17 ene 2011

EL ASCENSOR por Pedro Montero

Al sexto día de vivir en la casa comenzó a impacientarse. Apenas si se cruzaba con algún vecino en las escaleras, y todos eran personas mayores, casi ancianos. Parecían esquivos y ensimismados en sus propios pensamientos. Subían fatigosamente hasta sus pisos y cerraban sus puertas sumiéndose en la penumbra de las oscuras y espaciosas estancias. El silencio era casi absoluto. Gruesos muros aislaban las habitaciones de los rumores del exterior que, por otra parte, eran casi inexistentes: la calle era silenciosa y tranquila, aunque difícilmente se la hubiera podido calificar de apacible. No destilaba paz, como no fuera la que suele reinar en los cementerios. El tráfico era escaso y, tanto los vehículos como los raros peatones parecían querer pasar desapercibidos al transitar por aquella zona.



La segunda semana se dirigió a uno de sus vecinos. Un anciano de rostro arrugado subía con grandes dificultades asiéndose a la insegura barandilla. Cuando se cruzó con é, se detuvo un momento y le dio los buenos días. El viejo pareció no haber oído y continuó su penosa ascensión. Un momento después se oyó la maciza puerta al cerrarse y el nuevo inquilino volvió a hallarse solo en medio de las escaleras.
 ¿Cuántos días más habría de esperar? ¿Habría notificado ya alguien al administrador de la finca que el ascensor no prestaba sus servicios desde hacía quién sabe cuánto tiempo? ¿Sería inoportuna una segunda llamada o, por el contrario, aceleraría la reparación del elevador?


El odioso cartel de «no funciona» parecía formar parte de la verja de protección en lugar de ser un aviso circunstancial. De hecho, examinándolo más de cerca, advirtió que no estaba colgado, como suele ocurrir, mediante un pequeño cordel. Aquel borroso letrero estaba firmemente sujeto al enrejado por medio de un cuidadoso pespunte que bordeaba los límites de lo artístico. Alguien se había entretenido en fijar el cartel mediante hilo y aguja, y no lo había hecho a la ligera. La autora de semejante labor —una mujer con toda seguridad— había puesto en el empeño todo el cariño que las ancianas dedican en la más insignificante y rutinaria tarea de costura. Era una labor para la eternidad.


Se sintió fuertemente irritado ante la contumacia y la resignación que parecían haber presidido aquel trabajo, y se preguntó si acaso —cosa que nadie le había advertido al alquilar el piso— el ascensor estaba definitivamente estropeado hacía años. No resultaba propio de aquella comunidad tan sombría y huraña la colocación de otro cartel sobre el primero con la leyenda «Si funciona», cuando tal acontecimiento tuviera lugar.


Detenido entre el segundo y el tercer piso, el vetusto elevador, urna o catafalco de madera y cristal, parecía una jaula colgada por ennegrecidos cables a la espera de alguien que pudiera habitarla. Mientras tal cosa ocurría, una mortecina bombilla iluminaba su interior día y noche sin que a nadie pareciera preocuparle aquel mínimo, aunque continuado, derroche de energía eléctrica.


Cada vez que subía o bajaba las escaleras, contemplaba el inmóvil cubículo y experimentaba una sensación de desazón al no poder utilizarlo. La altura de su piso —un segundo— le hacía suponer que, de haber funcionado normalmente, rara vez, sólo en caso de tener que subir maletas o bultos, lo hubiera tomado. Pero, bastaba la imposibilidad de hacerlo, para acrecentar el deseo de ascender más cómodamente. Se trataba de un servicio que le era debido y lo deseaba a su disposición al igual, por ejemplo, que la antena colectiva de televisión, aunque para la recepción de las emisiones bastara con una reducida antena interior.


Cierta noche en que se hallaba en la cama desvelado, cayó en la cuenta de que, desde hacía rato, estaba oyéndose un ruido continuado. Hasta el dormitorio llegaba el rumor de una lejana maquinaria y el girar de ruedas sobre sus ejes. Prestó más atención y comprendió que se trataba del ascensor. Finalmente, había entrado en funcionamiento.


Satisfecho por la reparación, trató de conciliar el sueño. Le tranquilizaba la idea de poder disponer del elevador, aunque sabía perfectamente que continuaría subiendo a pie.


Durante largo rato, continuó arrullado por aquel lejano rumor. Al cabo de media hora empezó a perder la paciencia. EL funcionamiento del ascensor era ahora incesante. ¿Acaso sus ancianos convecinos querían resarcirse del tiempo en que no habían podido utilizarlo? Sonrió para sus adentros imaginándose a los viejos viajando arriba y abajo vestidos con sus camisones de dormir. Pero aquello no parecía lógico a las tres de la mañana.


Según lo que podía deducir, el ascensor subía y bajaba efectuando breves paradas en algunos pisos; tan breves, que en modo alguno podían ser suficientes para que una persona entrara o saliera del elevador. La única explicación posible era la de que, precisamente entonces, lo estuvieran reparando.


Sobre las cuatro de la madrugada, irritado por el incesante ruido y nervioso al comprender que, en el mejor de los casos, no le quedaban más que tres horas de sueño, se decidió a salir al descansillo. No bien puso el pie en el suelo cuando el rumor del ascensor cesó bruscamente.


Permaneció unos minutos inmóvil y con el oído atento. El más absoluto silencio se adueñó del inmueble. Tan sólo el goteo de un grifo en la cocina venía a romper de vez en cuando la quietud que descendió sobre la casa. Pero después se acostó y, casi inmediatamente, se quedó dormido.


Al día siguiente había olvidado por completo el incidente del ascensor, y solamente cuando se disponía a abandonar el piso recordó de súbito las molestias que le habían impedido descansar en el transcurso de la noche. Dio media vuelta, tras hacer lo propio con la llave en la cerradura, contempló el ascensor. Aparecía inmóvil y colgado en el mismo sitio en que o había visto desde que viniera a vivir en la casa. La débil lucecilla amarilleaba en el interior del habitáculo y nada daba indicios de que, durante el transcurso de la noche, hubiera estado desplazándose sin cesar de arriba abajo.


En la planta baja, el artístico cartel continuaba en su sitio. A punto estaba ya de oprimir el botón de llamada, cuando una anciana entró renqueante en el portal. Sin saber por qué, se detuvo con el dedo rozando ya el pulsador.


«No funciona», musitó la mujer.


El nuevo inquilino explicó que, durante el transcurso de la noche, lo había oído moverse incesantemente. La anciana, comenzando a subir con lentitud las escaleras y, sin volver la cabeza, repitió: «No funciona».


Algunas noches después, cuando regresaba de cenar en casa de unos amigos, creyó oír el rumor del ascensor. Al penetrar en el portal, permaneció inmóvil a la escucha. ¿Se habían movido los gruesos cables pendientes en el hueco del elevador o se trataba de una ilusión óptica? Sigilosamente, como quien pretende sorprender a un ladrón, se fue acercando hasta las escaleras y miró hacia arriba. La cabina colgaba entre dos pisos con el aspecto de haber permanecido allí desde toda la eternidad.


De súbito, experimentó un sobresalto. Alguien se encontraba en el interior del ascensor. Una forma vaga, una figura borrosa, alguien...


En aquel momento se apagó la luz del vestíbulo. A tientas, se aproximó a la pared y pulsó el interruptor. Cuando volvió a mirar hacia arriba tan sólo pudo ver una especie de humo, una niebla que se movía con lentitud dentro del ascensor y tropezaba contra los cristales biselados.


Se detuvo una décima de segundo antes de pulsar el botón de bajada. Tuvo miedo de que aquello descendiera hacia él, suponiendo que sirviera de algo oprimir el mando.


Subió sigilosamente un tramo de escaleras procurando no perder d vista el ascensor, pero resultaba imposible contemplarlo de continuo. Cuando llegó hasta la altura de su piso, se detuvo en el rellano y miró hacia arriba. En la acristalada jaula no había nadie. La débil bombilla continuaba iluminado el reducido cubículo como siempre lo había hecho.


¿Por qué no oprimir el pulsador de llamada? Todo lo más que podría suceder era que el ascensor continuara inmóvil donde se hallaba. ¿Y si el ruido despertaba a algún vecino? Ignoraba las razones, pero intuía que nadie en la casa deseaba utilizar el ascensor. Deliberadamente convenían en que estaba estropeado y no se preocupaban de más. ¿No era aquella una situación ridícula? ¿Qué le impedía oprimir el pulsador y comprobar si el elevador funcionaba o no?


Considerando que sería preferible hacerlo de día, cuando otros ruidos disimularan el de la maquinaria, ascendió otro tramo de escaleras hasta situarse a la altura del ingenio y pudo cerciorarse de que el interior estaba absolutamente vacío. Una espesa capa de polvo cubría el suelo y el banquillo. La luz procedente de la bombilla quedaba disminuida asimismo por la suciedad que el tiempo había depositado sobre ella.


Movió la cabeza negativamente y empezó a descender hacia su piso. Una especie de suspiro, un cierto quejido emitido muy cerca de donde él se encontraba, le hizo detenerse con el corazón encogido. «¿Quién está ahí?», preguntó en voz baja. La luz del ascensor parecía ahora más apagada y amarillenta. Los dos gruesos cables se habían movido un momento transmitiendo la vibración hasta el fondo del pozo. «¿Quién es?», repitió con precaución y deseando que nadie respondiera a su pregunta.


El más completo silencio reinaba en las escaleras. Un segundo antes de que se extinguiera la luz pulsó de nuevo el interruptor Por un instante le pareció que alguien le espiaba a través de la mirilla de una de las puertas, pero no le resultaba posible asegurarlo. Las maderas de los escalones crujieron bajo sus pies y una gruesa mariposa nocturna revoloteó a su alrededor sobresaltándole.


Permaneció unos minutos a la escucha hasta que sus sentidos, fatigados por el opresivo silencio comenzaron a proporcionarle informaciones falsas. Escuchó zumbidos y vio lucecillas en los rincones oscuros. Por último, tras echar una última ojeada al ascensor, entró en su piso. Durante su intranquilo sueño le pareció que el elevador funcionaba continuamente efectuando paradas tan breves que ninguna persona hubiera podido entrar ni salir de él.


Los días siguientes, cada vez que abandonaba la casa miraba automáticamente hacia la jaula detenida entre dos pisos para comprobar que no se había movido ni un milímetro. Los ancianos, únicas gentes de que habitaban aquel antiguo inmueble, continuaban subiendo y bajando por la escalera sin preocuparse para nada del ascensor; parecían resignados a aquella situación que tenía todos los visos de ser definitiva.


Cierta mañana, tropezó en uno de los rellanos con una señora que subía arrastrando penosamente un carromato de los utilizados para ir al mercado. De manera automática se apresuró a prestarle ayuda, pero la anciana la rechazó con un gruñido hosco. «Lo siento», comentó él, «sólo pretendía ayudarla». «Déjeme», replicó la mujer con voz cascada, «puedo hacerlo yo sola». El inquilino vaciló un momento, y, cuando vio que la anciana se detenía un momento para descansar, dijo: «¿Por qué no utiliza el ascensor? Resultaría más cómodo.» «No funciona», replicó ella de inmediato. «¿Está segura?» Hizo un ademán de pulsar el botón de bajada.


«¡Deje eso!», gruñó ella volviéndose airada. «¿Está segura?», repitió el hombre con un encono y una testarudez que a él mismo le resultaron extraños. «¡Qué lo deje, le digo! ¡Insolente! ¿No ha visto el cartel?», replicó casi fuera de sí.


Descendió el resto de las escaleras profundamente irritado, y al llegar al portal, se dirigió directamente hacia el cartel de «No funciona» y lo arrancó bruscamente, reduciéndolo luego a pedazos. Acto seguido acarició con su dedo índice, que temblaba ligeramente, el dorado botón de llamada. Miró hacia arriba y contempló la urna de madera y cristal pendiente entre dos pisos. «No vale la pena», comentó para sí. Pero, en el fondo, sabía que únicamente un cierto temor supersticioso era lo que le había impedido llamar al ascensor.


En aquella casa resultaba muy difícil entablar relación con los restantes inquilinos. Era dudoso que existiera una asociación para la gestión de los asuntos de los vecinos y no parecía probable que ninguno estuviera interesado en su creación. Seguramente, todos los pisos pertenecían a alguna entidad financiera y estaban administrados por una única persona. Pero, ¿cómo se las arreglarían para solucionar los problemas que necesariamente surgen en toda comunidad? ¿Existiría algún enlace entre la administración y los vecinos? ¿Relegarían las reparaciones o quejas —por ejemplo, la avería del ascensor— hasta la visita periódica de algún enviado del administrador? Con toda probabilidad resultaría inútil tratar de interesar a los ancianos habitantes de la casa en la creación de una junta de vecinos, aunque era posible que, si lo proponía el resto de los inquilinos delegara con él —sólo fuera por comodidad— la función de embajador ante los representantes de la propiedad.


Decidido a obrar por cuenta propia, visitó una tarde las oficinas de la administración y planteó de inmediato el problema del ascensor. ¿«Qué problema?», preguntó el administrador parapetado tras su mesa. «El ascensor está colgado desde que yo entre en la casa. La mayoría de los vecinos son gente anciana y resulta fatigoso verles subir y bajar tantas escaleras». «Manías —replicó el encargado— . Suben y bajan andando porque quieren. El ascensor siempre ha estado en perfectas condiciones». El inquilino permaneció silencioso unos instantes, aunque ya había previsto la posibilidad de una respuesta en aquel sentido.


«¿Ha comprobado usted si funciona?», preguntó el administrador. «He visto el cartel de no funciona constantemente colgado». «Manías de viejos», añadió el encargado dando por concluida la entrevista.


Un nuevo cartel, igualmente artístico, aparecía firmemente sujeto a la cancela del ascensor. Nadie parecía interesarse por solucionar los problemas en aquella casa, pero alguien, con el consentimiento tácito del resto de la vecindad, ostentaba la misión de hacer más agradable la eterna continuidad de la avería.


Se aproximó a los pulsadores y los acarició suavemente y con cierto regodeo. Pasó los dedos, procurando no oprimir en absoluto, y tocó con sus yemas el extremo de los botones. Exhaló su aliento sobre la placa dorada y la limpió con el pañuelo hasta que se vio reflejado en ella. Su rostro apareció tan deformado que apartó la vista casi de inmediato, pese a lo cual, continuó jugueteando con los pulsadores. Estaba convencido de que tras las puertas del piso bajo, varios pares de ojos le observaban vesánicos y varias manos aferraban los tiradores. «No funciona», era un lema que campeaba a la entrada del inmueble y él era el intruso que había llegado para retar a los antiguos vecinos e intranquilizar sus apacibles vidas acostumbradas a la rutina del «no funciona».


Tras unos minutos de jugar aquel juego, miró desafiante hacia las puertas de las viviendas y subió por la escalera hasta el rellano de la suya. El ascensor, colgado entre dos pisos, parecía ahora más accesible y más cercano. Bastaría —estaba seguro— pulsar el botón correspondiente para que el vetusto ingenio descendiera obediente hasta sus pies. Y aquel convencimiento le resultó suficiente dejando para otra ocasión la comprobación del hecho.


En las noches siguientes se sintió inquieto y desasosegado. Su sueño fue intranquilo, y se despertaba con todo el cuerpo dolorido como si, en realidad, no hubiera gozado de un verdadero descanso. Al abrir los ojos, todavía le zumbaban los oídos y le repercutía en sus tímpanos el ronroneo del funcionamiento del ascensor. ¿Quién se dedicaba a pasearse arriba y abajo durante la noche? ¿Por qué el cartel de «no funciona»? ¿Es que el resto de los vecinos no oía el funcionamiento del ascensor por las noches? Llegó a pensar, incluso, que todo aquello se trataba de una conspiración contra él, intruso en aquella comunidad de gente de edad avanzada que no deseaba ver alteradas sus costumbres.


Y el maldito ascensor seguía allí colgado, vacío, inútil —consideraba con más frecuencia cada vez—. Algunas noches, antes de acostarse, salía al descansillo y lo contemplaba fascinado. Las sombras de la balaustrada y el reflejo de la lámpara del rellano producían la ilusión de que había alguien en su interior, un cuerpo vaporoso y movedizo, una nube pegada a los cristales.


Poquito a poco, dejando entornada su puerta, iba subiendo hasta la altura del ascensor y la ilusión se desvanecía. La débil bombilla interior derramaba su escasa luz sobre unas superficies cubiertas de polvo. Y experimentaba, cada vez con más ansia, el deseo de introducirse en la frágil cabina y descender lentamente hasta el bajo.


Una tarde se presentó en casa un empleado de la compañía eléctrica. Un vez que hubo revisado el contador, el inquilino, con fingida naturalidad, le preguntó: «¿Ha subido usted en el ascensor?» «Bajo piso por piso, mirando los contadores», repuso el empleado. «Pero, ¿ha subido a pie hasta el último?». «Que remedio —explicó el hombre—. No funciona». «¿Está seguro?», insistió el inquilino. «Está colgado el cartel de no funciona». «Eso no importa —continuó nuestro hombre—. Yo creo que sí funciona; lo que pasa es que la gente de esta casa es muy especial». «Ya veo», replicó el empleado de la eléctrica despidiéndose.


«Maldito imbécil», dijo para sí el inquilino «a él que más le da, como no vive aquí». Y se sentó en un sillón a la espera de que llegara la noche.


Poco después de la una comenzó a escucharse un ronroneo continuo. De vez en cuando, el rumor se interrumpía durante dos o tres segundos para recomenzar nuevamente.


Levantándose del sillón, fue acercándose sigilosamente a la puerta y la abrió una rendija: Segundos después, la caja del ascensor descendía lentamente ante sus ojos, la menos eso supuso, porque la oscuridad era absoluta. No había luz en las escaleras ni tampoco lucía la bombilla situada en el techo del elevador.


Esperó a que aquella masa oscura ascendiera de nuevo y, cuando lo hubo hecho, salió a tientas del descansillo y oprimió convulsamente el pulsador de la luz: el ascensor estaba detenido donde siempre, pero un segundo después de que se hiciera la luz en la escalera y dentro mismo del propio elevador, algo, una forma difusa, una nube, se estremeció y desapareció al momento.


«¡Se ha movido! ¡Sí funciona!», exclamó satisfecho para sí. «Lo he visto pasar por este rellano», añadió. Pero pronto comenzó a pensar si la sombra que había cruzado delante de él no sería un producto de su imaginación ocasionado por el sueño que le había rendido la butaca.


¿Y aquella forma fantasmagórica que se había agitado entre los cristales biselados? ¿Alguien en el ascensor?... Pasa tanta gente por los ascensores... Suspende tan frecuentemente el ánimo durante unos segundos el brusco arrancar de un elevador... Por fuerza ha de quedar algo en un ámbito tan estrecho en el que conviven fugazmente tantas gentes... Algunas voces... suspiros... un roce fugaz... un silencio embarazoso... ¿Era eso lo que permanecía entre las acristaladas paredes del ascensor? ¿Qué cosa puede originarse, qué residuo puede ser el resultado de la transitoria presencia de almas tan dispares en un lugar tan exiguo?...


Un suspiro ahogado, un murmullo sofocado, descendió desde la altura. «¿Hay alguien ahí?», preguntó en voz muy baja y silbante. «¿Hay alguien en el ascensor?», insistió. E, irguiéndose en toda su estatura, miró hacia arriba y sonrió obcecado. Se adelantó unos pasos y contempló detenidamente la fila de botones hasta que localizó el que debería conducir el ascensor hasta su piso. Extendió el dedo índice hacia el correspondiente pulsador, pero antes de que tuviera tiempo de oprimirlo, se hizo la oscuridad en la escalera. Simultáneamente, sin que su dedo hubiera llegado a pulsar el botón, se escuchó un chasquido y el ascensor comenzó a descender lentamente y a oscuras.


El inquilino fue retrocediendo espantado hacia la pared. Un rechinar de maderas y muelles anunció que la caja del ascensor había llegado a su destino. Se abrieron las puertas acristaladas y el horrendo residuo que se origina y crece en los ascensores se agitó culebreante. El ruido de un pestillo y un siniestro chirriar le hicieron comprender que no había ya ningún obstáculo entre él y el interior de la cabina. Un confuso bisbiseo se extendió por todo el rellano y algo familiar y desconocido a la vez se fue vertiendo como una densa marea que todo lo anega.


«¿Qué...?», se preguntó horrorizado. Y al instante encontró la respuesta en sí mismo: lo que crece en los ascensores, lo que se va alimentando de esquiveces equívocas, de roces furtivos, de murmullos secretos, de miradas confusas, de silencios embarazosos; restos de momentáneas presencias que se van depositando en el fondo de los ascensores y sobreviven en el polvo de los rincones, retazos del espíritu que, amalgamados y desprendidos de su ser, se van tornando oscuros y perversos; aquello, en suma, que nos acongoja y amenaza cuando entramos solos en un ascensor...