14 jun 2010

VALENTINE por Alexander Demarest

Odio visitar los cementerios el Día de Todos los Santos. El espectáculo de las ofrendas florales multitudinarias, rito mediante el cual los que están arriba tratan de aplacar el terror que les inspiran quienes ya están abajo, me parece una abyección a duras penas disfrazada de sentimentalismo. Cuando veo esas ancianas rigurosamente enlutadas moverse entre las tumbas floridas, como diligentes abejas de la muerte, desearía no llegar a morir nunca para no sentir el renqueante sadismo de sus pasos sobre la hierba que, indefectiblemente, me cubrirá. Compadezco a los espíritus sensibles; desde sus pútridas mazmorras subterráneas, sentirán el peso de esas vidas miserables sobres sus cráneos como la más horrible de las maldiciones. La paz de los muertos no debería violarse jamás.


Pero ya no creo, después de la atroz experiencia que he vivido, en esa supuesta paz de los muertos. O, mejor dicho, en la paz de algunos supuestos cadáveres, si es que por este término entendemos a los cuerpos cuya descomposición nos induce a creer que están «absolutamente» privados de sensibilidad. Una oscura intuición, que mi mente se esfuerza en vano por no considerar una evidencia, me dice que el imperio de la muerte no es a veces tan completo como desearían algunos desdichados.

Ineludibles obligaciones de amistad me forzaron a acudir al cementerio del Pére Lachàise en la fecha anteriormente señalada. Un antiguo camarada, viudo desde hacía varios meses, me rogó que le acompañase a visitar la tumba de su esposa, joven de veinte años que se había ido marchitando sin que los médicos lograsen atajar los síntomas de su extraña anemia. Y digo extraña, porque pese a que Valentine no había perdido nunca el apetito, y pese a la tenacidad con que se aferraba a la vida, su cuerpo había ido enflaqueciendo día tras día, hasta quedar reducido a piel y huesos, y sus mejillas, en otro tiempo frutalmente luminosas y sonrosadas, acabaron adquiriendo la repulsiva y amoratada palidez de los cadáveres. Era, en verdad, lamentable contemplar la fogosidad casi hiriente de sus ojos oscuros, cuyo perenne brillo permaneció aún después de la muerte, resaltando como lúcidos tizones en un rostro tan demacrado que los pómulos parecían desgarrar la delgada capa cerúlea que los envolvía.

La enfermedad de Valentine se afianzaba tan lenta como inmisericordemente, y comenzó a alterar su agitado psiquismo de forma tal que, pese a la enorme cantidad de sedantes que se veía obligada a ingerir, no lograba conciliar el sueño. Durante las frecuentes visitas que, en los últimos tiempos, hacía al desdichado matrimonio, quedé fascinado por una circunstancia insólita. Era que sus ojos, siempre magníficos, parecían haberse agrandado en la constante contemplación de una idea cuya naturaleza terrorífica intuíamos mi amigo Gustave y yo, sin que ninguno de los dos nos atreviéramos a hacerle preguntas sobre ella. Aunque mostraba un dominio absoluto de su persona, aparentaba una calma interior que estaba muy lejos de sentir, a juzgar por la sobrehumana fijeza de aquellos ojos aterrorizados. Cuando todavía podía caminar lo hacía como un fantasma, dando incluso la impresión de casi flotar en el aire, a tanto se había reducido la consistencia de su cuerpo. Era penoso ver sus manos esqueléticas, la nerviosa celeridad de sus gestos, los frecuentes y convulsos escalofríos de que era víctima. Un frío mortal sellaba mis labios cada vez que, por cortesía, besaba sus mejillas. Poco antes de que se viera obligada a guardar cama murieron, inexplicablemente, las numerosas plantas de la casa. Una densa y maligna atmósfera comenzó a flotar en ella. El día en que Valentine no pudo abandonar su lecho, Bubú, el hasta entonces fiel y cariñoso caniche, se mostró extraordinariamente agitado y arisco, llegando a morder a Gustave en la mano cuando éste trató de hacerle una caricia. Sin que pudiera averiguarse la causa, al animal estaba aterrorizado. Tanto, que en cuanto vio la puerta abierta echó a correr hacia la calle para no regresar nunca.

El hecho había ocurrido por la mañana. Por la tarde, a la hora en que tenía por costumbre visitarles, Gustave me comentó lo ocurrido como la gota que había colmado el vaso de su difícil serenidad. Se echó a llorar en mi hombro, como un niño, compungido no tanto por la desaparición del animal y la muerte súbita de las plantas como por la intuición de que el fin de Valentine estaba próximo. Traté de serenarle y le insté a que se secara las lágrimas para que su mujer no le viera en tal estado. Cuando al fin logró dar a su rostro una apariencia casi normal entramos en el dormitorio de la moribunda.

Valentine, en efecto, parecía a duras penas un hilo de vida. Paradójicamente, sobre la mesilla de noche reposaba una bandeja con los restos de una copiosa comida que la joven acababa de devorar, pues tal era lo que Valentine, en su afán por aferrarse a la vida, hacía con los alimentos. Pese a lo cual, creí encontrarme con una vívida representación de la muerte. Su belfo, medio caído, dejaba asomar una dentadura amarillenta, cuyos colmillos me parecieron particularmente afilados. Confieso que me estremecí al comparar la Valentine que yacía medio recostada en la almohada con aquella muchacha vivaracha y alegre de apenas unos meses antes. La secreta obsesión que acompañaba a su mal se había traducido en una especie de indolencia hacia el cuidado de su persona, pues no de otro modo podría explicarse, en un espíritu de tanta sensibilidad como el suyo, el hecho de que mostrase unas uñas retorcidas y sucias. La habitación cerrada, en la que Gustave había encendido momentos antes de mi llegada unos palillos de sándalo, despedía sin embargo un olor muy característico, acre, dulzón, hiriente, que me recordó, con toda exactitud, el de la tierra removida de alguna tumba reciente, salvo que se expandía con mayor sutilidad. Gustave se dio cuenta de la desagradable impresión de mi olfato, y me miró consternado.

Valentine era una delgada mancha blanca, más blanca que las sábanas en que se envolvía. Descubrimos su mirada absorta en el techo cuando abrimos la puerta, pero inmediatamente la clavó en mis ojos y sentí mi alma traspasada por los suyos. Ojos inquisidores, remotamente malignos. Con la rapidez de un relámpago, parecieron iluminar todo el cieno que había en mi corazón. Ojos cómplices, sabedores de una verdad ominosa que, como un cáncer se había apoderado de su alma... Estas y otras imágenes turbadoras me vinieron a la mente, sacudida por la extraordinaria viveza de aquella mirada cuyo poder de fascinación parecía aumentar a medida que el cuerpo de Valentine enflaquecía y  lo hubiera jurado, a juzgar por el hedor que despedía se estaba corrompiendo en vida.

No me atreví, como otras veces a besarle las mejillas. Ni siquiera me sentí con fuerzas para estrecharle la mano. Le dije, eso sí, que la encontraba con mejor aspecto, aunque de sobra sabíamos todos la inutilidad de esa mentira, y quise saber cómo se sentía. Arrastró las sílabas para contestar, jadeando:

- Ni viva ni muerta... Pero tengo los ojos muy abiertos. Mi mente sabe...

No pudo, o no quiso, terminar la frase. Cerró los ojos y a través de sus párpados adelgazados que me parecieron, por su color y textura, como papel de fumar, adiviné la palpitación de su mirada en la dura fijeza de la córnea, y supe que, con los ojos cerrados o abiertos, continuaba Valentine sumida en la contemplación de un angustioso paisaje.

Gustave trató de romper el trance de su esposa con alguna palabra cariñosa. Yo sabía que Valentine estaba despierta, sabía que había dejado de dormir desde hacía, cuanto menos, dos meses, y sabía que la terrible agitación que semejante estado de vigilia continuada proporciona estaba removiendo sus entrañas, aunque su férrea voluntad no permitiera dejarlo traslucir. Pero Valentine no respondió a los amables requerimientos de su marido. Le oímos una especie de gruñido o estertor, como un horrible grito apagado, y su cuerpo fue sacudido por un prolongado estremecimiento que presagiaba el próximo fin. Gustave se cogió a mi brazo, temblando, sin valor para acercarse al cuerpo agonizante. La bombilla eléctrica que pendía del techo se debilitó en aquellos momentos hasta convertirse en un pequeño foco de luz parpadeante. Sentí que la atmósfera se había condensado como si hubiera entrado en el dormitorio una presencia malsana, invisible, y el humo dejó de salir de los dos palillos de incienso, súbitamente apagados. El acre olor se hizo entonces nauseabundo. Los huesudos dedos de Valentine se aferraron a las sábanas con insólita fuerza, como garras, mientras su garganta se desgarraba con la dureza de un grito inhumano, terrible. El espectáculo era tan espeluznante que de buena gana hubiera echado a correr. Pero la amistad me imponía el deber de compartir el horror de Gustave, cuya mano oprimía mi brazo hasta producirme dolor.

Ser fiel a la verdad me obliga a no omitir detalle alguno. En un momento, Valentine abrió nuevamente sus ojos terribles, devorados por la fiebre y la insania, e hizo con todo su cuerpo un gesto significativo, contrayéndose hasta lo inverosímil con la tensión de un arco a punto de ser disparado. He visto la agonía de muchos seres humanos, y puedo asegurar que ninguna de ellas se parecía a la de Valentine. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, casi literalmente despedían fuego. Y nos miraba con tal mezcla de horror y triunfo como espero no volver a ver nunca nada semejante. El aire vibraba como removido por un oscuro oleaje. Sentíamos en el pecho el movimiento ondulatorio de una fuerza cuyo origen no podíamos percibir. Supuse que provenía de la enorme tensión nerviosa de la agonizante, desproporcionada para un cuerpo débil y consumido, pero estuve tentado de sospechar la existencia de algo más en la cargada y pútrida atmósfera de aquel cuarto.

Luego ocurrió algo que mi pluma se resiste a reflejar. Tendré que hacerlo sin embargo, pues no de otro modo se explicaría (si cupiera explicación razonable) lo que habría de suceder cuando Gustave y yo visitamos el cementerio el Día de Todos los Santos. Que el lector pusilánime me perdone, pero siento el ineludible deber de relatar todo el horror de que fui testigo.

Valentine, como digo, se contrajo hasta extremos inverosímiles, y una espuma blanca, lechosa, purulenta, comenzó a discurrir por las comisuras de sus labios. Me niego a describir el hedor insufrible que tal líquido producía. Y entonces la boca de la moribunda se abrió hasta mostrarnos su lengua cárdena, horadada aquí y allá por huecos diminutos en algunos de los cuales creí distinguir pequeños puntos blancuzcos, hormigueantes. Semejante visión nos dejó paralizados, pero duró sólo un instante. Acto seguido, en medio de agudísimas convulsiones, el cuerpo de Valentine vomitó... Ahorraré a quien esto leyere una imagen detallada de la horrorosa naturaleza de aquel oscuro caldo que, como un lago abominable, cubrió el pecho y las sábanas. Sólo diré que era un magma sólido en algunos de sus puntos, hediondo hasta la locura, en el que multitud de vermes tenían como base su execrable existencia... De todo punto inconcebible parecía que semejantes humores pudieran haber encontrado albergue en un ser vivo.

Creo que fue entonces cuando, al parecer, Valentine dejó de existir. Me afirmo en esta creencia como en el último asidero que me impide aceptar lo inaceptable. El cuerpo de Valentine parecía haber perdido la vida. Pero sus ojos ¡Gran Dios! Sus inmóviles ojos conservaban un brillo indescriptible.

Jamás dudé de la entereza ni de la hombría de Gustave quien, sin embargo, cayó al suelo desmayado. A duras penas, por mi parte, pude resistirme a un vértigo creciente. Tuve que hacer un esfuerzo increíble hasta lograr apartar mis ojos de aquel horror. Y aún cuando volví la cabeza sentí sobre mi nuca la fuerza de una mirada insufriblemente lúcida, afilada como un cuchillo. Agradezco a alguna deidad piadosa el que, pese a todo, lograra reunir fuerzas suficientes para arrastrar el cuerpo inconsciente de mi compañero hasta la habitación contigua. Esparcí agua sobre su rostro, froté sus sienes con mis dedos húmedos, y al cabo de unos minutos interminables conseguí devolverle al estado vigil. Sufrió una crisis histérica, llorando y pataleando como un demente. Dejé que de esa forma aliviara la fuerza de aquel inasimilable horror, y al fin logramos ambos serenarnos lo bastante; asumir la espantosa realidad. No quiero recordar cómo conseguimos reunir la necesaria presencia de ánimo para limpiar las inmundicias de aquel «cadáver» y proceder a las ceremonias del enterramiento y quisiera olvidar la espantosa fijeza de aquellos ojos, cuyo brillo desmesurado inducía a negar las evidencias de la muerte.

Una apatía absoluta invadió el ánimo de Gustave desde el momento mismo en que el cuerpo de Valentine recibió sepultura. Se pasaba las horas sentado junto a una ventana que daba poniente, inmóvil, ensimismado, dejando que su vista vagara sin objeto por los árboles del Bosque de Bolonia. Abandonó casi completamente sus ocupaciones habituales, y estoy seguro de que se hubiera dejado morir si no me hubiese ocupado yo de sus necesidades más perentorias. Al cabo de varias semanas dio la impresión de haber envejecido un lustro. Con la llegada del otoño, sus sienes comenzaron a poblarse de canas, y una radical indiferencia por todo lo existente comenzó a invadir su corazón. Temí que semejante melancolía acabara con su, de ordinario, quebradiza salud. Enflaqueció y una idea fija ocupó la atención de su mente: «sabía», según me dijo, que Valentine de alguna oscura forma aún estaba viva.

- Temo acercarme a su tumba - añadió - . Temo que la voluntad de vivir de Valentine sea más fuerte que todo. Y sin embargo, «sé» que debo ir, «sé» que me está esperando.

En vano traté de inducirle imágenes menos tenebrosas. Le presenté nuevos amigos, a duras penas logré que accediera a asistir a alguna fiesta. No cambió por ello su actitud, sino que la misantropía que le dominaba llegó al grado de hacerle, en ocasiones, indeseable mi propia compañía. Ello fue la causa de que mis visitas se fueran distanciando cada vez más. La última de ellas ocurrió a finales de octubre. Me sorprendió encontrarle bastante mejorado de su decaimiento, o esa fue, al menos, la primera impresión que de él recibí. La casa, que desde la desaparición de Valentine había ofrecido un aspecto lamentable, estaba ordenada y limpia por primera vez en varias semanas, y el propio Gustave era la imagen misma de la pulcritud. Nada más vernos me abrazó con una cordialidad casi alegre y me hizo partícipe de su proyecto: abandonar París e iniciar una nueva vida en su pueblecito de Normandía, donde sin duda hallaría la paz suficiente para mitigar el recuerdo de tan terribles acontecimientos.

- Debo estar lejos de ella - me dijo a media voz, como si me hiciera partícipe de un secreto terrible - . Cuanto más lejos mejor... Por las noches me domina. Me grita que sigue viva, que siente el insufrible peso de la tierra sobre su cabeza. Entonces me despierto sobresaltado y creo percibir todavía el hedor que dejó con su último vómito. Creo que la muerte se apoderó de su cuerpo cuando todavía estaba con nosotros. Pero su mente seguía despierta, sigue despierta y contempla cómo se van pudriendo sus entrañas, poco a poco, en el silencio, en la soledad, en la negrura infinita... Te juro que daría mi vida si con ello pudiera liberarla de su espantoso estado. Pero nada puedo hacer. Sólo despedirme de ella para siempre en su tumba. No permitas que me acerque solo. Es el último favor que te pido. Luego me iré y no volveré nunca a París.

Comprendí, por lo que me decía, que no había superado realmente sus obsesiones. Pero entendí también que no estaba dispuesto a dejarse dominar por ellas. Al borde mismo de los abismos de la locura había logrado, sin embargo, reaccionar y hacía esfuerzos desesperados para no perder la razón. De ahí el relativo cuidado que en los últimos días había prestado a su persona y a su vivienda. De ahí ese gran deseo de huir de la ciudad. Creo que el pobre Gustave no podía hacer otra cosa, así que alenté su deseo y, por supuesto, acepté acompañarle en su fúnebre despedida.

La congestión del tráfico nos impidió llegar al cementerio del Pére Lachàise antes del atardecer. Gustave, en contra de lo que yo había esperado, se mantenía un tanto apagado, sí, pero con una serenidad encomiable. Hablamos de cosas indiferentes mientras nos acercábamos a la tumba de Valentine, y no percibí en su rostro el menor signo de inquietud. Estaba pálido, sin embargo, y parecía completamente ajeno a cuanto le rodeaba. A nuestro lado, algunas personas depositaban flores o rezaban junto a las tumbas de sus seres queridos, pero la mayoría de los visitantes ya había regresado a sus hogares, habida cuenta de lo avanzado de la tarde.

Dejamos atrás una zona de columbarios para llegar a una pequeña plaza cubierta de tumbas entre las que se hallaba la de Valentine, todavía desprovista de lápida. En cuanto apareció a nuestros ojos, Gustave detuvo su paso. La plaza estaba desierta y por tanto nadie, sino yo, pudo contemplar las señales de su repentina agitación. Pálido, convulso, con el terror escrito en la mirada, detuvo su paso bruscamente, como si continuarlo pudiera poner en peligro su vida, y señaló hacia el rectángulo de tierra con una mano temblorosa:

- ¡Su mano!

Miré hacia el sitio donde me indicaba, pero no pude advertir nada anormal. Evidentemente, Gustave comenzaba a desvariar, y de nada sirvieron mis requerimientos para que volviera a entrar en razón, sino que cada vez más agitado volvía a señalar hacia una mano imaginaria que, en su locura, creía ver sobresaliendo del negro limo de la tumba:

- ¿No lo ves? Me dice que vaya. ¡Su mano! ¡Esa mano espantosa!

Me acerqué a la tumba para convencerle de que era víctima de una alucinación. El sol acababa de ocultarse tras de las tapias y el siniestro recinto comenzó a poblarse rápidamente de sombras. A medida que me acercaba sentía cada vez más en mi pecho la misma fuerza ondulante y opresiva que me había turbado durante la horrible agonía de Valentine. No vi mano alguna emergiendo de la tierra, pero al poner mis pies sobre la tumba mis rodillas temblaron, sacudidas por un helado hormigueo, y el destello de una espantosa clarividencia me hizo saltar hacia atrás. Las plantas de mis pies habían sentido, con toda nitidez, una ominosa vibración. Y entonces escuché a mis espaldas al angustiado de Gustave:

- ¡Insensato! ¡Estás pisando su mano!

Con la rapidez de un relámpago volví a saltar y miré rápidamente hacia el suelo. Tal vez sugestionado por el horror de Gustave, también yo fui víctima de una alucinación. Una figura, fosforescente, que la putrefacción hacía espantosa hasta la locura, parecía aferrarse a mis tobillos con la insana resolución de la venganza, y sus ojos, los ojos de Valentine, escupían en los míos, con las llamaradas de fuego helado, todo el horror acumulado en su espantoso encierro.

Sólo la muerte podrá borrar de mi alma la infame herida de este recuerdo. Cuando llegue mi hora espero que Dios se apiade de mí y me cierre definitivamente los ojos. Pero me espanta imaginar, y nada puedo hacer por evitarlo, que tal cosa no llegue nunca a suceder. Por eso he decidido que, cuando los demás consideren que estoy muerto, incineren inmediatamente mi cadáver.

13 jun 2010

VAMPIRO por José León Cano

Tengo la espantosa evidencia de que la muerte es un fenómeno ambiguo. A veces la tumba no basta para apagar un frenético deseo de vivir. Existen individuos capaces de retener con fuerza sobrehumana el empuje de la muerte, aún después de haber exhalado su último aliento. La suya es una existencia vicaria, pero no larvada, que se nutre de la nuestra. El vampiro no es una mera ficción literaria, aunque las características que generalmente se la atribuyen no correspondan a la realidad. Con más frecuencia de lo que la gente se imagina aparecen extraños cadáveres en las exhumaciones. No tienen dientes afilados, ni pueden ser «destruidos» clavándoles una estaca en el corazón. Pero no hay en ellos el menor síntoma de corrupción, sino que aparecen frescos y flexibles, aunque su enterramiento hubiera sucedido en épocas remotas. Si se les hace una incisión en cualquier parte del cuerpo brotará la sangre: sangre fría, pero no coagulada. Semejante abominación sólo puede conjurarse entregando esos cuerpos al fuego.


Cuando esto ha sucedido, los aterrorizados testigos han podido comprobar cómo el cuerpo, aparentemente sin vida, se retorcía y chillaba como una bestia en los primeros momentos de la cremación. Lo digo con conocimiento de causa, porque yo mismo he sido uno de esos testigos. Por razones obvias, esta clase de hechos no suele darse a la publicidad. Las sociedades actuales sólo aceptan el horror de lo que no se puede comprender a través de invenciones escalofriantes, en las cuales los hechos reales se presentan deformados por la fantasía. El lector cree que cuanto se le dice es imaginario, y en esa creencia encuentra una confortable tabla de salvación. La historia que voy a relatar ahora, sin embargo, es absolutamente real. A fin de no herir susceptibilidades, cambio los nombres de quienes se vieron involucrados en ella, y no especifico el lugar donde sucedió.

                                           * * *

Mi interés por ciertas ramas de la parapsicología me ha permitido establecer contacto con manifestaciones insólitas de la naturaleza y salvar a veces a sus víctimas; la mayoría de las cuales no lo eran sino de su propia histeria. Y eso es lo que me imaginé cuando vi por primera vez a Simone Duval, una adolescente de quince años cuya constitución evidenciaba un temperamento marcadamente nervioso. La profundidad de sus ojeras y lo demacrado de su rostro sólo en parte empañaban la belleza de sus rasgos, los cuales evocaban esa sutil elegancia de algunas modelos renacentistas. Rubia y de ojos azules, se parecía notablemente a esa fascinante imagen de Boticelli que aparece en el «Nacimiento de Venus». Pero una enfermedad, cuya causa no habían podido averiguar los médicos, la tenía postrada en la cama. Tenía los ojos enfebrecidos y sólo dejaba de temblar cuando le suministraban una considerable dosis de calmantes. Ciertas supersticiones de origen semítico siguen muy arraigadas en el sur de Francia, y en aquella pequeña aldea todo el mundo estaba convencido de que Simone tenía el «mal de ojo». Sus padres me habían convocado para atajarlo por medio de mis técnicas parapsicológicas.

Sospeché que la causa de su mal era otra cuando Ambrose Duval, el padre de la niña, me informó que Simone se estaba muriendo a ojos vista, pese a que se alimentaba con normalidad, e incluso con exceso. Su único interés por el mundo circundante parecía centrarse en la comida. Ambrose se cuidaba personalmente de adquirir los platos que, desde su postración, más apetecían a la supuesta enferma. Me llamó la atención la grosera naturaleza de los mismos, ya que Simone devoraba con fruición sorprendente carnes y pescados que cualquier ama de casa hubiera rechazado por poco frescos. Otro hecho notable era su desmedida atracción por los picantes. Aullaba y se enfurecía cuando su voracidad no era satisfecha con aquellos alimentos, y rechazaba cualesquiera otros. Pese a lo cual , su cuerpo se había reducido casi a piel y huesos, y sus manifestaciones vitales eran apenas algo más que vegetativas. Permanecía noche y día en semisueño, salvo cuando le presentaban la comida. En ocasiones lloraba silenciosamente y no mostraba a sus padres sentimiento alguno. Su único amigo, a quien de vez en cuando acariciaba con sus manos cadavéricas, era un enorme gato gris que se pasaba la mayor parte del día dormitando sobre la cama.

Un chispazo de odio brotó de los ojos de Simone en cuanto me vio. Era una mirada demasiado adulta y maligna para provenir de una adolescente. Pero no opuso resistencia cuando procedí a examinarla. Parecía un animal asustado que se moviera a impulsos, tras haber perdido los últimos asomos de humanidad. Levanté su brazo derecho y descubrí, un poco más abajo de la axila, la existencia de un extraño mechón de cerdas duras y negras. Apenas pude tocar aquella anormalidad, pues la ocultó de inmediato con su brazo y se puso a chillar como una endemoniada. El gato por su parte, había saltado hacia la mesilla de noche y desde allí sacó las uñas y, con el pelo erizado, adoptó la actitud de lanzarse directamente sobre mis ojos. Empezó a bufar y me mostró sus colmillos puntiagudos en un inequívoco gesto de amenaza.

Me dispuse a pasar la noche en vela en la habitación contigua. Por sobre todo, me intrigaba aquel insólito mechón de cabello negro. Demasiado negro y demasiado duro, contrastaba con el resto del cabello de la jovencita, sedoso y rubio. A través de la puerta entreabierta podía escuchar su respiración apacible y el suave ronroneo del gato. Ambos, al parecer, estaban durmiendo. La esfera fosforescente de mi reloj marcaba las doce y media. La noche desplegaba su profundo silencio por todos los rincones de la casa. En mi afán por permanecer despierto había tomado bastante más café de lo acostumbrado. Y, como suele suceder, al haber forzado con el excitante los resortes de la vigilia, se estaba produciendo en mi organismo el efecto contrario. No pude evitar, muy a mi pesar, el quedarme medio dormido en un sillón.

Me despertó una especie de arañazo prolongado, procedente del pavimento de la habitación contigua. Sin duda era el gato. Luego, algo hizo crujir los muelles de la cama de Simone. Percibí un olor sutil, aunque nauseabundo en extremo, y poco después la voz de la niña emitiendo suaves quejidos que podían ser interpretados como de dolor y, al mismo tiempo, de placer. Previamente había tomado la precaución de descalzarme para no hacer ruido y ahora, con el mismo propósito, estaba conteniendo al máximo la respiración. Acerqué cuanto pude mi oído a la delgada pared. Crujía la cama de vez en cuando. EL hedor aumentó su intensidad hasta hacerse intolerable. El gato, advirtiendo quizá que yo estaba despierto, maullaba y gruñía cada vez con mayor fuerza. Pero lo más inquietante fue escuchar una especie de sordo gorgoteo, de bestiales resonancias, que me puso los pelos de punta. Soy un hombre corpulento, y no era la circunstancia de estar desarmado la que me producía pavor. De haberlo estado, hubiera sentido el mismo miedo, pues sospechaba que no era un ser fácilmente vulnerable, y sí peligroso en extremo, el que se encontraba en la habitación de al lado.

Logré que la puerta entreabierta de mi cuarto no crujiera en absoluto cuando la abrí del todo. Mis manos temblaban y mi cuerpo se parecía un trozo de hielo. Sin embargo, avancé sigilosamente por el estrecho y oscuro pasillo hasta colocarme frente a la puerta de Simone. Esta gemía ahora de forma sorda y prolongada, con una especie de estertor en el que se mezclaba el orgasmo y la angustia. Los gruñidos del gato sonaban ahora más amenazadores que nunca, y la cama crujía acompasadamente. No se de dónde obtuve el valor necesario para empujar la puerta. Tal vez de la misma repugnancia que me inspiraban el hedor y aquel gorgoteo insufrible.

Por la ventana del cuarto de Simone entraba una débil claridad lunar. Eso me permitió ver la semifosforescencia rojiza de los ojos del gato, antes de que saltara y clavara sus uñas en mi rostro. Lo aparté de un manotazo, pero entonces la masa sombría y arrugada, la deformidad traslúcida que creí ver sobre la cama había desaparecido. Pasó por mis manos algo similar a una corriente de aire frío, y me estremecía hasta los huesos. Sentí sobre mis sienes el paso de una odiosa mancha plateada, e inmediatamente atravesó mis oídos el grito de Simone, proferido entre jadeos entrecortados. Encendí la luz.

Simone yacía desnuda sobre la cama, con el cabello desordenado y las sábanas revueltas. Esquelética, todos los huesos de su cuerpo parecían a punto de traspasar la piel. Respiraba con extrema agitación, temblando de pies a cabeza, y sus ojos despedían hacia mi persona un fuego maligno. Un tenue rubor había encendido en sus mejillas, de ordinario macilentas. Observé que bajo la axila, en el centro del repulsivo mechón negro, se abría una especie de pústula rojiza, de la que manaba una gota de sangre. Ya no se cuidó de ocultar ese signo execrable, sino que continuó gritando y gritando, completamente fuera de sí. Sus padres acudieron sobresaltados. El gato, mientras tanto, había desaparecido.

¡El gato! Mi cerebro se encendió con el chispazo de una intuición. Dejé a Simone al cuidado de sus padres, quienes en vano trataban de calmarla haciéndola ingerir tranquilizantes. Busqué al gato por toda la casa sin encontrarlo. Advertí que en la puerta principal había una gatera y salí al jardín, justo a tiempo de ver cómo el animal traspasaba las tapias. La luna, en cuarto creciente, me facilitaba su persecución. Tan agitado estaba que no me di cuenta, al salir a la calle, de que continuaba descalzo. Al llegar a un descampado, siguiendo los pasos del animal, los guijarros se me clavaban en las plantas de los pies. Era doloroso, pero de haber llevado zapatos el gato, al advertir que le estaba persiguiendo, tal vez hubiera tomado otro camino. Porque estaba seguro de que se encaminaba a un sitio muy especial. Íbamos en dirección a las tapias del antiguo cementerio.

A la luz de la luna, aquel paisaje lleno de montículos, que en otro tiempo había sido un osario, ofrecía un aspecto inquietante. Algunos huesos carcomidos sobresalían aquí y allá de esos montículos; los cuales, en ocasiones, me hacían perder de vista al gato, familiarizado sin duda con las anfractuosidades del terreno. Al fondo se perfilaban borrosamente las tapias. Vi que el gato se introducía, al pie de un montículo, por un agujero quizá angosto para una persona, pero lo bastante holgado para que el animal lo hiciera con facilidad. Mi propia audacia me asustó, y de pronto me vi solo en medio de aquel escenario terrible. Había localizado perfectamente el agujero. Quizá fuera bueno hacer un plano y regresar a la mañana siguiente, con la luz del día. Pero algo me decía que tal vez fuera esperar demasiado, que tal vez a la mañana siguiente el agujero habría desaparecido, o yo no fuera capaz de encontrarlo. Seguía tan desarmado acechaba en la habitación contigua a la de Simone, apenas veinte minutos antes, puesto que el reloj marcaba la una menos diez de la madrugada. El silencio planeaba sobre el cielo como una inmensa lápida negra.

Me acerqué al agujero, y comprobé que estaba medio oculto por unas piedras. Al retirarlas, con algún trabajo, éste se hizo lo bastante ancho como para permitirme el paso. Sin duda, la gente del pueblo no transitaba demasiado por aquellos parajes. Luego reuní algunas ramas secas y fabriqué con ellas una antorcha, decidido como estaba, pese a mis sacudidas de terror, a traspasar el agujero. Me arrastré con la antorcha encendida por delante, pero como mi cuerpo taponaba la entrada, impidiendo el paso del aire, ésta se apagó. Tuve que resignarme a gatear a oscuras un buen trecho, ayudándome a ver el camino, de vez en cuando, con la luminosidad instantánea, y súbitamente apagada, de los fósforos. Vi así que una espesa sombra se abría al final del túnel, en lo que era una especie de cámara o cueva de techo algo mayor. La sangre se me heló cuando comencé a oler el mismo hedor repulsivo que había inundado el cuarto de Simone. Pero ya era demasiado tarde para arrepentirme, ya que la angostura del pasadizo difícilmente me permitiría avanzar hacia atrás. No me quedaba más remedio que llegar hasta el recinto que se abría unos metros más adelante para, una vez allí, poder dar la vuelta en busca de la salida. Hay momentos en la vida en que agradezco al destino que me haya proporcionado tan poca imaginación. Pues de haber tenido alguna, por mínima que fuera, en aquellos momentos me hubiera muerto de miedo.

Casi estuve a punto de hacerlo cuando, al final del túnel, pude incorporarme. Escuché de nuevo los tenebrosos maullidos del gato. Encendí una cerilla y nuevamente vi el resplandor de sus ojos grises. Al contrario que en el túnel, en aquella pútrida había bastante oxígeno para que el fuego se mantuviera. Volví a encender mi improvisada antorcha. El aire estaba tan cargado de ominosos vapores, que sólo permitía una llama cuyo resplandor fluctuaba entre los colores verde y rojizo. Pese a lo cual, el espanto comenzó a fluir por mis venas como un río de plomo candente. Y no era provocado por los escalofriantes bufidos del animal que, agazapado en un rincón, esperaba el el momento propicio para huir.

El horror me lo inspiraba un cadáver que yacía a mis pies; y provenía no del hecho de serlo, sino de sus espantosas características. Porque, a juzgar por los podridos sudarios que en parte le envolvían, debió ser depositado allí hacía muchísimo tiempo. Lo espantoso era que, pese a esos signos de antigüedad, el cuerpo se mantenía como si lo hubieran acabado de enterrar. Hubiera jurado que se trataba de un hombre dormido a no ser por su mandíbula desencajada y sus ojos fijos y abiertos, negros y tan brillantes que parecían dos oscuras bolas de cristal. Me fascinó su cabello negro, igualmente brillante, de cerdas gruesas y duras. Mi conocimiento de los vampiros era puramente teórico, recibido a través de lecturas, y no estaba muy seguro de que ese fuera el mejor procedimiento para evitar imprevistos espantosos. Me atreví, sin embargo, a tocar ese cuerpo. Cuando lo hice, el gato volvió a saltar sobre mí, y de nuevo clavó sus uñas en mi rostro. Descargué en parte la tensión que aquella horrible situación me proporcionaba sacudiéndole un manotazo; con tal furia que el animal fue a dar contra una de las paredes y cayó al suelo sin sentido. Cayó igualmente al suelo mi antorcha, apagándose en parte. Si lo hubiera hecho del todo, creo que mis nervios no hubieran soportado aquella oscuridad. Reavivé su fuego y, con ella en la mano, volví a acercarme al cuerpo.

Estaba frío, pero no rígido. Todavía no puedo explicarme cómo fui capaz de levantar su brazo, de comprobar que éste se movía con facilidad, como si aquel cuerpo hubiera recibido la muerte momentos antes. Saqué un cortaplumas del bolsillo. Al hacerlo, volví a sentir sobre las sienes aquel espantoso resplandor plateado, y una fuerza inexplicable me impedía imprimir movimiento alguno al arma. Pero el cuerpo seguía inerte. Me acordé entonces de Simone, de su espantosa delgadez, de los incalificables terrores e insanias que había sufrido, y hundí el cuchillo, con toda mi furia, en el vientre del vampiro. Brotó sangre fresca con increíble abundancia. Y ya no necesité ninguna otra señal. Me quite la chaqueta y los pantalones, y prendí fuego a mis propias ropas, arrojándolas encendidas sobre el cadáver. Ardió con increíble celeridad, como si se tratara de un odre lleno de gasolina. Pero no tanta como para impedirme ver el último resplandor de sus ojos, dirigidos hacia mí con odio infinito, las contracciones de su cuerpo, escuchar el abominable y profundo grito surgido de sus entrañas. El cuerpo se retorcía como una araña, echaba fuego por la boca y despedía un humo tan negro y nauseabundo que inevitablemente acompaña desde entonces mis pesadillas.

Estaba tan fascinado por aquel horrendo espectáculo que no advertí, en un primer momento, los aterradores maullidos del gato ni la causa que los provocaba. Volví la cabeza y vi como, a unos tres metros de distancia del cadáver, su cuerpo se consumía envuelto en llamas de idéntica voracidad. ¡Gran Dios! Estaba ardiendo sin que le hubiera rozado el fuego de mi antorcha ni el que destruía aquel cadáver execrable. Tuve entonces un sentimiento terrible y escapé como pude, medio ahogado por el humo, del ominoso agujero. Hubiera bendecido el aire puro de la noche como si acabara de nacer de nuevo, a no ser porque una espantosa premonición guiara velozmente mis pasos hacia la casa de Simone. Con aquella loca carrera sangraban mis pies desnudos, pero estaba completamente ajeno al dolor. Sólo quería llegar allí cuanto antes, cuanto antes, antes de que mi negra sospecha se convirtiera en realidad.

Al llegar a la puerta del jardín me paré en seco. Vi salir un humo denso y mefítico del cuarto de Simone, y rogué por el alma de aquella desdichada criatura. Aún llegué a escuchar sus últimos alaridos; durante unos segundos, a través de la ventana, alcancé a ver su cuerpo envuelto en llamas. Y me miró... Antes de caer desplomada, me miró. Sólo espero que la muerte, cuando llegue, tenga fuerza bastante para borrar de mi alma este horrendo recuerdo.

12 jun 2010

YO, VAMPIRO por Ramón S. Lucena


No sé cómo ni cuándo empezó en mí esta obsesión morbosa por la sangre. Sólo sé que desde muy pequeño he sentido un estremecimiento al verla fluir, roja y espesa, de los pequeños animales domésticos al ser sacrificados, o de mí mismo.
En un principio bastaba una sola gota, un simple pinchazo en un dedo que hacía surgir una pompa rojiza, para provocar en mí un efecto fulminante. Mi cerebro comenzaba a girar, me invadía un sudor frío, tosía convulsivamente y una sensación final de ahogo precedía a la pérdida de conocimiento. Caía al suelo, con los ojos en blanco, y la cara también blanca, como el papel. Muchas veces, ni tan siquiera la visión de sangre era necesaria. Bastaba una simple alusión al tema en el curso de una conversación o la lectura de un texto, para crear en mí la imagen mental que rápidamente iniciaba el mismo proceso. Otras veces, en la oscuridad de un cine, una imagen sanguinolenta me obligaba a buscar rápidamente la salida. He dejado, a lo largo de ese período, multitud de películas sin terminar.
Paradójicamente, la sangre me atraía. Tanto que comencé a luchar contra sus efectos. Y, poco a poco, logré superar mi debilidad. Aunque no del todo. Curaba las heridas de mis compañeros, leía relatos en los que la sangre estaba presente, veía películas de terror. Llegué incluso a asistir, una semana tras otra, a las operaciones que, de forma pública, se realizaban en la Facultad de Medicina. Acodado en la barandilla miraba por la claraboya el momento en que las hábiles manos del cirujano sajaban la carne y cómo el corte, blanco durante unos segundos, se punteaba de rojo, antes de que el médico aplicara sobre cada vaso el cierre de las pinzas de sutura. Luego, pasado ese primer momento, para mí emocionante, me marchaba. las vísceras al aire ya no me interesaban.
He dicho que logré superarme. No siempre. A veces, de forma inesperada, volvía a desmayarme. Pero no podía renunciar a la sangre. Es posible que hubiera algo de masoquismo y ansias de autoaniquilación en mi obsesión. Perder la conciencia suponía un placer delicioso –el de la muerte–, y la más maravillosa de las inseguridades. Como un león. que permanentemente me acechara, mi obsesión estaba allí, dispuesta a saltar sobre mí en el momento más inesperado. Unas veces me vencía, y caía fulminado. Otras, era yo el vencedor. Pero cada combata tenía un sabor nuevo, un aliciente nuevo, el de la incertidumbre, pues no estaba de antemano ganado o perdido.
A lo largo de varios años he buceado dentro de mí, tratando de encontrar las razones de mi obsesión. Tal vez sea debida al carácter mágico de la sangre, sin la cual la vida no es posible; y su carácter cósmico, casi infinito. En una gota que es escapa hay millones de seres vivos que palpitan con sus corazones huecos, millones de galaxias rojas, que escapan en el horror fluvial de las heridas abiertas.
Yo siempre he tenido miedo a la muerte y, a la vez, el deseo oculto de morir, de experimenta le placer de la aniquilación.
Esa debilidad mía era difícil de ocultar. ¡Cuántas veces mis amigos se han reído de mí! Y, lo peor, es que trataban de explicar lo que me pasaba, de buscarle remedio. En aquel tiempo, las ideas de Freud estaban de moda. para unos se trataba de un complejo de Edipo no superado, para otros de castración. Puestos a explicar lo inexplicable había quien decía que yo sufría la consecuencia de un trauma infantil, y que relacionaba el acto sexual con la menstruación materna. ¡Tonterías!
Poco a poco me fui alejando de ellos. Ahora soy un hombre solitario al que tampoco interesan las mujeres. Y mi obsesión continúa.
Cada noche, mis sueños se tiñen de rojo. Es siempre el mismo que, con algunas variaciones, se repite, una y otra vez.
Estoy solo y corro por una playa. No se por qué. Corro hacia el agua que se aleja, y trata de alcanzarla sin conseguirlo. El agua tiene un color rojo, el mismo que la sangre, y yo tengo sed, una terrible sed. Imposible beber. De pronto, el paisaje cambia. Hay un bosque, y sus árboles, que yo veo a lo lejos, destilan de sus ramos un líquido rojizo que parece sangre. Corro, y al acercarme, veo que los árboles se transforman en hombres, en seres sin rostro cuyos brazos cortados gotean sangre. Pero, aunque mi sed es ahora abrasadora, soy incapaz de beber. Invariablemente, esa última imagen coincide con mi despertar.
Hasta hace poco yo desconocía el sabor de la sangre. Algo que casi todo el mundo aprende de niño cuando chupa las propias heridas. yo he tardado en descubrirlo casi treinta años. Fue hace meses cuando rodé por las escaleras oscuras de mi casa y me golpeé la frente al caer. perdí el conocimiento, al volver en mí, sentí mi boca inundada de un líquido espeso que tragaba con ansia, de un sabor delicioso, acre y salado.
Después de curado, esa misma noche, mi sueño volvió. Pero bien diferente. Era un sueño en el que saciaba mi sed, primero en el mar de sangre, y más tarde en el bosque. Yo corría hasta los cuerpos que sangraban y esperándome estaba una figura negra, en la que para mi sorpresa me reconocí, que me tendía una copa repleta del rojo líquido; yo la apuraba con delectación. Luego el sueño desapareció, y dormí profundamente, libre de pesadillas, hasta bien entrada la mañana.
Estoy seguro de que si esto que ahora cuento llegara a los oídos de mis amigos de antaño, inmediatamente me recomendarían que visitara a un psiquiatra. No pienso hacerlo. Siento un profundo desprecio hacia ellos y sé que son incapaces de ayudarme. Quiero soñar y ser libre, no que me integren en un sistema que odio. Además, no puedo correr el riesgo de que me ingresen en eso que ellos llaman casa de salud, y que no es otra cosa que una cárcel. Hay cosas que todavía no he contado, y que estoy seguro de que me conducirían a prisión.
Días después de aquel incidente, volvía a soñar. Esa vez, mi sed renovada no encontró satisfacción. Al despertar comprendí que necesitaba beber sangre de nuevo. Pero no mi propia sangre. Pasé todo el día obsesionado con ese tema.
Era entrada la noche cuando salí de casa. Llevaba en el bolsillo mi navaja de afeitar. Deambulé por las calles desiertas. De pronto vi una mujer esperando en una esquina. Al acercarme, me sonrió.
Cambiamos apenas unas palabras. Yo le entregué el dinero que me pedía y ella, satisfecha, se colgó de mi brazo. Dijo que me llevaría hasta su casa. Yo sentía el contacto de su cuerpo, y aquello me repugnaba, pero me dejé conducir. nadie no s vio entrar en la covacha miserable donde vivía. Cerró la puerta, se volvió hacia mí y enlazó sus brazos sobre mi cuello. Supongo que trataba de besarme, pero no le di tiempo. El filo de la navaja seccionó su cuello. Me miró con los ojos desorbitados y trató de gritar, sin conseguirlo. Yo la empujé haciéndola caer sobre la cama y me lancé sobre ella buscando la herida con mis labios. Bebía su sangre a grandes sorbos mientras notaba cómo sus fuerzas se iban debilitando. Sentía que se moría y eso hacía renacer las fuerzas en mí, como si su vida se fuera poco a poco uniendo a la mía, reforzándola. Luego sus brazos cayeron y quedó deseable. Rasgué los vestidos y, permaneciendo yo vestido, la poseí.
Fue inmediatamente después cuando me sentí aterrorizado ante el crimen que acababa de cometer. Hubo un momento en el que incluso pensé entregarme a la policía. Unos minutos después, más tranquilo, lavé mi cara y mis manos y salí de la casa procurando que nadie me viera.
La noticia tardó varios días en saltar a los periódicos. Si aquella mujer vivía sola, debieron tardar tiempo en descubrir el cadáver. Pienso que jamás descubrirán a su asesino. Al menos, hasta ahora, nadie se ha dirigido a mí.
Los días que siguieron fueron terribles. Tenía miedo de la policía, miedo a perder la libertad, y también remordimiento. Por lamentable que fuera la vida de esa mujer, ella quería vivir y yo la había matado. Jamás antes había causado daño a otras personas, como no fuera de forma accidental o involuntaria. Me juré a mí mismo no volver a cometer un crimen, por imperioso que fuera el deseo de sangre. Pero no cumplí mi promesa.
A los pocos días mis sueños volvieron, y con ellos mi sed de sangre. Traté de luchar contra ese impulso y todo fue inútil. Hubo una segunda vez.
Me volví loco. Recorría mi casa, a grandes zancadas, como una fiera enjaulada, destrozando cualquier objeto que encontraba a mi paso. Era imposible dormir, y tuve que drogarme para hacerlo. AL despertar, eso me dio una idea. Mi próxima víctima no sufriría. No vería su muerte de cerca. Lo haría allí mismo, en mi casa.
Busqué por la calle, entre las prostitutas. Esta vez se trataba de una mujer joven y atractiva. Después de aquella experiencia, que, confieso, fue la primera, las mujeres habían comenzado a atraerme. No discutí el precio, pero insistí en llevarla a mi casa, cosa a la que ella, en principio, se resistía. Sugirió incluso que fuéramos a un hotel barato, pero eso no me convenía en absoluto. Tuve mucho cuidado en que nadie nos viera juntos, sobre todo al entrar. Dejé que me abrazara y luego sugería que tomáramos una copa. Había preparado su bebida cargada de somnífero y ella a apuró sin mostrar extrañeza. luego, dejé que se desnudara. La visión de su cuerpo hizo nacer en mí el deseo. Procuré dilatar al máximo los preparativos tratando de conseguir que le narcótico hiciera su efecto. Al poco tiempo no pudo reprimir los bostezos.
Ya en la cama, la acomodé sobre mí mientras la penetraba. Su cuerpo me pesaba terriblemente, pues estaba inmóvil, prácticamente dormida. Tomé entonces uno de sus brazos, fláccido como el de un pelele, y de un solo tajo, utilizando mi navaja barbera, seccioné las venas de su muñeca. Exhaló un gemido, mientras yo pegaba los labios a la herida, succionando la sangre.
Sentí que un enorme placer me invadía. Un placer doble, pues mi orgasmo llegó de forma inmediata. Seguí allí, mucho tiempo, bebiendo su sangre, sintiendo cómo su vida que se escapaba se unía a la mía. Luego, no se cuándo, me quedé dormido.
Desperté muy tarde, con la luz del sol entrando a raudales a través de los visillos, sintiendo mi cuerpo pegajoso. El cuerpo muerto de la muchacha estaba allí, a mi lado, rígido y blanco. La sangre manchaba las sábanas.
Tuve que esperar a que llegara la noche para desprenderme del cadáver, que envolví en las sábanas manchadas, y logré introducir con gran trabajo en el maletero del coche. Recorrí más de cien kilómetros antes de precipitarlo en el mar.
De nuevo tuve suerte. hasta ahora los periódicos no han dicho nada de su desaparición, ni han registrado la aparición de su cuerpo. Supongo que, a estas alturas, los peces habrán dado buena cuenta de él.
Esa vez no sentí remordimientos. Tampoco las que siguieron. Empecé a comprender que yo no era un hombre como los demás, que estaba predestinado para una existencia diferente, que mi vida dependía, de ahora en adelante y por toda la eternidad, de beber la vida de los otros en su sangre.
Los vampiros son tan viejos como el mundo. Hay demasiada historia en torno de ellos, para que todo sea una simple invención. Se que yo no he de morir jamás.
Pero me preocupa esta existencia mía terrenal. Si mis crímenes se descubren no podré evitar el juicio de los hombres. Una noche d cada siete, cuando mi sed de sangre es ya insuperable, salgo en la noche en busca de nuevas víctimas. No he podido evitar el descubrimiento de alguno de los cadáveres y que el pánico se extienda por la ciudad. Pienso, que de seguir así, tarde o temprano, me descubrirán.
Por eso, dedico mis días a buscar una solución. Y creo haberla encontrado.
He conocido una muchacha joven y virginal. Salimos juntos, como si fuéramos un par de enamorados. Ella confía en mí y hace todo aquello que se me antoja. Aunque me atrae de forma poderosa, nunca me he dejado llevar de mis impulsos, y su cuerpo permanece inviolado.
He descubierto también una vieja iglesia en un pueblo abandonado. Necesito de un lugar sagrado para realizar lo que me propongo. He roto la puerta de la sacristía y he encontrado allí todo lo que necesito.
Escribo ahora estas notas apresuradas cuando ya falta poco para el tránsito que me ha de abrir las puertas del más allá. Lo hago cediendo al impulso de comunicarme con una humanidad que me dispongo a abandonar. No confío mucho en que nadie me entienda. Muchos pensarán, como mis compañeros de antaño, que todo esto no es otra cosa que la expresión de mi locura. Aquellos pocos que crean pensarán que se trata de una maldición. Pero, ¿hay mayor maldición que la muerte? Cualquier infierno que el terrorismo religioso se atreva a imaginar es apenas nada comparado con el desaparecer para siempre, con volver a la indeferenciación original. Por eso elijo ser al Muerte, la única que no puede morir.
Lo he preparado todo. Debajo de la iglesia hay una cripta en la que reposan, guardados en viejos nichos semiderruidos, los restos de algunos monjes. yo he situado en su centro un ataúd forrado de seda, y bajo ella un puñado de tierra. Será mi morada futura. Cuatro grandes cirios de cera negra vigilan sus cuatro flancos. Al fondo, frente al féretro, un gran espejo espera mi despertar para negarme su reflejo.
Arriba, sobre el ara, he dispuesto un gran círculo de azufre ardiente, y en la escena iluminada por una decena de velas de cera negra, acabo de degollar a mi compañera y he recogido su sangre en una copa.
Ahora desnudo su cuerpo, y con el mismo cuchillo corto su carne desnuda buscando su corazón, que todavía palpita entre mis manos, mientras invoco al señor de las Tinieblas, que será desde ahora mi único dueño.
He cortado las venas de mi brazo, y mezclo mi sangre con la de mi víctima. Ya únicamente falta agregar el veneno.
Se que mi inmolación e sólo un tránsito y que será terriblemente doloroso. Cuando beba, sentiré en la boca un ardor terrible, como de metal fundido y en seguida una sensación de ahogo. Algo similar a lo que sentía cuando la sangre me daba horror. Luego, mis labios y mi cara se tornarán azulados. Todas las células de mi cuerpo palpitarán, implorando el oxígeno que mi sangre, esa sangre que ya no es solo mía, les niegue. No será una muerta rápida. Es posible que el tormento dure casi diez minutos. Ente todos los venenos he escogido el más doloroso, el mismo que unas leyes malvadas preveen para los asesinos.
No me preocupa mi sufrimiento. Se que muy pronto, tal vez la próxima noche, estaré de nuevo entre los hombres. Se que muchos me odiarán, que verán en mí la encarnación del horror y del mal. Al hacerlo estarán equivocados. No es por odio a la humanidad por lo que elijo cumplir mi destino. Cuando vuelva no será para traer la muerte, sino la vida. Y eternamente...
Se que estoy condenado a dejar de ser hombre, a sentir y amar como hombre, que me convertiré en un testigo de la historia, y mi provenir estará ligado a toda la especie humana. Y cuando no quede nada, cuando el hombre desaparezca, seguiré viviendo, maldito y sólo, hasta que, incapaz de saciar mi sed de sangre, me convierta en un montón de materia corrompida, y en seguida en un puñado de polvo que se esparcirá con el viento.
Aunque, tal vez, no esté solo. Es posible que llegue a formar una nueva raza de seres inmortales.
He bajado a la cripta, y ante el espejo veo por última vez mi imagen, mientras cubro mis hombros con una gran capa negra. Junto al féretro espera la copa cargada de sangre y de veneno.
Me siento ahora dentro del ataúd, y miro la sangre que me espera. Al hacerlo, sufro el mismo estremecimiento que sentía cuando niño.
Escribo las últimas frases de esta confesión. Luego dejaré caer los papeles al suelo.
Ahora levanto la copa y brindo por mí y por toda la humanidad. Por un futuro eterno teñido de rojo...

11 jun 2010

EL REGALO DE LAS ESTRELLAS por Peter Van Door


En la noche del 18 de agosto de 197... un meteorito del extraña luminosidad verdosa cayó en el jardín de Peter van der Velde, a pocos kilómetros de la ciudad de Amsterdam. Chamuscó un buen espacio de hierba y tardó varias horas en enfriarse. Peter entonces comprobó, que se trataba de una masa de tierra calcinada que se despedazó en parte al ser levantada. En su interior había un objeto metálico, semejante al plomo por su excesivo peso, pero poseedor de otras características en extremo inquietantes. Eran estas su color verde oscuro y su gran ductilidad, que permitía variar su forma con una simple presión de la mano. Su tamaño era el de un puño y en la oscuridad emitía una débil fosforescencia.
Sólo hizo partícipe a Vania, su mujer, del hallazgo.
Convinieron en que se trataba de algo tan extraordinario que, al menos de momento, era preferible no divulgar su existencia. Al parecer, ningún vecino había sido testigo de la caída del meteorito.
El objeto excitaba la imaginación de Peter, quien sentía un raro placer en manosearlo.
—Emite fuerza —le había dicho a Vania—. Cuando lo toco me parece que algo muy bueno y muy poderoso entra en mi cuerpo. Noto como si estuviera vivo y me acariciase la piel.
Al atardecer, cuando volvía del trabajo, Peter había tomado la costumbre de encerrarse en su estudio y entregarse a las sensaciones táctiles que le proporcionaba el objeto. En la penumbra irradiaba un halo verde diminuto que a veces se comunicaba a su mano, desapareciendo al cabo de un segundo y volviendo a aparecer después de repetidas caricias. Pero Vania no participaba de su entusiasmo por aquella cosa, sino que le inspiraba una desconfianza instintiva. Jamás consintió en tocarla. AL cabo de unos días se convenció de su aparente inocuidad. Consideró como una expresión inocente, aunque algo infantil, la nueva afición de su marido. Y como la novedad dejó de serlo, acabó olvidándose del meteorito. No del todo, puesto que su existencia le producía, a nivel inconsciente, una vaga inquietud.
Peter, por el contrario, se mostraba crecientemente entusiasmado. Había advertido que la cosa, de ordinario fría, comenzaba a calentarse después de repetidos toques, como si algo vivo despertase en su interior. Sin saber exactamente por qué, guardó este nuevo descubrimiento para sí. Se resistía a aceptar, pese a su evidencia, que algún inusitado lazo de carácter afectivo se estaba estableciendo entre ambos, como si el metal verde hubiera adquirido la categoría de un animal doméstico.
Las cosas marchaban bien, extraordinariamente bien, para Peter desde la caída del meteorito. Una calma armoniosa se había asentado en su espíritu. Dormía menos horas que antes, pero la profundidad de su sueño, sin sueños, era tan envidiable como su carácter, en extremo reparador. Desapareció, como por encanto, el lastre de antiguas melancolías y su mujer pudo comprobar, noche tras noche, un inesperado y gozoso aumento de su virilidad. Estaba siempre pletórico y su vida se había convertido en el discurrir de un sol sobre un cielo carente de nubes. Rendía en el trabajo el doble que antes, se incrementó su lucidez mental y se veía capaz de resolver sin esfuerzo cualquier problema. Era reconfortante comprobar hasta qué grado se había intensificado el color de sus mejillas, con qué cordialidad sincera y espontánea trataba a todo el mundo y cómo desapareció por completo su necesidad de recurrir a estimulantes. Dejó de fumar y de beber y se entregó, en cambio, a placeres más suculentos. A consecuencia de su redoblada actividad vio redoblados sus ingresos y podía permitirse lujos gastronómicos tan sustanciosos que el perímetro de su cintura comenzó a aumentar.
En suma, deba gloria verle. Su organismo se había adaptado tan perfectamente al medio que había alcanzado el techo de sus posibilidades vitales. Lo que era, para Peter, como tocar el cielo con las manos. Le rozaron las equívocas alas del triunfo y sus compañeras de oficina, e incluso algunas chicas con las que se tropezaba por la calle, comenzaron a mirarle con cierta clase de fiebre. Tuvo, incluso, alguna aventurilla pasajera y sumamente satisfactoria a espaldas de Vania. Se sentía el hombre más feliz de la Tierra achacaba la causa de su felicidad al regalo que, inmerecidamente, le había venido de los astros.
No se acordaba de que las frutas perfectamente maduras terminan siempre por caer del árbol. Su nueva naturaleza rolliza traspasó los límites de la armonía, pero no lograba saciar el hambre. Se estaba poniendo demasiado gordo. Pero lo más triste fue que una noche el metal celeste dejó de emitir su fosforescencia. Se volvió duro y frío como un informe trozo de mármol verde.
Era una noche de diciembre. Vania dormía a su lado, en la cama contigua. Helados vientos del Norte habían barrido las habituales brumas de la estación, y a través de la ventana podía ver la dureza diamantina de las estrellas refulgiendo como una congregación de ojos acechantes. «Me van a pasar la factura», pensó de pronto, y sintió miedo. Recordó que la tarde anterior su corazón sin causa aparente, había latido en tres ocasiones con fuerza inhabitual. La primera fue en la oficina, frente a la máquina de escribir, en un raro momento de silencio general en el que dejó de percibir, incluso, los ruidos de la calle. Más tarde le ocurrió a la salida del trabajo, mientras esperaba la llegada del tranvía a la parada del Estadio. También entonces un helado silencio parecía haber tomado posesión de las calles. ¿O era que él había dejado de percibir las vibraciones del mundo exterior? No estaba seguro. Duró apenas unos segundos. Pero la adrenalina comprimía violentamente sus latidos y una opresión de origen desconocido atenazaba su garganta. Se sentía acechado. Cuando el tranvía inició su marcha volvió repetidas veces la cabeza a la espera de encontrar unos ojos inquisidores malignamente clavados en su nuca. Pero no había nadie a sus espaldas, sacudidas por un agudo escalofrío. Al llegar a la puerta de su casa, nuevamente el corazón pugnó por salírsele del pecho. Tenía la misma impresión de estar percibiendo un hedor insoportable, aunque nada hería su olfato de una manera particular. Experimentó como si una inteligencia amenazadora susurrara infames palabras en su oído, aunque sólo pudiera escuchar los rugidos del viento. A cada nuevo paso sentía vívidamente el peso de su vientre palpitante, desmesurado, como si una mano invisible y fría se complaciera en palpar sus pliegues.
Y ahora, en la cama, sostenía nuevamente entre las manos el helado trozo de metal. Las yemas de sus dedos, en la penumbra de la habitación, le permitían comprobar que había adquirido formas retorcidas, plagadas de aristas diminutas, y le transmitían la sensación de sostener algo muerto, algo que en otro tiempo había sido cálido y radiante, y cuyo peso parecía haber aumentado ahora, como parece incrementarse el peso de un cadáver.
De pronto advirtió, estupefacto, que desde la llegada del meteorito no se había formulado las preguntas más elementales. ¿De qué extraño mundo procedía? ¿Por qué había ido a parar precisamente a sus manos? ¿Por medio de qué insólitos mecanismos había operado en su persona aquellas extraordinarias transformaciones? ¿Por qué ahora, precisamente, ahora, había «muerto»? ¿Qué era loo que realmente había dejado de vivir en aquel metal? ¿Por qué le asaltaba el miedo? ¿Por qué se sentía observado, «codiciado», desde Dios sabe qué ominosas lejanías?
Fue, por primera vez, plenamente consciente de su excesiva gordura. Se tocó despacio el vientre y las caderas, y la grasa acumulada le sugirió la imagen de un cerdo profusamente cebado por su dueño. Recordó una frase del inquietante libro de Charles Fort: «No somos otras cosa que ganado al que apacientan desde las estrellas.»
Una espantosa revelación sacudió su mente. El meteorito había caído a sus pies con una función determinada. Esa función ya se había cumplido y por ello había dejado de emitir su radiante fosforescencia, sus benéficas vibraciones. Nadie, en éste o en cualquiera de los mundos posible, da nada gratuitamente. Y él, Peter van der Velde, ciudadano holandés, insignificante habitante de este planeta, había caído en una burda trampa, tendida desde las estrellas por seres de naturaleza tan terrible que ningún nigromante se atrevería jamás a invocar. Entendía ahora por qué el poderoso instinto de Vania le había preservado de tocar el metal y por qué en ocasiones le había sugerido, con voz trémula, que se deshiciera de él, aunque no acertara a darle una explicación razonable que le motivara a hacerlo... Pero no entendía por qué, al llegar a este pasaje de sus pensamientos, el perro comenzó a aullar desde el jardín de aquella forma aguda y estridente que ponía los pelos de punta.
Los lúgubres aullidos del animal habían hecho añicos el espeso silencio que, tras el viento, se había posesionado de la casa. La tenebrosa naturaleza de sus reflexiones le hizo percibir los aullidos del perro como cuchilladas en el alma. Se incorporó sobresaltado y trató de convencerse de que estaba siendo víctima de sus propios demonios interiores. Era absurdo suponer la existencia de seres improbables en las heladas lejanías del cosmos, por muy raros meteoritos que aterrizasen en su jardín. Las fantasías de Lovecraft nunca habían sido capaces de transponer los inocentes ámbitos del papel impreso. La realidad era distinta. La realidad era...
Inútilmente trató de acumular tranquilizantes definiciones de la realidad. Pensó en las familiaridades cotidianas, en las pequeñas cosas que no cambian nunca y que nos proporcionan reconfortantes mentiras, tales como la de que nosotros dominamos siempre la situación. Pero sus esfuerzos fueron en vano, porque el perro seguí aullando y aullando, como un ser humano gritaría ante la inminencia de su muerte. Comenzó a sudar y a temblar. De nuevo sintió cerca, espantosamente cerca, la oscura Presencia que le había desasosegado durante la tarde. Quiso despertar a Vania, pero fue incapaz de emitir el más leve sonido, a la vez que sus manos, apretando tensas el objeto, negaban obediencia a los imperiosos deseos de su voluntad. Sin embargo, al cabo de unos segundos angustiosos la tensión se quebró en su garganta con un grito:
—¡Vania!
Su mujer despertó sobresaltada.
—¿No oyes al perro, Vania? ¿No lo oyes? ¿Lo estás oyendo?
Vania no contestó. Su despertar fue tan brusco que la mente se adhirió al horror de aquellos aullidos y no fue capaz de reflexionar. Pero pudo contemplar, a la difusa luz de las estrellas, el cuerpo convulso de Meter, sus manos aferradas al meteorito, su frente salpicada de gotas, el brillo desesperado de sus ojos. Luego consiguió articular dos palabras:
—El perro…
—Sí —contestó Peter—, el perro… Algo pasa.
Oyeron el último grito del animal. Y luego una especie de chasquido, seguido de un obsceno gorgoteo. El perro —rememoró Peter— había sido el primero en acercarse al meteorito. Lo había olisqueado cuando se enfrió, lo había empujado repetidas veces con el hocico.
—Peter… Deberíamos salir.
—No, Vania, no… Es mejor que nos quedemos y no hablemos más. Que no nos oigan.
—Nos han oído ya. Saben que estamos aquí.
—No, no lo saben, Vania. No piensan. Pero nuestro calor les atrae. El calor…
Nunca pudo Vania saber qué soplo clarividente había inspirado a Meter sus últimas palabras. Porque en ese momento crujieron las paredes y la ventana se abrió de golpe, dando paso a un viento impalpable y poderoso que llenó la estancia con las notas de una gélida sinfonía, como si los hielos primordiales del espacio hubieran tomado de pronto posesión de la tierra. Vania retorció sus miembros. Un grito delirante escapó de su garganta. Meter, por el contrario, quedó paralizado. Tenía los ojos muy abiertos y miraba, con obsesiva fijeza, a un punto determinado de la habitación, donde parecían flotar pequeñas y brillantes manchas rojizas. Como sostenidas por hilos invisibles, avanzaban despacio hacia la cama de Meter. Vania advirtió la boca desmesuradamente abierta de su marido, su respiración suspendida, la creciente crispación de sus manos, aferradas al raro metal. Algo parecido al agitado rumor de las olas llenó la estancia. Era un sonido rítmico, prolongado, jubiloso, como la respiración de un monstruo prediluviano vuelto milagrosamente a la vida, como si el hálito de otro mundo pasara a través de afilados e invisibles dientes. Algo rozó la sábana de Vania, a los pies de la cama, produciéndole en los dedos la insufrible sensación de un arañazo viscoso. Pero nada veía, sino las manchas gelatinosas avanzando torpemente hacia el petrificado cuerpo de Meter, hacia el infinito horror reflejado en unos ojos a los que pronto les sería negada la luz para siempre, ojos que jamás llegarían a percibir la abominable Forma. Varios hierros de la cama se quebraron, chirriantes, y eso hizo que Meter reaccionara con tardía celeridad. Arrojó ante sí el meteorito, con increíble fuerza, y su trayectoria quedó interrumpida en el espacio, donde se sostuvo por un momento, produciendo un ruido blando, acuoso, para resbalar después por una ondulada superficie invisible hasta caer suavemente en el suelo.
Vania fue luego testigo, al borde de la locura, de la rapidez con que se sucedieron las cosas. Ahogada en un horror inasimilable, su lucidez era absoluta. Vio que Meter era empujado hacia arriba con una fuerza incontenible. Alcanzó a ver en su rostro una última expresión helada. Algo que no lograba percibir sujetaba el cuerpo en el aire, a un metro de la cama. El espanto hacía que los ojos del hombre quisieran escapar de las órbitas. Luego el cuerpo se dobló hacia atrás, hasta alcanzar un ángulo inverosímil, cuyo vértice estaba situado a la altura de los riñones. Y escuchó el terrible chasquido de su columna vertebral fracturada. Aún con vida, Meter profirió un gemido apenas articulado, como el de un cachorrillo violentamente privado de su madre. Después sufrió en el vientre un extraño impacto que, desgarrando la chaqueta del pijama, le produjo un agujero ovalado en la carne viva, ancho como una mano extendida alrededor del ombligo. Vania sintió que se hacían añicos los últimos vestigios de su razón. Porque desde ese agujero, como succionado por el vacío, se expandió, y quedó suspendido en el aire, un enorme charco de sangre.
El horror multiplicaba en Vania los mecanismos de la vigilia, y pudo contemplar la escena centrando su atención en varios puntos a la vez, como si llegara a su cerebro a través de los múltiples cristales del ojo de una mosca. Así observó al mismo tiempo cómo la cabeza de Meter se consumía, semejante a un globo que pierde aire, y cómo su cuerpo quedaba reducida en pocos segundos a un informe montón de piel huesos, para ser luego arrojado al suelo como guiñapo. Pero también veía simultáneamente algo más espantoso y enloquecedor. Era que la sangre se Peter, al ser absorbida por aquella lóbrega presencia, hizo visible su horrenda forma. Una masa tentacular, sanguinolenta y translúcida, carente de cabeza y ojos, palpitando al unísono sus brazos innumerables, sarmentosos, al extremo de los cuales aparecían esas bocas nauseabundas, ovaladas, que algún Engendro de la Noche había sembrado de dientes verdosos y fosforescentes. El destino fue misericordioso con Vania, privándola en aquel momento de la razón. Pero entre las consoladoras brumas de la locura, mientras gritaba y reía alternativamente, privada ya de todo control, pudo asistir aún a los últimos movimientos de aquella danza macabra. La Forma se arrastraba pesadamente hacia la ventana. El más repulsivo de sus tentáculos se había apoderado del meteorito. En el marco de la ventana se comprimió y pudo así salir al exterior, donde un helado torbellino la zambulló en las tenebrosas profundidades del firmamento.