17 nov 2010

Bee Gees - "House Of Shame" (La casa de la vergüenza)



House Of Shame

First you say you needed me,                                                                    
then you give me sympathy.
They say good girls never win.
Something good in giving in.
How do I get through to you?
You must be made of stone.

ust when I was safe and sound.
Love, you built a wall around.
You take a hard line attitude.
Time to send me back to school.
Or take me, take me to your ...

...house of shame,
easy on your body when you got no name.
Hold me like you know me,
I'm a falling star,
catch me if you can,
show me the way inside.

You can knock on any door.
I know what I'm looking for.
Red light, hit and run.
Time to turn the engine on.
Pretty girl lives all alone.
I must be going home.

Hot as hell and cold as ice.
Everything I sacrifice.
I got to pick up on what you do.
I just can't get over you.
You take me, take me to your...

..house of shame,
easy on your body when you got no name.
Hold me like you know me,
I'm a falling star,
catch me if you can,
show me the way inside.

Tell me what you really want from life,
loving you, darling,
you got me infatuated,
good love is not for sale,
I nearly gave myself away.

Pretty girl lives all alone,
take me to your, take me to your
house of shame,
easy on your body when you got no name.
Hold me like you know me,
I'm a falling star,
catch me if you can,
show me the way inside.

Casa de la vergüenza

Primero dijiste que me necesitabas,
entonces me diste compasión.
Dicen que las chicas buenas no ganan.
Algo bueno debe haber
¿Cómo puedo llegar a ti?
Debes estar hecho de piedra.

Justo cuando estaba sano y salvo.
Amor, construiste un muro alrededor.
Tomaste una actitud dura.
Tiempo para enviarme de vuelta a aprender.
O llevarme, llevarme a tu ...

... casa de la vergüenza,
fácil en tu cuerpo cuando no tienes nombre.
Abrázame como si me conocieses,
Soy una estrella caída,
Atrápame si puedes,
muéstrame el camino interior.

Puedo llamar a cualquier puerta.
Sé lo que estoy buscando.
Luz roja, golpear y correr.
Es hora de poner el motor en marcha.
Guapa, tú que vives sola.
Tengo que irme a casa.

Caliente como el infierno y el frío como el hielo.
Todo lo que sacrifico.
Tengo que recoger en lo que haces.
Yo simplemente no puede conseguir sobre ti.
Me tomas, me llevas a tu ...

.. . casa de la vergüenza,
fácil en tu cuerpo cuando no tienes nombre.
Abrázame como si me conocieses...
Soy una estrella caída,
Atrápame si puedes,
muéstrame el camino interior.

Dime lo que realmente quieres en la vida,
amarte, querida,
me tienes enamorado,
amar el bien no está a la venta,
Yo casi me regaló.

Guapa...tú que vives sola,
llévame... llévame a tu
casa de la vergüenza...
fácil en tu cuerpo cuando no tienes nombre.
Abrázame como si me conocieses...
Soy una estrella caída,
Atrápame si puedes,
muéstrame el camino interior.

15 nov 2010

CALENDULAS PARA NINES por Carmen Morales

Detesto no ser feliz y no poseo esa capacidad tan femenina que se llama capacidad de sufrimiento. Por eso me divierten las narraciones fantásticas sobre monstruos y apariciones fantasmales, pero tengo mucho cuidado de no poner en peligro mi estabilidad emocional y rechazo esa clase de lecturas que aseguran, con insidiosa morbosidad, que la senda del hombre está mancillada con variedad de execrables crueldades.
  Evocar imágenes de los niños ingleses de cinco o seis años, que durante la primera época de la revolución industrial eran amarrados a una silla durante una jornada laboral de dieciocho horas para evitar que se cayeran rendidos por el sueño o el cansancio, resultaría demasiado sórdido para que su peso abrumador no me paralizara.
  Me niego a creer que en el Franco Condado y la Alta Alsacia los condes de Monjoie o los señores de Mectes abrieran el vientre a sus vasallos durante la caza de invierno para calentarse los pies en sus entrañas humeantes.
  Tampoco es cierto que se hayan llevado a cabo ejecuciones masivas de adolescentes o que, en 1611 un niño de nueve años llamado Juan Serre, natural de Albi, fuera, tras un proceso, quemado vivo ante la puerta de una iglesia.
  Persigo la dicha con infantil tenacidad y procuro extraerla de los acontecimientos más modestos y triviales, pero no he podido evitar que de vez en cuando, la realidad me produzca violentas sacudidas.
  Los hechos que voy a relatar me rozaron muy de cerca, infringiéndome una herida que el corto tiempo transcurrido no ha logrado cicatrizar.
  Por tanto, advierto al lector, a quien supongo comprensivo y tolerante sobre mi posible, casi segura, falta de objetividad para con alguno de los personajes de esta historia.
  Quizá la decisión, varias veces demorada, de trasladarla al papel, no tenga otra intención que la de buscar una sosegante acción de catarsis sobre mi corazón y mi memoria, cerrada ahora con la más dura intransigencia para quienes no vacilan en arrebatarnos alevosamente la escasa ración de felicidad que la vida nos ofrece.
* * *
  He conocido por primera vez el insomnio reflexionando sobre el trágico y espantoso desenlace de un suceso que, por lo cotidiano y la naturalidad con que se practica, suele pasar inadvertido. Aquella pareja, a la que recordé con nostalgia durante el viaje por varias capitales europeas que mi actividad profesional exigía, fue una víctima propiciatoria de la incorregible tenacidad con que una sociedad sumergida en la mediocridad y el hastío destruye todo lo que tiene la osadía de permanecer inmaculado. Anoto que el 17 de agosto de 1973 había sido para mí uno de esos días amables y prometedores que pocas veces se consiguen. Por eso caminaba como en una nube ligera y fresca, sintiéndome atractiva porque acababa de ducharme y todavía notaba el pelo húmedo en la nuca; la suave brisa que ahora bajaba del Guadarrama, agitaba mi reciente adquisición de seda amarilla ciñéndola acariciadora a mis piernas desnudas.
  Le vi en la Gran Vía, cuando declinaba el caluroso atardecer y su imagen, inundada de patetismo y desolación, me persigue desde entonces con la misma persistencia que impone una culpa abominable.
  Estuve a punto de chocar con él, y su presencia ante mí, inesperada, casi irreconocible, fue como una horrible bofetada que cortó las posibilidades de dicha de esa noche y de otras muchas que siguieron.
  Su aspecto me conmovió hasta las lágrimas.
  Estaba sentado en el escalón de un portal, con los codos apoyados en las rodillas y las manos sujetándose la frente, con la actitud del que soporta un pesar inmenso. Llevaba una cazadora mugrienta y renegrida, mal abrochada, con las mangas excesivamente cortas. No tenía camisa, y los pantalones vaqueros, brillantes por le uso y las manchas de grasa, se habían rasgado en las rodillas. Por uno de los bolsillos de la cazadora asomaba el cuello de una botella. Un transeúnte distraído tropezó con sus piernas y le dirigió un comentario despectivo acerca de su estado de embriaguez. La desesperación y la ruina que se adivinaban el el fondo de su posible borrachera impresionaban de forma extraordinaria. Estaba total, irremisiblemente ajeno al bullicioso discurrir de la gente a su alrededor que le miraban extrañados, porque a pesar de las huellas terribles con que la miseria y el abandono lo habían marcado, conservaba todavía la extraordinaria belleza de su rostro y un aire inequívoco de juventud. No llegaría a los treinta años.
  Cuando levantó la cabeza, me llevé la mano a la boca para ahogar una exclamación de congoja; sus ojos enrojecidos y vidriosos, tan cálidos en otro tiempo, estaban ahora espantosamente inertes y helados. Fingiendo que miraba un escaparate, estuve observándole de reojo. Durante todo el tiempo no dio ningún indicio de que algo conservara todavía algún interés para él.
  Yo estaba tan apenada y sobrecogida que no supe qué hacer. Tuve la mano extendida para tocarle, pero desistí. Su abrumadora soledad estaba tan lejos de redención, que cualquier gesto de acercamiento o de ayuda, hubiera resultado baladí. Era casi indecoroso que alguien que había admirado su singular encanto fuera ahora testigo de su amargo derrumbamiento.
  Yo los había conocido, a él y a su mujer, tan sólo cuatro años atrás, cuando los dos eran tan jóvenes y tan hermosos y estaban tan enamorados. Tenían delante un porvenir espléndido y lleno de promesas, pero eso fue antes de que, inocentemente, abrieran la puerta de su casa y sentaran a su mesa a un fantasma corpóreo y perfumado que se introdujo en sus vidas para chupar con avidez de su felicidad hasta destrozarlos.
  No tuve ánimos para acudir a mi cita. Quise saber qué clase de suceso espantoso puede segar tan brutalmente la alegría de vivir. Subí hasta mi casa y me precipité hacia el teléfono para llamar a mi amiga Marisa. Ella los había traído a nuestra tertulia del café Comercial. Fue vecina suya cuando ellos se instalaron, recién casados, en un piso antiguo de Argüelles, cerca de Rosales. Los tres mantuvieron una entrañable relación amistosa.
  Mientras le describía la sordidez de mi encuentro la oí llorar a través del auricular. Cuando pudo hablar me dijo que era una historia larga y estremecedora y me invitó a cenar en su casa.
  En su cuarto de trabajo, delante de un cóctel con bastantes grados, absolutamente inusual en ella, habló durante dos o tres horas sin poder reprimir, de vez en cuando, los sollozos. No cenamos, y dormimos en la misma habitación. Nos hizo daño el alcohol o la sospecha, inconfesada, de que, al menos aquella noche, no éramos en absoluto felices.
***
  Miguel y Nines se habían conocido en la facultad de Filosofía y Letras en los apasionantes días precedentes a las manifestaciones estudiantiles del 65, que culminaron con la expulsión de la Universidad de varios profesores de notable prestigio. Ella tenía diecisiete años y acababa de empezar la carrera. Para él, aquel año sería el último en Bellas Artes.
  Se amaron en seguida. Cruzaron miradas largas como caricias. Pasearon por las avenidas de la Complutense turbándose cada vez que sus manos se tocaban.
  Una tarde, sentados en un banco de la explanada que conduce a la facultad de Medicina ella rozó con sus labios la mejilla de Miguel. El giró la cabeza hasta que sus bocas se encontraron con toda la luminosa y tierna entrega que sólo es posible cuando se ama por primera vez. Dos meses después, cuando ella se iba de vacaciones a la ciudad donde residían sus padres, él le entregó un poema conmovedor que hablaba de lo insoportable de la separación y lo incierto de su reencuentro.
  Durante el verano escribieron cartas apasionadas e impacientes y en cierta ocasión que él consiguió ir a verla se besaron el el parque hasta desfallecer.
  Después de mil peripecias, vencieron la oposición familiar, y, con un entusiasmo arrollador y escasísimos medios, comenzaron lo que pensaron que sería un largo camino de amor en libertad. Cuando Marisa los introdujo en nuestro grupo nos quedamos todos embelesados. Sus cuerpos se buscaban continuamente y siempre estaban enlazados de alguna manera. Se enfrentaban a al vida con una plenitud y un candor embriagadores. Para nosotros, castigados ya por innumerables fracasos amorosos y profesionales, sus juicios siempre generosos y valientes, y su actitud ajena al desánimo, representaban un vigoroso estímulo.
  Miguel prometía grandes cosas, estaba lleno de ideas y trabajaba muchas horas al día. Nines, que había tenido que aplazar sus estudios, estallaba de adoración por Miguel, Mary Quant y el sargento Pipers.
  Proyectaban por entonces su primer hijo.
  No eran conscientes de la atracción que despertaban, y por entonces estaban muy lejos de saber que no todo el mundo iba a respetar el tesoro que ellos tenían. Ignoraban que hay gentes que ya no tienen nada que perder y están al acecho como urracas para apoderarse de cualquier cosa que brille, y soy testigo de que durante aquel año, ellos brillaban.
  Mientras estuvieron solos y juntos todo tuvo un hálito de maravilla. El niño trajo los primeros cambios.
  Soportar la responsabilidad de una vida que empieza era demasiado, sobre todo para Nines que, de un día para otro, tuvo que cambiar todas sus costumbres.
  Nunca había oído hablar de la depresión que suele suceder al parto. A ella le agarró de lleno. Le molestaba la dureza de sus pechos excesivamente crecidos por un caudal de leche que rebozaban manchando los vestidos que los oprimían. Se sentía culpable por no estar, ahora que ya tenían su ansiado bebé, loca de alegría. Los interminables barreños de ropa sucia no se parecían en nada a las aventuras que habían proyectado. Odiaba no tener nada estimulante que contarle a Miguel a su regreso y haber perdido la esbeltez de su cintura que él abarcaba admirado con sus manos. Nunca pensó que aquellas molestias, de las que generosamente evitaba hablar con su marido, pudieran separarlos.
  Yo quisiera someter, por una vez, mi sentimiento de indignación, a un razonamiento benévolo, pero me resulta difícil comprender que, aprovecharse de las dificultades de una pareja para meterse de costado  en sus vidas no sea, cuando menos, inmoral. Sucedió lo inevitable: apareció otra mujer, que, naturalmente, los estimaba mucho a los dos. Nada nuevo.
  Sólo sabemos de ella que se aburría sentada en su lindo salón, mientras su marido trabajaba para pagar, entre otras cosas, una asistenta que sacara un brillo cegador al parquee. Después de pintarse, no tenía nada que hacer, y es justo comprender que necesitase a alguien que la paseara por el deslumbrante mundo de las boites nocturnas. El dinero necesario no era un problema. Las mentiras, tampoco.
  Se además aquellos chicos eran pobres e inexpertos, aquello podría tomarse como una loable labor docente: ella sabía muchas historias entretenidas sobre los mil métodos sutiles y excitantes de cómo corromper a un adolescente.
  Hay abismos que sólo son el preludio de otros abismos más negros y profundos. Miguel se quedó atrapado. No importa en que grado. Bien aprendida la lección, empezó a mentir y eso nunca tiene final. Algo les separaba y las cosas entre ellos ya nunca volverían a ser igual.
  Si él no hubiera sido tan inocente nunca hubiera caído en la trampa perfumada, ni finalmente, le hubiera contado el asunto a Nines con toda la suerte detalles, como se describe un juego divertido que, por eso mismo, no hay ninguna razón para cortar. Estaba tan inflado como un pavo y salía y entraba de la casa abrochándose el chaleco del traje nuevo y dejando tras de sí la estela de un perfume demasiado caro para sus posibilidades.
  La confirmación de las sospechas le produjo a Nines un choque brutal. La sordidez del mundo cotidiano se abatió sobre ella sorprendiéndola con su crueldad. Hubiera querido morir. Desconocía a su marido. El triste espectáculo de los adultos mentirosos la abochornaba. Miguel era la única cosa en el mundo de la que ella estaba segura que ningún daño podría venirle. Y ahora estaba allí intentando sentarla en sus rodillas para descubrirle con una crueldad incomprensible detalles torturadores. ¿Si el hijo era de los dos, por qué los había relegado a papeles tan diferentes?
  Al principio, lo más insoportable fueron las imágenes. Pensaba en ellos desnudos sobre la cama acariciándose y un dolor lacerante se le atravesaba en el estómago. No pasó por su imaginación impedirlo. Pensó que se trataba de una historia de amor y sabía que eso, cuando nace, es inevitable.
  Fumaba mucho. Le dolía es estómago. Dormía poco y mal. No sabía qué hacer. ¿Dónde ir con un niño y sin trabajo? Le repugnaba la idea de volver a su casa arrastrando un fracaso y no había ninguna razón para dejar a su hijo porque su marido se hubiera enamorado de otra mujer.
  Deambulaba por la casa arrastrando su dolorosa perplejidad, incapaz de superar la rutina de las faenas domésticas, a las que culpaba de todos sus males.
  Cuando el niño se dormía ella se tomaba dos copas de un coñac que aborrecía, pero que le brindaba un agradable estado de somnolencia y se tumbaba en la cama para soñar entre nubes lo felices que habían sido. Las palabras finales de una verso de Poe la martilleaban insoportablemente: nunca más..., nunca mas..., nunca mas...
  Aquel flirt tan divertido duró lo suficiente para hundir a Nines. La estimación que ella tenía de sí misma se basaba en ser una cosa amable, amada por un personaje tan estupendo como Miguel. Cuando creyó que eso había fallado, el mundo falló también.
  La tarde del 8 de junio fue particularmente aciaga. El bebé había tenido un proceso diarreico que la obligó a cambiarle los pañales infinidad de veces y a lavarlos rápidamente para que se secaran. A las once de la noche, se hundió en un sillón agotada, invadida por un desaliento aniquilador. Miguel, que revoloteaba inquieto a su alrededor, le puso el televisor para que se distrajera, puesto que él iba a salir.
  Con el pomo de la puerta en la mano le dirigió las últimas palabras: no me esperes despierta, vendré tarde, a las tres, a las cuatro o a las cinco. La crueldad que implicaba esta observación la dejó anonadada. No pudo contestar, ocupada en retener las lágrimas hasta que él saliera. Con los ojos empañados vio en el televisor la conmovedora escena de amor de Picnic. Le hizo un daño insoportable.
  Se levantó trastornada y cogió del botiquín cuatro pastillas de un somnífero para buscar en el sueño un olvido que parecía imposible. Sabía que no pasaría nada irreparable. El niño la necesitaba. Así conseguiría dormir profundamente toda la noche.
  Miguel no regresó aquella noche, pero ella no lo supo.
  Amanecía el 9 de junio. Sobre las siete de la mañana el niño inició los gorgojos y ruiditos con los que reclamaba la atención de su madre. Nines lo oía lejano pero no podía reaccionar, mareada todavía por el efecto del barbitúrico. Se dio la vuelta en la cama y agarró su manita, intentando retenerlo un poco más. Le tocó. Estaba empapado y frío. Era preciso cambiarlo. Se levantó dormida y, a tientas, abrió el grifo del baño. Volvió a la habitación y se derrumbó sobre la cama. Las piernas apenas si lograban sostenerla. Pasó un largo rato. La bañera tendría ya más agua de la necesaria. Puso al bebé sobre la cama y a ciegas, le desnudó mientras él jugueteaba chupándose los deditos. Ponerle limpio y darle el biberón sería cuestión de veinte minutos. Luego los dos podrían dormir otra vez. No conseguía despejarse. Un sopor agudísimo la invadía. Con el niño en los brazos avanzó por el pasillo con los ojos cerrados, tambaleándose. Los párpados le pesaban como losas. Cuando el agua tocó su cuerpecito desnudo el bebé lloró desconsolado. Estaba fría. Le sostuvo con una mano mientras, precipitada, abría con la otra el grifo de la caliente, del que brotó un chorro ardiente. La bañera estaba casi llena y los baldosines de la pared giraban a su alrededor. Al forzar el cuerpo para abrir el grifo, el niño se le escurrió de la mano lo sostenía. El vapor inundó la estancia. No se veía. El agua quemaba. Intentó sujetarle nerviosa y atolondrada mientras cerraba otra vez el grifo rojo. No consiguió ninguna de las dos cosas. Se escurrió en el suelo encharcado. Empezó a gemir. Manoteó frenéticamente buscando el bultito diminuto en aquella inmensidad de agua abrasadora. Enloqueció de pánico. Estaba empapada. Lloraba con desesperación. Pasaron siglos.
  Le perdió. Cuando consiguió sacarle, el niño estaba inerte. No se movía. No respiraba. La nube de vapor quedó paralizada por un grito desgarrador. Sólo uno. Rodeando el cuerpo desnudo con sus dos brazos, lo apretó contra su corazón, mientras se derrumbaba sobre el suelo musitando dulcemente ternuras interminables: háblame por favor, arbolito, terroncito de azúcar. Tú eres mi bebé y te quiero, te quiero, te quiero... Mi muchachito... Despiértate por favor..., sonríeme por favor..., por favor..., por favor...
  Después llegaron los minutos más aterradores que una mujer puede experimentar. No existe ningún horror parecido a eso. Le arropó con una toalla. Restregó su carita todavía tibia contra la suya. Se levantó. Sobre la repisa descansaba la navaja de afeitar que se había traído como recuerdo de su padre y que Miguel usaba algunas veces. El mango de marfil blanco aumentó su tamaño hasta el infinito. La abrió. Se hizo un tajo profundo en el cuello, otro en cada uno de las muñecas, se descubrió el pecho y lo atravesó con una cruz de parte en parte. Su rostro, delante del espejo, estaba intacto. Tan bello como siempre. No pudo soportarlo. Lo mutiló fríamente. Se sentó en el suelo encharcado, recostando la espalda contra la bañera. Cubrió esmeradamente los piececitos del niño con la toalla blanca y tibia... Sobre las losas del pasillo avanzó lentamente un río de sangre...
  Hacia las nueve llegó Miguel. Traía en la mano un ramo de caléndulas para Nines. Conocía su pasión por las flores modestas. Abrió la puerta mientras paladeaba por anticipado la alegría de la reconciliación. Aquel juego estúpido había terminado y ahora volvería a tenerla cegadoramente entregada, entre sus brazos.
  Renuncio a describir el pavor de un descubrimiento abominable. Por la tarde Marisa bajó a tomar café con Nines. El tenía el cuerpo empapado de sangre y agua. Nadie volvió a verle sonreír jamás... En el estudio se fueron acumulando bocetos de un cuadro inacabado, siempre el mismo...
  Sobre el pasillo de un piso de Argüelles, cerca de Rosales quedó, pisoteado y marchito, un ramo de caléndulas.
 

6 nov 2010

EL GATO DE LOS OJOS AMARILLOS por Eugenia Montero

Enfiló la carretera sin rumbo fijo. El día había transcurrido monótono, el trabajo habitual, las caras de siempre. Se sentía aburrido y cansado. El verano parecía haberse adelantado en aquella primavera ardiente de rosas prematuramente ajadas bajo el calor y un asfalto reseco y polvoriento.


Eran poco más de las ocho de la tarde. Tenía las ventanillas del coche abiertas, pero el aire que entraba era cálido aún. A ambos lados del camino, los plateados álamos y los sangrantes arces surgían inmóviles, verticales monjes sobre un verde claustro de hierba. Madrid se perdía en la lejanía. Atrás iban quedando los cuidados chalets, el campo apacible. La fisonomía del paisaje comenzaba a ser diferente. La tierra se hacía más árida, se oscurecía, volviéndose parda y cenicienta. Los olivos nacían del suelo, retorcidos, con el tronco gris surcado de grietas que parecían viejas cicatrices. Surgían, dispersos, los cardos de flor morada y azul, alguna florecilla blanca, casi transparente, como una lágrima, y la amapola brillante, cual gota de sangre de la piel de la tierra.

La naturaleza se volvía dramática en esa parte del camino. Era tremendamente humana en su lucha por subsistir, por elevar sus árboles al ciclo, por tener alguna flor, por ser algo más que árido polvo.

Durante algunos minutos continuó el paisaje seco, casi desnudo. Luego, poco a poco, fue cambiando. Surgieron los rubios campos de trigo, los chopos, antiguos centinelas con gris armadura de madera y verde penacho de hojas, y un sauce ligero y romántico, con sus ramas aladas, con sus hojas de pluma. Y, entre los árboles, las espontáneas flores campestres: la caléndula, el pensamiento, la margarita, la gallardía.

Miró el paisaje con asombro. El campo se perdía en la distancia, hundiéndose, horizontal, en los lejanos montes azules. Una paleta sobrenatural había derramado sus colores sobre aquel lugar. Paró el coche. Una serpentina de agua se deslizaba a la derecha, entre plantas y arbustos, siguiendo un pequeño sendero que se dirigía hacia un chalet de línea moderna que se elevaba solitario. En ese instante se dio cuenta de que había salido de Madrid sin poner gasolina en el coche. Con lo que debía quedarle, no podría regresar. Se quedó unos segundos pensativo. No tenía más que dos soluciones: esperar a que alguien le quisiera llevar a la gasolinera más próxima o acercarse a la casa por si en ella había alguien. Optó por la segunda solución y se encaminó por el sendero.

El chalet, cercado por una pequeña valla, estaba rodeado de un bonito jardín que casi se confundía con el campo. La puerta se hallaba aparentemente cerrada, pero sin encajar. Llamó al timbre y luego la empujó y penetró en el jardín. Una muchacha, tranquilamente tumbada en una hamaca, se levantó al verle y se acercó mirándole sorprendida. En sus brazos llevaba un gato rubio, como una pequeña bola de largo pelaje, que parecía dormitar, con los ojos cerrados, en el tibio cobijo del ama.

Era una mujer joven y bonita, vestida con un short y una blusa transparente, quien le observaba esperando una explicación. Cuando supo la causa de su inesperada aparición se ofreció a dejarle gasolina, ella tenía suficiente, y le invitó a una bebida antes de que volviera a Madrid.

—Vamos a hacer una cosa —sugirió Jaime. Ya que eres tan amable, lo menos que puedo hacer es invitarte yo. ¿Quieres venirte conmigo, tomamos una copa juntos y luego te traigo de nuevo aquí?

Le miró sonriente, indecisa. Luego aceptó.

—Espera un momento que me cambie y deje todo cerrado.

Se alejó con su gato aún en los brazos. Jaime pensó que vivir allí debía ser maravilloso, en pleno campo, rodeada de paz, de tranquilidad, a pocos kilómetros de Madrid, pero a la suficiente distancia de las modernas urbanizaciones y los barrios residenciales de las afueras. Cerca de él había una paleta, unos pinceles abandonados en un banco y un lienzo, fresco aún, apoyado en un caballete. Era un paisaje al atardecer. Un paisaje muy bello, melancólico, de grises y oros difuminados, en cuyo fondo, en una especie de buscada y misteriosa lejanía, surgían, como suspendidos en el aire, unos ojos enigmáticos que podían ser muy bien confundidos con dos pequeños soles o dos nubes doradas. Aquel cuadro poseía una extraña fascinación, atraía y, al mismo tiempo, inquietaba. Jaime apartó la vista molesto, turbado, sin acertar a comprender la causa.

Ella volvió sonriente y ligera, con un vaporoso traje blanco y su aire despreocupado, tan juvenil, y en ese mismo instante todo sentimiento inexplicable de malestar desapareció.

Cuando Jaime volvió aquella noche a su piso madrileño, después de haberla llevado de nuevo a su casa, en el centro del campo, siguió pensando en ella. No sabía por qué, pero se había comportado como un chiquillo. La había llevado a una terraza de Rosales, después de cenar en un pequeño restaurante, y luego la había acompañado hasta el chalet sin intentar siquiera darle un beso. Tal vez esto era lo correcto, pero sabía que él no acostumbraba a comportarse así. Sin duda, el candor que parecía emanar de la joven había tenido el poder de cohibirle.

Una irresistible atracción le llevaba hacia ella. Desde aquel primer encuentro continuó viéndola con frecuencia. No se citaban formalmente, pero en cuanto tenía un momento libre montaba en su coche, seguía carretera adelante y se encaminaba hacia la casa de su amiga. Y siempre la encontraba, siempre estaba allí, pintando o cuidando el jardín, o sentada, como soñando, con su gato adormecido en el regazo.

—¿Nunca sales? —le preguntaba.

—¿Dónde podría estar mejor que aquí? —contestaba ella—. Vivo independiente, pinto cuanto quiero, en un lugar que me gusta y me inspira...

—Pero, siempre sola, ¿no echas de menos la compañía de una amiga o de un amor?

Una ráfaga de tristeza pasó por sus ojos.

—No soy muy sociable. A veces ha surgido un hombre en mi vida y he creído que mi existencia iba a cambiar; luego...

Calló con la mirada perdida en la lejanía. El gato ronroneó y abrió lentamente los ojos clavándolos en su ama. Jaime se sobresaltó. Era la primera vez que veía los ojos de aquel gato perezoso y dormilón. Eran grandes, amarillos; en ellos había una intensidad, una fuerza que iba más allá de lo irracional y lo humano. Eran los ojos que surgían en la lejanía de aquel cuadro que contempló aquel primer día en que la conoció a ella.

Sintió miedo, un miedo irrazonado que le impulsaba a huir. Logró dominarse. Mas no pudo evitar despedirse y alejarse. Alejarse con una extraña sensación de que se estaba apartando de un peligro que no alcanzaba a entender, ni razonar.

Aquella noche se fue a cenar con unos amigos. Su miedo empezó a resultar ridículo. Sus nervios debían estar un poco desquiciados. No había descansado en todo el año y, ahora, en esos primeros días de agosto, bajo el calor agobiante, empezaba a resentirse del trabajo sin pausa. Debía irse unos días a descansar, aprovechar las vacaciones y marcharse a alguna playa tranquila.

Pensó en ella. Desde que la conoció, su recuerdo le seguía a todas partes. Nunca le había pasado algo semejante, ni había experimentado aquellos sentimientos de timidez y adoración que le inspiraba.

Al día siguiente, al terminar el trabajo, se dirigió a la casa de ella con una nueva decisión. La muchacha le recibió con una alegría especial.

—No sé por qué, temía no volver a verte. Ayer te fuiste de una forma tan precipitada, tan rara...

—Estoy cansado, creo que agotado. He pensado irme de vacaciones. ¿Te gustaría venir conmigo?

Hubiera asegurado que el gato entornaba los ojos y le miraba con rencor, pero la voz de ella surgió cantarina, desviando su atención.

—¡Sería tan bonito...! Sólo hay un problema; no puedo dejar al gatito, si no te importa que lo lleve conmigo...

Jaime alargó la mano con cierta aprensión para acariciar al animal. Le pareció que su pelaje se erizaba y su lomo se enarcaba ligeramente.

—Por supuesto que no —comentó— De lo que no estoy tan seguro es de si a él le gustará mi compañía...

—Claro. ¿Por qué no? —preguntó ella.

—No sé. Me parece que no le caigo muy bien.

—Imaginaciones tuyas —dijo riendo.

Que ella aceptara su invitación le hacía sentirse más seguro. Le pasó suavemente la mano por los cabellos que caían sueltos sobre su espalda. Ella le miró por primera vez de una forma distinta, sin esa expresión ingenua que la aniñaba, insinuante, casi provocativa. Acercó su cara a la de ella mientras su mano seguía acariciándola. El gato saltó de los brazos del ama y se alejó despacio, silencioso, como la sombra de una melena rubia.

Jaime pudo estrecharla fuertemente y sentir cómo, poco a poco, ella se abandonaba en sus brazos. Nunca había entrado en la casa, aunque la puerta estaba siempre abierta, pero ese día, después de besarla, ella le cogió de la mano y le introdujo en la vivienda. Fue la tarde de amor más hermosa de su vida. Amarla era descubrir un universo nuevo en el que todas las caricias y todos los besos tantas veces repetidos, tantas veces iguales, surgían con el temblor de una pasión inédita. Era, tal vez, la influencia de aquel entorno mágico, con los pájaros cantando locos sobre el murmullo del campo, sobre el rumor premonitorio de la tormenta que llegó de pronto con relámpagos y truenos que hicieron temblar la casa.

En aquel instante, mientras la tormenta se deshacía en una lluvia cada vez más suave, con la mano de ella entre las suyas, contemplándola, tan frágil, tan delicada, tan solitaria, a pesar de hallarse junto a él, pensó que apenas sabían uno del otro.

—¿Ha habido muchos hombres en tu vida? —preguntó, casi sin darse cuenta.

Le miró con sus grandes ojos tristes, más tristes, quizá, que ningún otro día.

—Algunos —contestó— He amado a tres hombres que pasaron por mi vida en distintos momentos. Fueron desapareciendo, uno tras otro, sin una explicación, sin una razón lógica. Nunca he sabido por qué. Prefiero no hablar de esto. No me gusta recordar...

Se levantó y se vistió en unos segundos. Le miró sonriente, echándose con las dos manos los cabellos hacia atrás. Volvía a ser la muchacha alegre, despreocupada e infantil que siempre había parecido.

—¿Quieres que nos vayamos a cenar a Madrid? —le preguntó.

—No. Es ya tarde. No tengo hambre —contestó ella.

—Entonces... Me voy ya —decidió él.

Le acompañó hasta la puerta. Juntos, cogidos de la mano, atravesaron el jardín. El gato no se cruzó en ningún momento en su camino. Cuando llegaron ante la verja del jardín, ella le preguntó:

—¿Cuándo será ese viaje?

—El 15 de agosto. ¿Te parece bien?

Sonrió sin contestar. Jaime montó en el coche y se alejó mientras ella quedaba ante la puerta diciéndole adiós con la mano. Su figura se fue empequeñeciendo hasta desaparecer en la lejanía.

Era ya de noche. La carretera estaba aún húmeda de lluvia y Jaime guiaba despacio. De pronto sintió como un aliento cálido en su nuca, y escuchó un extraño y largo maullido. Miró hacia atrás, pero no vio nada. Poco después, el maullido volvió a sonar, más largo y sobrecogedor, como el de un gato que se dispone a saltar sobre su presa. Amainó la marcha del coche y volvió a mirar en torno suyo, sin que pudiera descubrir nada anormal. Pasados unos instantes sintió un raro malestar. Alguien o algo le contemplaba fijamente. A su lado, en el asiento contiguo, estaba el gato con sus ojos amarillos atravesándole como si quisiera hipnotizarle. Sintió un inexplicable miedo, un deseo de huir igual al de aquella tarde en que salió precipitadamente de la casa de ella.

Puso el pie en el acelerador con el ansia de llegar de nuevo cuanto antes al chalet y dejar al animal con su dueña. Mas en ese preciso instante el gato saltó sobre él, clavándole sus uñas en los ojos. El ataque era tan inesperado que no fue capaz de defenderse. Sintió un dolor desgarrador. Intentó zafarse de aquella terrible fiera, pero ésta saltaba sobre él, rápida y furiosamente. Abrió como pudo el coche y salió de él, intentando correr. Estaba cegado. La sangre corría por su rostro. El sufrimiento era más fuerte que su ansia de escapar. Sentía que la vida se le iba por momentos, pero los bufidos del gato que le perseguía le producían tal terror que seguía adelante sin saber dónde pisaba, tropezando, levantándose en una horrible pesadilla de sangre y oscuridad. Hasta que, incapaz de adivinarlo, llegó ante un precipicio. Su pie tocó el vacío, cuando quiso volver atrás era ya demasiado tarde. El gato, en el borde, contempló cómo su cuerpo se desplomaba y caía inerte entre pedruscos y ramas. Un grito horrible se mezcló con un maullido de satisfacción. Luego, el gato de ojos amarillos volvió sobre sus pasos, en dirección a la casa.

CABEZAS DECAPITADAS por Manuel Yañez

Nadie hubiera supuesto que aquellos siete personajes sentados alrededor de la larga mesa de banquetes se pudieran considerar los seres más depravados del mundo. Porque todos ellos ofrecían un aspecto elegante, su físico mostraba algunas de las cualidades que merecen el calificativo de bellas y la seriedad de sus expresiones resultaba la adecuada en unos comensales que se disponían a protagonizar un encuentro escasamente festivo, aunque tenían delante sendas bandejas de plata, vacías, que no parecían estar esperando recibir unos manjares.

Sólo fijándose en el opaco reflejo de las catorce pupilas se llegaba a intuir, vagamente, la cualidad excepcional de unos pensamientos en ebullición. Porque, a pesar de la quietud de sus cuerpos, la agitación tumultuosa de sus mentes casi generaba un sonido audible.

La estancia se hallaba decorada con una sobriedad medieval , ocho siervos encapuchados esperaban en las dos enormes puertas cerradas, más allá de los lóbregos vitrales aguardaba la noche, y en lo alto de la bóveda del techo pendían un falo humano gigantesco en erección de cuatro metros de longitud, una vagina abierta no menos descomunal y la cornamenta del Rey de las Tinieblas y la Lujuria que, en el centro de las dos representaciones anteriores, las dominaba.

La persona que presidía la mesa se llamaba Gerard Vintras, vestía un smoking, igual que los otros tres hombres que le estaban contemplando, y su camisa y su corbata eran de un rojo intenso, mucho más oscuro en esta segunda prenda con el fin de que destacase sobre la otra. Sus cabellos aparecían largos y lacios, su nariz grande, sus labios excesivamente delgados, la piel de sus manos ofrecía una tonalidad blancoazulada y su barbita y bigote se exhibían perfectamente cortados. Ocupaba una silla impresionante de madera gruesa y negra, cuyo alo respaldo sobrepasaba su cabeza para dejar al descubierto la talla del pentagrama del Símbolo de Bafomet –el diablo adorado por los Templarios.

Una cruel sonrisa alteró la horizontalidad de la línea de su boca, sus ojos parecieron saborear la expectación de los seis individuos que le estaban mirando y, al fin, comenzó a hablar:

–Voy a olvidar toda la terminología ritualizada con la que siempre nos hemos comunicado los miembros de la Orden de los Diablos Lujuriosos de Oriente. Porque os he sentado alrededor de esta mesa para juzgar vuestro comportamiento durante los últimos meses: ¡no ha podido ser menos respetuoso con la Norma Escarlata! Empezaré por la Bruja Marian, Gran Sacerdotisa de nuestra Orden, a la que creía una sucia vagina infestada de los más repugnantes humores, capaz de comunicar el Orgasmo Mental con su sola presencia y de dirigir las Misas Negras. ¡Pero ha vendido sus preciados tesoros al vil hechizo del dinero! ¡Por un puñado de libras esterlinas acaba de entregar a un editor avispado un libro, en cuyas quinientas páginas nos convierte a todos en simples payasos! ¡SI, EN PAYASOS DE SU RAMPLONA CODICIA!

–¡Estáis equivocado, Maestro! –exclamó la acusada, más blanco su rostro que la túnica que la vestía.

–¡Calla, maldita pécora de vigésima fila!

La voz de Gerard Vintras no había sido alta; pero su impacto emocional incrustó a la joven rubia materialmente en el respaldo del asiento; a la vez, sus ojos azules se hicieron acuosos, su recta nariz aleteó en las uniones con el labio superior y sus senos de pezones siempre erecto redujeron a la mitad sus volúmenes. Porque el miedo le había sumido en un singular estado de frigidez.

–Llevas veintinueve meses en la Orden. Te impusimos la obediencia masoquista con el látigo, la sumisión ninfomaníaca con el sexo, y la Fe con el dolor orgásmico de cuya saturación germina el Placer Supremo. ¿Qué has hecho con ese dinero que se te ha pagado? ¡CONTESTA!

La Bruja Marian desechó inmediatamente un primer impulso de mentir y, aunque no esperaba obtener una reducción del castigo al que se había hecho merecedora, descubrió la verdad:

–Se lo he transferido a mis padres por medio de una operación bancaria.

–¡Debilidad sobre debilidad en «la mujer sin piedad» de nuestra Orden! ¡La Vagina Perversa ha vuelto a recuperar sus sentimientos humanos aprovechando mi obligada ausencia de dos meses! ¿Has olvidado que renegaste ante Bafomet, escupiendo y arrojando las heces de tu menstruación sobre la fotografía de tus padres, de ese amor convencional que te unían a dos seres inferiores?

–Están enfermos y, además, corrían el peligro de perder su casa y el negocio que les permitía ir sobreviviendo... –susurró la joven en un tono apagado y con la mirada rendida.

–Como la Orden te ha otorgado el poder de la clarividencia, utilizaste el trance mental para visualizar a tus padres, ¿no es cierto?

–Sí...

–Eras una simple prostituta de lujo cuando te conocí. Pero ninguno de tus cientos de amantes te había brindado una velada de pasión y lujuria como la que yo te regalé en nuestro primer encuentro carnal. Luego de convertirte en mi querida, aceptaste la idea de obtener el título de Bruja de nuestra Orden. En cuanto superaste tu desvirgamiento satánico en la Misa Negra, te convertimos en la mujer más poderosa y de mayor influencia en Londres. Has hecho de espía, de conspiradora de salón y de alcahueta de los políticos más prestigiosos de Occidente. Pero no debiste tradicional la Norma Escarlata al vender nuestros secretos para satisfacción de la curiosidad de millones de imbéciles.

–¡Puedo detener la publicación del libro... Aún no se ha impreso! ¡Por favor, no me castiguéis...! ¡Recordad las orgías que hemos organizado y el poder que yo he brindado a la Orden...! –suplicó la mujer de treinta y seis años, a la vez que el desencajamiento propio del terror había privado de su belleza excepcional.

–Sólo voy a decirte que jamás tus padres hubiesen podido localizarte por sus propios medios, porque no han pasado el bautismo dolor-placer-éxtasis-malignidad que a ti te convirtió en un Ser Supremo. Pero en las últimas semanas has demostrado que eres indigna del título de Gran Sacerdotisa... ¡Por que no tienes cabeza! ¡Y cómo has demostrado que no te sirve la cabeza... LO JUSTO ES QUE TE PRIVE DE ELLA!

La última exclamación de Gerard Vintras se fundió con un estampido metálico y, al momento, con el chasquido de la piel, la carne, los huesos y las venas del cuello de la ex Bruja Marian al ser cercenados por una cuchilla circular salida del respaldo de la silla que ocupaba.

¡Y su cabeza decapitada cayó sobre la gran bandeja de plata situada delante del cadáver que ya sólo era un surtidor de sangre!

Una bofetada de terror conmocionó a los presentes que miraban, sin verle, al Maestro de la Orden de los Diablos Lujuriosos de Oriente. Y las saetas aceradas que eran los ojos de éste se desplazaron hacia el matrimonio Szandor-Levy, que se hallaba sentado a la izquierda de la ejecutada, y cuyas ropas aparecían salpicadas de rojas gotas y de algunos restos humanos.

Los afectados por el interés del verdugo reaccionaron con unos fuertes temblores e hicieron intención de abandonar sus sillas. ¡Pero el respaldo de las mismas surgieron dos abrazaderas metálicas, disparadas por otro oculto mecanismo, y se vieron sujetos a la altura de la zona inferior del pecho y por encima de los codos, inmovilizados!

–La trampa ha sido activada por vuestro propio impulso de querer escapar de una responsabilidad que, en este mismo instante, ya se ha convertido en algo ineludible –explicó Gererd Vintras implacable–. Ahora me dirijo a ti, el «fiel» Brujo Anton, Gran Oficiante de nuestra Orden, y al que concedimos el título de Falo Penetrante y de Depósito de Esperma-Lava que purifica al abrasar... ¿Cuántas eyaculaciones has gozado gracias a los privilegios que recibiste? ¿Cinco mil...? ¿Acaso diez mil en estos quince años que llevas en la Orden? No me contestes, porque mi memoria es más rápida y exacta que la tuya... Comiste de nuestra Ciencia como lo hace el gusano en el interior de la manzana: devorando lentamente la pulpa más exquisita y provechosa, pero cuidándose de que no se manifieste su existencia en la cáscara impóluta. ¡Maldito, MALDITO FARSANTE QUE HAS VENDIDO EL INFINITO POR LA GLORIA EFIMERA DE ESA INGENUA FALACIA LLAMADA CINEMATOGRAFO!

La voz del Maestro se volvió tronante, y rebotó en multitud de ecos en la bóveda de la lóbrega estancia, para desprender un horror tan frío como la escarcha que alfombra la tierra cubierta de muertos después de una batalla. Por eso ninguno de los cinco oyentes le replicó verbalmente, aunque el Brujo Anton abatió los párpados, se le formaron varias gotas de sudor en el nacimiento de su moreno cráneo afeitado y el pánico otorgó una débil sonoridad a su respiración nasal.

–Tu trabajo en el Servicio de Inteligencia Británico te había permitido comprobar cómo el poder de los humanos apoyaba a las religiones tradicionales –siguió explicándose Gerard Vintras–. Religiones que tienen en su cúspide a un dios bondadoso y puro, debido a que éste recomienda que se oponga la mansedumbre suicida a la hipocresía que de todo sabe obtener la plusvalía del oro. Y al conocer la ideología de la Orden de los Diablos Lujuriosos de Oriente te uniste a nosotros, dispuesto a refocilarte abiertamente en el Mal y el Sexo sin concesiones a la piedad. Pero conociste a Julia y, desde que su cuerpo en sazón fue utilizado como ara de sacrificio en una Misa Negra, decidiste que no te detendrías hasta hacerla tu esposa.

–Ninguno de nosotros ha vivido en la clandestinidad... –se atrevió a justificarse el hombre de cincuenta y seis años, aunque siguió manteniendo la cabeza baja y el temblor de su hombros y manos–. Tú mismo aprobaste la idea de nuestro matrimonio, considerando que así resultaría más justificable mi traslado a una residencia de las afueras de Londres...

–El amor humano que sientes por ella, tan débil y absurdo, no se quebró ante su ninfomanía. Y lo mismo te has dejado convencer, hace pocas semanas, por unos cientos de miles de dólares. Ya contáis los dos con la productora cinematográfica para la que has escrito el guión del film; mientras que tu codiciosa mujercita pretende ser la primera actriz. ¡Estúpido sueño de infelices!

–¿Por qué nos reprochas la codicia como si no fuera una muestra más de perversión, Gerard? –protestó Julia luchando por defender sus últimas posibilidades–. ¡Yo he servido a la Orden centenares de jóvenes de ambos sexos, ya hasta he aportado niños vivos para los sacrificios del Sabbat del Estío! ¡Con el dinero que nos han pagado pretendemos introducir unas mejoras en nuestra mansión... Porque pensamos seguir relacionándonos con la alta sociedad de Europa!

–¡MIENTES! ¡Ya habéis comprado los pasajes del transatlántico en el que pretendéis fugaros con nombres supuestos! Sólo esperáis que os paguen desde Hollywood. Respecto a las aportaciones humanas que has brindado a la Orden, he de reconocer que todas han sido muy elogiables; vírgenes y mancebos de cerebro dúctil, a los que ha resultado fácil convertir en sacerdotisas y acólitos de Bafomet. También corriste ciertos riesgos al secuestrar a los pequeños. Pero ocho orgasmos diarios, la droga que ha necesitado tu sucio cuerpo y el lujo suficiente para que satisfacieses todas tus otras perversiones. Sin embargo, querías más y más... ¿No habéis pensado en llevar la Orden de los Diablos Lujuriosos de Oriente a California?

–¿Qué ves de malo en esa empresa? –preguntó el Brujo Anton, intentando recuperar sus mecanismos de autodefensa.

–¡La traición a la Norma Escarlata! ¡Y la realidad de que vuestras pretensiones constituyen un sueño irrealizable: hubiérais sido descubiertos por las autoridades policíacas norteamericanas ya que carecéis de los suficientes poderes para sembrar la semilla del Diablo? ¡Realmente, admitirlo conmigo, no habéis tenido cabeza...! ¡Y SI LA CABEZA NO OS SIRVE...!

–¡POR FAVOR, MAESTRO NO NOS MATEIS! ¡HAREMOS LO QUE QUERAIS! ¡RENUNCIAREMOS A ESE DINERO... Y SEREMOS TUS ESCLAVOS MAS FIELES!

La súplica del matrimonio Szandor-Levy fue un grito desesperado, como el aullido de unas bestias arrepentidas. Sus cuellos se alargaron, bien expuestos a la cuchilla cuya aparición tanto temían, y sus gargantas realizaron la proeza de superar el terror al ser capaces de emitir las frases sin ninguna interrupción.

–¿Quién ha decidido vuestra ejecución, hermanos dolientes? Sólo he pretendido daros una lección. ¡Porque la Orden aún espera mucho de los dos! Juntos habéis sabido organizar las más rentables casas de juego, donde hipotecan sus conciencias los banqueros, los políticos, los hombres de negocios, los periodistas y todos esos otros personajes importantes que mantienen a pleno rendimiento las «calderas» de la corrupción y del tráfico y conciencias; y también habéis montado unos burdeles, en los que además de comerciar con el Sexo, se introduce la droga en una sociedad cada vez más corrompida. Esto nos ha permitido celebrar las Misas Negras y todos los rituales satánicos casi a la luz pública. Claro que esa película va a desencadenar una ola de protestas muy poco ventajosa par nuestros planes futuros, ahora que estamos en las puertas de la década de los treinta del siglo veinte...

–¡La película no ha comenzado a rodarse! –exclamó el Brujo Anton, queriendo aferrarse a su última posibilidad de salvación.

–¡Nada más que debemos telegrafiar a Hollywood anulando el contrato que firmamos en Londres! –intervino Julia, con la expresión convulsa y los dedos agarrotados.

–¡De acuerdo, os creo! –aceptó Gerard Vintras–. ¡Pero antes d seguir con los otros invitados, quiero escuchar vuestro juramento! ¿Juráis obedecer todos mis mandatos... aunque éstos llegasen a exigiros la muerte del otro?

Los dos se miraron indecisos. Sus secas pupilas, enrojecidas por la latente amenaza, tan sólo reflejaron el pavor inmenso que las dominaba. Por esta única razón se atrevieron a susurrar.

–Lo juramos...

La respuesta fue metálica: ¡porque la mentira, que los amantes habían creído necesaria, disparó el mecanismo que puso en acción las dos cuchillas circulares, ocultas en los respaldos de los asientos cuya acción fulminante permitió que se produjera una doble decapitación!

El chasquido terrorífico de la piel, la carne y los huesos al ser cortados tuvo el acompañamiento biológico de las venas reventadas: chorros de vidas expulsados hacia la nada por la decisión de una voluntad homicida que desconocía la piedad.

Y con las dos nuevas cabezas caídas sobre las bandejas de plata correspondientes, los otros tres invitados intentaron huir de allí, aun sabiendo lo que les esperaba.

No se equivocaron en sus temores: ¡volvieron a aparecer otras abrazaderas, que los inmovilizaron de la misma manera que al matrimonio Szandor-Levy! También habían sido salpicados por el líquido vital de la pareja que acababa de ser ejecutada por el Maestro.

–Es tu turno, Oficiante Sandroz... ¿Por qué tiemblas como si estuvieras sufriendo los primeros síntomas de un ataque de epilepsia? ¿Debo considerarlo una prueba de que te consideras culpable de haberme traicionado? Cálmate, te lo ruego... Quizás estés precipitando la idea de que voy a matarte de la misma manera que a los otros tres. Sólo te supondría un pequeño esfuerzo dominarte... ¿Quieres que te recuerde a qué te dedicabas antes de que decidiésemos incluirte en la Orden de los Diablos Lujuriosos de Oriente?

El aludido apretó los labios, mordiéndose el inferior, incrustó materialmente los diez dedos de sus manos en los posabrazos de la silla, y pegó las piernas a la dureza de la madera en la que se sentaba. Su rostro aparecía cubierto de una amarillo enfermizo y sus ojos propendían a saltar fuera de las órbitas.

–Mientras consigues tranquilizar tu sistema nervioso y tus miedos absurdamente anticipados, te refrescaré la memoria. –La voz de Gerard Vintras era de una dulzura exagerada, mefistofélica, y en su boca se hallaba grabada la sonrisa del tirano que ha tenido a bien «ser misericordioso»–. Te conocí cuando eras un simple contable en Walls Street, por lo que vivías en un mísero apartamento del Bronx, en el Nueva York de 1919. Ya habías comenzado a deambular por las noches, asesinando prostitutas en un ingenuo remedio del supuestamente inglés Jack el Destripador. Nos encontramos cuando acababas de descargar el cuchillo de carnicero, ¡qué primitiva herramienta de ejecución, amigo mío!, sobre el ajado cuello de tu cuarta víctima. En aquel momento te di un susto de muerte, por lo que quisiste degollarme como a un cerdo. Pero mis reflejos eran más rápidos que los tuyos, y logré reducirte contra la pared y en medio de un sinfín de cubos de basura: ¡mísera escenografía cuando te hallabas en condiciones de exhibir tu maldad en los salones más grandiosos del mundo! no me supuso un gran derroche de razonamientos, una vez te llevé a mi piso, convencerte de que la adulación, la oportuna información perjudicial a uno o varios «terceros» y la corrupción te podían situar en lo más alto de tu profesión. Y al obedecerme llegaste a la cumbre de las finanzas mundiales. Al mismo tiempo te habías convertido en uno de los Oficiantes, tal vez el mejor, de nuestras Misas Negras. Porque tus dagas (la de acero, para el sacrificio sangriento; y la de carne, tan adecuada en los ritos sexuales) no podían ser más certeras y eficaces... Reconozco que donde te superabas era en los despachos de los grandes agentes de Bolsa. ¡Por eso fue tuyo el mérito del crack del 24 de octubre de 1929, en el que tu país, los Estados Unidos, pasó de la opulencia enloquecida a la pobreza del racionamiento! Claro que los cientos de suicidios que presenciaste, especialmente los de tus amigos más íntimos, te hicieron creer que te habías excedido. Y empezaste a cuestionar la eficacia de la Infinita malignidad que constituye la Norma Escarlata de la Orden de los Diablos Lujuriosos de Oriente...

–¡Yo no os he traicionado, Maestro! –gritó el Oficiante Sandroz, parcialmente recuperado y tan tenso como en el momento que fue golpeado emocionalmente por la primera ejecución.

–Nadie se ha atrevido a acusarte de esa barbaridad, queridísimo amigo. Sólo he dejado patentes tus méritos y tus debilidades, lo que no presupones que atas de ser reo de un delito tan grave. Sin embargo, veamos, ¿a cuántas familias salvaste de la quiebra al aconsejarles que convirtiesen su dinero en bienes inmuebles y en joyas en lugar de seguir especulando con las acciones?

–¡La mayoría de ellos son grandes fabricantes de armas, gangsters y millonarios que con sus negocios fomentan el odio social y religioso! –volvió a alzar la voz quien se sentía cada vez más amenazado.

–Ciertamente. ¡Y yo aplaudo tu decisión aunque no se la hicieras conocer a la Asamblea de los Viejos Diablos! Bueno, dejémonos de rodeos, ¿qué me dices de la familia Hoover King:? ¿En base a qué méritos permitiste que salvara la totalidad de su fortuna?

–Pues... Yo... ¡Yo estoy enamorado de Lucas, el hijo menor! ¡Es un muchacho delicado, muy sensible y exquisito, al que la ruina hubiese llevado a la locura!

–Se habría quebrado como un caro y frágil jarrón de Sevres al ser estrellado contra el suelo, ¿no es cierto? ¡Porque el tal Lucas es un homosexual refinadísimo, una «mujercita» encantadora a la que no cuidaste de aleccionar para que se incorporara a nuestra Orden! ¿Te atreves a negarlo?

–¡No... No! ¡pero él ha sido mi única debilidad...! ¿Es que váis a ejecutarme por un solo error, Maestro?

–No lo llames error. ¡Ha sido una torpeza imperdonable contra la Norma Escarlata, que ha venido a demostrar que no tienes cabeza... ¡Y COMO LA CABEZA NO TE SIRVE, MEJOR ESTA DECAPITADA!

El mortal alarido del ex oficiante Sarndroz taladró las paredes de la estancia mucho antes de que la cuchilla circular entrase en contacto con su cuello. Y por culpa de los ecos de su garganta casi quedó ahogado el estrépito de la piel, la carne, los huesos y la sangre al ser contados con una violencia de relámpago acerada, para que una nueva cabeza fuese depositada, grotescamente, sobre la bandeja de plata que le estaba reservada.

La muerta ya había almacenado unos hedores insoportables en la espesa atmósfera que rodeaba a los tres únicos ocupantes vivos de las sillas que rodeaban la enorme mesa de banquetes. En las dos puertas gigantescas seguían encontrándose, imperturbables, los ocho siervos encapuchados, y más allá de los vitrales continuaba aguardando la noche, como indicativo de que sus horas eran las más propicias para que el crimen y la perversión se enseñorearan en el universo de los simples humanos.

–Y ahora os toca a vosotros, mis fríos austríacos –repitió el proceso Gerard Vintras–. Me parece que ya no tenéis miedo, aunque mostréis unos rostros excesivamente pálidos. ¿Debo considerar que os consideráis inocentes?

–Sólo llevamos un año en la Orden –dijo un hombre peinado a raya, con una especie de flequillo engomado sobre su alta frente y un minúsculo bigote cuadrado entre su nariz afilada y su delgado labio superior–. No hemos acumulado tiempo suficiente para poder ser tachados de traidores... Mientras que vos, Maestro, que tanto habéis reprochado a los cuatro decapitados la torpeza de sus cabezas, ¿no es tan cierto que la vuestra también ha demostrado idéntica torpeza al haberlos elegido?

–Tienes toda la razón, mi sagaz y predilecto Acólito. ¡Y COMO LA CABEZA NO ME SIRVE... SERA MEJOR QUE LA SEPARE DE MI CUELLO!

Nada más proferir la última palabra, se disparó la cuchilla acerada, la cual, saliendo del encierro de madera, cortó la seca piel, la dura carne y encontró, acto seguido, la resistencia del hueso, aunque terminó por partirse; sin embargo, no liberó ni una sola gota de sangre de las numerosas venas seccionadas.

Porque la cabeza nada más que cayó en la gran bandeja de plata, soltó una carcajada infernal, espiral de locura que ascendió a lo más alto e la bóveda, y luego siguió hablando:

–Parece que he conseguido asombrarte, aunque de eso no hay duda, tu frío y práctico cerebro prusiano tardará muy poco en decirte que has presenciado un truco de magia negra... ¡Te equivocas! Y si yo he cometido el error, lo que admito, se debe a que he tratado con seres humanos... ¡PORQUE SOY BAFOMET, EL REY DE LAS TINIEBLAS! ¡Ahora, para mostrarte mi poder, OS ABRASARE CON EL TERROR!

Antes de que la representación infernal diese comienzo, la pareja de supervivientes se vio libre de las abrazaderas metálicas que les sujetaban el cuerpo. Y...

¡Repentinamente la inmensa estancia se ensombreció, de todas partes comenzó a emanar una humareda densa y pestilente, se escuchó el reptar de cientos de seres escamosos, cornudos y repelentes, cuyas fauces se abrían para morder el aire preñado de hedores de azufre!

Y una pavorosa llamarada devoró la mesa de banquetes, llevándose en su cresta la aún riente cabeza decapitada de Bafomet, el cual dirigió los carbunclos de sus ojos al Acólito austríaco caído en el suelo, y proclamó con voz de huracán:

–¡Te he reservado el mayor poder que hombre alguno ha detentado. Porque eres el más perverso e inhumano de mis fieles! ¡Apodérate del gobierno de la nación que será el azote del mundo, y demuestra a todos el Terror que encierra la crueldad cuando es manipulado por una menta como la tuya! ¡Llévate a esa mujer, aunque no tardarás en cambiarla por otras! ¡Y puedes estar bien seguro de que tu nombre quedará registrado en la Historia de los humanos con letras de sangre y genocidio: Adolf Hitler!


11 sept 2010

Tan imposible es avivar la lumbre con nieve, como apagar el fuego del amor con palabras.
 ( William Shakespeare)

5 sept 2010

CORRIGAN CITY por Roberto Laurenti

Pre: No acertaban a entender nada de lo que ocurría a su alrededor. Parecían estar soñando. Iban de sorpresa en sorpresa. Pero, de lo que no les cabía la menor duda, era de que todo en aquel pueblo se producía de una forma absolutamente asombrosa.
Dick masculló maldiciones, el motor del Porsche 911 rateaba y perdía fuerza, Eileen intentó tranquilizarlo. Se habían casado exactamente 8 horas y 36 minutos antes en Galveston, Texas, Golfo de México y corrían por la autopista camino a New York. Ella se haría cargo de los niños en una escuela del Queens y Dick alcanzaría la gloria entrando como oboe en la Sinfo-Filarmónica. La música era su pasión los coches deportivos su hobby furibundo.

–¡Maldito! –repetía rabioso–. Este nos dejará tirados en el medio de la carretera, ahora que se nos echa la noche encima.

Rodaron diez minutos más hasta que los ruidos del motor los pusieron a punto de histeria.

A lo lejos divisaron las luces de una gasolinera y enfilaron hacia ella. Un muchachote rubio, desganado y sin voluntad, se negó a toda ayuda.

–Yo sólo vendo gasolina, no entiendo de motores.

–¿Donde hay un taller? –preguntó malhumorado Dick.

–A esta hora no hay ningún taller de reparaciones abierto. Pero suba tres millas, tal vez el viejo Bert, en el antiguo camino de Corrigan, justo frente a la desviación, esté abierto.

No encontraron tal desvío ni el taller de Bert, sólo un cartel despintado en el que se adivinaba: «Corrigan City». Doblaron y a media milla entraron en un asfaltado camino, cuyos laterales estaban extrañamente iluminados, y comenzaron a distinguir unas luces muy brillantes.

–¡Ese es el pueblo! –comentó entusiasmada Eileen.

–Será Corrigan City.

A una milla el camino se volvió muy transitado. Dick observó con extrañeza:

–Que coches tan modernos, no son ni americanos, ni japoneses, ni europeos.

De golpe se enfrentaron a un guardia que les indicaba que disminuyeran la marcha.

–Por favor –dijo el oficial–, cuando lleguen a la entrada de la ciudad, dejen el coche en el aparcamiento.

–Estamos buscando un taller –dijo Dick.

–No hay problema –respondió gentil el policía de tráfico–, justo a la entrada del estacionamiento encontrarán el taller del viejo Charles.

Siguieron unos metros, un cartel luminoso anunciaba «Charles Ltd. Motoring Repairs». Todo lucía inmaculadamente limpio, más que un taller parecía un laboratorio, mayólicas en las paredes, mecánicos uniformados de blanco trabajaban en un súper deportivo.

–Es usted Charles –preguntó Eileen.

–¡Sí! –respondió amable un hombre de cabello muy canoso, piel bronceada, que pasaría de los sesenta años–. ¿Qué le pasa al cochecito?

Dick se bajó y quedó embelesado contemplando el impresionante deportivo.

–¿Qué coche es ese?

El viejo Charles se acercó sonriente, dio un golpecito en el hombro de Dick y dijo con aire de complicidad:

–Lo armamos aquí.

–¿Aquí? –preguntó Dick incrédulo.

–Bueno, allí –y señaló hacia la enorme nave cuyas paredes estaban cubiertas por una complicada serie de aparatos de computación, monitores, testers, osciloscopios y una plataforma hidráulica en al que descansaba otro sensacional deportivo.

Confundido Dick se encaminó a su coche observando de reojo a Chales que trabajaba en el Porsche, calzando unos transparentes y ajustados guantes de goma.

–Mañana al mediodía –les dijo– se podrán ira tranquilos a...

–New York –se apresuró a decir Eileen.

–¿Pasarán la noche aquí?

–Sí... –titubeó Dick.

–Entonces tomen –y les alargó una tarjeta plástica–. Recojan sus maletas y en el Parking tomen uno de los pequeños coches que están allí aparcados. Hay varios, todos iguales, son muy visibles porque llevan impreso «Corrigan Cab». Coloquen la tarjeta en el parquímetro y sigan las instrucciones.

Eileen y Dick se miraban sin entender nada de lo que ocurría, pero siguieron las indicaciones. Llegaron a la hilera de coches, pequeños, tal como los describiera Charles, con una gran baca para cargar los equipajes. Dick miró la tarjeta marcada con el No. 23, recorrió los parquímetros: todos tenían un número. Buscó el suyo e introdujo la tarjeta plástica. Una luz roja se encendió al tiempo que una voz les informaba:

–Por favor digan ustedes a su conductor electrónico adónde desean ir. El vehículo tiene sus pilas recargadas, listo para partir.

Iban de asombro en asombro, pero decidieron subir. Eileen temerosa, dijo con un hilillo de voz.

–Queremos ir a un hotel.

Computando la orden el coche se puso inmediatamente en marcha. Un cartel indicaba main Street, la calle principal por la que circulaban decenas de cochecitos iguales, solos o con pasajeros. Los escaparates de los comercios, supermercados, boutiques, estaban todos iluminados. Poca gente caminaba por las aceras. El luminoso del Regy's Motel les dio de frente, el auto computado se detuvo debajo de la marquesina, la voz anunció.

–El motel, señores pasajeros. Estaré a vuestra disposición en el Parquímetro 23. Preséntense en la Recepción con su tarjeta. Buenas noches.

Recelosos y azorados entraron en el lobby. No había nadie. Se acercaron a una ventanilla acristalada.

–Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarles? –dijo una voz.

–Una habitación para dos, por esta noche –pidió Eileen, rompiendo el fuego.

La voz indicó:

–Coloquen ustedes la tarjeta perforada, dentro de la ranura, el titular ponga la palma de su mano izquierda sobre el cristal.

Un agudo silbido siguió a la operación de identificación, la tarjeta saltó atrás desde el orificio.

–Ya está todo computado en la tarjeta –dijo la voz–, en ella está inscrito el número de la habitación, la veinticuatro, con ella abrirán la puerta y pueden ordenar lo que desean para cenar o desayunar, marcando el computador de su mesa de noche. Los ascensores están a su izquierda. ¡Que tengan ustedes un sueño feliz!

La habitación era sencilla, muy funcional, muy blanca, dos camas, un baño con bañera circular, una ducha, un pequeño horno microonda (supusieron).

Eileen preguntó en voz alta:

–¿Es que no hay televisión?

Y a la pregunta dos paneles se descorrieron dejando ver en una de las paredes una pantalla gigante de televisión. Dick animado ya por el excitante juego, preguntó:

–¿Y para elegir programas?

Otra vez la voz informó: «Sobre la mesa de noche tienen ustedes el selector de canales».

Eileen jugaba con los botones del computador de su mesa de noche, ordenó de comer, una luz encendió en el microonda anunciando que la cena estaba lista. Se acostaron exhaustos. Dick, casi en un susurro acercando su cuerpo al de Eileen, preguntó:

–¿Crees que todo marcha bien?

No tuvo respuesta, Eileen dormía.

Una música alegre los despertó por la mañana.

–Son las ocho y media –oyeron decir–. El desayuno está listo en el horno conservador.

Se ducharon y bajaron al salón. Eileen cargó su Polaroid y comenzó a dispararla desde la recepción hasta la puerta, amontonando y guardando las instantáneas en su bolso. Salieron a la calle; el día era radiante, los cochecitos pasaban de un lado a otro y algunos paseantes los saludaban amistosos. Vieron la Iglesia circular, el campanario que terminaba en una semiesfera de cristal, la Alcaldía: un perfecto cubo de gruesos vidrios polarizados. Sobre un cuidado parque, unos curiosos edificios correspondían a la Escuela. Eileen no pudo resistirse y empujó a Dick hacia ella. Cruzaron la calle peligrosamente, sin mirar; desde los cochecitos, a manera de claxon, se escuchó una altisonante voz, advirtiendo: «Señores Peatones, respeten las zonas de cruce, por favor»...

Cogidos de la mano, divertidos con la ocurrencia de la voz mecánica, llegaron a uno de los edificios de la Escuela. Una niña de unos doce años, les salió a su encuentro con encantadora sonrisa.

–¿Quieren ver a los niños?

Eileen movió la cabeza afirmativamente y preguntó:

–¿Tu eres alumna?

La niña la miró y sonrió con suficiencia.

–Yo soy la Directora.

–Pero eres muy pequeña, no tendrás más de doce años, ¿no?

–Tengo catorce –repuso con seriedad.

Acompañaron a la jovencita y entraron ante lo que suponían era un gran aula. Decenas de niños entre los tres y cuatro años estaban dispersos; unos sentados leyendo, otros manejando pequeños computadores, un grupo reunido discutiendo alrededor de una amplia mesa. Algunos se acercaron en franco gesto de bienvenida. Eileen ante una simpática pequeña de unos tres años, exclamó:

–¡Monina!...

Con una mirada fría, que estremeció a Eileen, la niña afirmó:

–Me llamo Alice Stamford.

–¿Qué edad tienes?

–Voy a cumplir cuatro años.

–¿Es esto un parvulario? –preguntó Eileen desconcertada mirando a la Directora.

Las carcajadas resonaron por todo el salón, los niños rodearon a la pareja, un pequeño que no pasaría de los cuatro años, muy rubio, con jeans ajustados y una camiseta en la que se leía impreso «Corrigan University», se dirigió a ellos, presentando a sus compañeros.

–Tengo el gusto de presentaros a los componentes del Segundo Curso del College.

Dick y Eileen rieron sin poder contenerse, ella lanzó un «¡Amoroso, más que amoroso!» pero se encontró con una mirada dura y de reproche.

–Ustedes parecen no entender –y la voz del niño se transformó en la de un adulto.

La Directora intervino y los empujó fuera de la clase.

–Ustedes no deberían burlarse. Ellos son estudiantes, yo la Directora y aquellos los profesores –dijo señalando unas fotos colgadas de las paredes, con niños de siete años.

Dick quiso huir, cogió fuertemente del brazo a su mujer y corrieron hacia el parque. Aturdidos se sentaron sobre la hierba.

–¿Qué está ocurriendo? –preguntó Eileen preocupada.

–No sé, no entiendo.

–¡Vamos hacia la Iglesia!

Recorrieron las dos manzanas que separaban la Escuela de la Iglesia circular. Un impresionante altar se encontraba en el centro, la cruz, la estrella de David, la media luna de Alá, Buda...

–¿Todas las confesiones? –se dijo intrigado Dick.

A su espalda oyó la cascada voz de un viejecito diminuto, con hábito blanco.

–Sí, todas las confesiones. Hemos logrado unificar la fe.

–Por favor, díganos dónde estamos –preguntó Eileen inquieta y asustada.

El anciano sonrió dulcemente y comenzó a caminar hacia atrás. Dick se adelantó, lo aferró de los brazos y gritó con terror:

–Díganos, ¿dónde estamos?

El sacerdote le clavó la mirada y Dick perdió sus fuerzas, mientras Eileen se apretaba a él. Miraron las imágenes, los símbolos y salieron. Casi en la puerta del templo chocaron con el viejo Charles.

–Los estaba buscando, el cochecito está perfecto, listo para partir.

–Mejor –suspiró Dick aliviado–, pagaremos la cuenta del hotel y recogeremos los equipajes.

Eileen seguía tomando febrilmente fotografías.

–Por favor, póngase junto a Dick –rogó a Charles.

–Sí, no faltaba más.

Sujetando fuertemente su cámara, Eileen dijo, mientras corría hacia la escuela:

–Ve tú al hotel y espérame.

Dick continuó caminando junto a Charles, entraron en el motel, cargó las maletas y encontró en la recepción a una anciana.

–Buenos días, señora. Soy Dick Dickinson, habitación veinticuatro.

–Sí, sí –le interrumpió–. Y su joven señora Eileen, que llegaron anoche a las diez y veinte y ahora quieren pagar la cuenta.

–Si –dijo Dick sorprendido.

–Pues la cuenta es... –y la anciana demoró unos segundos antes de contestar, apretó teclas en un computador y una pantalla de televisión indicó... «Mr. & Mrs. Dickinson, por la estancia de una noche, cena y desayuno: $1,00»

–¿Qué? –gritó estupefacto–. ¡Señora, creo que está usted equivocada!

–Todo está bien, todo está bien –repetía mecánicamente–. Pague usted y que tenga muy buen viaje.

Dick pagó, cogió las maletas y se dirigió al aparcamiento en busca del Parquímetro 23, donde esperaba su taxi, Eileen llegó agitada.

–No sé qué decirte, si son niños o monstruos. ¡Dios mío! ¡Me han hecho una descripción matemática, que ni en la Universidad de Michigan podrían enseñarla!

–¡Sube, sube! –apuró Dick impaciente.

Cuando llegaron al taller de Charles, el reojo Porsche 911 les aguardaba reluciente. Lo miraron con asombro, dieron vueltas a su alrededor.

–¿Qué ha hecho usted con él?

Charles se quitaba sus guantes de cirujano con parsimonia.

–Lo hemos limpiado. ¡Enciéndalo!

El motor trabajaba en un silencio imperceptible. Dick apretó el acelerador y quedó fascinado.

–¿Cuánto le debemos?

El viejo Charles fue hasta la computadora, apretó botones y teclas y se quedó esperando la repuesta en la pantalla de televisión: «Por arreglo del viejo Porsche 911, modelo 1979, puesta a punto y limpieza $1,00».

El «¡¡No!!» que lanzó Dick fue tan estruendoso que conmocionó a mecánicos y transeúntes. El viejo Charles reía a carcajadas, contagiando a todos. Dick y Eileen ruborizados colocaron las maletas en el portaequipajes y se despidieron tímidamente. Charles besó en las mejillas a Eileen y palmeó cariñoso a Dick...

–¡Cuidado muchacho, no corred demasiado!

Dick miró por el espejo retrovisor los últimos edificios de Corrigan y Eileen iba con la cabeza vuelta. Llegaron a la entrada de la Autopista, el Porsche roncaba con potencia desconocida. Esperó la señal y cuando tuvo paso se lanzó por encima de las 120 millas.

–¡¡Ouahh!! –gritaba entusiasmado–. ¡¡Increíble!!

Eileen se sobresaltó:

–¿Dónde está mi bolso rojo? ¡Para! ¡Para!

–¿Qué bolso rojo?

–Teníamos dos maletas y un bolso rojo. ¿No lo recuerdas?

–Lo olvidé. Lo olvidé en el motel, seguramente.

–¡Hay que volver!

Retomaron la ruta de desvío, pasaron por la gasolinera de la noche anterior y cruzaron el lateral opuesto, buscando el cartel de Corrigan City.

–¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? –preguntó Eileen inquieta.

–No sé. ¿Pero tan malo era el camino de entrada? No lo recuerdo así.

–¡Creo que sí!

La carretera era intransitable, de barro, con pedazos de asfalto destrozado y adoquines. Rodaron unos diez minutos.

–Este no es el camino –insistió Dick.

–El cartel de desviación era el mismo de anoche.

–Pero el camino no. ¡Estoy seguro!

–¡Para! ¡Para! –gritó Eileen.

–¿Qué sucede ahora?

–¡Mira, mira! ¡Lee!

Un viejo cartel despintado, un surtidor de gasolina de más de sesenta años.

Dick se bajó, volvió sobre sus pasos y se apoyó con gesto demudado a una Eileen desconcertada.

–¿Qué lees tú?

–«Charles Ltd. Motoring Repairs»

Dejaron el coche a un lado del camino, Eileen se aferró al brazo de Dick. Un cartel tirado en el suelo dejaba leer apenas Regy's Motel y el edificio derruido de ladrillo y madera, una vieja iglesia en el mismo lugar, una Escuela en ruinas, en el mismo lugar. Eileen creyó desvanecerse, lloraba, gritaba, se soltó del brazo de Dick corriendo de un lado a otro como poseída.

–Tranquilízate, tranquilízate, por Dios –dijo sacudiéndola con violencia.

–¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? –gritaba entre sollozos.

Se detuvieron en la oficina del sheriff del pueblo vecino Garrison Cuty y contaron su odisea. El sheriff de unos cincuenta y cinco años, piel curtida por el sol, típico tejano, con las piernas combadas, deje largo y cansino, sin parar de reír y masticar tabaco, mascullaba...

–Estos jóvenes cuando toman cerveza, whisky o droga, empiezan a ver visiones.

En el coche del sheriff recorrieron el pueblo desierto.

–Después de la depresión de los años veinte –explicó el sheriff–, este pueblo perdió todo. Los cientos de habitantes que en él vivían, unos se suicidaron, otros murieron y el resto lo abandonó, convirtiendo a Corrigan City en un pueblo fantasma. Esa es la historia.

Eileen rebuscó en su bolso de mano y buscó nerviosa unas fotografías.

–¡Mire, mire! –dijo poniéndolas ante los ojos del oficial, que estalló en risotadas.

Eileen ofendida se las arrancó de las manos y lanzó un horrible alarido.

–¡No! ¡No es posible!

Dick las cogió y quedó inmóvil, las imágenes estaban limpias, no se veía nada.

Permanecieron mudos, absortos ante lo inexplicable, lo incomprensible. Conciliador el sheriff les tranquilizaba.

–Siempre produce pesadillas dormir en los coches.

Sin escuchar Eileen corrió, trepó por las destartaladas escaleras del motel. Buscó desesperada, ansiosa y se detuvo ante una puerta desconchada en la que borrosamente se leía: «24». Crujió al abrirla y allí lo vio, lo cogió de un tirón y se lanzó enloquecida escaleras abajo.

–Mirad, mirad –exclamó exaltada mostrando el bolso–. Este es el bolso que dejamos en la habitación. No son visiones.

–Habrán estado ustedes otra vez y lo han olvidado. Acepten que todo ha sido un mal sueño.

El sheriff los dejó frente a la entrada del «Garrison Star».

–Vayan y díganle a mi hijo mayor, Jimmy, que les muestre los archivos de mil novecientos veintinueve. Ahí está toda la historia de Corrigan City.

El muchacho aceptó dejarles ver los periódicos a condición de que le ayudaran a buscarlos. Bajaron a un semi- derruido sótano, oscuro y maloliente de humedad y polvo, en el que se amontonaban desordenadamente viejos volúmenes encuadernados en una desgastada tela negra. la historia comenzó a cobra vida en aquellas páginas envejecidas. Eileen temblaba sosteniendo la linterna. En una fotografía se anunciaba a pie de texto el cierre del Regy's Motel, propiedad de la anciana de la recepción. En otra fotografía se mostraba el rostro sereno del padre John Sussman, abandonado por sus feligreses.

Eileen lanzó un grito de horror y soltó la linterna. Dick la buscó a tientas, preguntando excitado.

–¿Qué pasa ahora?

El débil haz de luz se proyectó en una imagen y un texto: «Nuestro conocido mecánico de automóviles, Mr. Charles Bowen, dueño del taller de reparaciones, emigrará con su familia a New York».

En la amarillenta fotografía aparecía sonriente el viejo Charles abrazado a Dick y Eileen.

LA CASA DE LA VIEJA HIGUERA por Alfonso Alvarez Villar

Luisito lanzó su balón de siete colores hacia el larguero azul del cielo de verano.


Su madre le había dicho que no jugara cerca de aquella casa porque en ella vivía «gente atea e impía».

El padre de Luisito era general. El niño jugaba con los entorchados y las medallas del padre, blandía el espadín, y sobre su minúsculo pecho la faja del generalato lucía como un inmenso Amazonas de color salmón, cuando entraba a hurtadillas en la habitación de sus padres y se revestía de los atributos paternos.

Al fondo de un paseo de tilos, se alzaba el chalet de los «rojos», pero era dulce la brisa que soplaba bajo los árboles y las moras reventaban de néctar detrás de las vallas.

–El dueño es un diputado socialista –cuchicheaba con secreta complacencia la vieja aya que hacía el papel de sirvienta responsable de Luisito.

Aquello había ocurrido en el verano del año 1935. Ahora caían las primeras hojas del otoño de 1936. Pero las hortensias seguían lanzando balonazos de azul y de rosa a los parterres abandonados de los jardines. Y seguían zumbando los insectos, haciendo sus peplos las arañas, gorjeando los pájaros.

–Ama... se me ha caído la pelota en la casa de los «rojos».

–Pues... entra y cógela, que ya no hay nadie allí.

La puerta de madera seguía conservando su mano de pintura verde. Chirrió ante el empuje. Un ciempiés salió a toda velocidad de uno de los goznes oxidados.

Allí estaba la casa. Sólo que no quedaba en ella un solo cristal. Luisito miró por un ventanal y vio manchas en las paredes en donde antes hubiera cuadros y tapices. Una golondrina había hecho su nido en un alero y otros pájaros entraban y salían del edificio solitario como si fuese una inmensa jaula sin puertas. Las lagartijas cubrían como varices de color gris el enjalbado de las paredes que comenzaba a desmoronarse.

Corrió sobre el césped alto del jardín. Reinaba en él una anarquía vegetal y animal. Las caléndulas y los nomeolvides, los pensamientos y los jacintos se pudrían indolentes en el marasmo verde.

El pelotón policromo reposaba en un banco de begonias. Luisito dio un chillido y se acercó a él. El aire en aquel rincón del jardín olía sobre todo, a higuera. Algunos higos yacían despanzurrados sobre el suelo, cubiertos de minúsculas hormigas.

–¿Me dejas jugar con él? –oyó la voz de una niña.

La niña era rubia como una caricia solar. Su piel era tan fina que parecía la cutícula del moscatel próximo a arrugarse. Su traje blanco se cubría de tabletas de sombras verdes.

Luisito le cedió el balón. Su lengua había quedado agarrotada. Una triple coraza de asombro le cercaba el pecho.

–¿Cómo te llamas? –se atrevió por fin a preguntarle.

–Me llamo Luisa María. Vivo aquí, ¿sabes? Te conocía antes porque a ti siempre te ha gustado mi casa. ¿Verdad?

Jugaron durante unos minutos. El perfil de indio cherkee del ama se asomó tras la puerta, sonrió y volvió a desaparecer.

Corría la niña sobre el césped húmedo como si no gravitase. Luisito intentaba alcanzarla jadeando. Tardíos enjambres de mariposas amarillas se dispersaban como un puñado de azufre.

Luego se oyó la voz del ama llamando al niño y Luisa María desapareció tras un montículo de tierra donde brotaban unas flores muy extrañas de color violeta.

–¿Sabes, ama? ¡He jugado con la niña de esa casa!

–¡Bah! ¡Tonterías! Yo te vi jugando y estabas solo. Ya no vive nadie ahí dentro.

Subieron por la corta avenida de tilos. Seguía sonando en sus oídos el «plof-plof» del pelotón y las risas de Luisa María.

Se mantuvo silencioso en la playa. Era inútil que las hermanas mayores le incitasen a zambullirse en las cortinillas de espuma que se cerraban y se abrían sobre la arena. Era inútil que peces de oro y plata, dibujados por el sol sobre el mar, se escabulleran entre las piernas de Luisito.

–¡Oiga, Arancha! ¿Qué le pasa a Luisito? –preguntó la abuela senil al aya vizcaína.

–No lo sé señora, no sé. Estaba muy bien esta mañana.

Regresaron al chalet veraniego. Los bojes se hinchaban bajo el sol del mediodía. La rana de piedra de la fuente eructó un delgado chorro de agua.

Mamá estaba allá arriba, tan esbelta, tan guapa como siempre. El ala de su pamela blanca era una cornisa de luz.

–¡Mamá! ¡Mamá! ¿Sabes que he estado jugando con la hija de los «rojos»?

–¡Jesús! ¡Qué imaginación tiene este niño! ¡Si huyeron a Madrid, el 18 de julio!

La madre, amorosa, puso su mano sobre la frente de su hijo.

–¡Dios mío! ¡Si está ardiendo! ¡A ver, Rufino, vaya usted a avisar al Dr. Loureiro inmediatamente!

El médico diagnosticó unas fiebres paratíficas.

Luisito estuvo luchando contra la muerte durante dos meses. Por la noche avanzaba la mano negra de la fiebre. Surgían del limo viscoso fantasmas que arrojaban fuego por los ojos, reptiles de mirada inmunda, ogros y brujas arrancados de los cuentos de Grimm. Pero al aparecer Luisa María todos los monstruos se alejaban.

La niña solía presentarse vestida con una túnica blanca, con el pelo esparcido sobre los hombros, un pelo largo, largo como la eternidad. Sus ojos eran tan profundos que causaban vértigo.

Se acercaba con semblante triste y colocaba su mano fría sobre la frente del niño. La fiebre se convertía en rocío de los prados, en agua de primavera, en lluvia sobre un lago de montaña.

Estaba ya fuera de peligro al cabo de un mes. Le envolvieron en una manta y mamá le colocó amorosamente sobre el asiento de atrás del Citröen oficial que llevaba una bandera con dos estrellas.

–Ahora vas a volver con papá, mi nene.

Pronto quedó atrás la cortina perenne y monótona de la lluvia gallega, la que dibujaba sobre los cristales del chalet las mejillas exangües de Luisa María.

–¿Y no volveremos otra vez a Ribadeo?

–No hijo, Ribadeo nos trae malos recuerdos. El año que viene, iremos a veranear a San Sebastián que pronto será liberado.

Luisito ya no era Luisito, sino Luis. Había aprobado la Reválida de Bachillerato en Madrid, a donde se había trasladado la familia. Su padre era Subsecretario del Ministerio del Ejército.

–¡Dentro de unos meses, a la Academia Militar de Zaragoza! –le repetía su padre, con relámpagos en los ojos.

Los padres le habían prometido cumplir sus deseos si aprobaba la Reváida con sobresaliente. El pidió pasar un mes en Ribadeo.

–¡Ribadeo! ¡Ribadeo! ¿Quién se acuerda de aquel chalet que alquilábamos? –dijo el Teniente General–. Bien. ¿Qué más da un lugar que otro?

Porque no había dejado de pensar en ella, desde aquella mañana mágica del jardín y de la pelota-arcoiris.

Ella estaba presente en sus poemas de adolescencia, en sus paseos solitarios por el Retiro y el Parque del Oeste, en el pupitre incómodo del colegio del Pinar, en los ejercicios espirituales de Cuaresma o en las fiestas navideñas. La veía sutil como una niebla blanca o como la llama de un pabilo. Pero ahora desarrollada como una mujer, con sus trenzas rubias cayendo sobre dos prominentes colinas o retorciéndose en torno a una cintura de hembra joven.
El chalet que había ocupado la familia de Luis hasta el otoño de 1936 ya no parecía provisto de las comodidades de antaño. Reservaron unas habitaciones en el mejor hotel de Ribadeo. Desde allí se divisaba la amplia ría del Eo, las costas profundamente verdes de Asturias, los vaporcitos de pesca. Pero todo le parecía ahora más real, como si hubiese perdido parte de su pátina de maravilloso. Era como si alguien las hubiese empequeñecido para hacerlas más tangibles.

Luis se acercó al paseo de los tilos, con el corazón latiendo fuertemente. Los tilos estaban ahora más crecidos pero las moras aún no habían madurado.

Sí, allí estaba la «casa de los rojos». Pero rodeada de un ejército de máquinas.

–Ha venido usted a tiempo. Mañana comenzaremos el derribo –le explicó un capataz.

–¿Puedo entrar en el jardín?

–Todavía puede entrar.

Las higueras aparecían ahora mutiladas y cubiertas de polvo. Sobre el plantel de begonias pendía la fatídica batea de la demoledora. El chalet había quedado reducido a su carcasa. Hondas grietas lo desfiguraban como la piel atacada por la pelagra. Olía a cemento y a yeso, a hierro cubierto de orín y a heces humanas.

Pero allí, de espaldas a Luis, estaba Luisa María, sentada sobre el mismo montículo tras el que desapareció unos años atrás, a la sombra de la vieja higuera.

–¿Me recuerdas, Luisa María? Soy Luis...

Luisa María era ahora una muchacha de dieciocho años, no tan bella como él se la había imaginado en sus fantaseos.

Era una chica pálida, inmune a los rayos ultravioletas y al yodo curtidor de la plata. Pero su mirada seguía siendo tan honda como siempre. Peces abisales aleteaban en sus pupilas.

–Sí, me acuerdo que jugamos con un balón de siete colores que saltó la valla. Pero vamos a sentarnos sobre la escalinata.

Hablaron. Y la voz de la chica salía como una dardo hacia el cielo luminoso o caía hacia la tierra, escondiéndose en los más hondo.

Se cogieron las manos. Reían las lagartijas. El último jacinto expiró.

Brotaron las frases reprimidas durante años.

–Te amaría aún después de la muerte.

–¿Aún después de la muerte, Luis?

Luego se dieron un beso y el mundo entero explotó.

–¿Te veré mañana?

–Me verás pronto, Luis, muy pronto.

Se despidieron. Al volver los ojos hacia la escalinata, Luis vio desaparecer a la chica tras el pináculo de tierra.

Corrió jadeando a casa. Le dolía el costado derecho. Al entrar en el hotel tosió y vio en el pañuelo un coágulo de sangre. Pero no dijo nada.

Al día siguiente, contempló con balas de plomo en el alma, cómo la máquina convertía en un montón de escombros polvorientos la casa de Luisa María. Recorrió toda la villa y no encontró a su novia. Al día siguiente reanudó la búsqueda pero con resultados negativos.

Empezaba a tiritar de fiebre y cada vez era más difícil el disimulo.

–¿Sabes lo que ha ocurrido en la casa de los «rojos» que tanto te atraía cuando eras niño? –preguntó la madre a la hora de cenar.

Luis se convirtió en una enorme oreja.

–... que una excavadora encontró en el jardín restos humanos de, por lo menos, cinco personas. Esto confirma el rumor de que un grupo de patriotas fusiló al diputado socialista y a su familia, el 20 de julio de 1936, en represalia por otros crímenes cometidos por los rojos.

Luis empezó a toser. Un líquido tibio y agridulce le montaba por la garganta.

–¡Válgame Dios! ¡Este sitio está maldito para tí! ¡Vete a la cama en seguida!

Las radiografías y el análisis de esputos fueron inmisericordes: Luis padecía una tuberculosis pulmonar.

A los dos días regresó a la capital y desde allí a una mansión de «fiebre lenta y noche fría» en donde los años pasaban como un convoy parsimonioso que se va precipitando en el vacío.

En verano, la sierra era un incensario de tomillo y de jara. Caían las agujas de los pinos como si todo el bosque fuese el costurero de una modista celeste. En invierno subían largas cendales de niebla por los picachos y roquedos cubiertos de nieve. Los pasos parecían entonces los de un muerto. Los carromatos con los ataúdes de los tísicos fallecidos sonaban a altas horas de la noche como el deslizarse de una oruga por un sendero de hierba.

–Ya verás cuando te cures –le decía su padre–, podrás tener el mejor bufete de Madrid.

Estudiaba Derecho. Sólo se trasladaba a Madrid, en un cómodo y tibio automóvil, durante la época de exámenes.

La fiebre era leve, pero el bacilo de la tuberculosis se resistía en sus trinchera pulmonares.

Un día, echado en su tumbona cara a las montañas nevadas y azules, tuvo un respingo.

–¿Y si me escapara a Ribadeo? –pensó Luis.

Fingió un permiso médico y pagó con sus ahorros un billete de Primera en el Expreso de Lugo.

Pensaba durante el viaje (como había pensado durante aquellos cuatro años de internamiento en el Sanatorio de la Sierra de Guadarrama) en aquella «casa de los rojos» que ahora habría sido sustituída por un edificio de seis plantas, donde ya no quedaría ninguna higuera. Tenía la corazonada de que Luisa María le estaba esperando ahora, allá en la norteña ciudad de Ribadeo.

El tren fue dejando tras sí montañas y llanuras. Y él se adormeció envuelto en una manta de viaje que recogía el calor febril de su cuerpo.

A la mañana siguiente estaba en Lugo. Desde allí le llevó a Ribadeo un largo autobús que gemía en las curvas de la carretera bajo eucaliptus y pinos llorones.

–¿Eres Luis Fernández? –le preguntó un señor vestido de azul marino, al llegar el autobús a su meta.

–¡Menudo susto les has dado a tus padres! ¡Anda, sube al coche que vamos a volver inmediatamente a Madrid!

Era, sin duda, un policía. Le cogió del brazo y le hizo ademanes de que entrase en el auto negro y reluciente bajo la lluvia que empezaba a caer.

Se desprendió del brazo del policía y echó a correr.

–¡Eh! ¡Estás loco! –le gritaron desde lejos.

Corría por el paseo de tilos. Ya no oía la carrera acelerada del policía, ni sus gritos.

Tuvo un estertor y manchó el pañuelo con un ancho cuajarón de sangre. Pero fue solo un instante.

Ahora el paseo parecía iluminado por cien mil soles, como en aquella mañana de 1936. Los tilos se cimbraban emitiendo una extraña música de campanillas de Navidad. Pájaros de todos los colores saltaban de un borde a otro del camino.

Divisó al fondo, intacta, la «casa de los rojos». Nada de bloques de seis plantas. La pintura verde de la puerta del jardín olía a nueva, relucían los cristales y el olor a higuera era embriagador.

Allí, embutida en un ramo de begonias, estaba su pelota de siete colores. Luisa María la cogía y la obligaba a botar.

–¡Hola, Luis! ¡Por fin llegaste! ¡Te estaba esperando mi familia!

Luisa María era ahora una joven de veintidos años. Sus cabellos resplandecían como un arco eléctrico.

La casa estaba abarrotada de familiares y amigos. Se oía una radio y Luis rememoró las antiguas canciones de «Rocío, ay mi Rocío» o «Soy un pobre presidiario».

Acogieron con gritos de júbilo a la pareja.

–Voy a pedir tu mano a tus padres –exclamó Luis con firmeza.

–Mi mano y toda yo te pertenezco desde que nos conocimos por primera vez –añadió la muchacha.

–Sí, desde que decidimos amarnos hasta la muerte y más allá de ella.

Algunos invitados se habían agolpado en uno de los balcones del chalet. Miraban hacia más allá del mundo verdadero.

–Mira a tu propio cuerpo, Luis.

Miró desde el ventanal y vio a un grupo de gente que rodeaba a un muchacho caído sobre el fango. De su boca salía un charco de sangre. Pero la parte inmortal de Luis estaba ahora al lado de su prometida. Mas allá del tiempo y del espacio. Más allá de todo.

               Serán cenizas, más tendrán sentido

               Polvo serán , mas polvo enamorado.