11 sept 2010

Tan imposible es avivar la lumbre con nieve, como apagar el fuego del amor con palabras.
 ( William Shakespeare)

5 sept 2010

CORRIGAN CITY por Roberto Laurenti

Pre: No acertaban a entender nada de lo que ocurría a su alrededor. Parecían estar soñando. Iban de sorpresa en sorpresa. Pero, de lo que no les cabía la menor duda, era de que todo en aquel pueblo se producía de una forma absolutamente asombrosa.
Dick masculló maldiciones, el motor del Porsche 911 rateaba y perdía fuerza, Eileen intentó tranquilizarlo. Se habían casado exactamente 8 horas y 36 minutos antes en Galveston, Texas, Golfo de México y corrían por la autopista camino a New York. Ella se haría cargo de los niños en una escuela del Queens y Dick alcanzaría la gloria entrando como oboe en la Sinfo-Filarmónica. La música era su pasión los coches deportivos su hobby furibundo.

–¡Maldito! –repetía rabioso–. Este nos dejará tirados en el medio de la carretera, ahora que se nos echa la noche encima.

Rodaron diez minutos más hasta que los ruidos del motor los pusieron a punto de histeria.

A lo lejos divisaron las luces de una gasolinera y enfilaron hacia ella. Un muchachote rubio, desganado y sin voluntad, se negó a toda ayuda.

–Yo sólo vendo gasolina, no entiendo de motores.

–¿Donde hay un taller? –preguntó malhumorado Dick.

–A esta hora no hay ningún taller de reparaciones abierto. Pero suba tres millas, tal vez el viejo Bert, en el antiguo camino de Corrigan, justo frente a la desviación, esté abierto.

No encontraron tal desvío ni el taller de Bert, sólo un cartel despintado en el que se adivinaba: «Corrigan City». Doblaron y a media milla entraron en un asfaltado camino, cuyos laterales estaban extrañamente iluminados, y comenzaron a distinguir unas luces muy brillantes.

–¡Ese es el pueblo! –comentó entusiasmada Eileen.

–Será Corrigan City.

A una milla el camino se volvió muy transitado. Dick observó con extrañeza:

–Que coches tan modernos, no son ni americanos, ni japoneses, ni europeos.

De golpe se enfrentaron a un guardia que les indicaba que disminuyeran la marcha.

–Por favor –dijo el oficial–, cuando lleguen a la entrada de la ciudad, dejen el coche en el aparcamiento.

–Estamos buscando un taller –dijo Dick.

–No hay problema –respondió gentil el policía de tráfico–, justo a la entrada del estacionamiento encontrarán el taller del viejo Charles.

Siguieron unos metros, un cartel luminoso anunciaba «Charles Ltd. Motoring Repairs». Todo lucía inmaculadamente limpio, más que un taller parecía un laboratorio, mayólicas en las paredes, mecánicos uniformados de blanco trabajaban en un súper deportivo.

–Es usted Charles –preguntó Eileen.

–¡Sí! –respondió amable un hombre de cabello muy canoso, piel bronceada, que pasaría de los sesenta años–. ¿Qué le pasa al cochecito?

Dick se bajó y quedó embelesado contemplando el impresionante deportivo.

–¿Qué coche es ese?

El viejo Charles se acercó sonriente, dio un golpecito en el hombro de Dick y dijo con aire de complicidad:

–Lo armamos aquí.

–¿Aquí? –preguntó Dick incrédulo.

–Bueno, allí –y señaló hacia la enorme nave cuyas paredes estaban cubiertas por una complicada serie de aparatos de computación, monitores, testers, osciloscopios y una plataforma hidráulica en al que descansaba otro sensacional deportivo.

Confundido Dick se encaminó a su coche observando de reojo a Chales que trabajaba en el Porsche, calzando unos transparentes y ajustados guantes de goma.

–Mañana al mediodía –les dijo– se podrán ira tranquilos a...

–New York –se apresuró a decir Eileen.

–¿Pasarán la noche aquí?

–Sí... –titubeó Dick.

–Entonces tomen –y les alargó una tarjeta plástica–. Recojan sus maletas y en el Parking tomen uno de los pequeños coches que están allí aparcados. Hay varios, todos iguales, son muy visibles porque llevan impreso «Corrigan Cab». Coloquen la tarjeta en el parquímetro y sigan las instrucciones.

Eileen y Dick se miraban sin entender nada de lo que ocurría, pero siguieron las indicaciones. Llegaron a la hilera de coches, pequeños, tal como los describiera Charles, con una gran baca para cargar los equipajes. Dick miró la tarjeta marcada con el No. 23, recorrió los parquímetros: todos tenían un número. Buscó el suyo e introdujo la tarjeta plástica. Una luz roja se encendió al tiempo que una voz les informaba:

–Por favor digan ustedes a su conductor electrónico adónde desean ir. El vehículo tiene sus pilas recargadas, listo para partir.

Iban de asombro en asombro, pero decidieron subir. Eileen temerosa, dijo con un hilillo de voz.

–Queremos ir a un hotel.

Computando la orden el coche se puso inmediatamente en marcha. Un cartel indicaba main Street, la calle principal por la que circulaban decenas de cochecitos iguales, solos o con pasajeros. Los escaparates de los comercios, supermercados, boutiques, estaban todos iluminados. Poca gente caminaba por las aceras. El luminoso del Regy's Motel les dio de frente, el auto computado se detuvo debajo de la marquesina, la voz anunció.

–El motel, señores pasajeros. Estaré a vuestra disposición en el Parquímetro 23. Preséntense en la Recepción con su tarjeta. Buenas noches.

Recelosos y azorados entraron en el lobby. No había nadie. Se acercaron a una ventanilla acristalada.

–Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarles? –dijo una voz.

–Una habitación para dos, por esta noche –pidió Eileen, rompiendo el fuego.

La voz indicó:

–Coloquen ustedes la tarjeta perforada, dentro de la ranura, el titular ponga la palma de su mano izquierda sobre el cristal.

Un agudo silbido siguió a la operación de identificación, la tarjeta saltó atrás desde el orificio.

–Ya está todo computado en la tarjeta –dijo la voz–, en ella está inscrito el número de la habitación, la veinticuatro, con ella abrirán la puerta y pueden ordenar lo que desean para cenar o desayunar, marcando el computador de su mesa de noche. Los ascensores están a su izquierda. ¡Que tengan ustedes un sueño feliz!

La habitación era sencilla, muy funcional, muy blanca, dos camas, un baño con bañera circular, una ducha, un pequeño horno microonda (supusieron).

Eileen preguntó en voz alta:

–¿Es que no hay televisión?

Y a la pregunta dos paneles se descorrieron dejando ver en una de las paredes una pantalla gigante de televisión. Dick animado ya por el excitante juego, preguntó:

–¿Y para elegir programas?

Otra vez la voz informó: «Sobre la mesa de noche tienen ustedes el selector de canales».

Eileen jugaba con los botones del computador de su mesa de noche, ordenó de comer, una luz encendió en el microonda anunciando que la cena estaba lista. Se acostaron exhaustos. Dick, casi en un susurro acercando su cuerpo al de Eileen, preguntó:

–¿Crees que todo marcha bien?

No tuvo respuesta, Eileen dormía.

Una música alegre los despertó por la mañana.

–Son las ocho y media –oyeron decir–. El desayuno está listo en el horno conservador.

Se ducharon y bajaron al salón. Eileen cargó su Polaroid y comenzó a dispararla desde la recepción hasta la puerta, amontonando y guardando las instantáneas en su bolso. Salieron a la calle; el día era radiante, los cochecitos pasaban de un lado a otro y algunos paseantes los saludaban amistosos. Vieron la Iglesia circular, el campanario que terminaba en una semiesfera de cristal, la Alcaldía: un perfecto cubo de gruesos vidrios polarizados. Sobre un cuidado parque, unos curiosos edificios correspondían a la Escuela. Eileen no pudo resistirse y empujó a Dick hacia ella. Cruzaron la calle peligrosamente, sin mirar; desde los cochecitos, a manera de claxon, se escuchó una altisonante voz, advirtiendo: «Señores Peatones, respeten las zonas de cruce, por favor»...

Cogidos de la mano, divertidos con la ocurrencia de la voz mecánica, llegaron a uno de los edificios de la Escuela. Una niña de unos doce años, les salió a su encuentro con encantadora sonrisa.

–¿Quieren ver a los niños?

Eileen movió la cabeza afirmativamente y preguntó:

–¿Tu eres alumna?

La niña la miró y sonrió con suficiencia.

–Yo soy la Directora.

–Pero eres muy pequeña, no tendrás más de doce años, ¿no?

–Tengo catorce –repuso con seriedad.

Acompañaron a la jovencita y entraron ante lo que suponían era un gran aula. Decenas de niños entre los tres y cuatro años estaban dispersos; unos sentados leyendo, otros manejando pequeños computadores, un grupo reunido discutiendo alrededor de una amplia mesa. Algunos se acercaron en franco gesto de bienvenida. Eileen ante una simpática pequeña de unos tres años, exclamó:

–¡Monina!...

Con una mirada fría, que estremeció a Eileen, la niña afirmó:

–Me llamo Alice Stamford.

–¿Qué edad tienes?

–Voy a cumplir cuatro años.

–¿Es esto un parvulario? –preguntó Eileen desconcertada mirando a la Directora.

Las carcajadas resonaron por todo el salón, los niños rodearon a la pareja, un pequeño que no pasaría de los cuatro años, muy rubio, con jeans ajustados y una camiseta en la que se leía impreso «Corrigan University», se dirigió a ellos, presentando a sus compañeros.

–Tengo el gusto de presentaros a los componentes del Segundo Curso del College.

Dick y Eileen rieron sin poder contenerse, ella lanzó un «¡Amoroso, más que amoroso!» pero se encontró con una mirada dura y de reproche.

–Ustedes parecen no entender –y la voz del niño se transformó en la de un adulto.

La Directora intervino y los empujó fuera de la clase.

–Ustedes no deberían burlarse. Ellos son estudiantes, yo la Directora y aquellos los profesores –dijo señalando unas fotos colgadas de las paredes, con niños de siete años.

Dick quiso huir, cogió fuertemente del brazo a su mujer y corrieron hacia el parque. Aturdidos se sentaron sobre la hierba.

–¿Qué está ocurriendo? –preguntó Eileen preocupada.

–No sé, no entiendo.

–¡Vamos hacia la Iglesia!

Recorrieron las dos manzanas que separaban la Escuela de la Iglesia circular. Un impresionante altar se encontraba en el centro, la cruz, la estrella de David, la media luna de Alá, Buda...

–¿Todas las confesiones? –se dijo intrigado Dick.

A su espalda oyó la cascada voz de un viejecito diminuto, con hábito blanco.

–Sí, todas las confesiones. Hemos logrado unificar la fe.

–Por favor, díganos dónde estamos –preguntó Eileen inquieta y asustada.

El anciano sonrió dulcemente y comenzó a caminar hacia atrás. Dick se adelantó, lo aferró de los brazos y gritó con terror:

–Díganos, ¿dónde estamos?

El sacerdote le clavó la mirada y Dick perdió sus fuerzas, mientras Eileen se apretaba a él. Miraron las imágenes, los símbolos y salieron. Casi en la puerta del templo chocaron con el viejo Charles.

–Los estaba buscando, el cochecito está perfecto, listo para partir.

–Mejor –suspiró Dick aliviado–, pagaremos la cuenta del hotel y recogeremos los equipajes.

Eileen seguía tomando febrilmente fotografías.

–Por favor, póngase junto a Dick –rogó a Charles.

–Sí, no faltaba más.

Sujetando fuertemente su cámara, Eileen dijo, mientras corría hacia la escuela:

–Ve tú al hotel y espérame.

Dick continuó caminando junto a Charles, entraron en el motel, cargó las maletas y encontró en la recepción a una anciana.

–Buenos días, señora. Soy Dick Dickinson, habitación veinticuatro.

–Sí, sí –le interrumpió–. Y su joven señora Eileen, que llegaron anoche a las diez y veinte y ahora quieren pagar la cuenta.

–Si –dijo Dick sorprendido.

–Pues la cuenta es... –y la anciana demoró unos segundos antes de contestar, apretó teclas en un computador y una pantalla de televisión indicó... «Mr. & Mrs. Dickinson, por la estancia de una noche, cena y desayuno: $1,00»

–¿Qué? –gritó estupefacto–. ¡Señora, creo que está usted equivocada!

–Todo está bien, todo está bien –repetía mecánicamente–. Pague usted y que tenga muy buen viaje.

Dick pagó, cogió las maletas y se dirigió al aparcamiento en busca del Parquímetro 23, donde esperaba su taxi, Eileen llegó agitada.

–No sé qué decirte, si son niños o monstruos. ¡Dios mío! ¡Me han hecho una descripción matemática, que ni en la Universidad de Michigan podrían enseñarla!

–¡Sube, sube! –apuró Dick impaciente.

Cuando llegaron al taller de Charles, el reojo Porsche 911 les aguardaba reluciente. Lo miraron con asombro, dieron vueltas a su alrededor.

–¿Qué ha hecho usted con él?

Charles se quitaba sus guantes de cirujano con parsimonia.

–Lo hemos limpiado. ¡Enciéndalo!

El motor trabajaba en un silencio imperceptible. Dick apretó el acelerador y quedó fascinado.

–¿Cuánto le debemos?

El viejo Charles fue hasta la computadora, apretó botones y teclas y se quedó esperando la repuesta en la pantalla de televisión: «Por arreglo del viejo Porsche 911, modelo 1979, puesta a punto y limpieza $1,00».

El «¡¡No!!» que lanzó Dick fue tan estruendoso que conmocionó a mecánicos y transeúntes. El viejo Charles reía a carcajadas, contagiando a todos. Dick y Eileen ruborizados colocaron las maletas en el portaequipajes y se despidieron tímidamente. Charles besó en las mejillas a Eileen y palmeó cariñoso a Dick...

–¡Cuidado muchacho, no corred demasiado!

Dick miró por el espejo retrovisor los últimos edificios de Corrigan y Eileen iba con la cabeza vuelta. Llegaron a la entrada de la Autopista, el Porsche roncaba con potencia desconocida. Esperó la señal y cuando tuvo paso se lanzó por encima de las 120 millas.

–¡¡Ouahh!! –gritaba entusiasmado–. ¡¡Increíble!!

Eileen se sobresaltó:

–¿Dónde está mi bolso rojo? ¡Para! ¡Para!

–¿Qué bolso rojo?

–Teníamos dos maletas y un bolso rojo. ¿No lo recuerdas?

–Lo olvidé. Lo olvidé en el motel, seguramente.

–¡Hay que volver!

Retomaron la ruta de desvío, pasaron por la gasolinera de la noche anterior y cruzaron el lateral opuesto, buscando el cartel de Corrigan City.

–¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? –preguntó Eileen inquieta.

–No sé. ¿Pero tan malo era el camino de entrada? No lo recuerdo así.

–¡Creo que sí!

La carretera era intransitable, de barro, con pedazos de asfalto destrozado y adoquines. Rodaron unos diez minutos.

–Este no es el camino –insistió Dick.

–El cartel de desviación era el mismo de anoche.

–Pero el camino no. ¡Estoy seguro!

–¡Para! ¡Para! –gritó Eileen.

–¿Qué sucede ahora?

–¡Mira, mira! ¡Lee!

Un viejo cartel despintado, un surtidor de gasolina de más de sesenta años.

Dick se bajó, volvió sobre sus pasos y se apoyó con gesto demudado a una Eileen desconcertada.

–¿Qué lees tú?

–«Charles Ltd. Motoring Repairs»

Dejaron el coche a un lado del camino, Eileen se aferró al brazo de Dick. Un cartel tirado en el suelo dejaba leer apenas Regy's Motel y el edificio derruido de ladrillo y madera, una vieja iglesia en el mismo lugar, una Escuela en ruinas, en el mismo lugar. Eileen creyó desvanecerse, lloraba, gritaba, se soltó del brazo de Dick corriendo de un lado a otro como poseída.

–Tranquilízate, tranquilízate, por Dios –dijo sacudiéndola con violencia.

–¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? –gritaba entre sollozos.

Se detuvieron en la oficina del sheriff del pueblo vecino Garrison Cuty y contaron su odisea. El sheriff de unos cincuenta y cinco años, piel curtida por el sol, típico tejano, con las piernas combadas, deje largo y cansino, sin parar de reír y masticar tabaco, mascullaba...

–Estos jóvenes cuando toman cerveza, whisky o droga, empiezan a ver visiones.

En el coche del sheriff recorrieron el pueblo desierto.

–Después de la depresión de los años veinte –explicó el sheriff–, este pueblo perdió todo. Los cientos de habitantes que en él vivían, unos se suicidaron, otros murieron y el resto lo abandonó, convirtiendo a Corrigan City en un pueblo fantasma. Esa es la historia.

Eileen rebuscó en su bolso de mano y buscó nerviosa unas fotografías.

–¡Mire, mire! –dijo poniéndolas ante los ojos del oficial, que estalló en risotadas.

Eileen ofendida se las arrancó de las manos y lanzó un horrible alarido.

–¡No! ¡No es posible!

Dick las cogió y quedó inmóvil, las imágenes estaban limpias, no se veía nada.

Permanecieron mudos, absortos ante lo inexplicable, lo incomprensible. Conciliador el sheriff les tranquilizaba.

–Siempre produce pesadillas dormir en los coches.

Sin escuchar Eileen corrió, trepó por las destartaladas escaleras del motel. Buscó desesperada, ansiosa y se detuvo ante una puerta desconchada en la que borrosamente se leía: «24». Crujió al abrirla y allí lo vio, lo cogió de un tirón y se lanzó enloquecida escaleras abajo.

–Mirad, mirad –exclamó exaltada mostrando el bolso–. Este es el bolso que dejamos en la habitación. No son visiones.

–Habrán estado ustedes otra vez y lo han olvidado. Acepten que todo ha sido un mal sueño.

El sheriff los dejó frente a la entrada del «Garrison Star».

–Vayan y díganle a mi hijo mayor, Jimmy, que les muestre los archivos de mil novecientos veintinueve. Ahí está toda la historia de Corrigan City.

El muchacho aceptó dejarles ver los periódicos a condición de que le ayudaran a buscarlos. Bajaron a un semi- derruido sótano, oscuro y maloliente de humedad y polvo, en el que se amontonaban desordenadamente viejos volúmenes encuadernados en una desgastada tela negra. la historia comenzó a cobra vida en aquellas páginas envejecidas. Eileen temblaba sosteniendo la linterna. En una fotografía se anunciaba a pie de texto el cierre del Regy's Motel, propiedad de la anciana de la recepción. En otra fotografía se mostraba el rostro sereno del padre John Sussman, abandonado por sus feligreses.

Eileen lanzó un grito de horror y soltó la linterna. Dick la buscó a tientas, preguntando excitado.

–¿Qué pasa ahora?

El débil haz de luz se proyectó en una imagen y un texto: «Nuestro conocido mecánico de automóviles, Mr. Charles Bowen, dueño del taller de reparaciones, emigrará con su familia a New York».

En la amarillenta fotografía aparecía sonriente el viejo Charles abrazado a Dick y Eileen.

LA CASA DE LA VIEJA HIGUERA por Alfonso Alvarez Villar

Luisito lanzó su balón de siete colores hacia el larguero azul del cielo de verano.


Su madre le había dicho que no jugara cerca de aquella casa porque en ella vivía «gente atea e impía».

El padre de Luisito era general. El niño jugaba con los entorchados y las medallas del padre, blandía el espadín, y sobre su minúsculo pecho la faja del generalato lucía como un inmenso Amazonas de color salmón, cuando entraba a hurtadillas en la habitación de sus padres y se revestía de los atributos paternos.

Al fondo de un paseo de tilos, se alzaba el chalet de los «rojos», pero era dulce la brisa que soplaba bajo los árboles y las moras reventaban de néctar detrás de las vallas.

–El dueño es un diputado socialista –cuchicheaba con secreta complacencia la vieja aya que hacía el papel de sirvienta responsable de Luisito.

Aquello había ocurrido en el verano del año 1935. Ahora caían las primeras hojas del otoño de 1936. Pero las hortensias seguían lanzando balonazos de azul y de rosa a los parterres abandonados de los jardines. Y seguían zumbando los insectos, haciendo sus peplos las arañas, gorjeando los pájaros.

–Ama... se me ha caído la pelota en la casa de los «rojos».

–Pues... entra y cógela, que ya no hay nadie allí.

La puerta de madera seguía conservando su mano de pintura verde. Chirrió ante el empuje. Un ciempiés salió a toda velocidad de uno de los goznes oxidados.

Allí estaba la casa. Sólo que no quedaba en ella un solo cristal. Luisito miró por un ventanal y vio manchas en las paredes en donde antes hubiera cuadros y tapices. Una golondrina había hecho su nido en un alero y otros pájaros entraban y salían del edificio solitario como si fuese una inmensa jaula sin puertas. Las lagartijas cubrían como varices de color gris el enjalbado de las paredes que comenzaba a desmoronarse.

Corrió sobre el césped alto del jardín. Reinaba en él una anarquía vegetal y animal. Las caléndulas y los nomeolvides, los pensamientos y los jacintos se pudrían indolentes en el marasmo verde.

El pelotón policromo reposaba en un banco de begonias. Luisito dio un chillido y se acercó a él. El aire en aquel rincón del jardín olía sobre todo, a higuera. Algunos higos yacían despanzurrados sobre el suelo, cubiertos de minúsculas hormigas.

–¿Me dejas jugar con él? –oyó la voz de una niña.

La niña era rubia como una caricia solar. Su piel era tan fina que parecía la cutícula del moscatel próximo a arrugarse. Su traje blanco se cubría de tabletas de sombras verdes.

Luisito le cedió el balón. Su lengua había quedado agarrotada. Una triple coraza de asombro le cercaba el pecho.

–¿Cómo te llamas? –se atrevió por fin a preguntarle.

–Me llamo Luisa María. Vivo aquí, ¿sabes? Te conocía antes porque a ti siempre te ha gustado mi casa. ¿Verdad?

Jugaron durante unos minutos. El perfil de indio cherkee del ama se asomó tras la puerta, sonrió y volvió a desaparecer.

Corría la niña sobre el césped húmedo como si no gravitase. Luisito intentaba alcanzarla jadeando. Tardíos enjambres de mariposas amarillas se dispersaban como un puñado de azufre.

Luego se oyó la voz del ama llamando al niño y Luisa María desapareció tras un montículo de tierra donde brotaban unas flores muy extrañas de color violeta.

–¿Sabes, ama? ¡He jugado con la niña de esa casa!

–¡Bah! ¡Tonterías! Yo te vi jugando y estabas solo. Ya no vive nadie ahí dentro.

Subieron por la corta avenida de tilos. Seguía sonando en sus oídos el «plof-plof» del pelotón y las risas de Luisa María.

Se mantuvo silencioso en la playa. Era inútil que las hermanas mayores le incitasen a zambullirse en las cortinillas de espuma que se cerraban y se abrían sobre la arena. Era inútil que peces de oro y plata, dibujados por el sol sobre el mar, se escabulleran entre las piernas de Luisito.

–¡Oiga, Arancha! ¿Qué le pasa a Luisito? –preguntó la abuela senil al aya vizcaína.

–No lo sé señora, no sé. Estaba muy bien esta mañana.

Regresaron al chalet veraniego. Los bojes se hinchaban bajo el sol del mediodía. La rana de piedra de la fuente eructó un delgado chorro de agua.

Mamá estaba allá arriba, tan esbelta, tan guapa como siempre. El ala de su pamela blanca era una cornisa de luz.

–¡Mamá! ¡Mamá! ¿Sabes que he estado jugando con la hija de los «rojos»?

–¡Jesús! ¡Qué imaginación tiene este niño! ¡Si huyeron a Madrid, el 18 de julio!

La madre, amorosa, puso su mano sobre la frente de su hijo.

–¡Dios mío! ¡Si está ardiendo! ¡A ver, Rufino, vaya usted a avisar al Dr. Loureiro inmediatamente!

El médico diagnosticó unas fiebres paratíficas.

Luisito estuvo luchando contra la muerte durante dos meses. Por la noche avanzaba la mano negra de la fiebre. Surgían del limo viscoso fantasmas que arrojaban fuego por los ojos, reptiles de mirada inmunda, ogros y brujas arrancados de los cuentos de Grimm. Pero al aparecer Luisa María todos los monstruos se alejaban.

La niña solía presentarse vestida con una túnica blanca, con el pelo esparcido sobre los hombros, un pelo largo, largo como la eternidad. Sus ojos eran tan profundos que causaban vértigo.

Se acercaba con semblante triste y colocaba su mano fría sobre la frente del niño. La fiebre se convertía en rocío de los prados, en agua de primavera, en lluvia sobre un lago de montaña.

Estaba ya fuera de peligro al cabo de un mes. Le envolvieron en una manta y mamá le colocó amorosamente sobre el asiento de atrás del Citröen oficial que llevaba una bandera con dos estrellas.

–Ahora vas a volver con papá, mi nene.

Pronto quedó atrás la cortina perenne y monótona de la lluvia gallega, la que dibujaba sobre los cristales del chalet las mejillas exangües de Luisa María.

–¿Y no volveremos otra vez a Ribadeo?

–No hijo, Ribadeo nos trae malos recuerdos. El año que viene, iremos a veranear a San Sebastián que pronto será liberado.

Luisito ya no era Luisito, sino Luis. Había aprobado la Reválida de Bachillerato en Madrid, a donde se había trasladado la familia. Su padre era Subsecretario del Ministerio del Ejército.

–¡Dentro de unos meses, a la Academia Militar de Zaragoza! –le repetía su padre, con relámpagos en los ojos.

Los padres le habían prometido cumplir sus deseos si aprobaba la Reváida con sobresaliente. El pidió pasar un mes en Ribadeo.

–¡Ribadeo! ¡Ribadeo! ¿Quién se acuerda de aquel chalet que alquilábamos? –dijo el Teniente General–. Bien. ¿Qué más da un lugar que otro?

Porque no había dejado de pensar en ella, desde aquella mañana mágica del jardín y de la pelota-arcoiris.

Ella estaba presente en sus poemas de adolescencia, en sus paseos solitarios por el Retiro y el Parque del Oeste, en el pupitre incómodo del colegio del Pinar, en los ejercicios espirituales de Cuaresma o en las fiestas navideñas. La veía sutil como una niebla blanca o como la llama de un pabilo. Pero ahora desarrollada como una mujer, con sus trenzas rubias cayendo sobre dos prominentes colinas o retorciéndose en torno a una cintura de hembra joven.
El chalet que había ocupado la familia de Luis hasta el otoño de 1936 ya no parecía provisto de las comodidades de antaño. Reservaron unas habitaciones en el mejor hotel de Ribadeo. Desde allí se divisaba la amplia ría del Eo, las costas profundamente verdes de Asturias, los vaporcitos de pesca. Pero todo le parecía ahora más real, como si hubiese perdido parte de su pátina de maravilloso. Era como si alguien las hubiese empequeñecido para hacerlas más tangibles.

Luis se acercó al paseo de los tilos, con el corazón latiendo fuertemente. Los tilos estaban ahora más crecidos pero las moras aún no habían madurado.

Sí, allí estaba la «casa de los rojos». Pero rodeada de un ejército de máquinas.

–Ha venido usted a tiempo. Mañana comenzaremos el derribo –le explicó un capataz.

–¿Puedo entrar en el jardín?

–Todavía puede entrar.

Las higueras aparecían ahora mutiladas y cubiertas de polvo. Sobre el plantel de begonias pendía la fatídica batea de la demoledora. El chalet había quedado reducido a su carcasa. Hondas grietas lo desfiguraban como la piel atacada por la pelagra. Olía a cemento y a yeso, a hierro cubierto de orín y a heces humanas.

Pero allí, de espaldas a Luis, estaba Luisa María, sentada sobre el mismo montículo tras el que desapareció unos años atrás, a la sombra de la vieja higuera.

–¿Me recuerdas, Luisa María? Soy Luis...

Luisa María era ahora una muchacha de dieciocho años, no tan bella como él se la había imaginado en sus fantaseos.

Era una chica pálida, inmune a los rayos ultravioletas y al yodo curtidor de la plata. Pero su mirada seguía siendo tan honda como siempre. Peces abisales aleteaban en sus pupilas.

–Sí, me acuerdo que jugamos con un balón de siete colores que saltó la valla. Pero vamos a sentarnos sobre la escalinata.

Hablaron. Y la voz de la chica salía como una dardo hacia el cielo luminoso o caía hacia la tierra, escondiéndose en los más hondo.

Se cogieron las manos. Reían las lagartijas. El último jacinto expiró.

Brotaron las frases reprimidas durante años.

–Te amaría aún después de la muerte.

–¿Aún después de la muerte, Luis?

Luego se dieron un beso y el mundo entero explotó.

–¿Te veré mañana?

–Me verás pronto, Luis, muy pronto.

Se despidieron. Al volver los ojos hacia la escalinata, Luis vio desaparecer a la chica tras el pináculo de tierra.

Corrió jadeando a casa. Le dolía el costado derecho. Al entrar en el hotel tosió y vio en el pañuelo un coágulo de sangre. Pero no dijo nada.

Al día siguiente, contempló con balas de plomo en el alma, cómo la máquina convertía en un montón de escombros polvorientos la casa de Luisa María. Recorrió toda la villa y no encontró a su novia. Al día siguiente reanudó la búsqueda pero con resultados negativos.

Empezaba a tiritar de fiebre y cada vez era más difícil el disimulo.

–¿Sabes lo que ha ocurrido en la casa de los «rojos» que tanto te atraía cuando eras niño? –preguntó la madre a la hora de cenar.

Luis se convirtió en una enorme oreja.

–... que una excavadora encontró en el jardín restos humanos de, por lo menos, cinco personas. Esto confirma el rumor de que un grupo de patriotas fusiló al diputado socialista y a su familia, el 20 de julio de 1936, en represalia por otros crímenes cometidos por los rojos.

Luis empezó a toser. Un líquido tibio y agridulce le montaba por la garganta.

–¡Válgame Dios! ¡Este sitio está maldito para tí! ¡Vete a la cama en seguida!

Las radiografías y el análisis de esputos fueron inmisericordes: Luis padecía una tuberculosis pulmonar.

A los dos días regresó a la capital y desde allí a una mansión de «fiebre lenta y noche fría» en donde los años pasaban como un convoy parsimonioso que se va precipitando en el vacío.

En verano, la sierra era un incensario de tomillo y de jara. Caían las agujas de los pinos como si todo el bosque fuese el costurero de una modista celeste. En invierno subían largas cendales de niebla por los picachos y roquedos cubiertos de nieve. Los pasos parecían entonces los de un muerto. Los carromatos con los ataúdes de los tísicos fallecidos sonaban a altas horas de la noche como el deslizarse de una oruga por un sendero de hierba.

–Ya verás cuando te cures –le decía su padre–, podrás tener el mejor bufete de Madrid.

Estudiaba Derecho. Sólo se trasladaba a Madrid, en un cómodo y tibio automóvil, durante la época de exámenes.

La fiebre era leve, pero el bacilo de la tuberculosis se resistía en sus trinchera pulmonares.

Un día, echado en su tumbona cara a las montañas nevadas y azules, tuvo un respingo.

–¿Y si me escapara a Ribadeo? –pensó Luis.

Fingió un permiso médico y pagó con sus ahorros un billete de Primera en el Expreso de Lugo.

Pensaba durante el viaje (como había pensado durante aquellos cuatro años de internamiento en el Sanatorio de la Sierra de Guadarrama) en aquella «casa de los rojos» que ahora habría sido sustituída por un edificio de seis plantas, donde ya no quedaría ninguna higuera. Tenía la corazonada de que Luisa María le estaba esperando ahora, allá en la norteña ciudad de Ribadeo.

El tren fue dejando tras sí montañas y llanuras. Y él se adormeció envuelto en una manta de viaje que recogía el calor febril de su cuerpo.

A la mañana siguiente estaba en Lugo. Desde allí le llevó a Ribadeo un largo autobús que gemía en las curvas de la carretera bajo eucaliptus y pinos llorones.

–¿Eres Luis Fernández? –le preguntó un señor vestido de azul marino, al llegar el autobús a su meta.

–¡Menudo susto les has dado a tus padres! ¡Anda, sube al coche que vamos a volver inmediatamente a Madrid!

Era, sin duda, un policía. Le cogió del brazo y le hizo ademanes de que entrase en el auto negro y reluciente bajo la lluvia que empezaba a caer.

Se desprendió del brazo del policía y echó a correr.

–¡Eh! ¡Estás loco! –le gritaron desde lejos.

Corría por el paseo de tilos. Ya no oía la carrera acelerada del policía, ni sus gritos.

Tuvo un estertor y manchó el pañuelo con un ancho cuajarón de sangre. Pero fue solo un instante.

Ahora el paseo parecía iluminado por cien mil soles, como en aquella mañana de 1936. Los tilos se cimbraban emitiendo una extraña música de campanillas de Navidad. Pájaros de todos los colores saltaban de un borde a otro del camino.

Divisó al fondo, intacta, la «casa de los rojos». Nada de bloques de seis plantas. La pintura verde de la puerta del jardín olía a nueva, relucían los cristales y el olor a higuera era embriagador.

Allí, embutida en un ramo de begonias, estaba su pelota de siete colores. Luisa María la cogía y la obligaba a botar.

–¡Hola, Luis! ¡Por fin llegaste! ¡Te estaba esperando mi familia!

Luisa María era ahora una joven de veintidos años. Sus cabellos resplandecían como un arco eléctrico.

La casa estaba abarrotada de familiares y amigos. Se oía una radio y Luis rememoró las antiguas canciones de «Rocío, ay mi Rocío» o «Soy un pobre presidiario».

Acogieron con gritos de júbilo a la pareja.

–Voy a pedir tu mano a tus padres –exclamó Luis con firmeza.

–Mi mano y toda yo te pertenezco desde que nos conocimos por primera vez –añadió la muchacha.

–Sí, desde que decidimos amarnos hasta la muerte y más allá de ella.

Algunos invitados se habían agolpado en uno de los balcones del chalet. Miraban hacia más allá del mundo verdadero.

–Mira a tu propio cuerpo, Luis.

Miró desde el ventanal y vio a un grupo de gente que rodeaba a un muchacho caído sobre el fango. De su boca salía un charco de sangre. Pero la parte inmortal de Luis estaba ahora al lado de su prometida. Mas allá del tiempo y del espacio. Más allá de todo.

               Serán cenizas, más tendrán sentido

               Polvo serán , mas polvo enamorado.