28 dic 2011

CINCO PALOMAS TEÑIDAS DE ROJO por Alberto S. Insúa


Eran cinco. Cinco chicas jóvenes a las que el azar había reunido en un pequeño apartamento compartido. Cinco chicas con sus estudios, con sus trabajos, con sus novios, con sus ligues, con sus peleas producto de la vida en común. Cinco palomas blancas en el laberinto gris de la gran ciudad. Cinco palomas a punto de teñirse de rojo entre las uñas de un gavilán.


MARTA

¡Feliz cumpleaños, Marta! Mira, te hemos comprado un regalo, anda, pruébatelo. Y tú te pruebas el traje blanco que tanto te gusta, y giras una vez y otra haciéndolo revolar. ¡Qué guapa eres Marta!, la más guapa de todas. No es extraño que los hombres se vuelvan locos por ti, empezando por Carlos, tu novio, y siguiendo por los otros, por tus mil y un amigos con los que te ves a escondidas cuando Carlos está de viaje, por cuenta de la empresa. Tú les gustas a ellos, pero también ellos te gustan a ti, pequeña devoradora de hombres. Miras de nuevo el traje, sonríes y vas dando beso tras beso en prueba de gratitud. El primero a Naida, tan dulce, tan pequeña, el siguiente a Mónica, tan guapa y tan hombruna, tan enamorada de Naida sin saberlo, luego a Laura, tan seria y tan fea, con su cara de maestra de escuela, de virgen que se empieza a resecar, y finalmente a Silvia, tan universitaria y tan suficiente. A los chicos no los besas. ¡Menudas se pondrán Laura y Silvia! Y tú ya tienes bastantes problemas para ligar con Jorge o con Ricardo.

¿A bailar esta noche? ¡Estupendo! Y en seguida llamas a unos amigos. Sería el colmo guardar ausencias a Carlos el día de tu cumpleaños. Y hay que buscarles pareja a Naida y a Mónica que la una por tímida y la otra por rara no tienen quien les diga «esos ojitos tienes».

¡Una tarta con veinticinco velas, y en plena discoteca! Desde luego, tenéis unas ideas… Pero confieso que me hace ilusión. Sois un encanto, venga, vamos a encenderlas. Tendremos que pedirle platos al camarero, y un cuchillo para cortarla.

¡Venga, Marta, sopla! ¡Así, muy bien, todas de un golpe! Oye, si quieren reírse que se rían. En las discotecas se ve de todo. Hay quienes vienen vestidos de novios. Sí, venga, vamos a bailar que a mí me gustan los lentos.

Sales a la pista y Angel te abraza. Tú rodeas su cuello con tus brazos y llega el primer beso y luego otro. ¡Si las otras se enfadan es pura envidia! ¡La vida hay que vivirla y no consumirse como la puritana de Laura! ¡Bésame, Angel, bésame mucho! Y él te besa, y tú le besas, pero alguien te mira. ¡Cuidado, Marta, ten mucho cuidado! Tú no sabes que cerca de ti, a tu lado, hay un ser humano que no es normal, un cerebro enfermo en cuyo interior ha saltado una chispa, y un círculo rojo ha comenzado a girar. Alguien que de pequeño ha visto a una pareja besarse y hacerse el amor, con los ojos desorbitados por el miedo y la sorpresa. ¡Qué brutal puede ser el amor visto por ojos infantiles! Un abrazo puede ser una lucha a muerte, un gemido de placer, un grito de agonía. Y en el cerebro enfermo hay un niño que se encoge de miedo, sorprendido, mientras aquella mujer le amenaza con unas tijeras. Son para cortarte la lengua, si dices algo…

¡Baila, Marta, baila! ¡Y besa! Porque este será tu último baile, tu último beso; y deja que tu vestido blanco revolotee como se agitan las plumas blancas de las alas de una paloma blanca. Si miras a la mesa, verás que el cuchillo ya no está allí. Está oculto, aguardando para hundirse en tu carne.

Ahora han cambiado las luces y la música. ¡Qué bonito! ¡Rock mermelada! ¡A girar sueltos, todos juntos! Y ahora las luces se apagan, y los tubos de descarga lanzan flashes, unos tras otros, y el vestido blanco se torna morado iridiscente, mientras tus amigos se mueven de forma entrecortada, como figuras saltarinas de un celuloide rancio.

Hay un relámpago de una hoja brillante, entre dos flashes, cortando la oscuridad; y tú Marta sientes una punzada que te desgarra las entrañas, mientras tu sonrisa se congela, y una bocanada de sangre roja se escapa por los labios abiertos de la herida tiñendo de sangre el blanco vestido de tu cumpleaños; escuchas el grito de terror de Naida, mientras te mueres a chorros, y luego, eres incapaz de reconocer los otros gritos y te vas derrumbando, por tiempos, mientras la luz se enciende y se apaga, y te precipitas en un pozo negro sin fondo, y…

SILVIA

¡Te quiero, Silvia, te quiero! ¡Sí, amor, ahora! Acabas de desfallecer, y cuando vuelves hay un último beso, un último abrazo; y Ricardo se desliza, te abandona, se tumba a tu lado jadeante, con los ojos cerrados; y entonces la imagen de Marta vuelva: han pasado varios meses y no se sabe nada, ¡pobre Marta! ¿quién será el canalla qué… ?, pero es mejor no pensar en eso, mañana tengo un examen y dos temas en blanco, no me va a dar tiempo, Hegel y la Filosofía del Derecho y El concepto del tiempo y el espacio en Jaspers, ¡casi nada!, sólo falta que aparezca Mónica y se ponga como una fiera, ¡menuda es!; y saltas de la cama, desnuda como estás, y te pones tu bata blanca, mientras miras a Ricardo; siempre pasa lo mismo, se empeña y lo consigue, y le odias un poco, sin dejar de amarle. El lo comprende, se levanta y empieza a vestirse…

Silvia y Ricardo, Ricardo y Silvia. ¿No habéis oído la puerta abrirse suavemente? ¿No habéis visto los ojos asustados que os observaban? Muy cerca de vosotros hay un cerebro enfermo, y en su interior un círculo rojo girando, cada vez más deprisa. Hay una mano que se cierra sobre la empuñadura de un abrecartas de hoja plateada, fino como un estilete.

No te vayas, Ricardo, no te vayas. No beses a Silvia junto a la puerta de entrada, porque ese será tu último beso. Pero ya estás bajando las escaleras, mientras ella cierra la puerta. ¡Abrela de nuevo, Silvia, ábrela! ¡Corre, baja las escaleras, vete con él! O al menos, ¡grita!, para que pueda oírte.

Pero todo es inútil, Silvia. Has vuelto a tu cuarto y te miras al espejo. Admiras tu belleza, e incluso abres la bata: contemplas tu cuerpo desnudo, turgente y satisfecho por el amor. ¡Cuán poco sabes que esa belleza está a punto de sucumbir, que dentro de un momento sólo será un montón de carne rota!

Ahora entra, y tú te vuelves sorprendida, luego sonríes y exclamas: ¡Ah, estabas ahí, no te oí entrar... ! Es una persona que tú conoces. Pero, ¿no notas que sus ojos son distintos? Hay un brillo especial en sus pupilas que debía hacerte sospechar. ¡Retrocede, Silvia! ¡Defiéndete al menos! Pero ya es tarde. Tu boca se ha abierto, y una rosa roja de sangre y espuma te sube de los pulmones, para abrirse en tus labios y deshojarse cubriendo con pétalos de sangre el blanco de tu cuerpo y de tu bata, tiñendo de rojo tu plumaje de paloma abatida; ahora arrancas de tu pecho el abrecartas y vas cayendo al suelo, hasta quedar inmóvil, sin oír el grito de tu asesino, cuyo cerebro ha vuelto a ser normal, después de alterar el tiempo: creyendo que en un segundo ha subido las escaleras, ha abierto la puerta, y ha descubierto tu cuerpo caído. Pero tú, Silvia, ya no puedes oírle mientras chilla enloquecido de terror...

LAURA, NAIDA Y MONICA

No, no creo que pasemos mucho tiempo solas, Jorge me ha dicho que vendría esta noche, con Ricardo. ¡Pobrecillo, después de lo de Silvia, no levanta cabeza! Ha sido muy amable trayéndonos a este chalet, yo ya no soportaba la ciudad, aquí al menos tendremos tranquilidad...

Sí, muy amable. Parecéis tontas, lo que pasa es que está enamorado de ti, sí, Naida, no pongas esa cara.

¡Por favor, Mónica, cómo eres, piensas unas cosas...!

Sí, eres bastante malpensada. EL pobre está solo. Es lógico que busque cariño, pero de eso a lo que tú dices...

Mirad, no tengo ganas de discutir. Vamos a preparar la cena. Con las prisas no hemos traído nada. Mañana tendremos que bajar al pueblo.

Hay huevos y podemos abrir unas latas. Esta de guisantes. Abrela tú, Mónica, que te das más maña. Me gustaría contaros una cosa. Espero que me comprendáis. De Naida ya lo sé, pero tú a lo mejor te enfadas. Lo de Marta y Silvia me ha abierto los ojos. La vida hay que vivirla. Jorge me quiere, de eso estoy segura. Me lo ha pedido muchas veces, y yo siempre me he negado, pero ahora... Esta noche, cuando venga, pienso decirle que sí, que yo tampoco quiero esperar más. Tal como están las cosas no pedemos casarnos. ¡Y vete a saber cuando van a convocar las oposiciones! Así que...

¿Te has cortado? Sí mira, es bastante profundo, lávate en seguida. Sangra mucho. Voy arriba, por alcohol y una venda. Y en la mano derecha, también es mala pata.

No importa, yo con la izquierda me apaño, soy miedo zurda, ya lo sabes. La culpa la tiene ese maldito abrelatas que se escurre, y tú también, Laura, que me has puesto nerviosa con esa historia estúpida. ¡A mí que me cuentas, haz lo que te dé la gana, que ya eres mayorcita! Subo contigo, Naida.

Sí, ha sido una estupidez contarlo, sabía que te ibas a enfadar. Pero a alguien se lo tenía que decir. Venga, subid pronto, y véndale la mano fuerte, para que no sangre. No tardéis mucho, que no me gusta quedarme sola...

Sí, Laura, ha sido una estupidez contarlo. Una trágico error. Porque lo que ha sucedido con Marta y con Silvia se puede repetir. Tus palabras, Laura, han puesto de nuevo en funcionamiento ese círculo rojo que gira invisible, cada vez más deprisa. Y a ese círculo gris dentro del cerebro enfermo se han unido dos círculos rojos de dos heridas abiertas manando sangre, haciendo saltar millones de conexiones y recombinándolas peligrosamente. Es la locura que crece. La muerte, Laura, tu propia muerte, no se hará esperar.

LAURA Y NAIDA

¿Ya la has curado? No será nada. Siento que se haya enfadado. Tú me comprendes, ¿verdad? Como siempre no dices nada. Es mejor que se quede arriba y descanse un poco. Yo también voy a subir. Es pronto todavía para preparar la cena. Quiero arreglarme para Jorge, quiero ponerme guapa. Tú deberías hacer lo mismo, aunque a ti no te hace falta. Eres mucho más guapa que yo. Es posible que Mónica tenga razón, y Ricardo se esté empezando a enamorar de ti...

¡Cállate, Laura, por favor, cállate!

... pero eso no tiene nada de malo. A Silvia no le hubiera importado. Ricardo te necesita. Y tú te lo mereces todo. No hagas caso de Mónica. Es un poco rara, tú ya me entiendes. Y ese amor que te tiene, bueno, no es normal...

¡Por favor, Laura, por favor!

Está bien, me subo, los chicos deben estar al llegar.

Y tú, Naida te quedas sola en la planta baja del chalet, mirando con ojos fijos las llamas que se elevan y el humo que asciende por la chimenea; mientras tu cerebro de vueltas: no, no es verdad que Ricardo se haya enamorado de mí, eso son cosas de Laura y de Mónica, yo Ricardo le quiero, pero eso es otra cosa, y si él me pidiera que hiciera eso con él, yo... no quiero hacerle daño, no, no quiero, tengo que dejar de pensar en eso, pero si él me abrazara... no se qué me pasa que todo empieza a darme vueltas. Laura, Mónica, bajad, por favor, no me dejéis sola. Voy a subir, tengo que subir...

Estás al pie de la escalera, parada, inmóvil, frente al primer escalón; y Laura está arriba, arreglándose, frente al espejo del cuarto de baño. Ha abierto el neceser y se embadurna la cara de crema base. Está desnuda y su piel es muy blanca, sus senos blancos, rematados en rosa, que comienzan a ajarse, se mueven sin control. Ahora, su piel se oscurece por efecto del maquillaje, se enrojecen sus mejillas con el colorete, y sus ojos se agrandan con el lápiz y la sombra azulada, mientras sus pestañas se alargan con rimel. Un ligero toque de carmín, que endurece los labios; y al volverse, el neceser cae al suelo derramando su contenido, mientras el pequeño espejo sujeto a la tapa se rompe y sus fragmentos se esparcen por el suelo.

¡Se ha roto, qué mala pata! Y, encima, trae mala suerte! Ahora Laura, tú te agachas y metes en el neceser, de cualquier forma, los mil y un cachivaches con los que realzas tu escasa belleza; luego comienzas a recoger los trozos de espejo, poniendo en ello el máximo cuidado. Estando agachada, ves su mano que sostiene el mayor de ellos, fino y alargado como la hoja de una navaja. Tienes un pequeño sobresalto; pero en seguida sonríes, mientras te incorporas.

Me has asustado. No te oí entrar. Déjalo, no te vayas a cortar. Pero, ¿qué haces? ¡No...!

¡Corre, Naida, corre! ¡Sube las escaleras! ¿Qué haces parada ahí? Vamos, empieza a subir, ¡de prisa, por favor!

Subes el primer escalón lentamente, como flotando, y hay un reflejo de muerte e el trozo de espejo que corta el aire para hundirse en la cara de Laura, saltas al segundo y el cristal saja el pecho derecho, subes el tercero mientras el seno izquierdo se cubre de sangre; sigues subiendo, y al hacerlo, cada escalón es un corte nuevo, un grano de vida que se escapa en el vidrio del cuchillo que refleja la cara de horror de Laura, el vientre transpasado de Laura, su cuello seccionado con los dos ríos de la yugular y la carótida; esa escalera que nunca se acaba son solo catorce escalones, catorce cortes, hasta que el cuerpo de Laura se derrumba sangrando por catorce heridas y el trozo de espejo se hace mil añicos contra el suelo...

Chilla, Naida, chilla todo lo que quieras ahora que has visto el cadáver caído en el suelo, nadando en su propia sangre. Corre si quieres, baja las escaleras de forma vertiginosa tratando de ponerte a salvo, pero el horror no ha terminado, no puede terminar.

NAIDA

Corres como loca por la planta baja, atrancas la puerta, cierras las ventanas, buscas en la cocina vacía, giras llaves y corres cerrojos en la puerta trasera, entras en el salón vacío volviéndote a cada paso, muerta de miedo, esperando que en cualquier momento la misma mano asesina que ha segado la vida de tus amigas se abata sobre ti. Sales al halla también vacío, y al llegar al pie de las escaleras, recuerdas que Mónica está arriba, que corre peligro como tú, y vas a llamarla pero, antes de que el grito salga de tus labios, comprendes que estáis las dos solas, que no hay nadie más, y que ella...

Has visto las tijeras caídas al pie de la escalera. Unas tijeras grandes, de hojas plateadas, manchas de sangre. Tienes que defenderte, Naida, ¡vamos, cójelas!, así, apriétalas con fuerza en tu mano derecha.

¿Por qué subes la escalera, Naida? Ella está arriba, esperándote. Cada escalón de los catorce, es un paso que das hacia la muerte.

Has llegado al final de la escalera y escuchas el silencio, roto por la gota de agua que cae en el baño, por tus pasos lentos que hacen crujir la madera del suelo, por el chirrido de la puerta que ahora abres que te permite ver la habitación vacía que no ha de conocer nunca el primer amor de Jorge y Laura, por el segundo chirrido de la puerta del cuarto de Ricardo, ese cuarto también vacío en el que tú misma hubieras podido abrirte al amor.

Retrocede, Naida. No, no abras la tercera puerta. Ricardo te ama. Está a punto de llegar. Baja y espérale.

NAIDA Y MONICA

Pero has abierto la tercera puerta, y al fondo del cuarto, en la penumbra está Mónica esperándote. Lleva tu misma camisa blanca, tus mismos pantalones blancos. Su mano derecha, herida, cuelga inmóvil goteando sangre. Pero en la izquierda sostiene, como tú, unas tijeras.

¿Te has vuelto loca, Naida? ¿Por qué avanzas? Sal del cuarto, atranca la puerta y corre escaleras abajo. No des un paso más.

Pero sigues hacia delante; Mónica está ahí, aguardando, cada vez más cerca, y como tú, levanta las tijeras apuntando a tu vientre. Vamos, Naida, chilla, dile algo que la haga desistir.

¡Estás muerta, Mónica, estás muerta ahí detrás, en el armario! ¡Me decías cosas horribles!

... ¡Qué rara eres, Naida, qué rara eres! Más rara que yo que te quiero, que te he querido siempre, que daría mi vida por tenerte entre mis brazos. Mi vida, Naida, sí, no exagero. Por ti no me importa nada, no quiero que me expliques nada. Lo sé todo y no me importa, lo de Marta, lo de Silvia. Vámonos juntas, donde sea. Corta la venda y deja esas tijeras, me estás poniendo nerviosa.

¡Mentira, Mónica, mentira! ¡Tú tienes las tijeras y me quieres matar! ¡Quieres clavármelas en el vientre, cortarme la lengua! ¡Estás celosa porque Ricardo me quiere, porque sabes que yo también le quiero!

Has seguido avanzando hasta que las puntas de las dos tijeras se han unido y has escuchado el chirrido del metal resbalando sobre el cristal del espejo del armario. Ese armario que guarda el cuerpo ya frío de Mónica con su vientre desgarrado por las tijeras; como se desgarra ahora el tuyo cuando tu mano gira y te clavas las que tienes en la mano. Tus ojos, al contraerse por el dolor, logran que la cara de Mónica se borre y ves tu único reflejo en el espejo. En ese momento, Naida, lo comprendes todo, que tú las has matado a todas, que quieres a Ricardo y que por eso te clavas las tijeras, para no hacerle daño. Escuchas su voz y la de Jorge golpeando la puerta, llamándolas a las tres, mientras tus piernas flaquean y, poro a poco, tu cuerpo se desliza manchando de sangre el espejo, esa sangre que aflora en tus labios subiendo desde muy dentro.

Todavía tienes fuerzas para arrancarte las tijeras del vientre. Luego, ruedas al suelo. En tu mano derecha de paloma abatida teñida de rojo, las tijeras ensangrentadas parecen las uñas homicidas de un gavilán.

24 nov 2011

LA SOMBRA DE ADAM CORMAN por Henry W. Bagley

Existen oscuras manifestaciones de la naturaleza que no deberían investigarse nunca. Si el buen sentido de los supersticiosos campesinos, que evitan incluso el acercarse en noches cerradas a ciertos lugares, presidiese la actuación de algunos «parapsicólogos», a buen seguro que estos últimos cambiarían de oficio y no inquietarían a nadie con sus tortuosas elucubraciones. Porque la llamada «ciencia» jamás dispondrá de luz suficiente para turbar el impenetrable misterio del horror con sus alicortas investigaciones. Y nadie, en su sano juicio, se atrevería a meterse en la boca del lobo para hacer un recuento minucioso de sus dientes. Pero la locura, a veces, se disfraza de temperamento científico, confirmándose así el dicho popular, según el cual Dios confunde a quienes quiere perder.


El doctor Sarracin pertenecía a esa clase de individuos a quienes el presunto valor de la propia inteligencia les hace considerarse semidioses. Perfectamente cartesiano, como todo intelectual francés que goce de reconocimiento oficial, había venido sin embargo a Inglaterra con el sorprendente propósito de investigar las apariciones de un fantasma. Ni que decir tiene que los británicos, por una especie de orgullo nacional, alardeamos ante los continentales de no creer en fantasmas, si bien es igualmente sabido que, en la intimidad, los consideramos con respeto y reverencia, sean cuales sean las dudas que a cada inglés les suscite su posible existencia. Yo, personalmente, debo decir que siempre he creído en ellos. Y, sobre todo, en el de mi muy querido antepasado, sir Adam Corman, a quien vi siendo niño, en una noche de intensa luna llena, paseándose por el ala norte de nuestro ruinoso castillo de Elton. Y era precisamente a este fantasma a quien Gustave Sarracin, un biólogo transmutado en profanador de misterios de ultratumba, quería investigar.


—Un fantasma —explicó al solicitarme permiso para escudriñar entre las ruinas del castillo— no es más que una proyección psíquica, una especie de imagen holográfica que se produce en el ámbito de la realidad como si fuera una película cinematográfica. El pavor que produce es siempre un pavor subjetivo. En realidad, no hay nada que temer. Se trata de un fenómeno no del todo explicable, pero tan natural como la floración de una planta o la caída de la lluvia... Me encantaría poder demostrárselo si, como espero, me concede el honor de ser mi anfitrión en su castillo... Tengo entendido que usted mismo asistió a una de las presuntas apariciones del espectro de sir Corman, ¿no es así?


—En efecto —repuse—. Y puedo asegurárselo: es una experiencia que no quisiera volver a repetir.


Y mientras el profesor Sarracin desarrollaba una tediosa teoría sobre los fantasmas, citando a Jung y haciendo entrar en escena los arquetipos del Inconsciente Colectivo y otros ídolos del racionalismo contemporáneo, mi corazón rememoró aquella espantosa escena de mi niñez, esa visión que me arrebató brutalmente la alegría de vivir y que se repetía de vez en cuando, para mi desgracia, presidiendo las más angustiosas de mis pesadillas.


Tenía entonces seis años y dormía apaciblemente en mi cuarto. Estábamos en agosto y la profundidad de mi sueño era una consecuencia natural de haber pasado el día entregado a la exaltación de mis juegos propios de la edad. Pero de pronto el sueño desapareció y mis ojos se despabilaron en la fascinación de la luna llena, que entraba a raudales por la ventana abierta de par en par. Oí una voz muy dulce, muy lejana y muy risueña; una voz infantil o femenina. No recuerdo sus palabras, si es que esa voz utilizó alguna, pero sí que su amistoso tono me atraía como la de un compañero que me invitase a continuar, bajo la gozosa luz de la luna, los juegos de la tarde anterior. Ni siquiera me calcé, sino que me apresuré a bajar hasta el jardín, en una de cuyas suaves colinas, a la distancia de un tiro de fusil, se levantaban las ruinas del viejo castillo que había pertenecido a mi familia desde incontables generaciones y que ahora, bajo el tibio imperio de la luna, me parecía un lugar encantado donde podría encontrar a los personajes de mis cuentos infantiles.


Recuerdo que caminaba casi sonámbulo, ajeno al roce de la tierra en mis pies desnudos, y una euforia muy parecida a la felicidad me atraía irremisiblemente hacia las ruinas. A medida que me acercaba, la voz se hacía más perceptible y cristalina; voz de madre o de niña que parecía indicarme el camino hacia una sorpresa maravillosa. Y yo me encaminaba, feliz y confiado, al encuentro de un hada transparente que colmaría, sin duda, todas las fantasías de mis sueños.


Al transponer las sombras de un viejo roble, el mismo cuya contemplación me causa ahora tanto horror, las viejas piedras se mostraron en toda su grandeza, lamidas por los siglos, pero sin que la fuerza del tiempo lograra arrancarlas completamente. Y entonces, como si despertara de la rara euforia que me había invadido, dejé de oír la voz. En vez de eso, el silencio parecía retumbar en el espacio como si el cielo se hubiera convertido en una inmensa losa negra y la luna fuera su única salida. Sentí frío, sentí el escozor de mis pies desnudos magullados por las piedras del camino. Y, a pesar de ello, seguí avanzando hacia el castillo, deseoso de comprobar por qué había cesado la dulce voz, por qué había desaparecido la grata melodía que me había llevado hasta allí, porque sin ella me sentía desamparado y temeroso por la lúgubre soledad de aquellas viejas ruinas. Era un sentimiento difuso y contradictorio. Tanto fue el temor que me inspiraba la negra mole del castillo que me sentía incapaz de darle la espalda y regresar corriendo. Subí la pequeña pendiente con el corazón encogido, siguiendo la dirección de la luna, asustándome del leve ruido que producían mis pasos, el único que en aquellos momentos me era posible percibir.


Atravesé por fin la puerta semiderruida del castillo, subí hasta una de sus almenas y, aterido de frío, me senté sobre un bloque de piedra. Al cabo de un rato descubrí, a unos cinco metros de donde estaba, algo que brillaba en el suelo como una moneda de plata sobre la que incidiera la luz de la luna. Pensé que se trataba justamente de eso, y ya iba a levantarme para cogerla cuando en la presunta moneda se operó una sorprendente y escalofriante transformación.


El objeto fue poco a poco aumentando de volumen, hasta componer la figura de un brillante cráneo emergiendo del suelo. Quise escapar, pero sentí como si unos grilletes invisibles se hubieran aferrado a mis tobillos. Temí por mi vida. Una náusea repulsiva me atenazaba la garganta mientras aquel rostro lóbrego afianzaba unos rasgos marcados por el horror de la muerte. Del cráneo pelado emergían unos cuantos cabellos deshilachados, extrañamente respetados por la corrupción que se adivinaba en sus mejillas carcomidas, en las órbitas carentes ya de cejas y párpados, pero en cuyo interior unos glóbulos oculares terribles, intactos, brillaban con toda la fuerza de la vida.


Fascinado por aquella cabeza espantosa, cuyos ojos no dejaban de mirarme, el corazón me golpeaba en las costillas con la desesperación de u n prisionero que quisiera destruir los barrotes de su cárcel. Pero sentí el resto de mi cuerpo como una estatua de piedra a la que fuera imposible imprimir el más leve movimiento.


La cabeza fue entonces elevándose, unida a un tronco seco, apenas piel y huesos, cubierto aquí y allá por lo que parecían jirones de un sudario, y al fin un cuerpo enorme, de más de dos metros de altura, emergió completamente de la tierra. El espectro comenzó a caminar hacia mí, casi flotando, muy despacio y como si dotara a su cuerpo con los movimientos de una extraña danza. Pese al horror que me envolvía pude observar en su pecho, el ombligo hasta el cuello, la existencia de una llaga longitudinal, correosa, en cuyos bordes se acumulaban pústulas secas y oscuros grumos de sangre coagulada. Pero mi atención fue obligada a centrarse inmediatamente en sus manos huesudas, esqueléticas, cuyas uñas largas y retorcidas se hundían en la espantosa llaga del pecho, componiendo un inconcebible gesto de desesperación. Comprendí que por aquella herida le había entrado la muerte a raudales, tal vez de esa forma infame e inesperada con que siempre se reviste la traición. Lo comprendí pese a mi corta edad, pese al espanto que me sobrecogía, porque los gestos del espectro eran más elocuentes que las palabras. Mi horror crecía por instantes, pero junto a él estaba naciendo un sentimiento, el de la conmiseración, impropio de un niño de seis años. De esa forma el espectro acabó bruscamente con la infancia que yo había vivido hasta entonces.


La horrible imagen continuó acercándose a mí, pero esta vez apaciblemente, como si, aunque ello fuera imposible, tratara de apaciguar el espanto que me inspiraba. Era, en efecto, imposible que de su boca desdentada y carente de labios pudiera surgir el rictus de una sonrisa amistosa, pero intuí que tal era su intención. Pese a lo cual comencé a temblar y a desear la muerte antes de que aquella figura repulsiva y terrible llegara a tocar mi cuerpo... Y, sin embargo, llegó a tocarlo. Posó la huesuda repugnancia de sus manos en mis hombros, acercó su caída mandíbula a mi oído y creí escuchar una sola palabra, «¡Venganza!», antes de que mi tensión se deshiciera en un largo grito y cayera desvanecido.


Me debatí tres días entre la vida y la muerte, sin recuperar la conciencia, sumergido en un piélago de fiebre en el que sobrenadaban las más espantosas pesadillas. Al cabo de ese tiempo, los continuos cuidados de mi madre y la pujanza de mi naturaleza lograron el milagro de la recuperación. No tuve que explicar lo que me había pasado. Cuando la lucidez completa regresó a mi cerebro tuve una larga conversación con mi padre. También a él, siendo niño, le ocurrió un suceso parecido, e igual aconteció con su padre y con el padre de su padre, y así con todos los miembros varones de nuestra familia hasta llegar al Siglo Diecisiete, época en que el cadáver de sir Adam Corman apareció con una enorme brecha en el vientre, sin que jamás se supiera la identidad del asesino.


—El espectro de nuestro antepasado —concluyó mi padre— dejará de molestarnos cu ando alguno de nosotros consiga aplacar su sed de venganza. El problema está en que, hasta ahora, ningún Corman ha sabido cómo hacerlo.


color=#000000> ¡Y ahora venía ese estúpido de Sarracin hablándome de proyecciones holográficas!


—Perdóneme, profesor —interrumpí su disertación pseudo científica—. Todo eso que dice de los fantasmas está muy bien y suena de una forma coherente. Pero ¿ha visto usted alguno en su vida?


Sarracin, sorprendido por la brusquedad de mi pregunta, se quedó unos segundos sin contestar. Finalmente admitió que, en efecto, jamás había visto ninguno. Sin embargo, había leído que...


—Hay una gran diferencia —volví a interrumpirle, esta vez sin miramientos— entre leer magníficas teorías sobre fantasmas y tener la experiencia real de un encuentro con ellos. Y le aseguro que, si consigue ver a mi difunto antepasado, no sólo caerán por tierra todas sus teorías, sino que llegará a desear no haber nacido.


Esta última frase la dije en un tono casi de amenaza que no pasó inadvertido a mi interlocutor. Sin embargo, prevalecieron las reglas de la buena educación y me hizo ver que no se daba por aludido. No entendí entonces por qué el autotitulado profesor Sarracin me resultaba tan antipático, ni tampoco comprendí el morboso afán que mostraba por enfrentarse al espectro de sir Adam. Según una inveterada tradición, mi antepasado debería mostrarse al mortal que tuviese agallas para soportarlo esa misma noche. Estábamos a doce de agosto, que era la fecha en que había acontecido su violenta muerte. En cuanto Sarracin me hubo manifestado su propósito, el mío fue definitivo: dejarle solo en las ruinas y que allí se entendiera ellos dos. Pero a medida que iba escuchando su estúpida perorata y observando sus infatuados gestos de doctor sabelotodo, pesó más en mi ánimo la esperanza de observar la angustia de ese desdichado que el pavor de tener que volver a ver al espectro cuya aparición me había causado tan hondo trauma. Y así fue como recibió, con una ancha sonrisa de satisfacción, mi ofrecimiento de acompañarle a las ruinas del castillo. Hipócritamente, traté de mostrarle mi buena voluntad, ofreciéndole también un jerez de excelente cosecha, y descubrí su intemperancia en la avidez con que miraba la botella mientras yo la descorchaba. «Así pues —pensé alborozado—, el encumbrado científico tiene debilidad por los buenos caldos...». Me vino a la mente la vieja sentencia latina, «in vino veritas», y traté de sonsacarle, con la ayuda del jerez, la verdadera razón de su interés por los fantasmas en general y por el espectro de mi antepasado en particular.


Sabido es que la pasión francesa por el jerez es tan secreta como manifiesta la inglesa. Los franceses se creen en la obligación de alabar indirectamente sus vinos denostando los ajenos, y Sarracin no era una excepción. Así que tomó su copa hablando de las excelencias del Beaujolais y mirando el zumo andaluz con unos aires de superioridad francamente insoportables, pero a continuación bebió el vino de un trago, reconoció que no estaba mal del todo y me hizo llenar su copa varias veces.


El sol estaba empezando a caer cuando al fin logré que rezumara alcohol por todos sus poros. Aunque yo apenas había bebido, fingí gozar de la misma obnubilada euforia que él y comenzamos a hablar en francés, para así tener ocasión de apearnos el tratamiento, como si fuéramos camaradas de toda la vida.


—No eres el único aristócrata que hay en el mundo, Lawrence —acabó confesándome—. Mi familia también tiene su alcurnia. Los Sarracin nos remontamos a las Cruzadas y hemos luchado en todas las guerras y todos los países.


—¿Incluyendo Inglaterra?


—Incluyendo Inglaterra, Lawrence, incluyendo Inglaterra... Uno de mis antepasados estuvo aquí como espía al servicio de Luis XIV. Según contaba mi bisabuela, tuvo que salir de las islas de prisa y corriendo, temeroso de que acabaran con su vida... Sin duda —rió estentóreamente— que os habría hecho alguna buena cabronada.


—Sí, supongo que sí —reí a mi vez—. Pero no por eso vamos a perder ahora nuestra flamante amistad, Gustave.


—Por supuesto que no. Y menos después de haber conocido ese aceptable jerez de tus bodegas... Aunque me temo que, con é en nuestras barrigas, no vamos a estar muy presentables ante el fantasma de tu familia.


Soltó una sonora carcajada y me hirió la frívola desfachatez con que se refería a mi antepasado. Pero yo le seguí el juego y me reí con él. Nunca he creído en las casualidades. El universo se mueve por leyes fijas e inmutables y todo lo que ocurre tiene su razón de ser. Gustave Sarracin no estaba esa noche en mi casa por casualidad.


—¿Por qué quieres verle?


—¿Cómo dices?


—Digo que por qué quieres ver al espectro de sir Adam.


Su rostro, momentos antes tan ufano y radiante, se ensombreció. Tardó unos momentos en contestarme, como si dudara de la conveniencia de hacerlo. Al fin pudo más el vino que la prudencia y se decidió.


—Te diré la verdad, Lawrence. Se trata de una obsesión. Desde muy pequeño mis sueños son visitados por un fantasma que me persigue, un fantasma inglés. En mi familia tal vez estemos un poco locos. Tantas generaciones practicando la endogamia suelen producir muy malos resultados. Pero sé que debo ver a un fantasma determinado para curarme la obsesión. Y ese fantasma tal vez sea el de sir Adam... No sé si me entenderás.


—Te entiendo perfectamente, Gustave. Y ahora que sé la verdad estoy dispuesto a prestarte toda mi ayuda.


—No es fácil que me entiendas, Lawrence. Es una especie de desafío que llevo impreso en la masa de la sangre. Tengo que demostrarme que soy capaz de enfrentarme a esa obsesión, cuyo origen ignoro, pero que me está amargando la vida. Tengo que ser capaz de no ver en un fantasma más que esa simple imagen holográfica de que te he hablado antes. Sé que cuando lo consiga estaré curado. Y si Dios lo quiere será esta misma noche, dentro de poco...


Hablaba con los ojos extraviados, como un demente. Pero no supe discernir si su perturbación era momentánea, producida por el alcohol, o era precisamente el alcohol lo que permitía que se manifestase. En cualquier caso, estaba claro que sus veleidades científicas y parapsicológicas no eran sino una máscara: ese elemento desconocido y ominoso de la naturaleza, ese magma irracional que surge en la noche de la conciencia y permite que el misterio se manifieste en su horrible desnudez le producía tanto pavor como a cualquier ser humano. Sentí lástima por él, por mí mismo, por toda la pobre humanidad esforzándose vanamente por conjurar, generación tras generación, el horror que compaña necesariamente a toda manifestación de la vida.


Hacía ya algún tiempo que las oscuras piedras de la noche habían sepultado el cielo. pero más oscuras aún se recortaban, sobre ellas, las piedras auténticas del viejo castillo. Le dirigí una mirada significativa a Gustave Sarracin y él, tras apurar su copa, se aferró a mi brazo, indicándome con ello que estaba dispuesto a iniciar la marcha.


No hablamos durante el trayecto, sumergido cada cual en sus propios pensamientos. Desconozco, aunque intuyo, cuál era la naturaleza de los que asaltaban a mi compañero. Probablemente no fueran muy diferentes de los míos, y los de uno y otro, por motivos muy similares, estaban sin duda presididos por la execrable imagen de sir Adam Corman: una imagen onírica de carácter obsesivo, en su caso, y una imagen real, pero no menos obsesiva, en el mío. Jamás en mi vida he visto con mayor lucidez la triste realidad de nuestra naturaleza, pues comprendía que no éramos más que simples marionetas movidas por fuerzas otra luminosas, ora oscuras, pero siempre inalcanzables y siempre infinitamente más poderosas que nosotros. No de toro modo podría explicarse aquella excursión masoquista hacia la maldición de las viejas ruinas, a las que se asomaba, como en la lejana pero imborrable noche de mi infancia, el equívoco esplendor de la luna llena.


Llegamos por fin al viejo roble y ambos nos esforzamos en vano por disimular nuestro pavor. Vi que a Gustave se le agrandaban los ojos y empezaba a temblar.


—Es el mismo escenario de mi sueño, el mismo...


Confieso que ante semejante declaración, sentí deseos de huir, dejando que aquel desdichado quedara abandonado a su suerte. Pero los deberes de la hospitalidad son, en mi familia, más sagrados que cualesquiera otros, y no hay fantasma, por muy respetable o temible que sea, capaz de hacérnoslo olvidar. Así que aguanté firme el temblor de mi corazón y me dispuse a esperar cualquier cosa.


No tuvimos que esperar demasiado. Apenas transpuestos los muros del castillo escuchamos un aullido lejano, como el de un animal herido de muerte. Nos fue imposible identificar su procedencia, pero en el aire quedó su resonancia como una fuerza palpable, amenazadora. Un temor indecible, sin causa concreta que lo justificase, nos impelía a hablar en voz baja, casi susurrante. y de pronto escuchamos un ruido mínimo a nuestras espaldas, como el de una pequeña rama que crujiese.


Nos volvimos al unísono y lo que vimos nos cortó la respiración


Frente a nosotros, a la distancia de siete pasos, se encontraba la execrable sombra de mi niñez, cuyos ojos de fuego refulgían en la vacuidad de sus órbitas mirando directamente a Sarracin. El tiempo se deslizó vertiginosamente hacia atrás y recobré, con toda su intensidad, el espanto que había ensombrecido mi vida desde los seis años. Allí estaba, enorme, amenazante, triunfal como un viejo verdugo que ve llegado el tiempo de su venganza. Se repitió la visión de sus manos huesudas, de sus uñas largas y retorcidas, cadavéricas; de la infamia sanguinolenta que recorría de arriba a abajo su pecho como una antigua maldición. Pero esta vez ni siquiera reparó en mi presencia. Levantó su mano izquierda hacia mi compañero y creí escuchar una voz llena de odio que pronunciaba su apellido, arrastrando lentamente las sílabas:


—Sarracin... Sarracin...


Creí advertir en el rostro de Gustave Sarracin, extrañamente sereno, la impronta de una evidencia: no era a él, sino a la masa de su sangre, a un remoto asesino de su estirpe, a quien el espectro se dirigía. Luego vi que los ojos de mi compañero se llenaron de lágrimas y a continuación hizo un gesto que me dejó estupefacto: se puso de rodillas.


El espectro de sir Adam Corman bajó la mano. Quedó un momento quieto, silencioso, como si se dejara invadir por una melancolía de siglos. Y comprendí que el nudo del odio que le había mantenido visible durante tantas generaciones acababa de ser liberado. Luego, aquella apariencia corroída y tumefacta fue poco a poco transformándose, liberándose también de las infamantes señales de la corrupción. Alcancé entonces a ver, en lo que antes había sido un cráneo horrible, los trazos de un rostro humano asombrosamente parecido al mío, un rostro diáfano y sereno que me miraba con gratitud antes de perderse definitivamente entre las sombras.

31 oct 2011

LA HUELLA DE UN BESO por Juan Tébar

Nunca creí en estas cosas. Por eso me ha costado un gran esfuerzo convencerme de que ahora soy un vampiro. Pero me ha vencido la evidencia. Sin lugar a dudas. El problema consiste, a partir de este momento, en acostumbrarse a ello, en pensar, clara, sencilla y racionalmente. Con lucidez. Barajar las posibilidades y las exigencias. Los inconvenientes, las nuevas obligaciones. Y las posibles ventajas. Ordenarlo todo como sobre un tapete. Y reflexionar sin ofuscarse.


Había bromeado siempre con las cosas de terror. Me gustaba hablar de ello y mostrarme un poco por encima de los demás a ese respecto. No porque no fuera capaz de asustarme. No era eso. Pero hacía gala de una personal atracción por lo terrible. Y mucho más por lo morboso. Todo ello no dejaba de ser una válvula hacia un mundo distinto al de todos los días. Romanticismo en última instancia. Algo así era, con su toque decadente, por supuesto. Pero se trataba de una dedicación fundamentalmente intelectual (el terror en la literatura, en el cine. Todas esas cosas). Y también un juego: Ver cómo otra persona se iba poniendo nerviosa a medida que yo hablaba y hablaba familiarmente de temas esotéricos o simplemente misteriosos, me producía una personalísima satisfacción Incluso me divertía asustar a los perros. Conseguí que uno grandote fuera sensible a mis tonos de voz para el miedo. Pero CREER, lo que se dice creer realmente en esas cosas fantásticas y terribles, en vampiros, hombres-lobo, por ejemplo CREER, ¿cómo iba a creer de verdad en ello?

Aquí estaba, sin embargo. No había la mínima posibilidad de error. YO, vampiro.

Veamos. Es necesario, ante todo, analizar la situación con justa frialdad:

Primero está la sensación física. Me encuentro bien. Es más, he perdido mis frecuentes molestias de estómago. Me pesa mucho menos esta gordura de los últimos meses. Incluso no necesito gafas. Resulta raro no tener nunca hambre, pero quizá pueda considerarlo una ventaja. (Existe lo de la sangre, claro Pero debo dejar eso para más adelante. Luego pensaré en ello). No tengo sueño. Pero no me cuesta ningún esfuerzo dormir totalmente cuando me abandono al letargo Es lógico que si duermo todo el día no tenga sueño por la noche, aunque no me refiero a eso. Quiero decir que las funciones y necesi9dades de vela y sueño se atienen a su estricto horario y no se confunden nunca. También puedo considerarlo una ventaja desde el aspecto puramente físico.

(Empecé a notarlo en el mismo instante en que ella me mordió. Fue un escalofrío; un dolor lacerante, salvaje, y al propio tiempo, una sensación de placer que lo llenaba todo y era de una sublime fugacidad, sólo semejante al orgasmo, pero mucho más indefinible, más rara. Más fuerte y aún más escurridiza).

Soy incapaz de reconstruir mentalmente ese instante. Me gustaría sentirlo otra vez. Y ser yo el elemento activo. Me gustaría volver a ello, provocarlo. Quiero hacerlo (pero es mejor que domine las emociones Luego pensaré en ello). Seguimos: Me encuentro en espléndido estado físico. Aunque bien es cierto que un tanto desorientado (ella se marchó sin decir nada y no he vuelto a verla). Estoy abandonado en el recuerdo de una orgía.

(Me mordió y luego quedé sobre el diván, amodorrado. Nos habíamos marchado juntos de aquella fiesta. Resultó muy ruidosa hasta que todos estuvimos tan borrachos que empezamos a ignorarnos soñolientamente. Recuerdo mal los últimos momentos. El whisky y el coñac no son buena mezcla. Salió conmigo a la calle. Ni siquiera habíamos estado juntos en la fiesta. Vino conmigo y me gustaba. Tenía la risa fácil, se movía con una especial indolencia, y era el animal más erótico que creo haber conocido en toda mi vida.

En el taxi intenté besarla. No estoy seguro si lo conseguí. Ella jugaba a provocarme ya esquivarme. Su propósito era que me excitara, le salió bien, francamente bien. Me puso frenético.

Llegamos a mi casa tengo un apartamento más bien cómodo. La mujer que lo arregla viene y se va sin molestar, y gozo de total independencia. La deseaba con locura. Yo estaba muy borracho y creo recordar que ella no. Nos sentamos en el diván rojo. Me parece que el libro que se cayó estaba en la mesilla de la derecha. Conseguí besarlas por fin. La estreché muy fuerte y le desnudé los senos blanquísimos. Los acaricié febril. Me parece recordar que llevaba una blusa negra descotada de todos modos, después encontré junto al diván un chaquetón rojo. Es notable mi extrema sensibilidad para los colores, ahora al evocar. Y sobre todo el ROJO.

Era evidente yo entonces quizá no me daba perfecta cuenta que ella llevaba la iniciativa. Se separó de mí hacia atrás y se puso entra, como la fiera dispuesta a atacar. Era una maravillosa pantera. Terriblemente atractiva.

Entreabrió los labios y aparecieron aquellos dos colmillos. Fue una visión de relámpago. Inmediatamente ya sólo estaban los labios, gruesos, escarlatas, abrumadores. Y se acercó para besarme. Creo recordar que me entregué con absoluta satisfacción Nunca había tenido en mi casa una mujer como aquella.

Me mordió en la garganta. Con avidez.

Ella se marchó sin una explicación y no he vuelto a verla. Estoy lógicamente desorientado. Han pasado cuarenta y ocho horas y sólo sé que soy un vampiro, que su beso fue total y la obra no quedó a medias. Soy un vampiro y no estoy muy seguro de qué debo hacer ahora.)

Pero reflexionemos. Si soy un vampiro habrá que serlo con todas sus consecuencias. Sé, más o menos, en qué consiste ser un vampiro. No en balde he charlado del tema muchas veces, he escrito cosas sobre ello, y he leído lo suficiente como para conocer bien el mito. Ahora tengo que ordenarlo todo:

¿El mito? Las tres obras fundamentales CARMILLA, de Le Fanu; DRACULA, de Bram Stoker, y SOY LEYENDA, de Matheson se contradicen bastante respecto a una mitología unitaria. Resulta difícil escoger entre la leyenda con ribetes científicos de Stoker, la teoría desmitificadora y materialista de Matheson, o las fantásticas vaguedades erótico-lesbianas de Le Fanu. Quedan siempre unos tópicos, una serie de cosas que hay que admitir o rechazar. Casi todo está en DRACULA. Tradicionalmente me inclinaba por su versión, quién sabe si por afanes románticos y de nieblas, panteones y bosques fastuosos Una versión racionalmente increíble, pero no menos rigurosa que la de Matheson. Las teorías matemáticas, biológicas, casi farmacéuticas, de Matheson, me atraían menos Y respecto a lo supuestamente increíble, aquí, en mí mismo, estaban los colmillos, el beso y la succión. Eso tenía que admitirlo.

No era posible dudar. La noche del contagio, incluso ella podría ser delirio de borracho. Pero las marcas estaban en mi cuello, y había pasado dos días sumido en el más profundo letargo. Una vez pudiera ser casual, incluso producto del alcohol, pero eran ya dos soles de los que me había escondido. Y las dos noches había despertado con la misma potencia interior, con el mismo furioso deseo, con idéntica sensación de venir de otro mundo: Un mundo extraño, de dolor, de angustia, de soledad. Un mundo de muertos, no debía eludir la palabra. Pero ¿hasta qué punto no debo pensar ahora que ese mundo no era el de todos, el mío pues, antes de la liberación?

Hay más cosas. Más datos irreversibles, por más que parezcan pueriles o demasiado fantásticos. Los hay. Y lúcidamente debo consignarlos sin olvidar uno sólo:

Mi imagen no se refleja en el espejo del armario. Ni en el del lavabo, ni en el del hall (por supuesto, he probado a mirarme en los cristales de la ventana y en toda superficie de metal bruñido, con idéntico resultado).

Sé que tengo dos largos colmillos, caninos o quizá felinos, que encajan perfectamente sobre la encía contraria. No he podido verlos, pero los noto bajo los labios y los he tocado innumerables veces.

Estoy frío, profundamente frío. El mero contacto de mi piel me recuerda horriblemente al del cadáver de mi padre cuando lo besé antes de que lo metieran en el ataúd.

Huelo mal. Noto yo mismo el olor de mi aliento, y es absolutamente repugnante, aunque supongo que terminaré por acostumbrarme, como a la temperatura de mi cuerpo y a todo lo demás.

No todo es desagradable y aún no puedo asegurar que lo sea lo consignado más arriba. Está lo de mi insólito vigor (lo he puesto a prueba), todavía no sé qué relación guarda con lo demás, pero es producto indudable de mi nuevo estado. Y una convicción de mi potencia erótica absolutamente satisfactoria. Aún no canalizada, por supuesto, pero del todo terapéutica para la melancolía, el desmayo o cosas parecidas, tan frecuentes hasta ahora en mí.

He hecho experimentos. Me ocupé en ellos hasta las últimas horas de la primera noche. Y han sido ellos los que han acabado de convencerme totalmente:

Cuando me desperté la primera noche, estaba tranquilo. No había el menor rastro de mi pasada borrachera, lógico después de veinticuatro horas... Notaba un hervor interno como el que sucede a una buena comida.

Tardé algo en recordar. Primero fue el chaquetón de mujer en el suelo. Luego, el desorden de mis ropas. Especialmente mi camisa rota, como si yo hubiera sido una doncellita violada. Me senté en el diván y llevé una mano a la garganta, en un gesto completamente instintivo, como la virgen tras el ultraje se buscaría el centro de los muslos. Retiré los dedos llenos de sangre. Y advertí perfectamente al tacto las dos ranuras por donde ella había bebido.

SANGRE EN MI CAMISA.

SANGRE EN EL DIVAN.

SANGRE EN EL SUELO.

SANGRE EN MI CUELLO... Sangre, eso es lo último en lo que debo pensar, porque es lo más importante...

Supe que había sido un festín y empecé a imaginarme la verdad. En el espejo no pude verme. Fui hacia la ventana y entonces me di cuenta de que era de noche. Y por mi reloj calendario comprobé que no se trataba de la misma noche.

Hice entonces, sin pensarlo más, el primer experimento. Alguien habrá que se hubiese reído al considerar ese experimento como una superstición. Pero yo no era un vampiro mahometano y por eso abrí la mesilla de noche para buscar el viejo crucifijo que me regaló un pariente fraile cuando aún podía pensarse que yo era un joven ganable para Dios... Y el primer experimento, la primera superstición, dio resultado:

PRUEBA DEL CRUCIFIJO: Válida.

No puedo mirarlo, y cuando intenté cogerlo con los ojos cerrados, me abrasé la mano. He debido cerrar con llave la mesilla porque todavía conservo sentimentalismo suficiente como para no librarme del piadoso regalo y aún tengo las cicatrices. Recordarlo me produce espanto.

No he podido hacer la típica PRUEBA DEL AJO o de las flores de olor característico porque no contaba con ninguna de esas cosas, aunque busqué el ajo en la nevera y por toda la cocina. Sin embargo, he hecho un esfuerzo mental. Procuré imaginarme dentro de lo posible el olor al ajo. Me costó un trabajo gigantesco. Imaginar un olor entra dentro de lo casi imposible. Pero dio un resultado muy significativo: En cuanto parecía que lo iba a lograr, algo en mi interior lo rechazaba. Por más de tres veces un ahogo insoportable me impidió continuar el esfuerzo de mi imaginación.

LA TERCERA PRUEBA casi me cuesta la vida:

Di vueltas, muchas vueltas nerviosas por la casa. El ansia de algo nunca sentido, un deseo incontrolable, bárbaro, me asustaba y me llenaba de un gozo desconocido. El gozo de saberme mucho más fuerte y quizá peligroso. Aunque he de confesar que he descubierto que todo esto no es realmente así. Estoy convencido de que ahora soy mucho más vulnerable. Lo explicaré más detalladamente al final. En cuanto al deseo... también mejor dejarlo para el final...

Intenté dormir y no pude. Había fuego dentro de mí. Fuego dentro de este cuerpo helado y nuevo que sucedía al mío de siempre, a mi cuerpo aburrido y con acidez de estómago, mi estúpido cuerpo blando y siempre torpe.

Este nuevo cuerpo de vampiro pedía cosas nuevas. Y era capaz de cosas nuevas.

Por supuesto no me atrevía a salir en mi primera noche. Aún sentía muy fuerte el pavor de mi descubrimiento, y aún me temía.

Pronto iba a amanecer. Eran ya las seis menos cuarto de la madrugada. Toda una noche de sorpresas, de juegos decisivos, y el último de los juegos estaba al llegar. La última prueba destinada a asegurar mi nueva personalidad. El experimento quizá fundamental. El más peligroso.

No sabía con exactitud cuando amanecía en esta época del año. Nunca he sido madrugador sino por alguna irremediable obligación, pero sí calculaba que no podía ser muy lejos de las seis.

Acerqué una silla a la ventana. Estaba subida la persiana y abiertas las hojas. Me senté a esperar la luz.

Me quedaban dudas, las dudas sembradas por aquellas versiones que perdonaban al vampiro la incompatibilidad con la luz, o que la olvidaban. Pero yo seguía guiándome según el patrón más clásico.

Tenía miedo, claro. Había visto en el cine cómo el vampiro se retorcía ante el mero contacto con la luz del sol. Recordaba contorsiones espeluznantes del conde Drácula y de sus criaturas vampirizadas. Recordaba cómo un grande y terrible vampiro el propio Drácula quizás, o algunos de sus sosias se convertía en polvo de cadáver, quedando sólo de muestra el cabello raído y triste, como la peluca de un muñeco... Aunque en polvo solamente podían convertirse vampiros cómo Drácula, de más de trescientos años. No era mi caso. Desfilaron por mi memoria todos los vampiros derrotados por el día, coetáneos o más jóvenes que el rey de todos ellos. Drácula Vlad de Valaquia... Los que huían para esconderse en su guarida antes del amanecer; los que corrían desesperados por campos de Transilvania, en una siniestra carroza de caballas, o quizá convertidos en murciélagos, luchando contra el reloj, uno de los más implacables enemigos del vampiro. Huyendo del canto del gallo.

Ya eran más de las seis. Me estremecí.

En otros tiempos siempre había considerado hermoso el amanecer. Y si algo lamentaba de mi condición no madrugadora era no poder contar en mi experiencia con más de dos o tres, o quizá cuatro salidas del sol...

No sé si realmente salió del todo o sólo asomó un poco sobre el horizonte. Las nubes se tiñeron de rosa y OCURRIO: Fue como un latigazo en los ojos, y no conseguí aumentar mi haber de amaneceres. Ya sé que NUNCA podré ver uno más en lo que me reste de vida. Incluso aunque ese resto lo constituyan siglos, según los patrones vampirológicos tradicionales.

A duras penas, casi ciego y temblando de horror, cerré los cristales, bajé la persiana. Debía penetrar aún un diminuto rayo de sol, porque noté en el pecho un ahogo que me quitaba la vida. Sin ver todavía, gateando por el suelo, llegué hasta el diván y me tumbé boca abajo, cubriéndome los ojos con un brazo. A poco fue volviéndome la existencia, y tras un hondísimo suspiro entré en mi confortable letargo de nosferatu...

He llegado al final inevitable de mi exposición, recuerdos y consiguientes raciocinios: SOY UN VAMPIRO, UN CLASICO, TRADICIONAL, LEGENDARIO E INCLUSO TOPICO VAMPIRO, DE LA MAS DIVULGADA Y APARENTEMENTE INCREIBLE VAMPIROLOGIA.

Y en esta segunda noche del tercer día de mi nueva vida se impone inexcusablemente decidirse por un plan de acción.

Tendré que abandonar mis ocupaciones de siempre, por supuesto. No deja de ser un alivio.

Ya es hora de hablar de LA SANGRE. No solamente sé por mis conocimientos sobre el tema que la sangre humana es ahora mi único alimento, SINO QUE LA NECESITO. Es un deseo superior a todo, un deseo lujurioso y primario. Una intranquilidad que me remueve las entrañas y una necesidad salvaje de este nuevo cuerpo mío, potente y erótico como nunca. Y es la sangre de una mujer la que me exijo. Volver a repetir aquel instante en que ella me besó en la garganta, marcándome para siempre con su apetito. Revivirlo desde el aspecto de ella. Ser yo quien lleve la iniciativa. Besar yo y morder yo y beber yo.

(Cuando cerré la mesilla de noche para quitar de mi vista el crucifijo, me rasgué un dedo con un clavo de la cerradura. La vista de la sangre fue entonces más eficaz que la otra vez, cuando había descubierto las manchas en la camisa, en el cuello y en el suelo, porque en esta ocasión se trataba de SANGRE FRESCA, y fui mucho más consciente de mi reacción. Sólo puedo compararla a lo que hubiera sentido antes, al ver, de pronto, a una mujer desnuda. A una preciosa mujer desnuda, de dieciocho años...)

Sé también ahora, mejor que nunca, y puedo decirlo ya, en qué consiste realmente la soledad. Un vampiro es la criatura más solitaria que pueda imaginarse. Y preveo con toda nitidez un futuro siniestro, oscuro, una vida en la que jamás volveré a ver la luz del sol (ay de mí si la viera...), en la que tendré que contener las arcadas de mi propio hedor a cadáver, y sufriré el escalofrío de mis difíciles deseos y mis temblores... Esclavo del reloj y escondido de los hombres. Sólo por la noche podré buscar compañía. La compañía de una comunión sangrienta que deseo como un loco, pero que todavía —para mis residuos de conciencia anterior— me parece una vergonzante, triste y bestial forma de amor. Aunque este puritanismo habrá que empezar a reconsiderarlo seriamente.

No puedo asegurar aún si realmente estoy vivo o he vuelto bajo esta forma desde el brumoso mundo de los muertos. Eso no he podido demostrarlo, pero el sello de la muerte está en mí. De la muerte según ellos la entienden. A veces, entre mi asco, mis dudas y mi horror, pienso que no es tan terrible.

Dudo, sí. No estoy decidido a nada todavía. Y DEBO ESCOGER.

Escoger entre dos experimentos que aún no he realizado. Los que hasta ahora no pude ni quise realizar. Los que sí van a decidir de una vez para siempre mi futuro.

El POSITIVO de los dos caminos consiste en LA SANGRE. Realmente es el único modo que tengo de sobrevivir. Para seguir ese camino debo escoger pronto pareja, o víctima, o cómplice. Noto, entusiasmado, que a este respecto, he perdido la mayor parte de mi acostumbrada timidez. No tendré problemas...

El NEGATIVO de los dos caminos consiste en UNA ESTACA CLAVADA EN MI CORAZON. Sería fácil hacerme con una, y podría encajarla entre la puerta y la pared. Entonces sólo necesitaría lanzarme contra ella con toda mi fuerza. Realmente —si tampoco miente en esto la tradición— es el más eficaz modo que tengo de morir.

En esta segunda noche ya no hay más pruebas que hacer sino las definitivas.

Quizá sí queden preguntas que formularme. Me las formularé. Después...

Se impone inexcusablemente decidirse por uno de los dos caminos. O la caza... O, avergonzada la educación que me dieron mis padres, un piadoso suicidio... ¿Qué creen que debo hacer? Ya lo sé, disculpen, debo decidir yo solo. La responsabilidad es absolutamente mía. O quizá de aquella esfumada, maravillosa, mujer, que se fue dejándome en situación bastante más comprometida que la que suele provocar el macho típico al abandonar a una mujer embarazada.

13 sept 2011

CRONOMETRO DIGITAL por Pedro Montero

Marta me esperaba impaciente ataviada con su mejor vestido. Apenas entré en el salón advertí que se encontraba de mal humor. De pie, junto a una de las ventanas, fingía observar atentamente la calle. Cuando le di las buenas tardes ni siquiera se volvió. No había querido sentarse para no arrugar el vestido. Me llegué hasta ella, y, previendo un acceso de mal humor por su parte, la estreché suavemente, procurando no descomponer su atavío. La noté tensa y a punto de estallar, pero tuvo la gentileza de contenerse y, un instante después, se volvió hacia mí. Su rostro perdió paulatinamente la rigidez y en sus ojos reapareció la expresión de ternura habitual cuando me contemplaba.



—Me tienes aquí como una tonta —me reprochó sin que yo comprendiera el alcance de sus palabras.


—Vamos —repuse conciliador. Estaba seguro de haber cometido algún error, aunque no sabía cuál—. Me cambio en un instante.


La besé cariñosamente en la mejilla y me encaminé hacia el dormitorio con la intención de sustituir el pantalón y la chaqueta de sport por un traje azul oscuro más en consonancia con el lugar adonde nos dirigíamos. Me disponía a tomar una ducha cuando, al consultar el reloj comprobé que eran ya las ocho menos cuarto. La función daba comienzo a las ocho y media. Apenas si teníamos tiempo de tomar el metro y presentarnos en el teatro antes de que se levantara el telón. La densidad de la circulación a aquella hora descartaba la utilización del coche.


—Será mejor que tomemos el metro —manifesté a sabiendas de que la idea iba a resultarle molesta.


—¿Así? —preguntó, ajustándose sobre los hombros la estola de piel—. No me gusta llamar la atención. Me pondré algo más sencillo.


—No tenemos tiempo, cariño —repuse, exponiéndome a una réplica que no se hizo esperar.


—¿Y de quién es la culpa? —exclamó. Mi leve reconvención le había dado pie para liberar un enfado acrecentado durante largo rato—. ¿Me he retrasado yo acaso? ¿Soy yo quien se ha presentado en casa media hora más tarde de lo previsto?


Mientras viajábamos hacia la Ópera debíamos de tener la apariencia de una de esas sofisticadas parejas que anuncian algún licor caro por la televisión. Afortunadamente, los vagones del subterráneo iban bastante llenos, con lo cual la expectación se limitaba al público más cercano. Algunos obreros de vuelta a su trabajo hicieron comentarios en voz baja acerca de nuestro aspecto, que, por otra parte, tuvo la virtud de crear un vacío a nuestro alrededor, lo que nos libró de las naturales apreturas.


Apenas instalados en nuestras butacas dio comienzo la representación. El enfado de Marta fue desvaneciéndose a la par que la música de Puccini inundaba la sala, y, al rato, apoyó su brazo sobre el de la butaca y me tomó cariñosamente la mano. Yo me ensimismé igualmente con las incidencias del drama hasta que, avanzado el primer acto, me di cuenta de que no me había despojado del reloj de pulsera. Temiendo que el «bip» de la hora en punto coincidiera con algún silencio, desabroché la hebilla con la intención de entregárselo a Marta para que lo guardara en su bolso. Apenas faltaban algunos segundos para las nueve. El tenor que encarnaba a Cavaradossi recomendaba al preso fugitivo:




«Se urgesse il periglo, correte


al pozzo del giardin. L'acqua è nel fondo,


ma... »

Afortunadamente, el pitido coincidió con el cañonazo disparado desde Sant' Angelo y no resultó audible en absoluto, pero aquel pequeño incidente me recordó el retraso en que había incurrido poco tiempo antes, lo que fue suficiente para distraer mi atención de la escena durante el resto del acto.


Mientras regresábamos a casa en un taxi, Marta me devolvió el reloj tras consultarlo con una rápida ojeada. Seguidamente miró la hora en el suyo propio.


—Lo lamento —respondí a su mudo reproche—. Salí de la oficina a la hora de siempre.


—No me hacen gracia los relojes digitales —comentó ella abrochándolo en torno a mi muñeca—. Prefiero los de manecillas. Y esa obsesión por conocer en todo momento la hora exacta —añadió—. No podría resistir que un pitido me recordara cada media hora el paso del tiempo. ¡Qué agonía!...


Yo me mantuve en silencio el resto del trayecto mientras todavía resonaban en mis oídos las últimas frases del adiós a la vida:



«Lóra è fuggita


e mucio disperato.


E non ho amato mai tanto la vita!»


El día siguiente celebrábamos nuestro aniversario de matrimonio y habíamos decidido cenar en casa.


A las siete en punto di por concluido mi trabajo. Abrí la caja fuerte y cogí el regalo comprado varios días atrás. El valor de los tres pequeños diamantes engarzados en el anillo había hecho aconsejable aquella precaución. Despidiéndome de mis compañeros de trabajo, abandoné el edificio y me dispuse a caminar, como habitualmente, los veinte minutos que separaban la oficina de mi casa.


Marta se había vestido para la ocasión. Sobre la mesa de comedor había dispuesta una magnífica cena encargada a Máximus, y del tocadiscos surgía una melodía cuyas notas tuvieron la virtud de enternecerme. Se trataba de una vieja canción que habíamos oído en Italia durante nuestro viaje de bodas y que habíamos hecho nuestra. Abracé a Marta y la besé apasionadamente. En aquel momento se oyó el pitido del reloj digital.


—Times goes by... —comentó nostálgica. Yo consulté el cronómetro y lo sacudí ligeramente.


—No pueden ser las ocho —manifesté—. Este reloj funciona mal.


—El tiempo pasa —repitió ella con una sonrisa—. Son las ocho —confirmó mirando su diminuto reloj.


En mi fuero interno tenía la impresión de que mi reloj adelantaba. Estaba seguro de haberlo consultado a las siete en punto. No tardé más de cinco minutos en recoger el regalo y ponerme la gabardina. Veinte minutos de trayecto a pie, más cinco o seis entre la espera y la subida en el ascensor sumaban un máximo de treinta y seis o treinta y siete. La única explicación posible era que hubiera hecho el camino a ritmo más lento o que me hubiera detenido en algún sitio. Recordé entonces con alivio que había entrado en un estanco a comprar cigarrillos. Poco antes de cruzar la calle Academia me había llamado la atención el escaparate de una librería donde se exhibía un volumen que me interesaba, pero, debido a lo especial de la fecha, y recordando la discusión del día anterior, había pospuesto la compra para otro día. Deseando creer que probablemente la circulación de peatones era más densa al ser viernes por la tarde, o que algo que no recordaba había contribuido a mi retraso, decidí olvidarme del asunto.


El lunes por la mañana hice una pequeña escapada a una relojería próxima a la oficina a fin de asegurarme de que el reloj estaba en perfectas condiciones. El dependiente lo observó superficialmente con gesto de desconfianza.


—¿Lo ha comprado aquí? —preguntó.


Yo respondí negativamente aduciendo que aquello no era obstáculo para que lo examinara o, si llegaba el caso, lo reparase. El muchacho llamó a su jefe e intercambió con él unas palabras que no pude oír.


—¿Qué desea? —preguntó cortésmente el dueño.


—Nada de particular —repuse, comenzando a sentirme molesto—. Me parece que mi reloj no funciona bien y deseo que lo examinen. Eso es todo. —Y añadí con especial intención—: Desde luego, no lo he comprado aquí.


—No lo ha comprado usted en ninguna relojería del país —manifestó el propietario.


—¿Qué quiere decir?


—Que es de contrabando —repuso él.


—¿De contrabando? —pregunté confuso.


—En efecto.


—Pero... —vacilé— es un regalo que...


—De contrabando —insistió el relojero.


Durante unos segundos me sentí como un delincuente al que se descubre con las manos en la masa. Después reaccioné y repuse con naturalidad:


—Supongo que eso no le impide examinarlo. No es usted agente de aduanas.


—¡Oh, desde luego que no! —manifestó el propietario de la tienda sonriendo abiertamente—. No es esa la cuestión ni a mí me incumbe para nada el origen de este reloj, lo que ocurre es que, tratándose de esta clase de instrumentos tan sofisticados, tan sólo los concesionarios de la marca pueden abrirlos con garantía de no dañarlos seriamente y, por otra parte, aunque forzáramos la tapa, los circuitos integrados y el mecanismo en general nos resultarían difíciles de conocer.


Yo permanecí perplejo unos momentos mientras él volvía a depositar en la palma de mi mano el cronómetro.


—El problema estriba en que en todo el país no habrá ningún concesionario de esta marca, que, además, no me resulta en absoluto conocida —explicó—. Es lo que pasa con las cosas adquiridas de contrabando; una vez que se estropean hay que tirarlas.


—Comprendo —manifesté descorazonado.


—Por otra parte —replicó el relojero—, parece funcionar perfectamente.


Esbozando una sonrisa de circunstancias, di las gracias al amable relojero y abandoné la tienda volviendo a colocar el reloj en torno a mi muñeca.


Cuando regresé a la oficina la encontré completamente desierta. Uno de los conserjes me hizo saber, extrañado ante mi pregunta, que mis compañeros se habían marchado a comer.


—¿A esta hora? —pregunté. Y al consultar mi reloj comprobé que señalaba las dos y diecisiete minutos—. No es posible —exclamé confuso—. ¿Qué hora tiene usted?


—Las dos y cuarto —repuso el conserje.


Renuncié a la comida y me recluí en mi despacho completamente desconcertado. Había abandonado la oficina sobre las once de la mañana y no había tardado ni cinco minutos en llegar a la relojería, en donde había permanecido un cuarto de hora, todo lo más. ¿Y el resto del tiempo? ¿No deberían ser entonces las once y media aproximadamente? Incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo, bajé las persianas y sumí de aquel modo la habitación en una penumbra que propiciaba la reflexión, pero, en aquel momento, se escuchó un ruido procedente de mi estómago. Era su forma de indicarme que había llegado la hora de llenarlo.


Durante el resto de la semana procuré llevar un control riguroso del reloj. En la oficina lo depositaba sobre la mesa y comprobaba su funcionamiento cotejándolo frecuentemente con el antiguo, que había vuelto a sacar del cajón de la mesilla de noche. Al cabo de toda una jornada de trabajo, apenas si había una diferencia de segundos entre la hora que marcaban uno y otro. El clásico se retrasaba unos minutos; el digital —lo comprobé por teléfono— marchaba con absoluta precisión.


Incluso en casa no podía por menos de efectuar periódicas verificaciones entre los dos cronómetros que ya siempre llevaba encima, uno en la muñeca y el otro en el pequeño bolsillo delantero del pantalón. Transcurrió una semana y no había advertido ningún desarreglo en el funcionamiento de mi reloj digital. Como mi proverbial puntualidad no volviera a sufrir menoscabo, di por finalizados aquellos extravagantes episodios. Hasta que, una tarde, apenas había entrado en casa, Marta, llorando amargamente, se precipitó en mis brazos. Advertí entonces que no se encontraba sola.


Temiendo que el reloj hubiera vuelto a jugarme una mala pasada, me desasí del abrazo de mi esposa, y antes de preguntar por la causa de aquella inesperada crisis de llanto, comprobé con alivio que eran las siete y veinticinco. Todo iba bien.


—Por Dios —exclamó Marta—. ¿Qué has estado haciendo?


Los dos hombres se levantaron y permanecieron silenciosos. Uno de ellos apagó el cigarrillo estrujándolo contra un cenicero, el otro se ajustó la gabardina sobre los hombros.


—¿Qué ocurre? —pregunté confuso.


—Sargento Herrera —dijo uno de los desconocidos tendiéndome la mano—. ¿Se encuentra bien?


—Perfectamente —repuse con seguridad—. ¿Ha pasado algo grave?


—Nada, al parecer —y dirigiéndose a mi esposa añadió—: Nosotros nos retiramos ya, señora. Me alegro de que todo haya terminado felizmente.


Marta les acompañó hasta la salida y regresó a mi lado enjugándose las lágrimas.


—¿Dónde has estado? ¿Por qué me haces esto? —preguntó refugiándose en mis brazos.


—En la oficina —respondí volviendo a mirar el reloj—. Ni siquiera son las siete y media.


—¿Y ayer? ¿Y esta mañana? —insistió.


—No entiendo dónde quieres ir a parar. ¿Qué hacía aquí la policía?


—He denunciado tu desaparición— me explicó mientras mi perplejidad iba subiendo de punto—. Anoche no pude esperar más. Temía que te hubiera ocurrido algo.


—¿Que anoche...? —comencé a decir—. Anoche estuvieron aquí cenando tu hermana y su marido.


—Eso fue antes de anoche, el lunes. Hoy es miércoles... —manifestó mirándome con extrañeza.


Marta cayó pronto en un profundo sueño. La fatiga y la tensión a que había estado sometida cerraron sus ojos apenas su cabeza reposó sobre la almohada. Yo había tratado en vano de darle una explicación satisfactoria, pero, ¿qué podía explicar cuando ni yo mismo recordaba qué había hecho ni dónde había estado durante las últimas veinticuatro horas? En principio me negaba a dar crédito a lo que se me apareció como incuestionable tras una hora de charla con mi esposa: yo había desaparecido de la circulación durante veinticuatro horas.


Marta se resistió inicialmente a mis razonamientos. Incluso estaba dispuesta a olvidarlo todo si no volvía a repetirse, de igual modo que si se hubiera tratado de una escapada a la costa con una rubia despampanante. En realidad, las explicaciones que yo trataba de exponer ante ella iban más bien dirigidas a mí mismo. Estaba claro que aquel día no había aparecido por la oficina y que la tarde y noche anteriores tampoco había estado en casa. No recordaba, además, nada de lo que había podido hacer entre las siete del martes y la misma hora del día siguiente. ¿Dónde había dormido? ¿Había estado vagando por las calles durante las horas de trabajo? Finalmente tuve que rendirme a la evidencia, o a la única explicación que, precisamente por no necesitar otra interpretación que la puramente clínica, me pareció la más socorrida: yo había sido víctima de un ataque de amnesia.


Pero ahora que el silencio de la noche me invitaba, sin la presencia embarazosa de Marta, a profundizar más en aquel extraño episodio, empecé a comprender que quizás había algo más. Yo había llegado a casa en perfecto estado. Sin hambre. Sin fatiga. Al pasar los dedos por mi mejilla parecía evidente que me había afeitado, como habitualmente, aquella misma mañana.


Un pitido ahogado vino a interrumpir el hilo de mis pensamientos. Abrí con sigilo el cajón de la mesilla de noche y contemplé detenidamente el reloj digital cuyas cifras se disolvían silenciosamente dando sin cesar paso a otras. En cierto momento me pareció advertir que los dígitos correspondientes a los segundos habían dado un salto pasando del veintisiete al veintinueve, pero en el minuto siguiente las cifras se sucedieron con normalidad. En la parte posterior del cronómetro aparecía grabado mi nombre y una cifra a la que siempre había atribuido un significado técnico: 1383621. No pude encontrar por ninguna parte otro dato referente a la fábrica o al país de origen.


A pesar del cansancio que todavía se reflejaba en sus ojos, Marta se empeñó en levantarse y hacerme el desayuno.


—¿Dónde compraste este reloj? —le pregunté mientras estábamos sentados en torno a la mesa de la cocina.


—¿Se retrasa otra vez?


—¿Dónde? —repetí con un tono que al instante me pareció excesivamente apremiante.


—Cálmate —me rogó—. Te lo regalé porque sabía que tenías deseos de tener un reloj digital. Sabes que yo prefiero los tradicionales.


—No funciona bien —manifesté procurando mostrarme más calmado—. ¿Tienes la garantía?


—¿La garantía? —repitió ella con cierto nerviosismo que no me pasó desapercibido.


—Eso es lo que acabo de decir —reiteré marcando las sílabas.


—No... no me dieron garantía.


—¿Un reloj tan caro como éste sin garantía? —insistí.


—Lo compré... —comenzó ella sin atreverse a terminar la frase, y añadió seguidamente—: No fue por el dinero, te lo aseguro, quería encontrar lo más nuevo, lo último.


—Es de contrabando —atajé yo definitivamente.


—Sí...


—Escucha, Marta, no me importa si es de contrabando o no. Ya sé que tu intención fue buena, pero ¿fue en alguna tienda? ¿Hiciste grabar el nombre allí mismo?


—Yo no mandé grabar nada —repuso ella contemplando el reverso del reloj que yo le tendía.


—¿Y mi nombre?


—Yo me limité a comprarlo, pensé que tú...


Volví a colocarme el reloj en la muñeca. Tuve la impresión de que los segundos ocho y nueve de aquel minuto no habían aparecido en la pequeña pantalla de cristal líquido.


—¿Dónde lo compraste? —repetí—. ¿A quién?


—A un vendedor ambulante. En la calle del Comercio. Me costó bastante caro, pero tenía tantas funciones... Además —continuó—, no se ha movido de allí. Podemos ir a reclamar.


—Reclamar —murmuré hastiado—. A buenas horas.



Cuando entré en la oficina mis compañeros sonrieron al verme de regreso y preguntaron si me encontraba mejor. Seguramente conocían ya la historia de mi amnesia, aunque su interpretación de mi ausencia tuviera para ellos rasgos de índole más picaresca.


—Ha llamado tu mujer —musitó cerca de mi oído Arturo—. Tres veces.


—¿Hace mucho? —pregunté extrañado.


—La última vez después de comer.


Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Estuve tentado de preguntarle qué hora era, pero algo me contuvo. Me encerré en mi despacho y consulté mi cronómetro: las cinco y veinte. Presa de un temblor incontenible, busqué con los ojos el reloj de pared: las cinco y veintiuno. Tomando el teléfono, marqué con dificultad el número y esperé. Al cabo de unos segundos se oyó un pitido y una voz gangosa e impersonal recitó cansinamente: «Diecisiete horas, veinte minutos, treinta y dos segundos...»


Atenazado por un pavor irracional, tomé una súbita decisión, pero antes de abandonar la oficina llamé a Marta y procuré tranquilizarla, diciéndole que había tenido que estar fuera gran parte de la jornada debido a ciertas comisiones.


La calle del Comercio estaba repleta de vendedores ambulantes que instalaban sus puestos al borde de las aceras. Los fui recorriendo uno a uno. La mayoría vendía pañuelos de colores, pequeñas joyas de artesanía, libros de ocasión. Ya casi al final, junto a la librería Las Artes, le vi. Se trataba de un joven de aspecto oriental. Sobre el estalache que constituía su negocio se apilaban varias decenas de relojes de todas clases, digitales y tradicionales. En uno de los extremos del tablero había instalada una pequeña máquina grabadora en la que precisamente se encontraba trabajando en aquellos momentos. Cuando hubo finalizado, tendió el reloj a una joven, que contempló sonriente la dedicatoria o el nombre. Después dirigió sus ojos hacia mí.


—Mi esposa compró aquí este reloj —comencé. La ira y el miedo apenas me dejaban articular las palabras con claridad—. Lo compró aquí.


Él sonrió enigmáticamente y permaneció en silencio.


—Este reloj —continué, desabrochando la hebilla y tendiéndoselo.


Él miró rápidamente el reverso y volvió a sonreír con mansedumbre.


—¿No funciona bien? —preguntó con una voz pagada.


—Se atrasa —repuse bruscamente—. Me hace llegar tarde a todas partes.


—¿No será usted quien se adelanta?


—¿Cómo dice? —pregunté fuera de mí.


Él levantó hacia mí sus ojos rasgados y repuso. —No he dicho nada, señor.


—Ella tampoco mandó grabar mi nombre.


—No sé cómo se llama usted. Si su nombre figura grabado aquí es porque ella me lo dijo —continuó diciendo sin perder la calma.


—¿Y esa cifra?


Él abrió un pequeño cajón y extrajo del interior un reloj idéntico al mío tendiéndomelo.


—Este le dará resultado —manifestó mientras lo abrochaba en torno a mi muñeca—. No tendrá necesidad de más reclamaciones.


—La correa... —dije advirtiendo que el cronómetro nuevo estaba provisto de una metálica.


—Es regalo de la casa.


No bien había entrado en el metro cotejé el reloj con el que llevaba en el bolsillo del pantalón. En cada estación consultaba la hora y la comparaba con la que señalaba el reloj digital. Una de las veces advertí con estupefacción que en la parte central de la correa había algo grabado. Aproximé los ojos y leí con sorpresa: Juan García Rubio, y a continuación la consabida cifra: 1383621. ¿Cómo se explicaba que mi nombre apareciera grabado cuando ni siquiera sabía quién era yo? ¿Qué estaba ocurriendo?


Me apeé en la primera estación y di la vuelta con la intención de regresar a la calle del Comercio. Durante el trayecto no aparté los ojos del reloj, que pareció comportarse normalmente. Al subir apresuradamente las escaleras de la estación del Comercio traté de desabrochar la hebilla, pero tropecé con dificultades. Iba ya a arremangarme para actuar con más facilidad cuando observé que la calle se encontraba casi desierta. No había ni rastro de los vendedores ambulantes. Me dirigí hacia una pareja de guardias municipales, que me miraron de arriba abajo, y pregunté:


—¿Y los vendedores ambulantes?


—No hay —repuso uno de ellos.


—Pero si yo... ¿Por qué?


—El Ayuntamiento lo ha prohibido.


—Mi mujer compró aquí este reloj —balbucí— y yo lo he cambiado.


—¿Lo ve? —dijo el otro—, seguro que le estafaron.


—No, es decir, ¿dónde puedo encontrar...?


—¿Encontrar al que se lo vendió? Vaya usted a saber, al cabo de semana.


—¿Una semana? He estado en esta calle hace media hora, y estaba llena de vendedores ambulantes.


Los dos guardias se miraron significativamente. Mis ojos se dirigieron hacia el escaparate de una relojería y a continuación consulté la hora en mi cronómetro. Funcionaba.


—Hace media hora; sí —repetí repuesto.


—Se equivoca —afirmó uno de los guardias—. ¿Se encuentra bien?


—¡Mi mujer me compró aquí este reloj! —exclamé a punto de llorar.


—No lo dudo —repuso el segundo—, pero eso sería antes del lunes. Desde ese día no hay aquí vendedores ambulantes.


—Hoy... hoy es lunes —balbucí mirando mi reloj.


La respuesta de los agentes coincidió con la que me ofrecía el cronómetro:


—Hoy es sábado.


Vagué por las calles durante horas. Cada cierto tiempo preguntaba la hora a los peatones y a continuación el día de la semana. Todo el mundo me respondía gentilmente: las cinco, las cinco y cinco, las cinco y diez..., sábado, veintitrés.


Pensé que me estaba volviendo loco, que sufría ataques de amnesia cada vez más prolongados. En cuestión de segundos habían transcurrido para mí varios días. Me detenía ante los quioscos de prensa y leía los titulares de los periódicos. No cabía duda: por el momento era sábado. Sí toda aquella absurda situación era real, aquello significaba que había estado ausente de casa durante una semana, lo que podría entrar en los dominios de la lógica si no fuera porque, mirándome en los escaparates, comprobaba que mi atuendo y mi aspecto personal no eran los de quien ha pasado varios días vagando de acá para allá perdido entre las multitudes de la gran ciudad.


Resolví que lo más urgente era regresar a casa para tranquilizar a Marta. Aquel mismo día me sometería a tratamiento médico, si es que alguna terapéutica resultaba eficaz para el extraño mal que me aquejaba. Entré en una cabina telefónica con la intención de anunciar mi regreso a mi esposa; no deseaba sobresaltarla con una súbita y fantasmal aparición. Forcejeé durante unos instantes tratando de introducir la moneda en la ranura hasta que comprendí que el aparato estaba estropeado. Una muchacha que aguardaba su turno entró en la cabina y, ante mi sorpresa, marcó un número y la moneda cayó sin dificultad en el cajetín. Aguardé a que terminara. Seguramente la moneda que yo había utilizado era defectuosa. Cuando la muchacha terminó su conferencia le rogué que me la cambiara. Ella sonrió, y ya se disponía a hacerlo, cuando observó:


—Esa moneda no sirve para el teléfono.


—No... ¿no tiene valor? —pregunté tembloroso.


—Claro que sí —repuso genialmente—, pero el teléfono funciona con éstas. —Y me mostró una de cuño completamente nuevo para mí.


Me alejé de aquel lugar sin dar las gracias a la sorprendida muchacha y entré en el metro. Afortunadamente el billete que presenté ante la taquillera era de curso legal, pero me pareció que me devolvía menos dinero de vuelta que el que correspondía. No me detuve a considerarlo.


Al descender del tren me pareció ver a Marta. Durante unos segundos dudé de que fuera ella. Parecía algo más envejecida, sus cabellos eran ligeramente rubios, como si se hubiera teñido para ocultar unas inexistentes canas. Aparecía elegantemente vestida y charlaba animadamente con un caballero que la acompañaba.


Subí de dos en dos las escaleras mecánicas y corrí por el pasillo que conducía hasta el andén donde se encontraban. El tren había llegado ya y apenas si tuve tiempo de entrar en el vagón de cola antes de que las puertas se cerraran. Me aproximé al extremo del coche y desde allí los espié. Hablaban y se comportaban con una familiaridad que me desconcertó. ¿Quién era aquel hombre al que mi esposa trataba de un modo tan cariñoso?


Preferí no cambiar de vagón en las estaciones siguientes y continué espiándoles. En la estación de Ópera descendieron, y yo hice lo propio, pero me mantuve a unos metros de la pareja. Una vez en la superficie, comprendí que se dirigían al teatro. Un gran cartel anunciaba la representación de Tosca. De manera que, con pocos días de diferencia, volvía a la ópera, y en compañía de un desconocido.


La sorpresa, y un naciente sentimiento que al instante identifiqué con los celos, me impidieron seguirlos, lo que hubiera resultado perfectamente inútil, puesto que yo no tenía entrada y en la taquilla un cartel anunciaba que se hallaban agotadas.


Vagué confuso durante algunos minutos por los alrededores del teatro, tratando de imaginar algún medio para introducirme en él. En la parte trasera vi una pequeña puerta abierta, y, sin consideraciones de otro tipo, entré en el edificio. Un largo pasillo conducía hasta otra puerta, ante la cual, encerrado en una pequeña cabina, un portero hacía vigilancia. Dos hombres, a los que tomé por tramoyistas, me adelantaron, y, tras saludar al portero, franquearon la segunda puerta. Procurando mostrar naturalidad, crucé ante el vigilante y, haciendo un gesto con la mano a modo de saludo, continué mi camino. El hombre no puso ningún reparo a mi paso.


Momentos más tarde me encontraba en las inmediaciones del escenario. Entre bastidores, confundido con numerosas personas, contemplé el curso de la representación. En aquellos instantes, Cavaradossi se dirigía a Angelotti:



«Se urgesse il periglo, correte


al pozzo del giardin. L'acqua è nel fondo,


ma... »
Incapaz, desde aquel punto, de localizar a Marta y a su acompañante, abandoné el teatro del mismo modo que había entrado. Al cruzar ante la fachada principal, mis ojos se detuvieron frente al cartel que anunciaba las representaciones. Recorrí con la vista el nombre de los intérpretes y, finalmente, leí las fechas de las cuatro representaciones de Tosca. Creo que se me erizaron los cabellos, y a punto estuve de desplomarme al leer: Tosca, cuarta representación, quince de mayo... de 1986. ¡1986!


Automáticamente miré mi reloj digital. La pantalla de cristal líquido mostraba una fecha en completa concordancia con la del cartel. Tembloroso, me aproximé a la puerta del teatro, y con un hilo de voz pregunté la fecha al portero.


—Quince de mayo —repuso mirándome de arriba abajo.


—De 19... —inicié.


—1986, naturalmente —concluyó el empleado.


Me alejé corriendo de la Ópera y entré en el parque cercano. Llorando amargamente, me interné en la espesura hasta que las copas de los árboles me ocultaron la vista del teatro. En un pequeño claro, junto a una fuente, había varios bancos. Unos metros más allá, un rústico pozo y una casita que debía de servir de albergue a las palomas completaban el decorado de aquel apartado rincón.


Una ojeada al reloj digital bastó para confirmarme que, en el espacio de unos minutos, habían transcurrido para mí varios años. Desesperado, traté de deshacerme del cronómetro, pero, al intentar desabrochar la hebilla, advertí que no había tal. La correa metálica partía y terminaba en el reloj, rodeando mi muñeca de tal forma que constituían un todo. Ignoraba de qué forma aquel vendedor ambulante había colocado el cronómetro en torno a mi brazo. Forcejeé hasta que no pude más. Deseaba arrojar el maldito reloj al fondo de aquel pozo y perderlo de vista para siempre, pero todos mis esfuerzos resultaron inútiles. Parecía que, de no cortarme la mano, estaba condenado a llevar aquella diabólica pulsera toda la eternidad. A riesgo de herirme, me golpeé contra las piedras tratando de hacer añicos el cronómetro. Todo resultó inútil. A pesar de la dureza con que descargaba mi muñeca contra la dura superficie del banco, el reloj continuaba en perfecto estado y sin sufrir el más mínimo rasguño. Finalmente, agotado por el esfuerzo y fatigado a causa de las emociones del día, o de los años, debería decir mejor, me tendí sobre aquel banco y me quedé profundamente dormido.


La luz del sol hirió mis ojos; me incorporé y miré a mi alrededor desconcertado. Ignoraba dónde me hallaba. Hasta mi oído llegaban unos acordes musicales que no me eran desconocidos, pero no pude ver ni rastro del banco sobre el que me había tendido. La fuente había desaparecido, y tampoco vi la casita de las palomas. Tan sólo comprendí que me hallaba en el mismo sitio cuando mis ojos contemplaron el brocal de un pozo, aunque de factura tan diferente, que una terrible sospecha fue abriéndose paso en el fondo de mi alma.


Avancé unos pasos vacilante entre la espesura. La música se hizo más distinta. Al otro lado de los árboles pude ver una especie de extraño auditorio de extravagante arquitectura. Cientos de personas, sentadas al aire libre, asistían a una representación teatral. Desde donde me encontraba advertí lo inusitado de sus vestimentas y de sus tocados. Tan sólo me resultaban familiares los atuendos y maneras de los actores. Aquella multitud contemplaba ensimismada una representación de Tosca.


Comprendí al instante que algo irreparable había ocurrido, y, bajando la vista, contemplé mi cronómetro digital. Despreciando la hora, mis ojos se posaron sobre la pantalla que indicaba la fecha y, ante mi asombro, pude leer una cifra que ya me resultaba familiar. La misma cifra que aparecía grabada bajo mi nombre en la correa metálica: 1383621. Antes de sumirme en la más profunda desesperación, acerté a descifrar correctamente aquel número, y antes de que las lágrimas nublaran mi vista, leí: 13-8-3621.


La voz del tenor llegó claramente hasta mí cabalgando sobre la suave brisa del atardecer:



«Lóra è fuggita


e mucio disperato.


E non ho amato mai tanto la vita!»


En aquel momento me invadió una gran calma y comprendí que sólo me restaba una cosa por hacer. Aproximándome al pozo, subí sobre el brocal y me arrojé al vacío con la intención de quitarme la vida. Algo, no obstante, cuando ya me precipitaba vertiginosamente, me hizo dudar de que pudiera conseguir mis propósitos.


Había agua en el fondo, «ma»...