13 sept 2011

CRONOMETRO DIGITAL por Pedro Montero

Marta me esperaba impaciente ataviada con su mejor vestido. Apenas entré en el salón advertí que se encontraba de mal humor. De pie, junto a una de las ventanas, fingía observar atentamente la calle. Cuando le di las buenas tardes ni siquiera se volvió. No había querido sentarse para no arrugar el vestido. Me llegué hasta ella, y, previendo un acceso de mal humor por su parte, la estreché suavemente, procurando no descomponer su atavío. La noté tensa y a punto de estallar, pero tuvo la gentileza de contenerse y, un instante después, se volvió hacia mí. Su rostro perdió paulatinamente la rigidez y en sus ojos reapareció la expresión de ternura habitual cuando me contemplaba.



—Me tienes aquí como una tonta —me reprochó sin que yo comprendiera el alcance de sus palabras.


—Vamos —repuse conciliador. Estaba seguro de haber cometido algún error, aunque no sabía cuál—. Me cambio en un instante.


La besé cariñosamente en la mejilla y me encaminé hacia el dormitorio con la intención de sustituir el pantalón y la chaqueta de sport por un traje azul oscuro más en consonancia con el lugar adonde nos dirigíamos. Me disponía a tomar una ducha cuando, al consultar el reloj comprobé que eran ya las ocho menos cuarto. La función daba comienzo a las ocho y media. Apenas si teníamos tiempo de tomar el metro y presentarnos en el teatro antes de que se levantara el telón. La densidad de la circulación a aquella hora descartaba la utilización del coche.


—Será mejor que tomemos el metro —manifesté a sabiendas de que la idea iba a resultarle molesta.


—¿Así? —preguntó, ajustándose sobre los hombros la estola de piel—. No me gusta llamar la atención. Me pondré algo más sencillo.


—No tenemos tiempo, cariño —repuse, exponiéndome a una réplica que no se hizo esperar.


—¿Y de quién es la culpa? —exclamó. Mi leve reconvención le había dado pie para liberar un enfado acrecentado durante largo rato—. ¿Me he retrasado yo acaso? ¿Soy yo quien se ha presentado en casa media hora más tarde de lo previsto?


Mientras viajábamos hacia la Ópera debíamos de tener la apariencia de una de esas sofisticadas parejas que anuncian algún licor caro por la televisión. Afortunadamente, los vagones del subterráneo iban bastante llenos, con lo cual la expectación se limitaba al público más cercano. Algunos obreros de vuelta a su trabajo hicieron comentarios en voz baja acerca de nuestro aspecto, que, por otra parte, tuvo la virtud de crear un vacío a nuestro alrededor, lo que nos libró de las naturales apreturas.


Apenas instalados en nuestras butacas dio comienzo la representación. El enfado de Marta fue desvaneciéndose a la par que la música de Puccini inundaba la sala, y, al rato, apoyó su brazo sobre el de la butaca y me tomó cariñosamente la mano. Yo me ensimismé igualmente con las incidencias del drama hasta que, avanzado el primer acto, me di cuenta de que no me había despojado del reloj de pulsera. Temiendo que el «bip» de la hora en punto coincidiera con algún silencio, desabroché la hebilla con la intención de entregárselo a Marta para que lo guardara en su bolso. Apenas faltaban algunos segundos para las nueve. El tenor que encarnaba a Cavaradossi recomendaba al preso fugitivo:




«Se urgesse il periglo, correte


al pozzo del giardin. L'acqua è nel fondo,


ma... »

Afortunadamente, el pitido coincidió con el cañonazo disparado desde Sant' Angelo y no resultó audible en absoluto, pero aquel pequeño incidente me recordó el retraso en que había incurrido poco tiempo antes, lo que fue suficiente para distraer mi atención de la escena durante el resto del acto.


Mientras regresábamos a casa en un taxi, Marta me devolvió el reloj tras consultarlo con una rápida ojeada. Seguidamente miró la hora en el suyo propio.


—Lo lamento —respondí a su mudo reproche—. Salí de la oficina a la hora de siempre.


—No me hacen gracia los relojes digitales —comentó ella abrochándolo en torno a mi muñeca—. Prefiero los de manecillas. Y esa obsesión por conocer en todo momento la hora exacta —añadió—. No podría resistir que un pitido me recordara cada media hora el paso del tiempo. ¡Qué agonía!...


Yo me mantuve en silencio el resto del trayecto mientras todavía resonaban en mis oídos las últimas frases del adiós a la vida:



«Lóra è fuggita


e mucio disperato.


E non ho amato mai tanto la vita!»


El día siguiente celebrábamos nuestro aniversario de matrimonio y habíamos decidido cenar en casa.


A las siete en punto di por concluido mi trabajo. Abrí la caja fuerte y cogí el regalo comprado varios días atrás. El valor de los tres pequeños diamantes engarzados en el anillo había hecho aconsejable aquella precaución. Despidiéndome de mis compañeros de trabajo, abandoné el edificio y me dispuse a caminar, como habitualmente, los veinte minutos que separaban la oficina de mi casa.


Marta se había vestido para la ocasión. Sobre la mesa de comedor había dispuesta una magnífica cena encargada a Máximus, y del tocadiscos surgía una melodía cuyas notas tuvieron la virtud de enternecerme. Se trataba de una vieja canción que habíamos oído en Italia durante nuestro viaje de bodas y que habíamos hecho nuestra. Abracé a Marta y la besé apasionadamente. En aquel momento se oyó el pitido del reloj digital.


—Times goes by... —comentó nostálgica. Yo consulté el cronómetro y lo sacudí ligeramente.


—No pueden ser las ocho —manifesté—. Este reloj funciona mal.


—El tiempo pasa —repitió ella con una sonrisa—. Son las ocho —confirmó mirando su diminuto reloj.


En mi fuero interno tenía la impresión de que mi reloj adelantaba. Estaba seguro de haberlo consultado a las siete en punto. No tardé más de cinco minutos en recoger el regalo y ponerme la gabardina. Veinte minutos de trayecto a pie, más cinco o seis entre la espera y la subida en el ascensor sumaban un máximo de treinta y seis o treinta y siete. La única explicación posible era que hubiera hecho el camino a ritmo más lento o que me hubiera detenido en algún sitio. Recordé entonces con alivio que había entrado en un estanco a comprar cigarrillos. Poco antes de cruzar la calle Academia me había llamado la atención el escaparate de una librería donde se exhibía un volumen que me interesaba, pero, debido a lo especial de la fecha, y recordando la discusión del día anterior, había pospuesto la compra para otro día. Deseando creer que probablemente la circulación de peatones era más densa al ser viernes por la tarde, o que algo que no recordaba había contribuido a mi retraso, decidí olvidarme del asunto.


El lunes por la mañana hice una pequeña escapada a una relojería próxima a la oficina a fin de asegurarme de que el reloj estaba en perfectas condiciones. El dependiente lo observó superficialmente con gesto de desconfianza.


—¿Lo ha comprado aquí? —preguntó.


Yo respondí negativamente aduciendo que aquello no era obstáculo para que lo examinara o, si llegaba el caso, lo reparase. El muchacho llamó a su jefe e intercambió con él unas palabras que no pude oír.


—¿Qué desea? —preguntó cortésmente el dueño.


—Nada de particular —repuse, comenzando a sentirme molesto—. Me parece que mi reloj no funciona bien y deseo que lo examinen. Eso es todo. —Y añadí con especial intención—: Desde luego, no lo he comprado aquí.


—No lo ha comprado usted en ninguna relojería del país —manifestó el propietario.


—¿Qué quiere decir?


—Que es de contrabando —repuso él.


—¿De contrabando? —pregunté confuso.


—En efecto.


—Pero... —vacilé— es un regalo que...


—De contrabando —insistió el relojero.


Durante unos segundos me sentí como un delincuente al que se descubre con las manos en la masa. Después reaccioné y repuse con naturalidad:


—Supongo que eso no le impide examinarlo. No es usted agente de aduanas.


—¡Oh, desde luego que no! —manifestó el propietario de la tienda sonriendo abiertamente—. No es esa la cuestión ni a mí me incumbe para nada el origen de este reloj, lo que ocurre es que, tratándose de esta clase de instrumentos tan sofisticados, tan sólo los concesionarios de la marca pueden abrirlos con garantía de no dañarlos seriamente y, por otra parte, aunque forzáramos la tapa, los circuitos integrados y el mecanismo en general nos resultarían difíciles de conocer.


Yo permanecí perplejo unos momentos mientras él volvía a depositar en la palma de mi mano el cronómetro.


—El problema estriba en que en todo el país no habrá ningún concesionario de esta marca, que, además, no me resulta en absoluto conocida —explicó—. Es lo que pasa con las cosas adquiridas de contrabando; una vez que se estropean hay que tirarlas.


—Comprendo —manifesté descorazonado.


—Por otra parte —replicó el relojero—, parece funcionar perfectamente.


Esbozando una sonrisa de circunstancias, di las gracias al amable relojero y abandoné la tienda volviendo a colocar el reloj en torno a mi muñeca.


Cuando regresé a la oficina la encontré completamente desierta. Uno de los conserjes me hizo saber, extrañado ante mi pregunta, que mis compañeros se habían marchado a comer.


—¿A esta hora? —pregunté. Y al consultar mi reloj comprobé que señalaba las dos y diecisiete minutos—. No es posible —exclamé confuso—. ¿Qué hora tiene usted?


—Las dos y cuarto —repuso el conserje.


Renuncié a la comida y me recluí en mi despacho completamente desconcertado. Había abandonado la oficina sobre las once de la mañana y no había tardado ni cinco minutos en llegar a la relojería, en donde había permanecido un cuarto de hora, todo lo más. ¿Y el resto del tiempo? ¿No deberían ser entonces las once y media aproximadamente? Incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo, bajé las persianas y sumí de aquel modo la habitación en una penumbra que propiciaba la reflexión, pero, en aquel momento, se escuchó un ruido procedente de mi estómago. Era su forma de indicarme que había llegado la hora de llenarlo.


Durante el resto de la semana procuré llevar un control riguroso del reloj. En la oficina lo depositaba sobre la mesa y comprobaba su funcionamiento cotejándolo frecuentemente con el antiguo, que había vuelto a sacar del cajón de la mesilla de noche. Al cabo de toda una jornada de trabajo, apenas si había una diferencia de segundos entre la hora que marcaban uno y otro. El clásico se retrasaba unos minutos; el digital —lo comprobé por teléfono— marchaba con absoluta precisión.


Incluso en casa no podía por menos de efectuar periódicas verificaciones entre los dos cronómetros que ya siempre llevaba encima, uno en la muñeca y el otro en el pequeño bolsillo delantero del pantalón. Transcurrió una semana y no había advertido ningún desarreglo en el funcionamiento de mi reloj digital. Como mi proverbial puntualidad no volviera a sufrir menoscabo, di por finalizados aquellos extravagantes episodios. Hasta que, una tarde, apenas había entrado en casa, Marta, llorando amargamente, se precipitó en mis brazos. Advertí entonces que no se encontraba sola.


Temiendo que el reloj hubiera vuelto a jugarme una mala pasada, me desasí del abrazo de mi esposa, y antes de preguntar por la causa de aquella inesperada crisis de llanto, comprobé con alivio que eran las siete y veinticinco. Todo iba bien.


—Por Dios —exclamó Marta—. ¿Qué has estado haciendo?


Los dos hombres se levantaron y permanecieron silenciosos. Uno de ellos apagó el cigarrillo estrujándolo contra un cenicero, el otro se ajustó la gabardina sobre los hombros.


—¿Qué ocurre? —pregunté confuso.


—Sargento Herrera —dijo uno de los desconocidos tendiéndome la mano—. ¿Se encuentra bien?


—Perfectamente —repuse con seguridad—. ¿Ha pasado algo grave?


—Nada, al parecer —y dirigiéndose a mi esposa añadió—: Nosotros nos retiramos ya, señora. Me alegro de que todo haya terminado felizmente.


Marta les acompañó hasta la salida y regresó a mi lado enjugándose las lágrimas.


—¿Dónde has estado? ¿Por qué me haces esto? —preguntó refugiándose en mis brazos.


—En la oficina —respondí volviendo a mirar el reloj—. Ni siquiera son las siete y media.


—¿Y ayer? ¿Y esta mañana? —insistió.


—No entiendo dónde quieres ir a parar. ¿Qué hacía aquí la policía?


—He denunciado tu desaparición— me explicó mientras mi perplejidad iba subiendo de punto—. Anoche no pude esperar más. Temía que te hubiera ocurrido algo.


—¿Que anoche...? —comencé a decir—. Anoche estuvieron aquí cenando tu hermana y su marido.


—Eso fue antes de anoche, el lunes. Hoy es miércoles... —manifestó mirándome con extrañeza.


Marta cayó pronto en un profundo sueño. La fatiga y la tensión a que había estado sometida cerraron sus ojos apenas su cabeza reposó sobre la almohada. Yo había tratado en vano de darle una explicación satisfactoria, pero, ¿qué podía explicar cuando ni yo mismo recordaba qué había hecho ni dónde había estado durante las últimas veinticuatro horas? En principio me negaba a dar crédito a lo que se me apareció como incuestionable tras una hora de charla con mi esposa: yo había desaparecido de la circulación durante veinticuatro horas.


Marta se resistió inicialmente a mis razonamientos. Incluso estaba dispuesta a olvidarlo todo si no volvía a repetirse, de igual modo que si se hubiera tratado de una escapada a la costa con una rubia despampanante. En realidad, las explicaciones que yo trataba de exponer ante ella iban más bien dirigidas a mí mismo. Estaba claro que aquel día no había aparecido por la oficina y que la tarde y noche anteriores tampoco había estado en casa. No recordaba, además, nada de lo que había podido hacer entre las siete del martes y la misma hora del día siguiente. ¿Dónde había dormido? ¿Había estado vagando por las calles durante las horas de trabajo? Finalmente tuve que rendirme a la evidencia, o a la única explicación que, precisamente por no necesitar otra interpretación que la puramente clínica, me pareció la más socorrida: yo había sido víctima de un ataque de amnesia.


Pero ahora que el silencio de la noche me invitaba, sin la presencia embarazosa de Marta, a profundizar más en aquel extraño episodio, empecé a comprender que quizás había algo más. Yo había llegado a casa en perfecto estado. Sin hambre. Sin fatiga. Al pasar los dedos por mi mejilla parecía evidente que me había afeitado, como habitualmente, aquella misma mañana.


Un pitido ahogado vino a interrumpir el hilo de mis pensamientos. Abrí con sigilo el cajón de la mesilla de noche y contemplé detenidamente el reloj digital cuyas cifras se disolvían silenciosamente dando sin cesar paso a otras. En cierto momento me pareció advertir que los dígitos correspondientes a los segundos habían dado un salto pasando del veintisiete al veintinueve, pero en el minuto siguiente las cifras se sucedieron con normalidad. En la parte posterior del cronómetro aparecía grabado mi nombre y una cifra a la que siempre había atribuido un significado técnico: 1383621. No pude encontrar por ninguna parte otro dato referente a la fábrica o al país de origen.


A pesar del cansancio que todavía se reflejaba en sus ojos, Marta se empeñó en levantarse y hacerme el desayuno.


—¿Dónde compraste este reloj? —le pregunté mientras estábamos sentados en torno a la mesa de la cocina.


—¿Se retrasa otra vez?


—¿Dónde? —repetí con un tono que al instante me pareció excesivamente apremiante.


—Cálmate —me rogó—. Te lo regalé porque sabía que tenías deseos de tener un reloj digital. Sabes que yo prefiero los tradicionales.


—No funciona bien —manifesté procurando mostrarme más calmado—. ¿Tienes la garantía?


—¿La garantía? —repitió ella con cierto nerviosismo que no me pasó desapercibido.


—Eso es lo que acabo de decir —reiteré marcando las sílabas.


—No... no me dieron garantía.


—¿Un reloj tan caro como éste sin garantía? —insistí.


—Lo compré... —comenzó ella sin atreverse a terminar la frase, y añadió seguidamente—: No fue por el dinero, te lo aseguro, quería encontrar lo más nuevo, lo último.


—Es de contrabando —atajé yo definitivamente.


—Sí...


—Escucha, Marta, no me importa si es de contrabando o no. Ya sé que tu intención fue buena, pero ¿fue en alguna tienda? ¿Hiciste grabar el nombre allí mismo?


—Yo no mandé grabar nada —repuso ella contemplando el reverso del reloj que yo le tendía.


—¿Y mi nombre?


—Yo me limité a comprarlo, pensé que tú...


Volví a colocarme el reloj en la muñeca. Tuve la impresión de que los segundos ocho y nueve de aquel minuto no habían aparecido en la pequeña pantalla de cristal líquido.


—¿Dónde lo compraste? —repetí—. ¿A quién?


—A un vendedor ambulante. En la calle del Comercio. Me costó bastante caro, pero tenía tantas funciones... Además —continuó—, no se ha movido de allí. Podemos ir a reclamar.


—Reclamar —murmuré hastiado—. A buenas horas.



Cuando entré en la oficina mis compañeros sonrieron al verme de regreso y preguntaron si me encontraba mejor. Seguramente conocían ya la historia de mi amnesia, aunque su interpretación de mi ausencia tuviera para ellos rasgos de índole más picaresca.


—Ha llamado tu mujer —musitó cerca de mi oído Arturo—. Tres veces.


—¿Hace mucho? —pregunté extrañado.


—La última vez después de comer.


Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Estuve tentado de preguntarle qué hora era, pero algo me contuvo. Me encerré en mi despacho y consulté mi cronómetro: las cinco y veinte. Presa de un temblor incontenible, busqué con los ojos el reloj de pared: las cinco y veintiuno. Tomando el teléfono, marqué con dificultad el número y esperé. Al cabo de unos segundos se oyó un pitido y una voz gangosa e impersonal recitó cansinamente: «Diecisiete horas, veinte minutos, treinta y dos segundos...»


Atenazado por un pavor irracional, tomé una súbita decisión, pero antes de abandonar la oficina llamé a Marta y procuré tranquilizarla, diciéndole que había tenido que estar fuera gran parte de la jornada debido a ciertas comisiones.


La calle del Comercio estaba repleta de vendedores ambulantes que instalaban sus puestos al borde de las aceras. Los fui recorriendo uno a uno. La mayoría vendía pañuelos de colores, pequeñas joyas de artesanía, libros de ocasión. Ya casi al final, junto a la librería Las Artes, le vi. Se trataba de un joven de aspecto oriental. Sobre el estalache que constituía su negocio se apilaban varias decenas de relojes de todas clases, digitales y tradicionales. En uno de los extremos del tablero había instalada una pequeña máquina grabadora en la que precisamente se encontraba trabajando en aquellos momentos. Cuando hubo finalizado, tendió el reloj a una joven, que contempló sonriente la dedicatoria o el nombre. Después dirigió sus ojos hacia mí.


—Mi esposa compró aquí este reloj —comencé. La ira y el miedo apenas me dejaban articular las palabras con claridad—. Lo compró aquí.


Él sonrió enigmáticamente y permaneció en silencio.


—Este reloj —continué, desabrochando la hebilla y tendiéndoselo.


Él miró rápidamente el reverso y volvió a sonreír con mansedumbre.


—¿No funciona bien? —preguntó con una voz pagada.


—Se atrasa —repuse bruscamente—. Me hace llegar tarde a todas partes.


—¿No será usted quien se adelanta?


—¿Cómo dice? —pregunté fuera de mí.


Él levantó hacia mí sus ojos rasgados y repuso. —No he dicho nada, señor.


—Ella tampoco mandó grabar mi nombre.


—No sé cómo se llama usted. Si su nombre figura grabado aquí es porque ella me lo dijo —continuó diciendo sin perder la calma.


—¿Y esa cifra?


Él abrió un pequeño cajón y extrajo del interior un reloj idéntico al mío tendiéndomelo.


—Este le dará resultado —manifestó mientras lo abrochaba en torno a mi muñeca—. No tendrá necesidad de más reclamaciones.


—La correa... —dije advirtiendo que el cronómetro nuevo estaba provisto de una metálica.


—Es regalo de la casa.


No bien había entrado en el metro cotejé el reloj con el que llevaba en el bolsillo del pantalón. En cada estación consultaba la hora y la comparaba con la que señalaba el reloj digital. Una de las veces advertí con estupefacción que en la parte central de la correa había algo grabado. Aproximé los ojos y leí con sorpresa: Juan García Rubio, y a continuación la consabida cifra: 1383621. ¿Cómo se explicaba que mi nombre apareciera grabado cuando ni siquiera sabía quién era yo? ¿Qué estaba ocurriendo?


Me apeé en la primera estación y di la vuelta con la intención de regresar a la calle del Comercio. Durante el trayecto no aparté los ojos del reloj, que pareció comportarse normalmente. Al subir apresuradamente las escaleras de la estación del Comercio traté de desabrochar la hebilla, pero tropecé con dificultades. Iba ya a arremangarme para actuar con más facilidad cuando observé que la calle se encontraba casi desierta. No había ni rastro de los vendedores ambulantes. Me dirigí hacia una pareja de guardias municipales, que me miraron de arriba abajo, y pregunté:


—¿Y los vendedores ambulantes?


—No hay —repuso uno de ellos.


—Pero si yo... ¿Por qué?


—El Ayuntamiento lo ha prohibido.


—Mi mujer compró aquí este reloj —balbucí— y yo lo he cambiado.


—¿Lo ve? —dijo el otro—, seguro que le estafaron.


—No, es decir, ¿dónde puedo encontrar...?


—¿Encontrar al que se lo vendió? Vaya usted a saber, al cabo de semana.


—¿Una semana? He estado en esta calle hace media hora, y estaba llena de vendedores ambulantes.


Los dos guardias se miraron significativamente. Mis ojos se dirigieron hacia el escaparate de una relojería y a continuación consulté la hora en mi cronómetro. Funcionaba.


—Hace media hora; sí —repetí repuesto.


—Se equivoca —afirmó uno de los guardias—. ¿Se encuentra bien?


—¡Mi mujer me compró aquí este reloj! —exclamé a punto de llorar.


—No lo dudo —repuso el segundo—, pero eso sería antes del lunes. Desde ese día no hay aquí vendedores ambulantes.


—Hoy... hoy es lunes —balbucí mirando mi reloj.


La respuesta de los agentes coincidió con la que me ofrecía el cronómetro:


—Hoy es sábado.


Vagué por las calles durante horas. Cada cierto tiempo preguntaba la hora a los peatones y a continuación el día de la semana. Todo el mundo me respondía gentilmente: las cinco, las cinco y cinco, las cinco y diez..., sábado, veintitrés.


Pensé que me estaba volviendo loco, que sufría ataques de amnesia cada vez más prolongados. En cuestión de segundos habían transcurrido para mí varios días. Me detenía ante los quioscos de prensa y leía los titulares de los periódicos. No cabía duda: por el momento era sábado. Sí toda aquella absurda situación era real, aquello significaba que había estado ausente de casa durante una semana, lo que podría entrar en los dominios de la lógica si no fuera porque, mirándome en los escaparates, comprobaba que mi atuendo y mi aspecto personal no eran los de quien ha pasado varios días vagando de acá para allá perdido entre las multitudes de la gran ciudad.


Resolví que lo más urgente era regresar a casa para tranquilizar a Marta. Aquel mismo día me sometería a tratamiento médico, si es que alguna terapéutica resultaba eficaz para el extraño mal que me aquejaba. Entré en una cabina telefónica con la intención de anunciar mi regreso a mi esposa; no deseaba sobresaltarla con una súbita y fantasmal aparición. Forcejeé durante unos instantes tratando de introducir la moneda en la ranura hasta que comprendí que el aparato estaba estropeado. Una muchacha que aguardaba su turno entró en la cabina y, ante mi sorpresa, marcó un número y la moneda cayó sin dificultad en el cajetín. Aguardé a que terminara. Seguramente la moneda que yo había utilizado era defectuosa. Cuando la muchacha terminó su conferencia le rogué que me la cambiara. Ella sonrió, y ya se disponía a hacerlo, cuando observó:


—Esa moneda no sirve para el teléfono.


—No... ¿no tiene valor? —pregunté tembloroso.


—Claro que sí —repuso genialmente—, pero el teléfono funciona con éstas. —Y me mostró una de cuño completamente nuevo para mí.


Me alejé de aquel lugar sin dar las gracias a la sorprendida muchacha y entré en el metro. Afortunadamente el billete que presenté ante la taquillera era de curso legal, pero me pareció que me devolvía menos dinero de vuelta que el que correspondía. No me detuve a considerarlo.


Al descender del tren me pareció ver a Marta. Durante unos segundos dudé de que fuera ella. Parecía algo más envejecida, sus cabellos eran ligeramente rubios, como si se hubiera teñido para ocultar unas inexistentes canas. Aparecía elegantemente vestida y charlaba animadamente con un caballero que la acompañaba.


Subí de dos en dos las escaleras mecánicas y corrí por el pasillo que conducía hasta el andén donde se encontraban. El tren había llegado ya y apenas si tuve tiempo de entrar en el vagón de cola antes de que las puertas se cerraran. Me aproximé al extremo del coche y desde allí los espié. Hablaban y se comportaban con una familiaridad que me desconcertó. ¿Quién era aquel hombre al que mi esposa trataba de un modo tan cariñoso?


Preferí no cambiar de vagón en las estaciones siguientes y continué espiándoles. En la estación de Ópera descendieron, y yo hice lo propio, pero me mantuve a unos metros de la pareja. Una vez en la superficie, comprendí que se dirigían al teatro. Un gran cartel anunciaba la representación de Tosca. De manera que, con pocos días de diferencia, volvía a la ópera, y en compañía de un desconocido.


La sorpresa, y un naciente sentimiento que al instante identifiqué con los celos, me impidieron seguirlos, lo que hubiera resultado perfectamente inútil, puesto que yo no tenía entrada y en la taquilla un cartel anunciaba que se hallaban agotadas.


Vagué confuso durante algunos minutos por los alrededores del teatro, tratando de imaginar algún medio para introducirme en él. En la parte trasera vi una pequeña puerta abierta, y, sin consideraciones de otro tipo, entré en el edificio. Un largo pasillo conducía hasta otra puerta, ante la cual, encerrado en una pequeña cabina, un portero hacía vigilancia. Dos hombres, a los que tomé por tramoyistas, me adelantaron, y, tras saludar al portero, franquearon la segunda puerta. Procurando mostrar naturalidad, crucé ante el vigilante y, haciendo un gesto con la mano a modo de saludo, continué mi camino. El hombre no puso ningún reparo a mi paso.


Momentos más tarde me encontraba en las inmediaciones del escenario. Entre bastidores, confundido con numerosas personas, contemplé el curso de la representación. En aquellos instantes, Cavaradossi se dirigía a Angelotti:



«Se urgesse il periglo, correte


al pozzo del giardin. L'acqua è nel fondo,


ma... »
Incapaz, desde aquel punto, de localizar a Marta y a su acompañante, abandoné el teatro del mismo modo que había entrado. Al cruzar ante la fachada principal, mis ojos se detuvieron frente al cartel que anunciaba las representaciones. Recorrí con la vista el nombre de los intérpretes y, finalmente, leí las fechas de las cuatro representaciones de Tosca. Creo que se me erizaron los cabellos, y a punto estuve de desplomarme al leer: Tosca, cuarta representación, quince de mayo... de 1986. ¡1986!


Automáticamente miré mi reloj digital. La pantalla de cristal líquido mostraba una fecha en completa concordancia con la del cartel. Tembloroso, me aproximé a la puerta del teatro, y con un hilo de voz pregunté la fecha al portero.


—Quince de mayo —repuso mirándome de arriba abajo.


—De 19... —inicié.


—1986, naturalmente —concluyó el empleado.


Me alejé corriendo de la Ópera y entré en el parque cercano. Llorando amargamente, me interné en la espesura hasta que las copas de los árboles me ocultaron la vista del teatro. En un pequeño claro, junto a una fuente, había varios bancos. Unos metros más allá, un rústico pozo y una casita que debía de servir de albergue a las palomas completaban el decorado de aquel apartado rincón.


Una ojeada al reloj digital bastó para confirmarme que, en el espacio de unos minutos, habían transcurrido para mí varios años. Desesperado, traté de deshacerme del cronómetro, pero, al intentar desabrochar la hebilla, advertí que no había tal. La correa metálica partía y terminaba en el reloj, rodeando mi muñeca de tal forma que constituían un todo. Ignoraba de qué forma aquel vendedor ambulante había colocado el cronómetro en torno a mi brazo. Forcejeé hasta que no pude más. Deseaba arrojar el maldito reloj al fondo de aquel pozo y perderlo de vista para siempre, pero todos mis esfuerzos resultaron inútiles. Parecía que, de no cortarme la mano, estaba condenado a llevar aquella diabólica pulsera toda la eternidad. A riesgo de herirme, me golpeé contra las piedras tratando de hacer añicos el cronómetro. Todo resultó inútil. A pesar de la dureza con que descargaba mi muñeca contra la dura superficie del banco, el reloj continuaba en perfecto estado y sin sufrir el más mínimo rasguño. Finalmente, agotado por el esfuerzo y fatigado a causa de las emociones del día, o de los años, debería decir mejor, me tendí sobre aquel banco y me quedé profundamente dormido.


La luz del sol hirió mis ojos; me incorporé y miré a mi alrededor desconcertado. Ignoraba dónde me hallaba. Hasta mi oído llegaban unos acordes musicales que no me eran desconocidos, pero no pude ver ni rastro del banco sobre el que me había tendido. La fuente había desaparecido, y tampoco vi la casita de las palomas. Tan sólo comprendí que me hallaba en el mismo sitio cuando mis ojos contemplaron el brocal de un pozo, aunque de factura tan diferente, que una terrible sospecha fue abriéndose paso en el fondo de mi alma.


Avancé unos pasos vacilante entre la espesura. La música se hizo más distinta. Al otro lado de los árboles pude ver una especie de extraño auditorio de extravagante arquitectura. Cientos de personas, sentadas al aire libre, asistían a una representación teatral. Desde donde me encontraba advertí lo inusitado de sus vestimentas y de sus tocados. Tan sólo me resultaban familiares los atuendos y maneras de los actores. Aquella multitud contemplaba ensimismada una representación de Tosca.


Comprendí al instante que algo irreparable había ocurrido, y, bajando la vista, contemplé mi cronómetro digital. Despreciando la hora, mis ojos se posaron sobre la pantalla que indicaba la fecha y, ante mi asombro, pude leer una cifra que ya me resultaba familiar. La misma cifra que aparecía grabada bajo mi nombre en la correa metálica: 1383621. Antes de sumirme en la más profunda desesperación, acerté a descifrar correctamente aquel número, y antes de que las lágrimas nublaran mi vista, leí: 13-8-3621.


La voz del tenor llegó claramente hasta mí cabalgando sobre la suave brisa del atardecer:



«Lóra è fuggita


e mucio disperato.


E non ho amato mai tanto la vita!»


En aquel momento me invadió una gran calma y comprendí que sólo me restaba una cosa por hacer. Aproximándome al pozo, subí sobre el brocal y me arrojé al vacío con la intención de quitarme la vida. Algo, no obstante, cuando ya me precipitaba vertiginosamente, me hizo dudar de que pudiera conseguir mis propósitos.


Había agua en el fondo, «ma»...

  

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