Permaneció petrificado un momento a causa de la sorpresa y contempló los desordenados cabellos y los descompuestos rostros de aquellos desesperados.

De pronto, uno de ellos descubrió su presencia, y Alberto se consideró perdido pero ninguno gritó dando la alarma ni llamando la atención, sino que los gemidos se hicieron más intensos y el grupo entero se dirigió lentamente hacia él en ademán suplicante. Ojos desorbitados y cercados por violáceas ojeras le miraron implorantes; bocas trémulas le llamaron «doctor» al tiempo que lanzaban quejidos de amargura; manos que exploraban el espacio entre el grupo y él se adelantaron anhelantes.

Antes de que ninguno de aquellos desgraciados seres llegara a alcanzarle, retrocedió unos pasos, y sin pensar que dentro podía esperarle su definitiva perdición, abrió una de las puertas que daban al pasillo y penetró en una habitación en penumbra echando a continuación el pestillo. Cuando sus ojos se acostumbraron a aquella semioscuridad rojiza, pudo ver que las paredes estaban cubiertas de anaqueles que contenían cientos de frascos en los que reposaba un líquido. Un acondicionador de aire dejaba oír su monótono zumbido y reducía la temperatura ambiental a pocos grados por encima de cero. En aquel momento se abrió una puerta y dos hombres con batas blancas penetraron en la estancia. Alberto apenas tuvo tiempo de esconderse tras uno de los muebles.

Al abrir la puerta de comunicación con el corredor, aumentó la intensidad de los lamentos de aquel extraño grupo, y los dos hombres, sin prestar demasiada atención a los que de aquel modo se quejaban, los apartaron a empujones y les ordenaron que volvieran a formar la cola que habían deshecho cuando se aproximaron a Alberto.

A través de la otra salida accedió a un pequeño cuatro del que partía una escalera de caracol que le condujo hasta lo que debía de ser un piso subterráneo, a juzgar por el número de peldaños descendidos. La escalera terminaba abruptamente ante una puerta metálica que Alberto abrió sin que ofreciera la menor resistencia. Los extraños habitantes de aquella casa estaban muy seguros de su impunidad, o quizá tenían la certeza de que nadie podría abandonarla sin su conocimiento.

El gigantesco sótano tenía todas las características de una gran sala de hospital o de inmenso dormitorio colectivo. A partir de un pasillo central, se extendían hasta los lejanos confines de la estancia dos filas de literas de tres pisos cada una y en todas aquellas camas reposaba un cuerpo.

Aproximándose a uno de los lechos para contemplar con mayor nitidez lo que la escasísima luz ambiental apenas permitía, Alberto advirtió con horror que todos los pacientes, si de esa forma pudiera ser denominados, tenían varias sondas clavadas en diferentes partes de sus cuerpos. Una de ellas parecía suministrar alguna sustancia alimenticia, otras recogían sustancias de deshecho, y la última extraía lenta, pero continuamente, un hilillo de sangre del brazo de cada uno de los que yacían allí.

Entonces comprendió que entre los cientos de cuerpos debía de encontrarse el de la jovencita a la que había visto sacar en camilla de la furgoneta. Aquello era un terrorífico banco de sangre, y los desgraciados e inconscientes seres, almacenados igual que gallinas en sus jaulas, habían sido reducidos al papel de cuerpos aletargados suministradores de plasma, el cual, unido al que la extraña organización obtenía por el sistema de la inocente furgoneta, debía de estar almacenando en la habitación que atravesara antes de bajar al sótano.

¿Quiénes era aquellos seres en tan lamentable estado que se habían aproximado a él en el corredor con gesto suplicante? ¿Qué necesidad les había dejado reducidos a aquella triste situación? ¿Para qué todo aquel montaje de matices vampíricos?

Ninguna de aquellas preguntas era coherente en semejantes momentos y Alberto comprendió que, si acaso hallaba la respuesta, esto no haría sino complicar la situación y restarle energías para intentar escapar de tan alucinante mundo de pesadilla.

Abandonando la gran sala por otra puerta, que se encontraba practicada en la pared del fondo, accedió a otra escalera que parecía conducir a subterráneos más profundos. Y deseando subir en vez de bajar, retrocedió sobre sus pasos, y sin percatarse que desde detrás de las literas algunos ojos enrojecidos por la luz ambiental espiaban con calma sus movimientos, llegó de nuevo al corredor donde ya no había huellas del grupo de seres suplicantes.

Dejó atrás la habitación en la que había permanecido encerrado y explorando en la otra dirección, se decidió a entrar en un cuarto cuya puerta estaba entreabierta, y cuando ya se encontraba en el interior, a medio camino de la enrejada ventana, oyó un crujido a sus espaldas y una voz ronca dijo: «Yo te quise salvar».

Volviéndose repentinamente vio que, apoyada en la puerta que acababa de cerrar, se hallaba la muchacha que rehusara su colaboración junto a la furgoneta. Su aspecto era más tranquilo y sosegado, y alguien había vendado sus manos hasta la altura de las muñecas. Avanzando lentamente hacia él, fijó sus ojos en el rostro de Alberto y continuó musitando: «Yo te quise salvar…»

Este permaneció inmóvil ante la repentina aparición, y tras unos instantes de sorpresa suplicó la ayuda de la joven para escapar de aquel lugar. «Dentro de muy poco estaremos fuera» –repuso ella–. «Búscame entonces», y siguió acercándose, y cuando ya se encontraba a escasos centímetros de distancia aproximó su rostro al de él y pareció que iba a besarle en los labios, pero apoyando sus vendadas manos sobe los hombros de Alberto, rozó ligeramente su boca y, descendiendo, hundió su cabeza en el cuello del aterrado prisionero. Acto seguido éste experimentó un dolor agudísimo y notó que unos dientes puntiagudos penetraban en su carne. La enfermera quedó prendida de la garganta de la víctima y sació su sed de sangre absorbiendo con fruición la de Alberto.



Como ocurría algunas mañanas, el autobús se retrasaba, y para no quedarse frió esperando, caminó hasta la próxima parada.

Mientras aguardaba su llegada, contempló la furgoneta del banco de sangre de la Seguridad Social y durante una décima de segundo experimentó una extraña sensación, pero acto seguido sus pensamientos volaron hacia las tareas de la oficina. Hoy era lunes, y además del trabajo propio le tocaría realizar parte del de algún compañero que excusaría su asistencia debido a enfermedad. Todos los lunes el catarro hacía estragos.

Al entrar en la oficina saludó a sus compañeros y sentándose en su mesa comenzó a ocuparse de los expedientes sin volver a pensar en otra cosa. Aunque lo intentó no pudo recordar algo que tenía que hacer una vez terminada la jornada laboral.

Y cuando vistiendo ya la bata blanca solicitaba entre los viandantes, como cada tarde, una aportación al banco de sangre, tuvo la sensación de que acaso había olvidado verse con alguien. Y desde entonces, cada vez que se dirigía a una muchacha rogando su colaboración en tan generosa empresa, su rostro le recordaba el de otra persona, pero nunca supo de quién.

«Qué más da» –reflexionaba–. «Lo importante ahora es conseguir que entren en la furgoneta cuantos más mejor. Porque ya estoy sintiendo otra vez esa sed insoportable».

16 jul 2010

TREN DE NOCHE por Tomás L. Verdejo

Lloviznaba de forma persistente. La luz de las farolas reverberaba en el asfalto, a uno y otro lado del paseo de la estación. En el centro, las lámparas sujetadas por los hilos metálicos que aprovechaban la parte más alta de los troncos de los árboles, se balanceaban con el empuje del viento.


El hombre de edad mediana y físico enjuto, se encogió en su cazadora de pana, apresurando el paso, mientras pensaba en la extraña metamorfosis de la vida humana. Horas antes, cuando el sol seguía ridiculizando los medios empleados por el hombre para sustituirle, al dejar su luz de vivificar la Tierra, todo era simulacro de poderío humano: coche, semáforos, comercios luminosos, autobuses; privilegiados que aguardaban en cafeterías de lujo la hora de ir a ocupar las mesas reservadas en caros restaurantes; trabajadores que se dirigían a las casas de comidas; mujeres que atendían a los juegos de sus hijos en las plazas del pueblo; constructores que mostraban sus pisos pilotos a quienes aspiraban a la realización del sueño de un hogar; hombres sin importancia que pretendían ahogar su frustración en los vinos baratos de las tabernas y hombres solventes con capacidad para decidir la suerte de los anteriores; hombres, en suma, entregados con desesperación a la tarea de destruirse mutuamente; rivalidad eterna entre la desgracia y la felicidad.

Ahora, medianoche, todo lo anterior parecía carecer de sentido. Noche de otoño, sí; fría y desapacible. Pero con paz. Era como si el transeúnte, a esas horas, fuese libre y poderoso, al margen de su condición económica o social. De noche, tanto las fuerzas conocidas de la Naturaleza como las aún ignoradas por la ciencia llamada oficial, emergían de entre las sombras, imponiéndose a la necia soberbia de un mundo empeñado en crear angustia e inseguridad.

El viento arrastró las campanadas del reloj de la iglesia románica que dominaba la Plaza Mayor, y el hombre se sorprendió a sí mismo pensando en la superstición popular que ubicaba a las almas de los muertos precisamente en la medianoche. Sin lugar a dudas, si existía otra vida después de la muerte y la Tierra quedaba impregnada con las energías psíquicas y espirituales de los que vivieron, la paz de la noche debería ofrecerles el ambiente idóneo para exteriorizar esa nueva existencia.

En el paseo no había ni un alma... Ni un alma humana, de vida convencional, naturalmente, porque, en virtud de lo pensado segundos antes, cabía suponer que todo lo que le rodeaba se hallaba tomado por las fuerzas del Más Allá. Sintió frío; no un frío puramente físico derivado de las desapacibles condiciones ambientales, sino más bien un escalofrío interno provocado por el miedo a lo desconocido. Sonrió, burlándose de sí mismo. No era un hombre propenso a las autosugestiones de tipo esotérico, por la sencilla razón de que siempre había creído que el «más allá» no era otra cosa que un invento más del ser humano, empeñado, desesperadamente, en no admitir el hecho irreversible de la muerte. De la muerte definitiva.

La estación era funcional, sin ninguna aspiración arquitectónica, como sin duda correspondía a un antiguo pueblo convertido en polígono industrial, en donde el movimiento de trenes era íntegramente de cercanías, llevando trabajadores desde la capital al pueblo, y viceversa. El que debería pasar era el último tren de la noche; si lo perdía, no tendría más remedio que pernoctar en alguna fonda del mismo pueblo. De haber tenido que levantarse a las siete de la mañana del día siguiente, no hubiese dudado en quedarse a dormir; pero, afortunadamente, había entrado de lleno en sus veinticuatro horas de descanso. Por eso se había quedado hasta medianoche, sumergido en el mundo frustrante y necesario de la barra americana.

El silbato del tren llegó nítidamente a sus oídos y se adentró con rapidez en el vestíbulo, al tiempo que echaba una ojeada a su reloj, sin comprender aquel adelanto de tres minutos sobre el horario previsto. Su sorpresa se incrementó al comprobar que se encontraba cerrada la ventanilla destinada al despacho de billetes.

El tren se hallaba en el andén y su silbato volvió a rajar el silencio de la noche. Dudó. ¿Era aquel el ten que debía tomar o esperaba al que, según rigidez horaria, debería pasar un par de minutos más tarde? ¿Dónde estaba el empleado de la estación? Ya empezaba amoverse. Y llevaba las luces de cada una de sus unidades. Si no estaba de servicio, ¿por qué la iluminación? Algo, una fuerza que no acertaba a definir –¿acaso la desconfianza en la exactitud de su reloj?–, le empujaba hacia el interior de tren. No lo pensó más, ya que, en cualquier caso, era evidente que se dirigiría a la estación término de la capital, también llamada ciudad dormitorio. Pulsó el botón que abría las puertas del último coche, casi con la seguridad de que éstas ya no se moverían, pero se equivocó y pudo subir sin demasiadas dificultades.

En el vagón no viajaba absolutamente nadie, de modo que pudo acomodarse junto a una de las ventanillas, al lado de la calefacción, apoyando los pies sobre el asiento de enfrente.

Parecía como si el maquinista tuviese prisa por llegar a destino; absolutamente comprensible. Sin prestar más atención a la rápida marcha del tren, sacó su ya exiguo paquete de cigarrillos y se llevó el penúltimo a los labios.

¿Por qué? ¿Por qué se acordó en aquel momento de la tragedia que un año antes había tenido lugar, cuando un tren fuera de servicio se deslizó, inutilizados los frenos, vía adelante, incrementando su velocidad sin que nada ni nadie pudiera detenerlo, hasta colisionar con otro que iba cargado de viajeros? Al parecer, tenía una noche tonta, inexplicablemente propicia al miedo.

Exhalando una bocanada de humo, miró de nuevo a su alrededor.

¡Qué desasosegante era aquel vacío! Y aquel inconfundible ruido... Limpió el vaho con el dorso de la mano y pegó el rostro a la ventanilla, tratando de reconocer algo de un paisaje que ya le era aburridamente familiar.

Sin reprimir un gesto de sorpresa, volvió a consultar su reloj. Qué extraño era el sentido del tiempo. Aquel túnel acostumbraba a hacer su aparición a los quince minutos de viaje, empezando a contar desde la salida de la estación en que él había subido. Y no se habían cumplido ni siquiera ocho...

Todo en el vagón parecía quejarse ya de la imprudente velocidad; al chirriar de las ruedas, se unía el aparente desmoronamiento de toda la estructura metálica y el ruido ensordecedor que se amplificaba en las negras y pétreas paredes de interminable túnel.

¿Por qué, si la velocidad era mayor, tardaba tanto en salir? Quiso autoconvencerse de que todo se debía a su habitual estado de nerviosismo, promovido por un temor que, sin lugar a dudas, debería cimentarse en reminiscencias infantiles.

Se llenó los pulmones de humo y luego empezó a exhalarlo poco a poco, en un gesto de hombría que diese al traste con lo que aún quedaba en su ser de aquel niño que sería despertarse de madrugada, aterrado por unas pesadillas que luego se prolongaban en la angustiosa oscuridad de su habitación.

De pronto, creyó captar unos extraños gemidos. No podían proceder del exterior, puesto que el tren seguía atravesando el interminable túnel. Si bien era posible que fuesen emitidos por algún animal arrollado en la vía, lo probable era que proviniesen del propio tren. Esta probabilidad se convirtió casi inmediatamente en convicción, ya que los aullidos de un animal herido no podían seguír oyéndose pasados varios segundos desde el instante en que hubiese sido alcanzado.

Y aquellos profundos lamentos iban incrementando su intensidad.

Sintiendo que el miedo se intensificaba, convencido de que estaba viviendo una situación inexplicable y de que aquel túnel no era el mismo por el que pasaba a diario, se levantó, advirtiendo un angustioso vacío en su vientre, y se precipitó hacia la plataforma, esperando encontrar allí la respuesta a la multitud de preguntas que ahogaban su mente.

Podía encontrarse con un niño abandonado, o con algún animal doméstico asustado. Pero no encontró nada.

Un desolador vacío.

Incluso miró en el lavabo.

Con dificultades para mantener el equilibrio ante el desintegrante traqueteo de un tren que ya tendría que haber descarrillado, prestó atención, con la respiración contenida, esperando volver a escuchar aquellos lamentos. Por fortuna no oyó nada y respiró con cierto alivio, recuperando parte del ánimo que parecía haber huido de su pecho.

Convencido de que, en efecto, había subido a un tren que no era el suyo, de que estaba recorriendo un trayecto absolutamente desconocido, y admitiendo su imposibilidad para enmendar el error, decidió volver al mismo asiento de antes, resignado a pasar su día de descanso en una especie de excursión no planificada..

Volvió a sacar el paquete de cigarrillos y encendió el último que le quedaba.

Intentó relajarse. Consiguió incluso un amago de bostezo.

Y de nuevo aquellos desgarrados gemidos...

Aquellos lejanos lamentos...

No había duda de que estaba adormiscado y de que su mente corría hacia el pasado con la misma desenfrenada velocidad con que el tren parecía buscar la salida del túnel.

Pero aquellos desgarrados lamentos...

El ruido ensordecedor estrellándose contra las paredes que parecían ir a encajonar al tren de un momento a otro, pretendía ahogarlos, sin conseguirlo.

Eran gritos infrahumanos, como surgidos de gargantas pertenecientes a seres de ultratumba que se debatiesen entre las garras de un dolor inimaginable. Tal vez satánico... Infernal...Como si las propias ruedas del tren, en su demoledora velocidad, fuesen triturando cuerpos, reventando paquetes abdominales, aplastando cráneos...

No, no eran gritos. Eran aullidos de hombres y mujeres, de mujeres y niños...

Se levantó bruscamente, desprendiéndose de la colilla que ya casi le quemaba las yemas de los dedos.

Hubiese jurado que estaba en la cama de su pensión familiar, sufriendo los embates de la más siniestra e impiadosa de las pesadillas. Pero no. Todo era real. Enloquecedoramente verídico.

Estaba allí, en aquel tren casi desguazado por la velocidad, en aquel túnel que ya hacía varios minutos que debería haber quedado atrás, pues no tenía conocimiento de que en todo el país existiese alguno con tan exagerada longitud.

Y fue entonces cuando el pánico hizo explosión en todo su ser, desgarrándole las entrañas. El vidrio de las ventanas iba salpicándose de manchas oscuras. Y era imposible que estuviese lloviendo dentro del propio túnel.

¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué era aquello que se estrellaba contra los cristales, deslizándose luego con lentitud viscosa...? No, aquellas manchas no eran de lluvia; no... ¡Eran de sangre!

Se precipitó contra la ventana, ansiando que la propia luz de vagón, reflejada en las paredes del túnel, le permitiese ver lo que estaba sucediendo al otro lado, en los escasos centímetros que separaban la vía de la pared.

El grito reventó en su pecho, sin llegar a exteriorizarse en forma de sonido, partiéndole el poco ánimo que en ese momento hubiera podido quedarle.

Allí, entre la vía y la pared, se agitaban miembros humanos. Desgarrados. Separados del resto del cuerpo. Pero no se hallaban sumidos en el rígido abandono que hubiese sido lógico aún en la ilógica demencial de aquella pesadilla que estaba viviendo; se agitaban entre la propia sangre, crispándose a las piedras, agarrándose con desesperación a los bajos de los vagones, emergiendo de entre los hierros.

Retrocedió, golpeándose contra los asientos del otro lado, aterrado tanto por el horror que se ofrecía a sus ojos como por lo irracional de lo que estaba sucediendo.

Con ansiedad, sus ojos buscaron el vidrio de la ventana de enfrente y, junto a las manos que se crispaban a los hierros y arañaban el cristal , descubrió cabezas de hombres y mujeres, de niños y ancianos, que gritaban enloquecidos por el dolor; unas separadas del cuerpo, otras con la faz nauseabundamente destrozada; muchas con los cráneos abiertos, en horrenda mezcla de sangre y masas encefálicas, y todas, sin excepción, sometidas a un tortura inhumana que las hacían aullar, convirtiendo el túnel en una gigantesca garganta en donde se reventaban los gritos de dolor y espanto.

El infernal coro, como si estuviera siendo reproducido por el más fantástico equipo de sonido que el hombre fuese capaz de crear, era multidimensional. No sólo emergía del techo, del suelo, del pasillo y de las metálicas paredes, sino que era irresistiblemente amplificado en su propio pecho, en su vientre, en su cabeza, en su propia alma...

Todas las ventanas aparecían ya salpicadas de sangre y los durmientes eran como marcos para retratos satánicos de gentes desmembradas, con los ojos desorbitados o las cuencas vacías.

Notó un contacto tibio en los dedos. Se miró aquella mano y descubrió una gota enorme y purpúrea. Elevó la mirada al techo, con todo su ser convertido ya en un ahogado grito de terror y comprobó que la sangre de los seres descuartizados que parecían arrastrase sobre el techo del vagón, iba penetrando a través de la chapa, y goteaba sobre el suelo y los asientos.

Todo se entremezclaba con el estruendo del propio tren, lanzado a aquella velocidad sin control, como si delante, en el primer vagón, en la cabina de mando, no hubiese nadie que lo gobernase.

Y, bruscamente, resurgió en su cerebro el recuerdo de aquel tren que una trágica noche se deslizó solo, ausente de conductor, adquiriendo velocidad hasta precipitarse contra otro, cargado de viajeros, que circulaba en dirección contraria y por la misma vía.

¿Qué era aquello? ¿Es que los cuerpos desmembrados y los gritos de dolor y espanto, pertenecían a los espíritus de quienes perdieron la vida en aquel sobrecogedor accidente?

Todo negro; como la propia noche, como la misma muerte.

¿Por qué no terminaba, al fin, aquel siniestro túnel? ¿Acaso conducía a la oscuridad infinita y eterna de la muerte?

Impelido por este pensamiento, por aquellos gritos que parecían ir a desgarrarle los tímpanos en cualquier instante y por la espeluznante visión de rostros descompuestos, miembros agarrotados y muñones sanguinolentos que emergían por entre todas y cada una de las juntas de la estructura metálica de aquel vagón, echó a correr hacia el siguiente, según la dirección e la marcha del tren, ansiando que todo concluyese al llegar a plataforma, anhelando que en el otro vagón se encontrase algún viajero, alguien a quien suplicarle que le arrancara de aquel satánico y torturante mundo.

La puerta de corredera iba de un lado a otro, de derecha a izquierda, abriéndose y cerrándose enloquecida por la velocidad. La sujetó con todas sus fuerzas y entró en el siguiente vagón, proyectando la ansiedad de su mirada hacia todos los asientos, buscando un rostro humano; pero su alma aterrada se perdió en aquel vacío, tan absoluto como desesperante. No había nadie. ¡Nadie! Estaba solo. Terriblemente solo en aquel tren infernal.

Los gritos seguían reventando en su cráneo, entremezclados con el chirriar de metales y con aquel olor inconfundible. Olor a muerto.

Los rostros continuaban crispándose a las ventanas como suplicando su ayuda con gestos desesperadamente suplicantes. El techo y las paredes se resquebrajaban y por entre las grietas emergían miembros convertidos en escalofriantes muñones. La sangre encharcaba el suelo, precipitándose con violencia de un lado a otro, estrellándose contra los asientos, ante la brusquedad de las sacudidas que provocaba la desenfrenada velocidad.

Era como si el túnel se hallase repleto de personas que iban siendo arrolladas y destrozadas por la sus ruedas y por cada milímetro de carrocería.

Sintió que las fuerzas le abandonaban, que el terror se incrustaba en lo más hondo de su ser, helándole la médula espinal, con un frío que se la recorría en toda su longitud y se concentraba en la nuca, congelándole el cerebro.

Volvió a correr. Hacia el primer vagón. En busca de la cabina. Tenía que haber un conductor. ¿Tenía que haberlo? ¿No era todo tan monstruoso como inhumano en aquel tren?

Corrió, pisando la sangre, sintiendo como ésta salpicaba su pantalón; tapándose los oídos para intentar ahogar, en parte, aquel horrendo estallido de dolor; procurando no mirar al suelo, ni al techo, ni a las ventanas... Pero los brazos macilentos, crispadas las manos, surgían de entre los asientos desgarrados, de entre cada una de las grietas de un tren que ya se encontraba con la carrocería absolutamente destrozada. Le impedían el paso. Tenía que avanzar apartando miembros que se agarraban a su ropa, pasando por encima de cuerpos horrendamente mutilados. Tenía que llegar hasta la cabina. ¡Tenía que llegar!

De nada servía que se tapase furiosamente los oídos, pugnando por cerrarlos a aquel satánico trueno de horror en que se habían convertido los desgarrados gritos de aquellos seres despedazados por el tren. Sus tímpanos iban a estallar, y hasta creyó sentir en las palmas de las manos la caliente viscosidad de su propia sangre.

Allí estaba el último vagón. No quiso mirar a los lados al atravesar la plataforma. Ya sabía que, a derecha e izquierda, surgiendo de entre las sombras del túnel, aparecerían rostros desfigurados por la estremecedora expresión del último momento o por el desgarro enloquecedor de quien ve morir triturado al ser más querido.

Las manos seguían tendiéndose, crispadamente, hacia su cuerpo; pero parecían carecer de fuerza para detenerle. Y avanzó hacia la cabina, con el corazón reventándole en el pecho, con un pánico que le abría los huesos.

Se orinaba. Defecaba. Era como si su cuerpo se estuviese abriendo en canal, y se le vaciase la vejiga y el paquete intestinal.

La puerta de la cabina estaba abierta y se mecía con violencia, sacudida por los embates de la velocidad.

¡Tenía que llegar!

Aunque no se sintiese las piernas. Aunque todo fuese ya un gélido vacío, carente de energía y de voluntad.

Llegó. Y al asomarse descubrió que no había nadie. El tren no tenía ningún conductor. La cabina no era más que una caja resquebrajada, repleta de miembros de órganos humanos que iban de un lado a otro, precipitadamente contra las paredes.

Y de pronto aquella luminosidad... Una luz que arrasó las formas de todo lo que había dentro de la cabina.

Miró al frente, buscando su procedencia... ¡Era el faro enorme de una máquina que venía de frente, que estaba encima...! ¡Luz cegadora que le introduciría violentamente en la eterna oscuridad de la muerte!

¡Ya estaba allí! ¡La colisión iba a producirse!

Se llevó las manos a los ojos arrasados por la potencia luminosa del faro, arañándose, uniendo su grito al desgarro del infierno polifónico de todos los demás, sabiendo que en unos instantes su cuerpo no sería más que un muñón de carne aplastada, como la de uno cualquiera de aquellos seres de ultratumba de los que inútilmente había tratado de huir...

–¡¡NOOOO!!

13 jul 2010

MI ADORABLE DIABLO por Mariano Sanz F. de Córdoba

Lo último que deseaba David al regresar aquella tarde a su casa después de asistir al entierro era encontrarse con la presencia de Margarita, la a miga de su mujer que, al parecer, llevaba largo rato departiendo con ella. Por eso, elaboró una frágil excusa y sacó a pasear al perro con la seguridad de que Luisa se desembarazaría rápidamente de la otra mujer. La fugaz presencia de David hizo sospechar a Margarita que su visita no había sido muy oportuna, pero las explicaciones de su amiga disiparon sus temores.


—¿Algún pariente? —inquirió su interlocutora.

—No, no, del teatro. El empresario que contrató la última obra que está representando. Yo no le conocía personalmente, pero parecía una buena persona.

—David está ahora en el «Alba», ¿verdad?

—Sí, con esa obra de Edmond Fox, el inglés.

—¡Ah, sí! «Mi adorable diablo», ¿no? —dijo Margarita, riendo alegremente—. Creo que es divertidísima.

—Sí, ha tenido muy buenas críticas, pero… no se… Me gustaría que David no hubiera aceptado el papel principal de la obra.

—¿Por qué? Bueno, no estoy muy enterada de estos asuntos, pero supongo que será una magnífica oportunidad para que todos reconozcan su categoría como actor, ¿no?

—Sí, sí, todo eso es cierto, pero… no sé, nunca me han gustado las obras que tratan este tipo de temas, aunque sea de una manera cómica. El diablo, la brujería, las artes ocultas y todas esas cosas me asustan.

—¡No creerás en esas tonterías…!

—No sé cómo decirte… En realidad, sabemos tan poco de todo… Aparte de eso, nunca es bueno entrar en las cosas que desconocemos, y menos aún cuando se refieren al demonio o a las fuerzas del mal. Luego pueden sucederte cosas…

—¿Qué tipo de cosas? —dijo Margarita, recobrando interés por el asunto.

—Mira, hay algo de lo que nunca he hablado con nadie, pero como ahora se ha producido la muerte de Cobos.

—¿Cobos? ¿Te refieres al empresario?

—Sí. Se llamaba León Cobos. Pues bien, la obra que ahora está interpretando David, comenzó a representarse hace dos semanas. Desde un principio comenté con David mi preocupación porque tomara parte en una obra que ridiculizara al diablo, pero como de costumbre, se rió de mí. Hace una semana, sin embargo, sucedió algo extraño. Al regresar cierta noche a casa después de la representación, me dijo, riendo, que alguien pensaba como yo pues aquella noche se había presentado un individuo en el teatro para hablar con el empresario y, una vez en su presencia, le rogó que dejara de representar la obra. Cobos se negó a ello y aquel hombre —dijo llamarse Teufel— le amenazó con sufrir graves calamidades si persistía en su propósito. El empresario no quiso escucharle más, pero David aún le oyó decir que todos los que estaban involucrados en esa obra conocerían el poder de las fuerzas del mal. Dos días más tarde Cobos enfermó, y ahora ha muerto… y los médicos no han sabido encontrar la causa de su mal.

—Todo eso no son más que imaginaciones, Luisa. Sin duda, esa anécdota y la muerte del empresario no tienen relación alguna entre sí. Siempre que lo deseemos, podemos encontrar algún tipo de vínculo que unan los actos que se desarrollan a nuestro alrededor, pero no debemos dejar volar nuestra imaginación hasta esos límites. ¿No es ese Cobos el mismo que sufrió un infarto hace dos años y que por eso motivo estuvo cerrado el teatro «Alba» casi un mes?

—Sí, pero…

—Ahora recuerdo que ese empresario tenía ya muchos años y a esas edades… es posible que los médicos no hayan querido explicar la causa de la muerte por algún motivo que desconocemos, pero de ahí a imaginar que las maldiciones de una persona puedan haber acabado con su vida…

Se produjo un incómodo silencio entre ambas mujeres, y Margarita se incorporó.

—En fin, tengo que marcharme ya.

—Siento que te vayas. Nos vemos tan poco…

—¡A ver si os animáis a venir un fin de semana con nosotros…! Te gustará la casa, ya lo verás… ¡Y ya sabes cómo se lo pasan Juan y David cuando están juntos…! Bueno, da un beso a los niños de mi parte y despídeme de tu marido…

Después de llevar a la cocina los refrescos que había tomado con su amiga, Luisa entró en la habitación de los niños y besó sus frentes. Luego, antes de cerrar la puerta de la habitación, permaneció unos instantes observando la paz que denotaban aquellos cuerpos dormidos. La llave de la puerta y el alegre caminar del perro le impidieron continuar con su confiada actividad y se dirigió al salón.

—Perdona mi brusquedad de antes —dijo David, mientras se preparaba una bebida—. Es que ha sido una tarde…

—Lo comprendo —replicó Luisa, besando a quien amaba—. ¿Estás bien?

David afirmó con la cabeza y se sentó en su sillón favorito. Mientras el hombre ojeaba unos papeles, Luisa fue de un lado a otro de la estancia. Finalmente, David depositó los documentos sobre la mesa.

—¿Qué sucede? —dijo, mirando a su mujer.

—Nada.

Se produjo un breve silencio y, luego, la mujer dijo.

—He estado pensando en lo de la obra, y…

—Ya hemos hablado sobre eso —dijo David resueltamente, y volvió a tomar los papeles.

—¡No necesitas seguir con la obra! Puedes elegir cualquiera de las otras dos que te han ofrecido.

—Son peores. Además, la crítica ha elogiado «Mi adorable diablo» y el público se divierte con esta obra. Aparte de eso, debemos cumplir el contrato que tenemos vigente.

—Me da miedo que sigas con esa interpretación David. No es bueno burlarse de ciertas cosas.

—¡Ya está bien, Luisa! —dijo David, incorporándose—. Vengo de enterrar a un buen amigo y cuando llego a casa no escucho más que … Mira, si no hicieras caso de tantas supersticiones, todo iría mucho mejor.

—Cobos tampoco hizo caso de ellas y ahora…

—¡No quiero seguir hablando del tema! Perdona, pero estoy muy cansado… Por cierto, ¿están acostados los niños?

Luisa afirmó con la cabeza y, mientras su marido entraba en la habitación de sus hijos, comenzó a ordenar los papeles que David había olvidado encima de la mesa.

Al día siguiente, y como venía siendo habitual en el transcurso de las últimas semanas, el «Alba» registró una magnífica entrada y el público aplaudió entusiásticamente la obra. Al final de la representación, algunas personas acudieron a solicitar autógrafos de los principales protagonistas, y David Y Eva acudieron a la petición de sus admiradores. David estaba firmando el último de ellos cuando vio acercarse a un hombre a quien recordaba vagamente. El sujeto en cuestión se aproximó al actor esbozando una sonrisa.

—¿Don David Conde? —dijo lentamente.

—Si… —replicó el aludido—. ¿Desea algo?

—Hablar unos instantes con usted, si me lo permite.

—Creo recordar haberle visto en alguna otra ocasión. Perdone, pero soy muy mal fisonomista. ¿Quizá ha

asistido anteriormente a la representación de esta obra?

—Así es, y estuve hablando con usted. Mejor dicho, dialogué brevemente con el señor Cobos, pero pienso que

usted escuchó parte de nuestra conversación. Mi nombre es Darío Teufel.

La sonrisa se borró del rostro de David al escuchar aquel nombre, y prestó atención a su interlocutor. Sí, aquel era el hombre que amenazara tiempo atrás a su fallecido amigo.

—¿Qué desea?

—No quisiera que malinterpretara mis palabras señor Conde, pero debo repetirle lo mismo que le dije en aquella oportunidad al señor Cobos.

—Le agradecería que no mencionara siquiera su nombre, ya que me parece que las relaciones entre ustedes dos no eran muy cordiales. Por otra parte, y como usted mismo dice, escuché parte de la conversación que ambos sostuvieron y he de decirle que hago propias las respuestas que le ofreció mi amigo.

—No hace bien adoptando esa postura.

—No admito amenazas de nadie. Y, ahora, si me lo permite…

—No es mi intención robarle su valioso tiempo, pero debería escucharme.

—¿Por qué?

—¿Es posible, señor Conde, que aún no lo haya entendido? —dijo Darío Teufel confiriendo a su vos una modulación enigmática—. ¿Qué hace falta demostrar para que ustedes comprendan? ¿No les basta con una señal?

—No entiendo nada de lo que dice.

—Mejor debería decir que prefiere no entenderlo. Mire, es absolutamente imprescindible que cese la representación de esta obra. No se puede permitir que una simple pieza de teatro ponga en entredicho ciertas cosas de suma importancia.

—¿No le gusta que se ridiculice al diablo? —dijo David con sarcasmo—. Todo el mundo sabe que eso del demonio es una pura patraña, y si la gente se divierto viendo este tipo de cosas tiene derecho a disfrutar de ellas. Es más: yo también me divierto interpretando mi papel. ¿No le parece que encaro perfectamente a ese estúpido y estereotipado ser?

—¡Cállese! —gritó el hombre, que parecía haber perdido el control de sus nervios tras las últimas palabras del actor—. Jamás debería haber dicho eso, señor Conde, pero no estoy aquí para decirle el castigo que puede pesar sobre usted por tal acción, sino para advertirle de los peligros que todos ustedes correrán si continúan con la representación de esta infame obra. El señor Cobos fue el primero que se opuso a…

—¿Sucede algo, David…?

La aterciopelada voz obligó a Teufel a detener su torrente dialéctico y ambos dirigieron la mirada a la joven que acababa de llegar hasta ellos. Aún vestía el desenfadado atuendo que lucía en la representación y su serena belleza alivió la tensión que se adivinaba entre los dos hombres. David saludó a al actriz con una sonrisa.

—No, nada. Que a este amigo no le ha gustado la representación.

—Lo siento —dijo ella, sonriendo al desconocido.

—¿Señorita Eva…? —dijo Teufel, mirándola con un extraño brillo en los ojos—. Permítame decir que la admiración que siento hacia usted es una de las causas que me han impulsado a venir hasta aquí para advertir al señor Conde de los peligros que…

—De los peligros que correremos si seguimos mucho tiempo aquí en lugar de encerrarnos en nuestros camerinos —le interrumpió David, riendo—. Si nos disculpa…

Cuando ambos le dieron la espalda, Teufel volvió a hablar.

—¡Recuérdelo! Acabe con esto cuanto antes o conocerá el poder de las fuerzas del mal. Recuérdelo…

La rutinaria existencia que enmarcó la vida de David durante los siguientes días le ayudaron a olvidar el penoso incidente de aquella noche, y el cotidiano apoyo popular a «Mi adorable diablo» le hicieron concebir esperanzas acerca de su prometedor futuro en el campo profesional. Los únicos problemas que le agobiaron durante aquellos días fueron los referentes a sus relaciones con Luisa, ya que ésta había acogida con profundo desagrado el hecho de que David se hubiera convertido en el propio empresario de su compañía y que, como tal, hubiera concertado con el teatro «Alba» la prórroga de la representación de la obra por seis meses. Fue al día siguiente de la firma de dicho documento cuando, tras la representación, el gerente de la compañía le llamó con la mayor urgencia, pues su mujer estaba al teléfono con noticias graves. David no pudo reaccionar cuando escuchó aquellas palabras: su hijo mayor, Oscar, había sufrido un terrible accidente.

Nadie supo explicar con exactitud lo sucedido. Al parecer, cuando los dos niños regresaban juntos del Colegio y, a consecuencia de una terrible tormenta las cornisas de algunas casas habían sido destrozadas por el viento y una de ellas había caído a la calle, hiriendo mortalmente al chico. Afortunadamente, Ramón, el pequeño, había salido ileso del accidente, pero Oscar, aunque había sido trasladado urgentemente a un Hospital, falleció sobre la mesa de operaciones.

El entierro tuvo lugar al día siguiente y, puesto que la obra de teatro funcionaba magníficamente, se decidió suspender la representación durante dos días.

A la salida de la iglesia donde se celebró el funeral por el eterno descanso del alma del pequeño, alguien comentó a David la extraña desaparición de Edmond Fox, el autor de «Mi adorable diablo», que tenía conmocionada la opinión pública inglesa, ya que se trataba del dramaturgo de moda. Al llegar a su casa, David ojeó los diarios en los que se hablaba de tal hecho significando el extraño comportamiento del autor las últimas semanas. David leyó distraídamente el resto de las noticias y, de pronto, algo llamó su atención. El diario resaltaba la caótica situación del sector agrario, ya que en el último mes la sequía había sido total, pues no se había registrado ni una sola precipitación en todo el país. David acudió a los periódicos de los dos últimos días, que señalaban el calor que padecía la capital durante las últimas fechas. ¿Aquella tormenta, entonces…?

A la mañana siguiente prosiguió con sus averiguaciones y pudo saber que el día de la muerte de Oscar había discurrido totalmente despejado, pero que en el centro de la ciudad se había desatado durante veinte minutos una gran precipitación de agua seguida de abundante aparato eléctrico y de vientos huracanados, sin que existiera una explicación científica que señalara las causas de tal hecho. Aquel suceso había ocurrido exactamente cuando Oscar y Ramón pasaban por aquella zona… y también coincidía con la última media hora de la representación de «Mi adorable diablo», en aquella escena donde más se ridiculizaba la acción de Satanás.

La fría reacción del público ante la representación que tuvo lugar diez días después del trágico accidente, no extrañó a David, pues la actuación de Eva estuvo muy por debajo de sus posibilidades. Pensando que algo sucedía a su compañera, David quiso intercambiar unas palabras con ella al término de la función, pero la actriz se refugió en seguida en su camerino y no pudo conseguir su propósito. No obstante, le extrañaba el comportamiento de la joven. Parecía que no había puesto sentimiento en la obra, y aquella ausencia emocional la había apercibido el buen público que había abarrotado una vez más el teatro. Cuando David se dirigía a cambiarse creyó ver —quizá fue sólo una ilusión óptica, pues la figura se perdió enseguida entre el público— al hombre que algún tiempo atrás le amenazara. No obstante, cuando David abandonaba el «Alba» y se disponía a subir a su coche, vio de nuevo al mismo hombre que, apoyado en un automóvil, vigilaba la salida de los actores. Movido por la curiosidad, esperó el desarrollo de los acontecimientos desde el interior del vehículo.

Minutos más tarde, la frágil y agraciada silueta de Eva cruzó ante él y, aunque éste la saludó con la mano, su compañera continuó su camino con pasos de autómata. Poco después, Darío Teufel hizo un gesto con la mano y Eva acudió junto a él. A continuación, ambos entraron en el coche de este último.

Sabiendo que algo raro estaba sucediendo, siguió al vehículo sospechoso y pronto se alejaron de la ciudad. Las preguntas sin respuesta se amontonaban en la mente de David, pero sabía que aquel extraño comportamiento de Eva estaba relacionada con su bajo nivel interpretativo durante el desarrollo de la obra. No era desdeñable la idea de que hubiera acudido al teatro bajo algún tipo de coacción o de estímulos externos a ella misma, y por el cerebro del actor pasó por un momento la palabra hipnosis. Pero, ¿quién podría haberlo realizado y con qué motivo?

Calculó que se habrían alejado unos treinta kilómetros de la capital cuando el automóvil que le precedía tomó un camino vecinal por el que continuó por espacio de veinte minutos. Finalmente, distinguió ante él una casa de dos pisos y, viendo que se dirigían a ella, extremó las precauciones para no ser descubierto.

Hacía rato que las sombras cubrían el terreno, pero pudo ver que dos hombres encapuchados salían de la casa de campo y saludaban ceremoniosamente a Darío Teufel. A continuación, todos entraron en la mansión, donde sólo brillaba una tenue luz en la segunda planta.

David tardó más de media hora en inspeccionar el terreno y encontrar el punto adecuado por el que observar sin ser visto. Cuando lo hubo conseguido, se acercó a una de las ventanas del piso donde también habían encendido una débil luz y miró a través de ella. Lo que vio no le hizo concebir temor alguna, e incluso maldijo su estupidez por querer descubrir cosas extrañas donde sólo había claridad: sentados en el suelo, varios niños —cuatro— se entretenían jugando con diversos utensilios. Uno de ellos —parecía el mayor y tendrían alrededor de diez años— se acercó a una repisa y llevó hasta el grupo un fanal en donde había un sapo, y todos observaron las torpes evoluciones del animal. David imaginó que a continuación, y presumiendo la natural crueldad infantil, se dedicarían a hacer sufrir al animal hasta matarlo pero, en lugar de ello, lo extrajeron del fanal y permanecieron unos instantes mirándolo con curiosidad. El animal no se movió, aunque pareció observarlos con curiosidad de uno en uno. Luego, los chicos depositaron ante él una escudilla con comida y continuaron observando al obseso animal —era evidente que le proporcionaban toda clase de atenciones— mientras este consumía el contenido. Cuando retiraron el cuenco vacío —y aquello le extrañó más— tomaron al verdusco animal en las manos y, uno tras otro, besaron el cuerpo del batracio. De pronto, una puerta se abrió y apareció ante ellos un hombre encapuchado que les hizo una señal con la mano. Los niños se levantaron y, depositando al sapo en su fanal, abandonaron la estancia.

David se alejó prudentemente de la casa y esperó hasta que otras luces se encendieron. Desgraciadamente, todas eran del piso superior y consideraba descartable la idea de trepar hasta aquellas habitaciones. No obstante, sabía que Eva estaba en la mansión y estaba decidido a encontrar su paradero. Así, se acercó de nuevo a la casa y pudo localizar una ventana entreabierta por la que penetró en la vivienda.

Lo primero que sintió fue un fuerte olor a azufre que dañó su olfato. No dio a este hecho demasiada importancia y buscó la manera de llegar hasta los pisos superiores. No encontró a nadie en su recorrido y eso le permitió actuar más confiadamente. Subió con sumas precauciones una escalera y luego se ocultó tras unos cortinajes existentes en el corredor superior. Poco después, escuchó pasos por el mismo y vio a dos encapuchados que se dirigían a una habitación. Alguien abrió desde dentro y poco después, ambos escoltaron a una mujer —Eva— a lo largo del pasillo.

David quiso intervenir, pero la prudencia le señalaba la no conveniencia de hacerlo en aquel momento. Eva parecía encontrarse bien —aunque continuaba actuando como si se encontrara en un estado hipnótico— y él deseaba conocer el significado de aquel fantasmagórico mundo.

No tuvo dificultad en encontrar la habitación en la que habían entrado pero, comprendiendo el peligro que representaba apostarse ante la puerta y observar los hechos que se desarrollasen en su interior, optó por hacerlo desde la ventana. Así, salió a la terraza que circundaba la planta y llegó hasta el ventanal de un gran salón en el cual se encontraban reunidos los habitantes de la mansión. La sala se hallaba iluminada por varios velones, cirios y tulipas y en el centro de la misma se encontraba dispuesta una gran mesa de mármol circular que recordaba el altar de los sacrificios donde los sacerdotes de pretéritas civilizaciones ofrecían a sus divinidades víctimas humanas. Seis o siete encapuchados rodeaban la mesa y, junto a otros dos hombres despojaban en aquellos instantes a Eva de la túnica que cubría su cuerpo. Presidiendo la estancia, una gigantesca imagen esculpida en madera de un macho cabrío que pisaba una cruz con la imagen obscenamente representada de un crucificado, era adorada por otras tres figuras antropomorfas con cabezas de sapo y, junto a ellas, diversas representaciones de zorras, cerdos, gatos, lobos y otras alimañas le rendían tributo. Bajo aquella gran escultura, dos hombres con los rostros descubiertos —David reconoció a Teufel en uno de ellos— observaban la escena… y, en un rincón, los cuatro niños que anteriormente viera en el piso inferior, se entregaban desnudos a vicios lascivos entre ellos, supervisados por un encapuchado que portaba en sus manos un látigo de punta.

Una vez desnuda, los encapuchados secaron los ungüentos con los que habían bañado el joven cuerpo en la habitación anterior y luego tumbaron a Eva en el arca de los sacrificios sujetando los brazos y piernas, abiertos en cruz, a unas argollas que se encontraban adosadas a la superficie de mármol. Aunque David procuraba escuchar con atención, hasta sus oídos no llegaba sino el rumor de una salmodia entonada por un coro de gargantas, pero de un significado totalmente desconocido para él. En un momento determinado, los sonidos cesaron y todos se volvieron hacia la imagen del macho cabrío y, en señal de sumisión, se arrodillaron. La puerta de la estancia volvió a abrirse en aquellos momentos y entraron otros dos encapuchados empujando una pequeña mesa donde había un bulto cubierto con mantas.

El hombre que se hallaba directamente bajo la imagen del macho cabrío —David sabía que así representaban sus adoradores a Luzbel o Belcebú— alzó las manos en dirección a la figura y su compañero —Teufel— comenzó a quitarle las ropas. Cuando quedó completamente desnudo —David vio unas profundas marcas sobre sus hombros, como si las garras de un fiera hubieran hecho presa en los mismos— besó la imagen fea, deforme y de ojos hundidos o negros que tenía ante él —comenzando por los pies y llegando hasta los labios— y, luego, volviéndose hacia los reunidos, dijo algunas palabras mientras uno de sus seguidores le ofrecía un brebaje. Cuando lo consumió —la pócima fue pasando posteriormente de uno a otro por todos los reunidos— alguien llevó los niños ante el sumo adorador, mientras otros disponían algunos sapos vivos junto a ellos. Luego tendieron a los tiernos infantes en el suelo y, mientras el sacerdote satánico los sodomizaba, éstos, emitiendo leves gemidos y con los rostros transfigurados, rozaban con sus lenguas la repugnante piel del animal. Mientras tanto, y elevándose en el aire de tal manera que David fue capaz de escucharlo, el resto de los conjurados interpretaron unos cánticos que parecían provenir del centro de la Tierra.

Cuando aquellos y otros hechos contra natura que los siguieron cesaron, el principal siervo adorador de Satán volvió a cubrirse con un hábito y todos los reunidos se dispusieron en torno a la mesa donde estaba tendida Eva. El túmulo se encontraba instalado sobre una plataforma y por eso David no alcanzaba a ver el rostro de su amiga, sino únicamente el costado de la misma. Sin embargo, observó con claridad que el jefe de los reunidos se inclinaba sobre ella y, recitado algo, pasaba repetidamente las manos sobre el suave cuerpo de la actriz. Luego, Teufel le entregó un cuchillo extremadamente afilado.

David sabía lo que iba a suceder y su voluntad le animó a intervenir para evitar el crimen, pero el miedo paralizó sus movimientos. Aterrorizado, presenció el desarrollo de los acontecimientos que tenían lugar ante él. El sumo sacerdote apoyó la daga en el pecho de la joven y rasgó limpiamente la piel en dirección al vientre. Sin embargo, el cuerpo de Eva no se estremeció a consecuencia del cruel suplicio. La carnicería continuó y pronto otros dos regueros de sangre marcaron el cuerpo de la víctima y el líquido comenzó a resbalar por los costados de Eva, manchando la límpida superficie marmórea y encharcando el sucio entarimado de madera. Finalmente, el verdugo elevó sus ensangrentadas manos hacia la imagen del macho cabrío y, alzando la voz en una suprema invocación, tomó el puñal con ambas manos y la hundió con fuerza en el corazón de Eva. El cuerpo se arqueó tras sufrir el impacto, pero casi inmediatamente después los músculos se relajaron y el cadáver se desplomó inerte sobre la mesa.

David estaba tan absorto contemplando todo aquello que no notó la presencia de dos sombras que, de pronto, se abalanzaron sobre él, inmovilizándolo. Se sintió arrastrado a través de dos habitaciones y, luego, la puerta de la sala donde se encontraban conjurados se abrió ante él. El sumo sacerdote fijó su escrutadora mirada en los ojos de David.

—Bienvenido a nuestra reunión —dijo, con un tono metálico en su voz—. Usted se ha burlado del poder del mal, pero ahora comenzará a comprobar la verdadera fuerza de nuestro amo Satán.

Mientras los dos hombres continuaban sujetándole, otro llevó hasta el prisionero el elixir que los conjurados habían consumido anteriormente y le obligaron a beberlo. Luego los cánticos se reanudaron y el sacerdote demoníaco continuó su representación auxiliado por Teufel y el coro de sus seguidores. David Conde vio el rostro desencajado de Eva y experimentó una gran indignación al observar las mutilaciones que se habían obrado en aquel bello cuerpo. Sin embargo, los hechos que se desarrollaban ante él absorbieron toda su atención.

Se repitieron escenas parecidas a las que ya había visto a través de la ventana y comenzó a notar un malestar producido, sin duda, por el líquido que había bebido. De pronto, Teufel se acercó al prisionero y le susurró al oído.

—Se lo advertí... Ahora tendrá que comprobar el precio que hay que pagar cuando se nos desafía.

Unos encapuchados empujaron la mesa cubierta con mantas hasta el sacerdote principal —que nuevamente se encontraba desnudo y armado con el cuchillo de los sacrificios— y esperaron las órdenes de este. En el exterior pareció desatarse en aquellos momentos una tormenta pues los sonidos producidos por los truenos ahogaron los cánticos que inundaban la estancia. A pesar del intenso olor a azufre que afectara al olfato de David desde que entrara en la casa, ahora notaba otro olor aún más desagradable procedente de aquella mesa. Era un hedor insoportable, nauseabundo, como el ocasionado por productos en descomposición. El adorador de Satán hizo un gesto y los encapuchados retiraron las mantas. Al descubrir lo que ocultaban, el actor no pudo evitar un grito de terror. Sobre la mesa, desnudo, con los ojos perdidos en sus órbitas, y con la piel apergaminada y de color terroso, se encontraba el cadáver de Oscar, su hijo. Los guardianes sujetaron firmemente al prisionero, que observó cómo el maquiavélico oficiante se aceraba al niño y hundía repetidamente y con frenesí el cuchillo en el vientre.

Nadie pareció notar el hedor que desprendían aquellas putrefactas entrañas, y el ejecutor de la carnicería introdujo sus manos en el vientre y, extrayendo los intestinos y las vísceras, elevó la repugnante masa en dirección al ídolo al que adoraba. Luego se llevó las manos al pecho y al resto del cuerpo se embadurnó con aquella verdosa mezcolanza de líquidos y carne descompuesta.

David sintió náuseas y alguien le obligó a beber de nuevo el contenido de otro recipiente. Una pesadez infinita atenazó su mente pero, antes de perder el conocimiento, vio como Teufel y el resto de los encapuchados se despojaban de sus hábitos y, accediendo a la autorización del sumo sacerdote, se embadurnaban también el cuerpo con las vísceras del cadáver ofreciéndoselas, anteriormente, a la imagen del macho cabrío.



David dio un alarido y abrió desmesuradamente los ojos. A su lado, Luisa le miraba con una expresión de angustia dibujada en su rostro.

—¡Vaya manera de despertarte! —dijo la mujer.

David vio que se encontraba sentado en la cama y que tenía todo el cuerpo bañado en sudor. La luz que entraba por la ventana inundaba la habitación. Aunque la cabeza le dolía terriblemente, siguió las evoluciones de Luisa, que estaba introduciendo algunos vestidos en el armario.

—¿Qué ha pasado? —acertó a decir finalmente el actor.

—Nada —replicó agriamente su mujer.

—¿Qué hora es?

—Muy tarde. Ya tengo preparada la comida. Por cierto, ha llamado alguien del teatro, pero como no había manera de despertarte... al parecer, tu amigo del teatro se ha recuperado antes que tú.

—¿De qué hablas?

—De anoche —dijo, molesta—. ¿Crees que soy tonta? Llegaste casi al amanecer y, aunque entraste sin hacer mucho ruido, noté que traías una borrachera. No es que me importe demasiado que te vayas con los amigos después de la función de noche, pero por lo menos podías avisar para que estuviera tranquila. Por cierto, ¿os peleasteis en alguna parte con alguien? Te lo digo porque tienes los hombros llenos de arañazos. Ya puedes tener cuidado, porque si te quedan las señales...

Mientras su mujer hablaba, las imágenes fueron amontonándose en el cerebro de David. De pronto, la lucidez volvió a su mente y saltó del lecho.

—¡Pronto, Luisa, tienes que hacer las maletas!

—¿Qué dices?

—¡Ramón y tú tenéis que marcharon inmediatamente de la ciudad! —dijo, mientras entraba en la ducha y el chorro de agua fría despejaba su mente—. Debéis salir ahora mismo.

—Pero...

—No discutas. Te lo explicaré todo más adelante. Podéis iros con Margarita y Juan. Ayer me encontré con Juan y me dijo que se irían hoy al chalet y que pensaban estar allí toda la semana que viene. No les importará que los acompañéis.

Regresó a la habitación secándose con la toalla y comenzó a vestirse. Luisa le miraba sorprendida. De pronto, David dijo:

—¡Ramón! ¿Dónde está Ramón? ¿No ha vuelto todavía del Colegio?

—Sí, hombre, sí, tranquilízate. Está paseando al perro por el parque. Pero, ¿se puede saber...?

—¿Por el parque? —dijo a su vez David, asustado.

—Sí, claro, como siempre. Pero...

Antes de que pudiera concluir la pregunta, su marido echó a correr hacia la puerta de la vivienda. Su carrera no se detuvo mientras descendía las escaleras que conducían a la calle ni a lo largo del pequeño trayecto que separaba su domicilio del cuidado y recoleto parque que constituía la única mancha vegetal de que disponía el superpoblado barrio. Como conocía el lugar donde solían llevar al perro, no detuvo su alocada marcha para orientarse. Y entonces, cuando descubrió a lo lejos las siluetas de su hijo y de la fiel mascota, se sobresaltó. Un hombre conversaba amigablemente con su hijo ante la indiferente mirada del perro. David lanzó un grito de advertencia y corrió haca ellos, pero cuando llegó junto a Ramón, el hombre ya había desaparecido. El niño saludó alegremente a su progenitor y el perro acudió a lamerle las manos.

—¿Qué quería? —Pudo articular David cuando tomó aliento.

—Sólo preguntaba por una calle... —dudó el niño.

—¿No te ha hecho nada?

—No...

David procuró recuperar la respiración normal y volvió a mirar en todas direcciones.

—¿No te hemos dicho mil veces que no hables con desconocidos? —dijo al cabo de un rato.

Su hijo bajó la cabeza en señal de arrepentimiento, y David acarició al muchacho.

—Anda, vamos a casa. Mamá y tú vais a iros unos días al campo.

Aunque Luisa no entendió las explicaciones de su marido, accedió a marcharse con margarita, quien se mostró muy satisfecha al saber que su más querida amiga había accedido por fin a aceptar la invitación que tantas veces le había formulado. Los preparativos para la marcha impidieron que David acudiera aquella noche al teatro —su papel fue interpretado por un suplente y el de Eva por otra actriz— y, cuando ya estaba entrada la noche, abandonó la ciudad por el mismo camino que tomara la noche anterior. Tuvo cierta dificultad en orientarse, pero pudo encontrar el asa. Detuvo el automóvil cerca de la mansión — no había visto ni una sola luz encendida en la misma— y, aproximándose al edificio, buscó alguna ventana mal cerrada que le facilitara el acceso al demoníaco lugar.

Ante su sorpresa, no fue ventana alguna, sin la puerta principal la que se abrió sin el menor esfuerzo. El silencio que reinaba en la casa era total y el olor a azufre, aunque aún no había desaparecido completamente, no enrarecía el ambiente hasta el extremo de la noche anterior. Se dirigió lentamente hacia la escalera que se vislumbraba al fondo del corredor y, de pronto, la luz iluminó la mansión, mientras una voz resonaba tras él.

—Bienvenido de nuevo, señor Conde.

David giró sobre sí mismo y vio a Teufel que, apoyado en la puerta, le miraba sonriendo. Junto a él había dos encapuchados y el actor vio que en aquel instante otros dos individuos comenzaban a bajar por las escaleras.

El adorador de Satán hizo un gesto y sus dos compañeros avanzaron sobre el intruso. Sin embargo, éste reaccionó rápidamente y, extrayendo de alguna parte dos crucifijos, los alzó sobre los atacantes, que detuvieron sus pasos.

—¡Atrás! —gritó David asiendo un crucifijo con cada una de sus manos—. ¡en nombre de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo, atrás! ¡Retroceded!

Los dos encapuchados dieron unos vacilantes pasos hacia atrás y luego cayeron al suelo, ocultando con las manos sus propios rostros, que habían quedado al descubierto al perder la protección de las capuchas. En sus rostros se dibujaba el terror, y sus labios se movían temblorosos ante la presencia de las cruces. David lanzó una rápida mirada hacia las escaleras y vio que los siniestros personajes que bajaban a su encuentro se habían detenido y presenciaban con cierta inquietud la escena que tenía lugar ante ellos. Entonces, David vio que Darío Teufel no había reaccionado como sus seguidores, sin que continuaba apoyado en la puerta de entrada a la mansión. El actor, viendo controlada la situación, e acercó a él protegiéndose con los crucifijos. Sin embargo, contrariamente a lo que esperaba, Teufel no se doblegó ante el poder de aquellos símbolos, sino que lanzó una carcajada.

—¿Crees que esos maderos tienes más poder que mi amo Satán? —dijo, enfrentándose a David—. ¿Todavía no conoces nuestro poder? ¿Eres tan estúpido que continúas desafiando los poderes de las fuerzas del mal?

—¡Atrás! —gritó David, aferrando sus manos a las cruces.

—¡No! Esos maderos con los que me amenazas han conseguido amedrentar a esos infelices porque aún están iniciándose en nuestro culto y mi amo Satán aún no les ha transmitido su poder. Pero no te valdrán contra mí, como tampoco obrarían sobre nuestro sumo sacerdote, a quien tuviste la dicha de conocer ayer. Y ahora... ¡en nombre de Satán, te ordeno...!

David, presa del miedo y queriendo evitar la maldición que Teufel iba a lanzar contra él, se abalanzó sobre su enemigo y ambos cayeron al suelo. Antes de que Teufel pudiera recuperarse, David le golpeó con uno del os crucifijos e inmediatamente se protegían con ellos, ya que los seguidores de Teufel se acercaron a él. Alzando los crucifijos sobre su cabeza, consiguió mantener a raya a los atacantes y, cuando alcanzó la puerta, corrió a su automóvil. Minutos más tarde, la imprecisa silueta de la mansión tímidamente iluminada por la Luna desaparecía de su vista.



No se dirigió a la ciudad sino que tomó una autopista y condujo por un período de tiempo superior a dos horas. Luego se internó por algunas carreteras comarcales y eran cerca de las cuatro de la madrugada cuando detuvo su automóvil en las afueras de un pueblo perdido en la sierra. Tomando grandes precauciones, se encaminó a l mismo y, al cabo de dos horas, volvió a entrar en el vehículo portando un objeto de medianas dimensiones. Al amanecer llegó a su casa y se acostó, ocultando aquel objeto bajo la almohada.

El cansancio le hizo dormir hasta primeras horas de la tarde. Luego habló por teléfono con su mujer y con Ramón y, mientras esperaba el momento oportuno para dirigirse al teatro, se entretuvo escuchando la radio. Cuando oyó las declaraciones del pobre párroco rural tuvo deseos de devolver lo que había robado, pero pronto se dijo a sí mismo que la misión que tenía que cumplir era demasiado importante para andarse con sensiblerías.

Aunque la ausencia de Eva y las esporádicas sustituciones de David Conde por otro actor se reflejaban en la disminución de la recaudación, la taquilla registró una buena entrada aquella noche. Antes de comenzar la representación David escondió en el escenario, entre el mobiliario que formaba parte de los decorados, el objeto que le acompañara constantemente desde la noche anterior. También depositó en un ángulo del escenario varios crucifijos que no habían sido utilizados en anteriores representaciones. El público acogió con desenfado las primeras escenas de la obra y cuando el telón cayó otorgando un breve descanso a los espectadores y actores, las carcajadas ya habían llenado el recinto. «Mi adorable diablo» seguía haciendo las delicias de todos.

Algunos de los espectadores que habían asistido a las anteriores representaciones de aquella misma obra notaron algo extraño cuando comenzó la segunda parte. En efecto, parecía que el actor principal estaba improvisando demasiado. Además, los decorados eran diferentes que en anteriores sesiones y aquellas cruces depositadas en las sillas o tiradas por suelo...

El tono que comenzó a emplear David se volvió altisonante y agresivo. Sus palabras parecían haber perdido el fino humor e ironía de que había hecho gala hasta el momento, y se estaban transformando en frases duras, amenazadoras, retadoras. La comedia parecía haberse metamorfoseado en tragedia y el protagonista, con el rostro transfigurado, insultaba y retaba a Satanás a demostrar su poder ante aquel hombre que se autoconfesaba servidor y adorador de Cristo.

Como si la Naturaleza quisiera tomar parte activa en la representación, varios truenos sordos y consecutivos atormentaron el recinto y los escalofríos recorrieron los cuerpos de algunos de los asistentes a pesar de que el hecho del «Alba» les protegía de la tormenta que acababa de desencadenarse sobre la ciudad.

Pero, ¿qué decía aquel hombre? ¿Qué gritaba el actor? Sin duda, muchos pensaron que David Conde estaba siendo víctima de algún extraño fenómeno cuando, dirigiéndose a la tormenta, retó a Satanás a demostrar su «menguado, flaco, tímido, débil e inútil» poder de una manera más fehaciente que aquella. Y, como riera ante el estampido de un nuevo trueno que ensordeció al público hasta el punto de hacer incorporarse en sus asientos a los más inquietos, pareció que el desafiado obligó al firmamento a estremecerse de nuevo. De pronto, las luces de los focos que iluminaban el escenario vacilaron, pero David Conde, tomando un crucifijo, se dirigió al inquieto público indicando que el causante de tanto sobresalto jamás podría apagar la luz que en aquellos momentos él sostenía en sus manos.

Posiblemente, la tormenta amainó y por esa causa la luz volvió a llegar con normalidad, pero los espectadores ya estaban demasiado inquietos y eran pocos los que continuaban en sus asientos esperando el desenlace de aquella singular representación.

En ese momento, un hombre entró en escena seguido de otros dos, y se enfrentó a David. Este avanzó hacia los recién llegados armado con las cruces y, mientas los dos acompañantes caían al suelo emitiendo gemidos, se produjo un breve diálogo entre el actor principal y el desconocido visitante. Este último alzó también las manos al cielo y David, manteniendo la cruz sobre su rostro, comenzó a retroceder. El hombre que ahora amenazaba al intérprete de «Mi adorable diablo» comenzó a ejecutar violentos movimientos con los brazos y cada vez que los realizaba se escuchaban nuevos estampidos nítidamente diferenciados de los truenos. Aquellos aterrorizaron al público y, en el instante en que aquel hombre señaló un rincón del escenario y un haz de luz pareció brotar del mismo, se precipitaron hacia la salida.

Mientras tanto, David había retrocedido hasta el lugar donde se encontraba escondido el objeto que robara el día anterior y, mientras su enojado enemigo continuaba su labor destructora invocando a Satán, deshizo el envoltorio y alzó sobre su cabeza el botín conseguido. Teufel dio un grito de terror y cayó sobre el entarimado de madera. Ante él, firmemente sujeta por las manos de David, estaba la sagrada reliquia de la Espina, aquel fragmento de la corona que ciñeran los verdugos en torno a la frente del Salvador. Aquella reliquia, de la que se decía que poseía la sangre de Cristo, estaba instalada en el interior de un bello relicario d oro, que en aquel momento David sostenían con ambas manos.

A pesar de los gritos de terror d los espectadores que se amontonaban en la puerta de salida y de las advertencias de los actores y encargados del teatro que luchaban contra las llamas que habían prendido en los tablones y en el techo del teatro, David continuó su tarea y arrodillándose, acercó lentamente el relicario en dirección a Teufel que, jadeando, no conseguía reunir las suficientes fuerzas para incorporarse y esperar. Tenía los ojos inyectado s en sangre, su boca estaba oculta por los espumarajos, y el terror y el odio que se advertía en su rostro ante la presencia de la sagrada Espina denunciaban la lucha que se estaba librando en el interior de aquel ser. Cuando el relicario estuvo a escasos centímetros del adorador de Satán, las venas de aquel hombre estallaron en sus sienes y un hilillo de sangre comenzó a brotar por las comisuras de sus labios Cuando el cuerpo quedó tendido en el suelo con la rigidez de la muerte, David vio que la pupila del ojo izquierdo de Teufel se había transformado, adquiriendo la forma y figura de un sapo. Para evitar que aquella presencia continuara perturbando más almas, se dispuso a cerrar los párpados inmóviles, pero en aquel momento parte de la techumbre del «Alba» se vino abajo y, antes de perder el conocimiento, David creyó que todo el universo se desplomaba sobre él.

Luisa regresó a la ciudad y permaneció junto a su marido los tres días en los que estuvo ingresado en el Hospital. Luego recogieron a Ramón y se marcharon a descansar durante un par de semanas a un tranquilo lugar de la costa. A su regreso, y reintegrado a la vida cotidiana, David se asoció con un afamado empresario y comenzó a estudiar una nueva obra en la que trabajaría como actor principal. Nunca se volvió a hablar de «Mi adorable diablo» ni del teatro «Alba», que había sido totalmente devorado por el incendio.

Al cabo de algún tiempo, David supo que en el transcurso de aquella tormentosa noche también se había incendiado una mansión situada a varios kilómetros de la ciudad... la vivienda donde él había estado prisionero. Sin embargo, sabía que aquella secta satánica continuaba existiendo y, aunque procuraba no comentar tales extremos con Luisa o con su círculo de amistades, albergaba la sospecha de que Teufel sólo había sido un elemento más de uno de los muchos grupos que, extendidos por todo el país —¿acaso por todo el mundo? — se humillaban ante las fuerzas del mal, y rendían culto y tributo a un ser con la esperanza de que en un futuro más o menos lejano reinaría sobre los hombres.

1 jul 2010

LICANTROPO por Nino Velasco

Para llegar desde el barrio de chalets de San José hasta la avenida del Este existen dos trayectos posibles: dirigirse al bulevar de los Olmos y descender después hacia la avenida, sin abandonar en ningún momento calles bien iluminadas, o bien tomar el camino más corto del descampado que se abre entre los chalets y la flamante arteria, unos de esos espacios de terreno abierto, lleno de residuos, dunas de tierra grisáceas y matorrales empolvados, que salpican sorprendentemente las grandes urbes sin que nadie se decida –en un tiempo de especulación feroz – construir en ellos. Zonas rodeadas a veces por espectaculares edificios de muchas plantas, que permanecen abandonadas durante muchos años, invadidas por las basuras, los perros y las ratas, y ocupadas durante el día por pandillas de chicos que encuentran, en lugares que se convierten en vertederos, una especie de sucedáneo del verdadero campo libre, esa cosa cada vez más difusa y lejana que lleva camino de convertirse en un exótico producto de consumo para familias ciudadanas durante los fines de semana.


Arturo Soldevila, un hombre pulcro y menudo, empleado de banca, uno de esos tipos que se pierden entre las muchedumbres urbanas sin que nadie repare jamás en ellos (tal es su insignificante presencia y lo anodino de su identidad ponderada), vivía en un chalet del barrio de San José en 1976 y todas las noches salía de su casa una vez terminaba de cenar para dar un paseo sosegado de media hora cubriendo un recorrido que no se alteraba nunca. Tomando la acera par de su calle, llegaba al descampado a que hemos aludido, lo cruzaba siguiendo un estrecho camino que la gente había abierto con sus pasos al insistir siempre en el mismo trayecto, y llegaba hasta la avenida del Este, por cuya acera impar descendía hacia la Plaza del Emperador. En este punto retornaba sobre sus pasos y, siguiendo el mismo itinerario, regresaba a casa.

No se sabe lo que aquel hombre puntualmente gris podía ir pensando durante sus paseos nocturnos, lo cierto es que una noche de verano de 1976 –una noche de julio, concretamente–, cuando escuchó a su derecha un ruido imprevisto tras uno de los montones de tierra reseca que cubrían el área residual de aquel lugar. Las sombras eran dueñas de la zona, rodeadas por las altas siluetas oscuras de elevados edificios de ladrillo e iluminada tan sólo por los restos de claridad procedentes de las farolas de sodio que, a doscientos metros de distancia, brillaban sobre la avenida del Este.

El ruido que escuchó era realmente alarmante, algo semejante a los movimientos de un animal que acecha inmóvil a una presa y, de pronto, llegado el momento oportuno, desecha toda prudencia e inicia una rápida acción de ataque removiendo la tierra y los cascotes del lugar que ocupaba. El empleado de banca se detuvo espantado y miró hacia el montículo de donde provenía la señal. Palideció también, porque, simultáneamente, escuchó algo parecido a un rugido oscuro y gutural, el ronco estertor de un carnívoro excitado en el momento de iniciar una feroz agresión. Sobre la montaña de tierra surgió de súbito la silueta oscura de un hombre, veloz como una bestia de presa, un humano sin duda, pero de cuya identidad anónima brotaba un alarido sordo y salvaje, atroz; el pavoroso ronquido infernal lleno de cólera ancestral sobre una víctima indefensa.

No era preciso acudir al dictamen del forense para deducir que aquel hombre había sido sórdidamente destrozado por un animal de ferocidad inaudita: el cuello, deshecho a dentelladas, dejaba ver, entre una masa informe y sanguinolenta de tejidos desgarrados, el esófago y la tráquea mutilados, e incluso se distinguían las últimas vértebras del raquis al fondo de aquella masacre. Las autoridades y la prensa atribuyeron la terrible carnicería a causas muy dispares, pero sólo un periodista de la plantilla de un seminario especializado en sucesos, escribió, sin darse cuenta, en una frase secundaria de su primer artículo sobre el caso, la detestable denominación acertada: «... como si se tratase de la abominable acción de un licántropo... »

                                               * * *



Del diario de Rosa Luque

«27-8-076.

No puedo negar mi afición a las novelas populares editadas en una década comprendida entre los años 30 y 50; libros modestos, pero cuya fisonomía general y su formato, así como los autores elegidos por editores sin ninguna pretensión intelectual absurda, me agradan sin reservas: Biblioteca de Oro, La Novela Ideal, Biblioteca Mundial Sopena, Colección Molino o La Novela Ilustrada, que asocio a nombres como Dumas, Dickens, la Baronesa de Orczy o Ponson du Terrail... ¿No son mucho más agradables estos volúmenes a dos columnas, con esporádicas ilustraciones cuya falta de destreza les añade un encanto más, papel blanco y tapas blandas con un dibujo a color, ingenuo, pero sugestivo, que los libros actuales, en los que la frialdad de un diseño severo los hace incluso antipático?

Me extiendo en esta disgresión literaria porque durante las noches en que Jaime permanece encerrado, leo sin parar esta clase de narraciones que, al menos, me deparan algunos momentos de evasión. Unas noches al mes en las que me resulta imposible dormir de una forma continuada, oprimida por la terrible desgracia que se ha abatido sobre un hombre bueno y honesto a quien la maldición de la luna llena ha sumido en una condición de pesadilla. Si lo pienso serenamente, me parece que se trata tan sólo de una quimera: es un azar tan imposible que me hace sentirme sumergida en un aura de irrealidad continua, incluso cuando él regresa y nuestra vida parece retomar una cadencia de normalidad semejante a la de tiempos pasados, cuando aún no se había manifestado en Jaime ningún signo de su espantosa dolencia. Estoy casada con un licántropo, con un hombre lobo. Jamás mencionamos esas dos palabras, ni siquiera hacemos alusión, aunque sea veladamente, a la propia circunstancia que nos embarga, mucho menos delante de nuestros hijos, Cristina y Fernando, que ignoran por completo el innombrable mal que destroza a su padre».

Del diario de Rosa Luque

«2-9-76.

Esta tarde, a las siete, se ha marchado de nuevo. Su propia decisión, la iniciativa de las autoridades y la adecuada actuación del Ministerio de Sanidad, han resuelto parcialmente el caso, yo creo que de la mejor forma posible. Su encierro voluntario durante las noches de luna llena en una celda del psiquiátrico especialmente acondicionada para él, ha transformado una circunstancia alucinante en algo casi rutinario. Y, desde luego, se elude así cualquier peligro para los ciudadanos , que, a raíz de la muerte del empleado de banca, sufrieron esa conmoción colectiva que sucede a todo crimen excesivamente sangriento.

Cuando la luna cambia de fase, Jaime es el mismo hombre de siempre, activo, honrado y amante atento de su familia. Vuelve con nosotros y, salvo esa sombra que se cierne tras las arrugas de su frente, evocadora de una latente preocupación continua, nuestra vida discurre con la discreta armonía de siempre. Cuando se marcha al psiquiátrico, los niños, creyendo que parte a inconcretos viajes por motivos profesionales, le piden siempre que les traiga un regalo.

Estoy leyendo La mano del muerto. ¿qué autor actual alcanza la ameneidad y el interés sin par de Dumas?»

                                              * * *

Atravesando el bulevar de los Olmos, se alza el parque del Inglés, una arboleda densa cruzada por caminos recónditos que eligen los paseantes solitarios para ejercer sus aficiones peripatéticas o deleitarse en la lectura acomodados en bancos de madera que se esconden al fondo de rincones silenciosos. También es el lugar idóneo para parejas de chicos jóvenes y ociosos se amen entre la maleza incontrolada de ciertas zonas apartadas a cubierto de miradas inoportunas. Por la noche, el parque ha adquirido fama de ser un lugar peligroso; se dice que en la oscuridad de sus paseos actúan pandillas de sórdidos delincuentes: traficantes de droga, violadores o rateros, que han obligado a muchos ciudadanos a desechar un camino rápido para llegar desde la plaza de la Independencia a la avenida del Este.

Sin embargo, pese a la funesta leyenda de este hermoso parque, aún hay gente, sobre todo estudiantes, que, confiando plenamente en sus fuerzas y en lo exiguo de sus pertenecientes personales (nada tentadoras para un atracador), atraviesan diariamente la arboleda nocturna para dirigirse a sus domicilios.

La noche del 7 de octubre de 1978, cuando uno de estos muchachos cruzaba un estrecho paseo cubierto por las copas de altos chopos blancos, escuchó un ruido imprevisto y súbito entre la maleza que cercaba el sendero a ambos lados. Un estrépito de ramas y hojas secas que le paralizaron en el acto. Apenas tuvo tiempo de emitir un grito breve producido por el pánico y la sorpresa: algo rugiente y humano, alguien provisto de una garganta que bramaba como lo hace el lobo en el momento inapelable en que agrede a su presa, una abominable sombra dotada de una agilidad relampagueante, cortó para siempre sus naturales y legítimas ilusiones sobre un futuro prometedor.

El destrozo producido en el cuerpo del estudiante evocó en seguida la carnicería que, dos años antes, sufriera, también cerca de la avenida del Este, un anodino empleado de banca vecino del barrio de San José. Pero en esta ocasión la devastadora acción del agresor era mucho más horrible, más extensa. No sólo afectaba a la garganta de la víctima, se advertían también profundas mordeduras en todo el cuerpo, particularmente en su estómago reventado. Se barajó la posibilidad de que aquel execrable ensañamiento hubiera sido producido por más de un agresor.

                                              * * *

Del diario de Rosa Luque

«15-10-78.

Resultaba pavoroso saber que hay más licántropos en la ciudad. ¿Cómo es posible, Dios mío? Jaime está fuera de toda sospecha. Sigue pasando las noches de luna llena en el psiquiátrico y él, más que nadie, se ha sentido afectado por las nuevas muertes. La última, la increíble inmolación de la modista del barrio de Varenas, ha sido la más pavorosa. Esas inauditas mutilaciones y una insistencia brutal en el destrozo, que borró las facciones de un rostro al parecer agraciado, me han llenado de espanto. ¿De dónde vienen? ¿Qué ocurre? ¿Cómo se generan estos estos desgraciados seres que, involuntariamente, se transforman durante unas horas en indeseables homicidas de la noche?»

Del diario EPOCA

«20-10-78.

La sucesión de muertes violentas producidas en el distrito del Inglés, causando el pánico entre los vecinos, ha provocado ya acciones de protesta entre los vecinos, ha provocado acciones de protesta por parte de éstos, algunas de las cuales, como la manifestación del pasado viernes, obligó a intervenir a las fuerzas del orden cuando un grupo de mujeres –entre ellas las madres de dos chicas muertas– causaron destrozos en una agencia del banco M... y en el dispensario de la Sanidad Nacional. El MSO ha hecho una interpelación al gobierno sobre lo que cree una negligencia en la adecuada protección civil por parte de los servicios oficiales de seguridad. El gobierno centrista, en realidad, ha montado un fuerte dispositivo de vigilancia compuesto por fuerzas especiales de la Seguridad Nacional, particularmente en los alrededores del parque del Inglés, pero el asesino, que el rumor popular identifica con uno o varios hombres lobos, actuando en un área demasiado amplia para ser controlada con eficacia, ha proseguido su labor impunemente.

La lógica psicosis de los vecinos del distrito hace que el barrio, desde el anochecer, se quede desierto, circunstancia que también ha provocado una protesta ante el Gobierno por parte de una representación de los sindicatos de Hostelería y Espectáculos. El motivo no es otro que la gravísima situación que se ha producido en estos sectores tras una alarmante baja de clientes a partir del anochecer.

La policía, por su parte, guarda una reserva absoluta con relación al caso, pero EPOCA ha sabido, de fuentes fiables, que se baraja con cierta seriedad en los medios policiales la posibilidad de que el misterioso causante de las muertes sea una criatura particular, una especie de monstruo o monstruos sanguinarios sobre cuya naturaleza se mantiene un silencio impenetrable. Esta vertiente, que podría enlazar con la creencia popular de que el asesino es una especie de licántropo, ha hecho recordar a la población, también, la dramática muerte de un empleado de banca en el verano de 1976, cerca de la avenida del Este. En todo caso, el MSO ha pedido al Gobierno un debate parlamentario sobre esta tragedia, ante la cual el Ministerio de Seguridad parece sumergido en una silenciosa impotencia, máxime cuando el siniestro homicida actúa con una regularidad y una persistencia que podría provocar, en un futuro inmediato, serios altercados populares. Es destacable, por otro lado, en apoyo del rumor ciudadano, la coincidencia de todos los asesinatos con noches de luna llena, circunstancia que avalaría la hipótesis que hace autor de las muertes a un hombre lobo.

Del diario de Rosa Luque

«21-10-78.

Se trata de un licántropo. No puede ser otra cosa. Actúa en las noches de luna llena, coincidiendo con los internamientos de Jaime en el psiquiátrico. He tomado la determinación de que, durante esas fechas, los niños no vayan a clase por la tarde. Los días son cada vez más cortos, y a la hora de regresar a casa, apenas se demoren un poco en el camino, se les hace de noche. Es cierto que el colegio está muy próximo, pero las calles quedan desiertas apenas oscurece y no puedo correr un riesgo que puede ser, sencillamente, mortal. También sería peligroso para los tres que yo fuera a recogerlos.

Nos acostamos temprano. Ellos parecen cansados últimamente, quizá debido a la tensión que se detecta en las personas y el ambiente, que podría haberles afectado. Por mi parte, sometida al insomnio habitual que me aqueja durante las noches en que Jaime falta de casa, tengo sueño durante todo el día y me duermo pronto, pero a las tres o las cuatro de la madrugada me despierto para no volver a adormecerme hasta el amanecer...»

                                              * * *

La noche del 24 de octubre de 1978, Rosa Luque, una vecina del barrio de San José, que habitaba en un chalet de una planta, se incorporó en el lecho sobresaltada a las cuatro de la noche, tras haber una de esas pesadillas cuya propia naturaleza terrorífica despierta al sujeto que la padece, tal vez como defensa del espíritu ante una situación angustiosa que, a pesar de ser soñada, se hace intolerable.

El sueño estaba relacionado con las muertes execrables que, desde hacía tres meses, se producían en el distrito del Inglés, causadas por un homicida en quien la fantasía popular identificaba con un hombre lobo. Se sentó al borde de la cama, como solía hacer en estos casos, dispuesta a levantarse para dirigirse a la cocina. Acostumbrada a tomarse un vaso de leche tibia cuando se despertaba a horas intempestivas –suceso que se repetía casi todas las noches en que su marido permanecía ausente– y después penetraba en el salón para buscar un libro en las estanterías de una pequeña biblioteca donde había reunido un centenar de novelas populares procedentes en su mayor parte de las librerías de viejo de la calle de la Imprenta. Cuando todavía permanecía sentada al borde de la cama, sobrecogida aún por los efectos de la pesadilla, le pareció escuchar ruidos anormales, aunque tenues, en el dormitorio de sus hijos, algo semejante a los movimientos inquietos que embargan a un niño afectado por un sueño intranquilo y se remueve en la cama continuamente haciendo sonar las ropas que le cubren e incluso la estructura del somier. Aguardó unos instantes y comprobó que, si bien aquel ruido inhabitual había cesado, ahora podía escuchar el sonido sordo de unos talones desnudos resonando sobre el piso del dormitorio. Se podía suponer, tal era la multiplicidad de estos rumores, que sus dos hijos, Cristina y Fernando se habían levantado de las camas y, sigilosamente, se movían por la habitación. Después, con claridad inequívoca, oyó el pestillo de la ventana al ser accionado para abrirla.

Se dan reacciones en el hombre, determinaciones intuitivas que le inducen a realizar actos súbitos, no reflexionados, o ni siquiera tan sólo considerados, que únicamente después, cuando pasa el tiempo y la serenidad vuelve a la mente, se muestran en la plenitud de su sentido, y se advierte cómo el cerebro, previamente a la ejecución de esos hechos espontáneos, ha trabajado en realidad, raudo como un relámpago, manejando una serie de razonamientos meteóricos que conducen a una actuación perfectamente lógica.

Rosa Luque no se dirigió, como era de esperar, al cuarto de los chicos, sino que con el corazón palpitante y una agitación ahogadora que le oprimía la garganta, salió al pasillo, llegó hasta la puerta que daba a la calle y accedió al jardín del chalet. Envuelta en la oscuridad de la noche y procurando no hacer el menor ruido, se ocultó en un rincón en sombras, tras un seto silvestre, y miró hacia el cuarto de sus hijos.

Algo extraño y probablemente siniestro estaba ocurriendo. Los niños (nueve y doce años respectivamente) habían abierto, en efecto, la ventana, y colocados junto a ella, todavía en el interior de su habitación, permanecían inmóviles, mirando en silencio hacia arriba, al cielo nocturno, con una expresión absorta que delataba algo semejante a una actitud de anhelo o éxtasis. Rosa Luque dirigió su mirada hacia el lugar del espacio en que ellos tenían clavadas sus pupilas. Una nube oscura, bordeada por un halo de luz, parecía avanzar majestuosa sobre los sombríos edificios de la avenida del Este; una nube que, poco a poco, fue desvelando el disco plateado de la luna, redonda e inerte, una luminosa esfera radiante que produjo un pérfido hechizo sobrecogedor. Escuchó entonces como de la garganta de los niños brotaba un tenue ronquido impropio y volvió la cabeza para mirarlos.

La luz pálida del satélite iluminó sus rostros expectantes. La claridad no era suficiente para distinguir con precisión qué fue lo que ocurrió después, pero Rosa Luque pudo adivinar cómo aquellas mejillas, que ella había besado en tantas ocasiones, sufrían una metamorfosis abyecta tan sólo en unos segundos alucinantes, cómo sus caras se transformaban en horribles máscaras infrahumanas, facciones bestiales cubiertas de pelos al fondo de cuyos ojos nacía simultáneamente el brillo ancestral y helador que confiere matices aún más pavorosos a los erráticos mamíferos carniceros que merodean en la noche de las cordilleras buscando presas desprevenidas.

Después, con una agilidad extraña, propia del lobo excitado de las llanuras, los dos chicos saltaron al jardín y más tarde salvaron la verja que daba acceso a la calle para perderse en la oscuridad del barrio, en la estepa de asfalto grisáceo, emitiendo roncos aullidos ahogados, sonidos guturales que transportaban a un universo de atroces bestias asesinas...